Desde México,
Jorge Solís Arenazas.
La palabra ha nacido
como interrogación. De ahí su doble naturaleza: su poder
de creación y sus facultades destructivas. De ahí, igualmente,
que toda crítica sea sólo posible a partir del lenguaje.
Desde los mitos antiguos se revela el hombre como un paso desde la
palabra. Consecuentemente, la palabra es historia. La historicidad,
en su más global seña, es conducida por la transformación
de la palabra, siendo ésta no sólo el medio de
transmisión del mundo o la vía de reconocimiento ante
éste - de apropiación ante el sujeto -, sino siendo
fundamentalmente el mundo. Todas las cosmogonías inician
ante conceptos como Caos o Nada; sólo así
pueden acceder a concebir la creación de la existencia del
universo para desembocar, con los dedales siempre otorgados por el
mismo inicio, en la mirada del universo en cuanto existente. La muerte
está allende la vida sólo por la frontera del lenguaje.
O, por lo menos, el desvanecimiento del lenguaje, en el muro denso
de la muerte, hace que su acceso sólo se estanque en el nivel
más vago de algún tono hipotético, que todo se
revele como incertidumbre absoluta. Cuando, en la tradición
bíblica, en el Eclesiastés, se dice: les retiras
el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo, ¿a qué se
refieren sino al estado de los seres que oscilan entre la luz y la
oscuridad, siempre a partir del tacto humano más vulnerable
e inmarcesible, a un solo tiempo, la palabra? ¿No es, acaso, que el
aliento que les es retirado equivale a un silencio lacerante?, ¿no
es, por otra parte, la palabra lo que ha hecho que aquellos seres
dejaran de ser polvo? Y cuando en el Génesis se anuncia
que el hombre polvo es y polvo será tornado, ¿qué
fondo mantiene tal transformación sino la palabra misma? Se
trataría, en todo caso, de la palabra medida ya por su posesión
en el pleno ejercicio de su propia existencia, ya por la carencia
de ésta, en un silencio que de todas formas habla, toda vez
que existe sólo en cuanto existe la palabra que enmudece un
instante y genera la desazón, la duda, el malestar o la paz:
la vida y la muerte: el polvo.... O, si para volver a la gastada cita
de Quevedo, polvo serán más polvo enamorado,
¿qué puede hacer que el polvo, emanado de las palabras mismas,
sea algo más que ciego tránsito entre fonemas que responden
a la gravedad y expiran? En el fondo, ¿qué elemento dota la
magia, el amor, la savia que hace al polvo algo más, polvo
enamorado? La respuesta es la misma: la palabra.
Lo anterior se entiende
al precisar otra consideración: el ser es lenguaje. Heidegger,
como tantos otros, leyó esto cuando confirió un papel
esencial al lenguaje. Aquí hay que remitir a la fuente directa,
etimológica en la medida de lo posible, de lo esencial en cuanto
referencia directa del ser mismo, del esse latino. Toda significación
tiene lugar en el mundo previo, en la posición de aquel que
construye significación en tal mundo, que se traduce fundamentalmente
como lenguaje. Lenguaje y ser, pues, son coordenadas de un solo cuerpo
que no puede desgajarse.
Sin embargo, en el
ser la palabra no sólo funge como horizonte de posibilidad
ontológica de todos sus fundamentos, sino también como
límite absoluto de los mismos. No hay hombre más allá
de la palabra. Esto tiene otra implicación: la palabra no existe
sino en un circuito que, además de significante y significado,
es abierto a la interlocución, cumpliendo así labores
de comunicación: remite, pues, a la escucha que ofrece el horizonte
de la intersubjetividad. El ser, en este sentido, es básicamente
intersubjetivo y, por ello mismo heterogéneo. De suerte tal
que la diversidad es el elemento constitutivo esencial de todo, y
la palabra, unificadora, no borra este diferencial estado sino que
lo anima. Palabra es Ser y éste es heterogeneidad. No simple
identidad, sino fisura de toda identidad ante la emergencia de la
diferencia plural. De suyo se comprende que el trabajo sobre el vértice
del lenguaje apunta a las consideraciones de intersubjetividad, y
a partir de éstas accede a un planteamiento mayor que es, de
una forma indirecta, exégesis en torno a lo que ya Aristóteles
- afirmado siglos más tarde por Tomás de Aquino- reconoció
como el problema ontológico fundamental: la pregunta que interroga
por el ser en cuanto tal.
