En uno de mis libros analicé lo que Beuys
denominaba Múltiples,
series de objetos repetidos.
Uno de ellos consiste en una
serie de chocolatines cuadrados
sobre un papel blanco que parecían
iguales: eran múltiples.
¡Un simple pedazo de chocolate!
Pero luego revisamos el contexto
de su obra,
muy marcada por la experiencia
de la Segunda Guerra Mundial
y recordamos que el chocolate era
un objeto muy significativo.
Los soldados estadounidenses
llevaban chocolates,
los vendían, podían
conseguir una chica por un poco de chocolate.
Arthur C. Danto
EL CONTEXTO
ALTAMIRANO
Desde Chile, Gonzalo
León
Conocí a Carlos
Altamirano durante mi permanencia en la revista Apsi. Él era
el diseñador de la revista y yo un simple estudiante en práctica.
Tuve suerte de llegar a hacer la práctica a esa revista pues
había harta gente interesante: estaban los poetas Pohlhammer
y Merino, el cronista y periodista español Rafael Otano, la fotógrafa
brasileña Inés Paulino, el joven narrador Rafael Gumucio
y, por cierto, el artista Carlos Altamirano.
A los pocos meses,
dejé de ser un alumno en práctica y me transformé
en colaborador de la revista, con lo que mis responsabilidades crecieron,
aunque no mis remuneraciones, o por lo menos en lo que yo esperaba.
La editora de la Guía de Pecadores estaba enferma, o eso decían
todos, aunque para mí era derechamente una floja, y tuve que
asumir la responsabilidad de editar la Guía.
En esa época,
a los veintiún años, uno, o yo en particular, estaba ávido
por cualquier cosa, abierto al mundo. Como me dijo una vez el poeta
chileno Roland Kay, creyendo en el futuro, en mi futuro, porque ese
gran futuro llamado utopía ya no existía desde luego.
El crítico de arte neoyorquino Arthur C. Danto opina que, cuando
la libertad se exprese en el máximo de sus posibilidades, la
historia del arte terminará porque ya no habrá más
que hacer, no habrá futuro.
Pero volvamos a lo nuestro...
Recuerdo que Merino
y Altamirano -con quienes más interactuaba- me estimulaban para
ir a exposiciones o para leer esto o lo otro, a veces sin saberlo, a
veces sin saber que yo haría caso a la recomendación directa.
Merino y Altamirano
eran bastante amigos, tanto que compartían un departamento cerca
de la Plaza Italia: Merino lo ocupaba como depto y Altamirano como taller.
Para el que quiera saber más detalles, en Melancolía
artificial (Poesía, Carlos Porter, 1997) aparecen los paisajes
que ambos compartían en ese departamento que dio origen a una
editorial, la Carlos Porter, la calle en donde quedaba el edificio en
cuestión.
Fuera de la revista,
en las exposiciones a las que me tocaba ir, se conocía a un extraño
ser que trabajaba en Apsi; se llamaba ALTAMERINO. Carlos Altamirano
era el alter ego de Roberto Merino y viceversa. No creo que a ellos
les cayera muy bien esta alteración de sus nombres. En todo caso,
ambos siempre mantenían un buen humor y un sentido crítico
-de la vida y de su arte- difícil de superar.
Para disociar esta imagen
que me tenía vuelto loco, me refiero a la de este ser llamado
ALTAMERINO, recuerdo un hecho... Uno de los Altamerinos, no sabía
cuál, porque a esa hora iba llegando a la revista con cierta
resaca... Uno de ellos caminaba delante mío, unos cincuenta metros
con una niña de la mano. Hice memoria y, desde luego, no podía
ser Merino, porque él no tenía hijos. Pero podía
ser una sobrina o algún pariente. Mejor no sacar conclusiones,
pensé, y seguí caminando por Avenida Santa María
hasta que uno de los Altamerinos dobló por una calle, la calle
de la revista. Escuché unos ladridos. Apuré el paso. Alcancé
a divisar al boxer de la esquina ladrándole a la niña
y a este Altamerino agarrar fuertemente a la niña y lanzarle
una buena patada al boxer, sin atinarle por supuesto. Era Carlos Altamirano.
Me sorprendió
la decisión de Altamirano, más que la decisión
su animalidad. Quizá la escena no la expliqué bien; pero
en ese momento no estaba un ser humano frente a un perro. Para nada.
Un animal grande y en dos patas enfrentaba a uno que sólo tenía
cuatro. Y cuando conocí a Carlos Altamirano como artista lo entendí
todo mucho mejor.
Altamirano (no sé
por qué le decía así y no Carlos) era un artista
con convicción. No le importaba el fracaso, menos el éxito.
A Altamirano -y es en lo que se parecía a Merino- le sobraba
convicción; creía, pensaba en lo que hacía y también
lo repensaba. Era consciente de su quehacer o al menos lo intentaba.
