Por Paul
Cavalié, Lima, Perú.
GORRO SUGERIDO
Desde
hace tres años se vienen afianzando en nuestra raleada cartelera
cultural los festivales anuales de danza y teatro, que, a nivel internacional,
organiza el Centro de Artes Escénicas de la Municipalidad de
Lima, que dirige la coreógrafa Karin Elmore. Queremos dar cuenta
en esta ocasión de dos espectáculos que llamaron nuestra
atención: en primer lugar, la presentación de la Compañía
de Danza italiana de Virgilio Sieni, y la tan promocionada actuación
de la performer española LaRibot.
SIENI Y EL LENGUAJE DE
LAS FORMAS
El
coreógrafo y director italiano dividió su participación
en dos montajes: Cantos Marinos y La Flor de las Mil y Una
Noches.
Cantos Marinos
es una obra que funciona como un catálogo de movimientos que
Sieni ofrece al espectador, sin la aparente intención de emocionarlo
en términos dramáticos. La dinámica de la puesta
se sustenta en vistosos balances y posturas de equilibrio de las estupendas
bailarinas italianas; contribuye a esa dinámica y a la composición
ordenada de las escenas, los oportunos congelamientos de la acción
y los reinicios de ésta. Muchos de los movimientos se advierten
como tributarios del repertorio de la danza clásica (líneas
y marcajes bastante pulcros), aunque sin la rigidez que los caracterizaría
sino más bien luciendo con bastante fluidez. Otro elemento que
permite su vistosidad son los pasajes en que, agrupados en dúos,
tríos o totales, los ejecutantes se mueven con suma coordinación:
en más de una ocasión parecemos asistir a una sesión
de nado sincronizado, llevada a cabo sobre un escenario. Como buen seguidor
de Merce Cunningham (en 1982 estudió con él en Nueva York),
Sieni se ha preocupado de trabajar con esmero el manejo de las formas;
para ello echa mano a movimientos que muestran a sus bailarines aparentemente
dislocados: trasladando de manera "ilógica" el centro a contrapelo
del movimiento de sus extremidades, por ejemplo. O
manteniendo una posición bastante erguidos pero de mucha dinámica
en el juego de los brazos. Movimientos expansivos básicamente.
Vivaces. Con la nitidez que brinda una base clásica que asoma
en los giros y saltos. La presencia masculina (que incluye al propio
Sieni sobre el piso de la sala) nos produjo, sin embargo, una sensación
de desbalance, más allá de la lógica disparidad
que podría esperarse en sus desplazamientos con respecto a los
del elenco femenino. La marcada lentitud y poca plasticidad apreciada
en ellos obró más bien a contrario con los fines de una
propuesta -como la que plantea Sieni- que privilegia el lenguaje formal
del cuerpo.
De
otro lado, la pieza -en nuestra opinión- se extiende en demasía,
disminuyendo el buen ritmo que llega a alcanzar en un momento, diluyendo
de esa manera la vivacidad de sus movimientos al repetirse innecesariamente.
Para decirlo en palabras que aluden al título mismo de la obra,
nos preguntamos si, acaso, de tanto mirar las olas, nuestra vista no
se agote perdida en el mar.
La Flor de las Mil
y Una Noches tiene un sesgo distinto que la pieza anterior; no busca
agotarse en lo formal: plantea una serie de acciones que permiten una
lectura multívoca de las imágenes que muestra. En todo
caso, asoma la intención de configurar un espacio entre surrealista
y mágico, -finalmente poético-, donde unos seres se desplazan
mostrando los códigos de acercamiento y vinculación propios
de cualquier comunidad. La desnudez de los cuerpos, iniciales posturas
antropomórficas, el asomo de relaciones conflictivas entre estos
seres, el erotismo, abren paso no necesariamente a una estructura dramática,
pero sí al menos a una expectación más "sentimental"
de lo que ocurre en el escenario.
LA RIBOT: ¿TOLERANCIA
SIN LÍMITES?
Las
largas filas para asistir a la presentación de Más
Distinguidas, a cargo de la española La Ribot, delataban
una vez más ese gusto de corte snob que nos suele caracterizar
como público. Y es que toda reseña previa del espectáculo
y el perfil que se trazó de esta coreógrafa y bailarina
-formada en Madrid, Colonia, Cannes y Nueva York, en danza moderna,
contemporánea y clásica, además de otras disciplinas
escénicas- ahondaron en el quiebre de los convencionalismos,
en el tono irreverente de la artista, añadido al baúl
de sorpresas en que se constituye toda performance.
La idea de la puesta
aparece interesante en su concepción: ella misma -su cuerpo,
su persona más bien- se constituye en el objeto con que traza
piezas (solos) de corta duración: entre 30 segundos y 7 minutos.
La clave de su carácter autobiográfico y personalísimo
lo descubrimos desde que ingresamos a la sala, donde ya nos está
esperando. Tumbada en el suelo, desnuda, en pose de goyesca maja, y
de espaldas al público, La Ribot nos observa -nos espía-
a través de un espejo retrovisor; luego, puesta de pie, nos mira
fijamente como diciéndonos desde su imponente desnudez: ¡aquí
estoy! Por supuesto, hasta allí, ya nos ha ganado la iniciativa
y ha establecido, de paso, la convención de este juego: ustedes
a mirarme y yo a ser quién soy; y si no me "captan" en alguno
de mis cuadros, el problema es vuestro y a mí qué me importa.
Así, con base en el movimiento, las 13 piezas o "cuadros en exhibición"
pueden recalar en algún lugar entre el teatro experimental, la
performance y el arte visual. Y el espectador, a su vez, podrá
transitar por los terrenos del disfrute (o no) del humor y de la ironía
de la artista; por los del disfrute conceptual (o el soso desconcierto)
que siguen al absurdo como elemento provocador; por el reconocimiento
de su manejo corporal, aun cuando apenas baste para ello su modo de
pararse y de marcar con gestos y movimientos esenciales.
Las referencias teatrales
de La Ribot (ballet, melodrama, opera) dan cuenta de su espíritu
inquieto por aprehender los estímulos que le llegan de diferentes
artes, de la vida misma. El tema es que cuando los retorna -ya procesados
y reducidos a nivel de conceptos personales de la artista- si bien tales
señas que despliega en escena cumplen en todo momento con mostrar
cabalmente su personalidad, despiertan sin embargo, de manera casi inevitable
en el espectador, su afán de asociarlos a una representación
o interpretación, asunto que parece no importarle para nada a
La Ribot. Si apreciamos las piezas en su conjunto, no resulta fácil
encontrarles un hilo en común. En todo caso, -y aun corriendo
el riesgo de errar- pareceríamos asistir a una muestra que, desde
una perspectiva autobiográfica, ha incidido en su condición
femenina y su visión temperamental de ello.
Por razones particulares
gozamos de aquellos cuadros que denotaron su base de formación
dancística, especialmente de la última pieza, cuando es
el ritmo de la música quien guía el pulso de sus manos
y configura los subsecuentes trazos pictóricos en su lienzo-cuerpo.
Desnudarse en el escenario no es nada fácil -y lógicamente
que aquí no nos estamos refiriendo a mostrarse en cueros, sin
ropas, sino en su acepción más amplia: descubriéndonos
-. La Ribot lo hace, y eso tiene desde ya un mérito. Trasladar
tal hecho a los linderos del arte-espectáculo tiene riesgos que
esta artista asume en cada actuación. El resultado admite los
grises de que estamos hechos todos.