Admitiendo lo anterior
se acusaría inmediatamente que la poesía es siempre
una pregunta por el ser. Su forma de objetivarse es en sí ontológica,
pero su nivel no es unívoco por cuanto no expresa siempre de
forma inmediata una interrogación por el ser. Más certero
es suponer que la poesía implica, en cuanto a su naturaleza
lingüística, una doble naturaleza en las cuestiones que
expresa, encierra, delimita y alumbra, a saber: una determinación
ontológica dada una pregunta directa por el ser, o por algún
fundamento concreto de éste, por un lado; y un aire óntico
en cuanto se mueve en los dominios concretos del ser, del ser como
ser de los entes. Más aún: oscila siempre la poesía
entre recovecos ontológicos y ónticos porque - para
emplear la noción de Heidegger- es una forma de ser del
"ser-ahí".
Complementariamente,
la poesía es ontológica por resolver en su seno la heterogeneidad
del ser. La poesía surge en un proceso disensual respecto del
lenguaje. Su operación no se limita a lo comunicativo ni a
la significación. Fundamentalmente creativa, la poesía
dispone la más enérgica multiplicidad de lenguajes para
su propia acción que es reconocimiento pleno de lo diverso
y lo distinto. Contra la dialéctica del Yo, del Ser como Uno,
la poesía se rebela, revelando con ello su condición
de potencia en detrimento de toda unidimensionalidad. Nada más
relativo que ella y, en consecuencia, nada más relativizador.
Es decir, la poesía es el elemento radicalmente antitético
de toda homologación. La creación poética, al
pasar como deconstrucción de la homogeneidad, es impulso de
toda divergencia. En el seno de la comunidad de comunicación
- elemento de posibilidad de ser de todo lenguaje, y así condición
sine qua non del ser mismo -, la poesía es fundamento
de la crítica a todo consenso constituido. Lo anterior no se
debe a alguna resistencia que la poesía ejerza respecto de
los procesos de validez y legitimación desde el conocimiento,
únicamente testimonia - a la vez que exige activamente- que
éstos sean dinámicos, que jamás lleguen a ser
procesos cerrados. Con esto, la poesía se dispone como elemento
de toda crítica. Y llevando esto a su acento más elevado,
puede decirse que la poesía es crítica o llanamente
sólo es una forma literaria específica (soneto, elegía,
etcétera).
Por otra parte, si
la poesía es crítica y es ontológica debe descubrir
un problema inmanente: ¿Cómo realizar una pregunta - directa
o indirecta- por el ser sin presuponerlo en términos de totalidad?
Esto es, ¿cómo es factible ubicarse dentro de los parámetros
de comprensión del ser sin dejar de reconocer la pluralidad
de éste y más, sin desconocer el límite de éste
frente a su otredad? Es aquí en donde, a mi juicio, una vasta
gama de creación poética comienza a perderse, a veces
fundamentando verdaderos procesos cerrados, renunciando entonces a
su nivel esencial, su tarea de cuestión de todo fundamento
- discursivo o fáctico.
La intersección
en el plano poético - necesariamente más amplio que
el cartesiano- en donde tales preguntas empiezan a vislumbrarse es
el del reconocimiento de los elementos de la pregunta por el ser.
