Desde Chiapas, México: Humberto
Yannini Mejenes
En una colina encantada, había un castillo de altos palacios
donde vivía un rey con su familia. El castillo estaba rodeado
de unos canales de agua que unos feroces cocodrilos resguardaban con
recelo, y tenía un puente levadizo en la fachada frontal que
permitía la entrada o salida de los carruajes. Por las noches,
se encendían unas antorchas que estaban estratégicamente
colocadas en los muros perimetrales del castillo, lo cual permitía
a los centinelas avizorar la presencia de algún visitante.
Ahí habitaban además del rey, la reina, sus tres hijas,
la servidumbre y una hada madrina.
La mayor de las princesas se llamaba Estefanía. Le seguía
Sofía y la más pequeña era Daniela, quien sin
saberlo guardaba un secreto que hubiera podido despertar la ira de
su padre, el rey. Se trataba de una amistad un tanto peculiar que
sostenía con una viejecita que llegaba por los aires sin ser
vista, montada sobre una escoba y ataviada con un vestido negro que
remataba en un pico en la parte superior, quien solía visitarla
con cierta frecuencia. La primera vez que la vio, la princesa Daniela
se asustó mucho y hasta casi irrumpe en llanto; pero la viejecita
le dio toda la seguridad y la confianza de que no corría ningún
peligro. Así empezó una amistad que pronto habría
de enfrentar sus problemas, pues era sabido que las brujas que habitaban
en los cuentos tenían muy mala reputación, y casi siempre
eran portadoras de maleficios y toda clase de maldades.
La princesa Daniela sentía mucha ternura por esa viejecita
que carecía de dientes, tenía muchas arrugas y caminaba
encorvada por el paso de los años, a la vez que era atraída
por la veracidad de sus palabras que hacían posible descifrar
el futuro. Sin embargo, un día que se encontraban jugando con
unas muñecas de porcelana, irrumpió en la habitación
la princesa Sofía con bastante premura, y menuda sorpresa se
llevó cuando encontró a su pequeña hermana hablando
sola, como si no hubiese alguien más con ella. Ambas se desconcertaron.
Pero la princesa Sofía lo atribuyó a la edad de Daniela
y no hizo mayor comentario al respecto, y fue entonces cuando la princesa
Daniela descubrió que sólo ella podía verla,
y también descubrió que la viejecita llegaba de improviso
cuando se encontraba sola, y que nunca la oía llegar como tampoco
la veía irse. Muy pronto, todas esas interrogantes comenzaron
a sembrar la duda en la princesa Daniela, quien tomó la determinación
de contárselo a su hermana Estefanía.
La princesa Estefanía, núbil y enamorada de un príncipe
azul como estaba, no prestó mayor atención a la confesiones
de su hermana menor, incluso las atribuyó a una aventura desmesurada
de su imaginación, pero no pasó por alto el episodio,
y fue en la siguiente visita de su enamorado cuando sacó el
tema a colación.
El sábado, día oficial de las visitas, era cuando el
príncipe Guillermo acudía al castillo a visitar a su
prometida. Siempre vestía de azul, y era recibido sin protocolo
en uno de los salones del castillo, donde la princesa Estefanía
tocaba el clavicordio, se tomaba el té y se servían
bocadillos. Estando reunida la familia, un tanto en sorna, la princesa
Estefanía le pidió a su hermana Daniela que comentara
acerca de la furtiva aparición de una viejecita invisible.
Entonces Daniela contó a sus mercedes todo cuanto sabía,
haciendo un particular énfasis en los nobles sentimientos que
la viejecita despertaba en su corazón.
Nadie tomó en serio sus palabras. Pero para no dejar nada al
azar, la institutriz que cuidaba de la educación de la princesa
Daniela, recibió la orden de redoblar esfuerzos en cuanto a
llenar de información científicamente comprobada los
vacíos de conocimiento que la princesa llenaba con base en
la fantasía y la imaginación. Incluso la hada madrina
se dedicó a cuidarla día y noche para preservarla de
todo mal. Fue tan intensa y metódica la sesión de conocimiento
a la que fue sometida la princesa Daniela, que pronto cayó
postrada en cama víctima de una gripe que amenazaba con mermar
su salud.
Y fue entonces cuando la viejecita empezó a aparecérsele
en los sueños, y le contó que una vez ella también
había sido una niña; que su madrastra, una mujer llena
de maldad la había condenado por medio de un hechizo a vagar
eternamente montada en una escoba sobre el mundo, y sólo cuando
una niña la recibiera en su corazón podría entonces
conjurarse el embrujo.
La princesa Daniela, consciente de que habría de tomar una
decisión difícil y peligrosa, optó por albergarla
en su corazón. Y la viejecita, cuya avanzada edad le impidió
volver a caminar, se convirtió en una estrella para iluminar
a la princesa cuando la duda y el desdén se apoderaran de ella,
haciendo su luz intermitente cuando Daniela pensara en ella, además
de que le tejió un pabellón con hilos de luna que la
protegió de cualquier maleficio y, sobre todo, la dotó
de un inmenso amor que duró eternamente.