Recuerdo haber estado no hace mucho en una conferencia (que versaba
sobre una teoría llamada Biopoética y que su epistemología
se basaba en una extraña mezcla de Poesía y Neurofisiología),
en la cual la expositora afirmó que en este plano podíamos
hallar dos corrientes claramente antipódicas: una era la ausencia
casi total de conciencia al crear, y la otra, era la conciencia cabal
de lo que se estaba creando artísticamente. A esto se le llamó
Creacionismo. Obviamente, Altamirano no es un poeta creacionista. Le
gustará Vicente Huidobro, pero ahí no más. Porque
para complementar el perfil, a Carlos Altamirano le molesta de sobremanera
la falta de precisión que hay en el medio artístico chileno.
Recuerdo una conversación a propósito de esto. Lo llamé
a la Editorial Ocho Libros, en donde trabaja actualmente, y le pregunté:
¿Qué opinaba del Arte Conceptual en Chile? Y su respuesta fue
categórica:
-Estoy cansado que la
gente sea tan poco precisa en Chile. No conozco a ningún pintor
conceptual en este país de mierda. Ni yo, ni Duclós. ¡Nadie!
Simplemente, porque el Arte Conceptual maneja unos códigos muy
específicos, como por ejemplo que el concepto sea todo,
y la forma casi no exista. Ni Duclós ni yo somos conceptuales
porque, precisamente, tenemos una preocupación por la forma.
En Chile, diría yo, que existe esa preocupación.
Y de ahí Altamirano
me cortó el teléfono bajo pretexto -aunque cierto,
pero yo, en ese momento, lo tomé como pretexto- de que mañana
se marchaba con su hija a la Patagonia de vacaciones.
No volví a hablar
con Altamirano por más de un año y medio. Durante ese
tiempo lo hice con la madre de su hija, a quien le conté lo que
durante seis años había temido contarle al propio Altamirano.
Fue durante el cumpleaños de la escritora Carmen Berenguer. Había
sido invitado a su cumpleaños en julio, pero era septiembre y
la Carmen ya no se acordaba quién y cuándo me habían
invitado a su fiesta. Le respondí que tú; tú
me invitaste hace meses. Y con desconfianza, me dijo por el citófono
que pasara.
Entré a la fiesta,
llena de feministas o de féminas, da igual, y toda la noche me
la pasé en la cocina conversando con el poeta Sergio Parra. Pero
esa noche bebí mucho, así que me encaminé al baño,
y para mi sorpresa, la ex de Altamirano, Rita, me interceptó
y me dijo algo así como:
-Tú eres León,
¿no es cierto?
Y luego, apuntándome
con el dedo, agregó:
-¿Hiciste un libro amarillo
hace unos años?
Me quedé pasmado,
pero no dije nada porque realmente estaba que me meaba.
De regreso a la fiesta,
Rita me volvió a interceptar. Era tarde y ya no quedaban muchas
personas; sólo los borrachos de costumbre. Y nos pusimos a conversar
amenamente de esto y lo otro, hasta que salió lo del "cuadro
perdido" de Carlos Altamirano. Le conté que años
antes había empeñado esa serigrafía que Altamirano
me había regalado.
-Pero dime -dijo Rita-,
¿en qué gastaste el dinero?
-En copete, creo. Aunque
no me acuerdo muy bien.
Rita sonrió,
y luego, volvió con su interrogatorio que ya me tenía
un tanto nervioso.
-¿Y se puede saber a
quién se la pasaste?
-A un periodista de
la Revista de Libros de El Mercurio.
-¿Y cómo era
la serigrafía?
-Era un cuadro de un
cuadro en blanco. Formaba parte de una instalación mayor, de
como veinte de las mismas, pero con variantes: la última serigrafía
me parece que ya no era un cuadro de un cuadro en blanco, sino más
bien un cuadro de un cuadro manchado ya.
-Pero cuéntame,
¿cuánto conseguiste por la serigrafía?
Pensé por un
segundo qué contestar y luego respondí:
-Diez lucas. Pero lo
que pasó fue que, cuando quise recuperar la serigrafía,
fui a la casa de este periodista que vivía con su mamá,
y al entrar, me percaté que la bendita serigrafía dominaba
toda la sala. Estaba en un lugar de privilegio, como nunca yo la había
cuidado, y en verdad no me atreví a sacar las diez lucas que
había llevado y, con el derecho que me daba la propiedad, marcharme
de ahí con ella. Ya era parte de la vida de esa familia. ¿Tú
me entiendes? No me la podía llevar.
Rita se puso a reír
y me contestó:
-No, pero esto se lo
tienes que contar a Altamirano. Le va a encantar.
La miré de reojo
con desconfianza.
-En serio. Te aseguro
que a Carlos le encantaría que le contaras esta historia.
-¿Y tú me aseguras
que no se molestará?
-Para nada. Se va a
reír. Pero, eso sí, ¡cuéntale!
Y le conté y
fue como Rita dijo.
Altamirano -risueño
en un bar de Bellavista- me dijo que no se acordaba que había
hecho esas serigrafías, pero luego de unos momentos recordó
y dijo: ¡Ah, sí! Hice como veinte y no me queda ninguna.
Después bebió de su vaso de whisky y me pidió que
por favor escribiera algo al respecto, pues quería hacer un libro
con todas sus obras extraviadas. Y como yo tenía una deuda con
él, escribí esto para pagarla de una buena vez.