En este tenor, la poesía presupone al ser como su objeto
toda vez que pregunta por él de formas diversas. Ahora bien,
esta diversidad de formaciones de la pregunta por el ser es posible
porque el éste tiene dominios propios, inherentes, que son
diversos. De ahí que se admita al ser en términos de
pluralidad. No obstante, esta pluralidad aún puede ser entendida
en márgenes intrasistémicos, de forma autoreferencial
(autopoiética). En el último de los casos, aquí
sólo se estaría rozando el viejo punto aristotélico
de "la unidad de lo múltiple"; lo Otro es entendido exclusivamente
como forma particularizada de lo Uno, pero comprendido desde él.
Toda significación de la diversidad sería integrada
en el horizonte del ser.
Esto último
es necesario en el proceso de apertura de comprensión de los
problemas del ser en la obra poética, pero no es suficiente.
Porque puede entenderse la diferencial constitución del ser
en marcos internos solamente. Allende a esto se encuentra el problema
de la exterioridad del Ser. Bajo el ropaje de una dialéctica
de lo Uno puede entenderse a lo otro como otro Uno pero debe
reconocerse como lo Otro que uno: la alteridad. Más
allá de los límites formales del Ser existe realidad.
Particularizando la poesía a los problemas del ser social,
se volatiliza tal punto a la vez que se comprende de forma más
concreta. El Ser social es por definición múltiple,
en varios sentidos. Pero además de su diversidad constitutiva
permanece en su límite, el otro, la alteridad. Se trata de
aquellos sectores o aquellos individuos sobre los cuales se dirigen
ciertas negatividades funcionales del sistema social como lo Uno.
La alteridad se reconoce por la subsunción lo mismo que por
la exclusión; la primera puede ser represiva u opresiva mientras
que la segunda es marginal. Esta alteridad es la condición
de la crítica a los fundamentos del sistema, del ser social.
Es, por lo tanto, condición para el desenvolvimiento de la
poesía ya no como simple tarea ontológica sino como
trans- ontología, toda vez que parte de la exterioridad del
ser. Y para que sea completa esta faceta de toda poética plena
debe contener también una pregunta por el nivel de la mera
subjetividad, explorando en determinadas contribuciones del lirismo
en la creación.
Ontología en la poesía
mexicana
Dentro de la poesía
mexicana lo anterior se ha cumplido no pocas veces, y de variadas
maneras. Cierto es que algunas propuestas poéticas no alcanzan
a cubrir todo el espectro dibujado anteriormente, pero fungen como
momentos constitutivos del mismo. Por lo menos desde Ramón
López Velarde existe una férrea interrogación
lírica del Yo, que se distribuye a lo largo del tiempo como
la base de su mismo estallamiento, para que afloren ulteriormente
los problemas de la intersubjetividad en la poesía. Por ejemplo,
en el primer lustro de la década de los años 20, con
el final formal del periodo revolucionario, la poesía mexicana
presencia un desplazamiento doble. Por un lado, se enfrenta al estremecimiento
artístico en general, y recibe de formas varias la experiencia
de las vanguardias, o antes aun de los procesos del modernismo. Por
otra parte, esta experiencia la disuelve en su contexto de formación
de un nuevo régimen que surge de la revolución, con
sus problemas inherentes y adyacentes, lo que abre las posibilidades
para problematizar las líricas previas a 1910, al modernismo
y a tales experiencias de la vanguardia. Esto último se entiende,
además, no sólo a partir de la experiencia de la revolución
mexicana, sino con el triunfo de la revolución rusa, que daba
contenidos problemáticos a los artistas mexicanos que derivaban
de un proceso por abatir al nudo entre oligarquías nacionales
e imperialistas. Es, en realidad, el inicio de un debate que atravesará
todo el siglo polémicamente, preguntándose siempre sobre
un posible realismo artístico. La pregunta por el realismo
en el arte ligada a la experiencia del triunfo revolucionario se da
en México antes que con los planteamientos de la heterogénea
- genial y desastrosa al mismo tiempo- Escuela Soviética.
