Desde Chile: Gonzalo
León
Cuando escribo estas
líneas, vengo de vuelta de la cocina, son las cinco de la tarde,
creo que no tengo resaca, aunque sí esa extraña euforia
que a veces la reemplaza, en la cual te crees el mejor amante, el mejor
escritor, el mejor de los peores,... y bueno, en la cocina había
una palta, un cuarto de cebolla, un ají, cuatro bolsas de té
y nada de café.
Ahora la tetera está
hirviendo. Desde un tiempo hasta la fecha he adoptado la costumbre de
escribir con una taza de té o café al lado del computador,
pero como no me queda café -y casi nada en realidad; ni esperanzas,
ni valores, ni fe... Miento; fe nunca he tenido- el agua está
hirviendo para una deliciosa taza de té que pueda alivianar esa
sensación de inapetencia cuando has pasado por el Mercado Central
a las seis de la mañana y comido un buen mariscal y una deliciosa
empanada de mariscos.
Estoy escribiendo
un libro, aunque en estos momentos sólo me preocupo de estas
líneas y de nada más. En mi mañana -las dos y media
de la tarde- cuando conversaba por teléfono con mi novia eventual,
pensaba en qué cresta hago con ella. No fornicamos; solamente
converso con ella; según Clara, yo con una inteligente
conversación, y ella con una idiotez tras otra. Ayer cuando conversaba
con mi mejor amigo en su taller de pintor, hablábamos de eso:
de la idiotez. A lo que voy es que Clara siempre habla idioteces, aunque
en el caso de las mujeres, como dice este amigo, no hay que ser tan
severos: UNA MUJER QUE HABLA IDIOTECES NO ES UNA IDIOTA, ES UNA MUJER;
EN CAMBIO UN HOMBRE QUE HABLA IDIOTECES, SÍ, ES UN IDIOTA. Yo
no estoy de acuerdo con él y realmente no sé por qué
cuando una mujer a quien tú le gustas se pone nerviosa, su boca
es un interminable túnel de disparates.
Acostados en mi
cama, Clara me dice, en vez de que le gusto, que le encantaría
que le legara mi cama cuando muriera. Yo la miro pensando, bueno, pensando
para no golpearla, y ella más nerviosa -demasiado nerviosa para
sus treinta y tres años- agrega muy seriamente:
-Hagamos una cosa.
El lunes vamos a una notaría y lo formalizamos. ¿Qué te
parece?
Me levanté
violentamente de la cama, dispuesto a golpearla, pero como no golpeo
a idiotas me dirigí a la cocina para prepararme una taza de café.
A esa altura del mes me quedaba comida. ("Víveres, León.
Víveres." Me corregiría un amigo poeta.)
Ese mismo día
le regalé un cuento dedicado y al otro, después de haberle
preparado un exquisito cebiche, me llamó por teléfono
para pedirme la receta. No sabe cocinar ni un huevo duro, aunque
si me dan la receta en una de esas me resulta, dice ella como en
broma casi en serio.
Soy feo. Eso lo
sé. De galán no tengo nada. Eso me lo dicen todos mis
amigos (TODOS=2). Y sé que debiera sentirme privilegiado que
una bella mujer de ojos verdes, a lo Madame Bovary, se fije en mí.
Además siempre que salimos ella paga las cuentas. Pero algo pasa
que hace que la cosa (¡qué palabra más utilitaria!) no
funcione. De hecho, nunca me he podido masturbar con un solo recuerdo
suyo. No es sensual y su mayor mérito corporal, su culo, uno
de estos días va a llegar al suelo. Según ella, todos
me lo miraban, pero a los veintiocho algo pasó y se me cayó
y ahora mira cómo lo tengo. Creo que Clara no la ha pasado
nada de bien en su vida, pero yo no tengo la culpa. Al contrario, ella
siempre reconoce que se alegra conmigo, en cambio yo siento que ella
me chupa la sangre. Es una vampiresa de la idiotez y uno se cansa,
porque la sangre no es infinita. Pero ¡qué diablos! la amas,
o eso crees, y contra eso no hay ningún remedio que yo conozca.
Justo cuando terminaba
de escribir esto, Clara me llamó por teléfono y hablamos
veinte minutos. Antes de cortarle, le pregunté:
-Oye, Clara, ¿por
qué te gusto?
-¿Quién te
ha dicho que tú me gustas?
-Nadie, pero lo
sé. Babeas cuando me ves.
-Ah, ya -sonrió,
pero en el acto prosiguió más seria-: Me gustas porque
eres feo. O sea, no sé si tan feo... No sé... Es raro,
pero pese a tu apariencia, me das la sensación de tener el mundo
agarrado por los cuernos, y eso me gusta. En un hombre eso vale.
Como dije al principio,
yo estaba eufórico, así que ya se imaginarán cómo
me impactaron aquellas palabras. Por unos segundos mi cerebro, o no
sé, mis neuronas abandonaron mi cuerpo.
-¿Qué te parece
si en vez de legarte mañana mi cama, nos casamos sin separación
de bienes? Así, si muero antes que tú, lo cual es lo más
probable, podrás...
-Ya... ¡Cállate,
tonto!
-Te amo.
-Lo sé, aunque
la frase suena cursi.
-Entonces la retiro
y te digo: No sé por qué estoy contigo si no fornicamos,
si no...
-¡Tan impaciente
que eres, León!
-Caliente dirás.
-Bueno, caliente
o impaciente, da lo mismo.
-Pero tú,
¿qué prefieres: que sea un caliente o un impaciente?
-Un caliente.
-Bueno, ¿y...?
-Estoy dispuesta
a casarme contigo, pero eso sí, deberíamos tener piezas
separadas. Porque me tiro unos peos hediondísimos.
-Me gustan los peos.
-Te aseguro que
los míos no te van a gustar nada.
-Eso a mí
no me importa. Aunque estoy de acuerdo en lo de las piezas separadas.
No soportaría despertar todos los días y ver tu rostro
y eso ojos que cambian de color a cada rato. Sencillamente no podría
escribir nada y no tendría amigos, bajaría de peso, no
leería nada. Sería mi fin como escritor y como persona.
Como dice Oscar Hahn, me consumiría.
-Entonces está
hecho.
-¿Qué está
hecho?
-Lo de las piezas
separadas, pues León. Además, si llega mi papá
de visita, lo podemos alojar en mi pieza, y bueno, ahí no va
a quedar otra que dormir juntos.
-¿Me estai diciendo
que SOLAMENTE cuando esté tu papá en casa dormiremos juntos?
-Mis abuelos nunca dormían
juntos.
-Tus abuelos eran
unos huasos.
-Y los tuyos unos
mapuches.
-Pero dormían
juntos.
-Está bien, tendremos
una pieza entonces y dormiremos siempre juntos.
-¿Para toda la vida?
Clara no contestó,
así que yo repuse, como recordándole nuestro acuerdo:
-Mañana nos vemos
entonces.
Y el mañana
llegó. Fue en una notaría y nos pusimos de acuerdo en
que no tendríamos hijos. Si Clara llegaba a embarazarse, eso
sería causal de divorcio. No nos gustan los niños. Clara
dice que traen mala suerte, y yo soy muy caliente como para ser padre.
No me imagino dejar de fornicar, porque la mamita tiene ocho meses de
embarazo.