No creo que haya otro
ejemplo más rico que Manuel Maples Arce para ratificar lo anterior.
Además de sus propias facultades, su literatura avanza a otros
terrenos, especialmente plásticos, como en la estampa y el
grabado populares, y más tarde con el muralismo. Sus nexos
estéticos con hombres como Fermín Revueltas, Alfredo
Zalce, Leopoldo Méndez, David Alfaro Siqueiros, entre otros,
abren en la poesía mexicana posibilidades de avanzar en dicho
debate desde un punto de vista triple, a saber: en sus aspectos teóricos,
en la experimentación creativa directa y, en tercer lugar,
en una comunicación entre varias experiencias artísticas.
Menciono las que me parecen más logradas: en música,
Silvestre Revueltas; en fotografía, Manuel Álvarez Bravo;
en pintura, el movimiento muralista, especialmente Siqueiros; en estampa
y grabado, Leopoldo Méndez y Alfredo Zalce, así como
los continuadores del Taller de la Gráfica Popular fundado
por ellos; en literatura, el estridentismo desde Germán List
A. y Manuel Maples Arce.
Este proceso en donde
se volatilizan los contenidos ontológicos en el arte mexicano,
y especialmente en su poesía, es amplio y en todo caso aún
no se cierra. Acaso es de los procesos que quedan abiertos y antes
de cerrarse ejercen una metamorfosis de carácter heterogéneo
pero que siempre son ruptura radical con el pasado, sin que esto represente
distanciamiento rotundo e infranqueable con el mismo.
Para seguir con el
ejemplo de Manuel Maples A. puede revisarse someramente un índice
de su poesía, comparándolas con otras experiencias como
Manuel Acuña o Amado Nervo, o en todo caso con la de cualquier
poeta anterior a 1910, para dar cuenta del cambio paradigmático
que se ejerce.
En 1920, en Actual
No. uno. Hoja de vanguarduia. Comprimido estridentista, este poeta
nacido en Veracruz hacia 1989 causa revuelo con la primer proclama
vanguardista en la literatura mexicana, con su famoso grito:
«¡Arriba el mole
de guajolote!».
A finales del año
siguiente, sigue en la misma línea crítica, de virulento
humor para socavar el solemne mundo del arte oficial, de Academia,
correlativo a la oligarquía que se disolvía a cada paso
triunfante de los programas revolucionarios, dirigidos fundamentalmente
contra los ecos feudales y el autoritarismo social, repleto de cacicazgos.
La forma fue la siguiente:
En 1924 escribe VRBE.
Súper-poema Bolchevique en 5 cantos, después
de publicar sus poemas interdictos, rompiendo la métrica
tradicional de la literatura anterior a la gesta revolucionaria. Con
esto emerge un profuso cambio tanto en las formas como en los
contenidos. O mejor aún: se disuelven las fronteras
entre forma y contenido para que aparezca una nueva discursividad
estética más elaborada, de riquezas pletóricas
mayores. Y se empieza a tejer, igualmente, un tipo de arte civil.
Esto es, comienzan a leerse la funcionalidad política de la
obra de arte desde los procesos de emancipación del pueblo.
Las consecuencias de esta última consideración pueden
soslayarse por el momento. Basta con indicar que los contenidos ontológicos
se hacen cada vez más amplios toda vez que se reconoce además
su determinación social y su historicidad específica.
Por ello, como declara el poeta en sus Poemas interdictos,
"se encuentra a la intemperie de todas las estéticas".
Por último,
en Hamlet o el oscuro es en donde el poeta Maples Arce diseña
toda una serie de interrogaciones y pistas ontológicas propiamente
dichas, en torno al ser y en torno a los lineamientos en donde la
subjetividad deviene intersubjetividad, y en donde ésta última
no borra a aquella. Con esto, se hace tangible una de las últimas
herencias objetivas dentro de la estética a partir del proceso
antes señalado: distinguir entre la naturaleza ontológica
de la poesía, con sus contenidos, por un lado, y el tratamiento
estrictamente ontológico de ésta, con sus mismos contenidos,
por otra.
Siguen al ejemplo
otros procesos vitales que deben ser dejados de lado para caminar
transversalmente hasta el leiv motiv de las presentes reflexiones.
La poesía es
ontológica, pero no toda creación se sirve de herramientas
ontológicas para cumplir sus expectativas. En todo caso, la
poesía es pregunta por el ser, de una u otra manera, pero sólo
en ciertos puntos busca expresamente significación desde la
ontología. Pienso que los poetas que han hecho de forma prominente
esto, iniciando por Manuel Maples Arce, son cardinales para entender
la poesía nacional, manteniendo una ventaja - que para efectos
de reflexión puede resultar incómoda: no constituyen
en modo alguno algún grupo coherente o sistemático.
Esto es signo justamente de que la ontología poética
o la poética ontológica propiamente dicha sólo
pueden cumplirse expresando su programa en plural, porque su único
camino puede ser la pluralidad misma.
Dentro de lo más
sobresaliente al respecto están Pellicer, Novo, Gorostiza.
En ellos, la interrogación en torno a las líneas sobre
el amor y la soledad, y la configuración de la individualidad
a partir de tales referentes, es precisa. En Villaurrutia o en Nandino,
inicia un tratamiento de la muerte también en sentidos próximos
al ser en el amor; del amor como elemento que eleva todo desprendiendo
lo efímero, y la muerte afirmando la mutabilidad del universo,
para integrar al propio ser en sus extremos de vida y acaecimiento,
de concepción y misterio, pero en todo caso sin presuponer
fin o principio alguno. En el caos particular de Nandino significa
a la muerte en la búsqueda de su propio ser, y también
en una peculiar - y posiblemente tímida- búsqueda de
dios.
Más tarde,
el tema de la soledad será abordado una y otra vez, pero ya
no desde un amor meramente emocional, sino con los signos del cuerpo,
del erotismo, de la vulnerabilidad, el dolor, entre otros. Con esto,
el dolor, la vida, el amor, el miedo, entre muros erigidos con un
cohorte amplio de temas inmensurables, van pronunciándose con
mayor eficacia.
También hay
que destacar otro tema que será tratado con vagas fronteras,
cuyo índice se revela ontológico: la pregunta que discierne
sobre poesía y poema, y a partir de esto entre palabra y silencio.
Octavio Paz es una muestra de ello. En Marco Antonio Montes de Oca
se encuentran también problemas semejantes, pero me parece
que con una densidad mayor sobre un plano ontológico.
Efraín Huerta,
Jesús Arellano, Juan Bañuelos, Roberto López
Moreno, entre otros, destacarán líneas ontológicas
pero a partir de la historicidad y la experimentación desde
la particularidad del lenguaje de núcleos sociales más
diversos y amplios. En esto se encuentran cercanos a la lógica
tendencial del estridentismo. Su valor consiste en que los temas sociales
no son trabajados desde un parco esquema político, de propaganda
inmediata, sino con una pregunta mayor de la formación histórica
de la intersubjetividad, acompañando esto con los temas que
han manejado los anteriormente citados, pero volviendo a abrir sus
procesos de significación. Si para Villaurrutia o Nandino la
muerte es un tema directo, en éstos autores se convertirá
en objeto de deconstrucción, toda vez que la muerte deviene,
dado el contexto histórico, proceso indirecto y apócrifo
muchas veces, como producto de un sistema específico. La muerte
como experiencia ontológica es así cuestionada desde
una eticidad primaria. Y, como Revueltas, los citados autores entienden
las contradicciones del ser como contradicciones del ser social. El
hombre así se enfrenta ante la dialéctica del infinito
de sí, un infinito de límites absolutos y constituida
con una relatividad inusitada.
Mención aparte
merece Enrique González Rojo con su tratamiento del infinito,
el monstruo, en donde su inclinación poética horada
sobre varios conflictos filosóficos que remiten de forma avasalladora
hacia problemas ontológicos y tratamientos ontológicos
de varios temas. Si José Revueltas trabajó varios problemas
delimitados filosóficamente desde la narrativa, González
Rojo logra hacerlo desde una poesía.
Actualmente Ricardo
Yáñez también explora sobre interrogaciones en
torno a la soledad, al amor, a dios, al hombre en su cotidianeidad
y de forma mayor, sobre el ser y el significar. Una de las formas
para manejar todo esto ha sido la noción de desnudez: lo diáfano
finito en donde cohabitan significaciones muy variadas, y no pocas
veces contradictorias. A mi juicio, tres son los poemas más
claros de él sobre la muerte, el sentido, la significación,
la subjetividad y el ser. Uno de ellos es el de El hombre solo,
que constituye el monólogo de un cadáver en el lugar
del silencio, con la placa mortuoria del séptico como escenario.
Está también el siguiente, en donde muestra la fragilidad
humana ante el mundo, que es finalmente mundo humano:
«Hay días
en que no quisiera abrir la puerta de mi cuarto porque tengo miedo
de que todo se convierta en humo.
Y hay días
en que salgo a toda prisa de él, temiendo que el humo esté
en mi cuarto».
Recuerdo, por último,
otro, en donde su propia brevedad parece ser elemento de contenido:
«Se está
tirando el bóiler. Hay que apagarle.
Se encordó este
reloj. Hay que arreglarlo.
Hizo frío por
la noche.
No lo
olvides».
He dirigido tendencialmente
los últimos ejemplos no a cualquier problema ontológico,
sino al problema ontológico de la muerte - aun si estos poemas
dan posibilidades para desarrollar muchas más preguntas- con
el fin de poder situar la obra de Aurora Reyes, quien llega a constituir
la propuesta más elaborada en torno a una poética de
la muerte, con su propia ontología, en las letras mexicanas.
La poesía muerde a la muerte.
.... serán
ceniza, mas tendrán sentido.... asegura Quevedo, poniendo
en la orilla del alfiler el tema de la otra orilla. Mas la
forma de hacerlo demuestra que la poesía lanza la red del lenguaje
a la muerte para tejer desde ahí la pregunta por el sentido
mismo de la vida, del lenguaje y de la muerte. Otro ejemplo sobresaliente
es Góngora: Ayer naciste, y morirás mañana./
¿Para tan breve ser, quién te dio vida?. Hay que ver el
último terceto de "A una rosa":
«No salgas, que te aguarda
algún tirano;
dilata tu nacer para tu
vida,
que anticipas tu ser para
tu muerte».
No es inusitado encontrar
ardiendo tan plutónica flama en las llamas de la fogata constituida
por la tensión entre palabras y silencios, el poema. La lumbre
de la muerte arde en el poema en cuanto éste es interrogación
por el ser. Las Coplas de Manrique son una prueba más,
hecha de acero y viento.
En el último
de los casos, la preocupación por la muerte dentro de tan heterogéneas
poéticas se hace diáfana cuando se ha comprendido al
poema como salto en la cuerda floja de la ontología. La pregunta
por el ser que se cumple en el poema es pregunta por la muerte en
cuanto el ser es ante la muerte. La nada, el miedo y
la angustia son tres llaves que permiten abrir el cofre del sentido
depositado en el anterior enunciado. Hay que partir de la nada, ya
que desde este primer humo conceptual se puede aspirar el vapor del
miedo, de la angustia, y tejerlos finalmente en la relación
del ser como ser ante la muerte, ser para la muerte. Debe partirse,
para ello, de la imposibilidad de la aprehensión lógica
conceptual de la nada misma. Esto es, no puede llegar a saberse lo
que la Nada es porque los referentes contenidos en los
términos son mutuamente excluyentes; el verbo mismo de ser
- a partir del es como su conjugación- ya implicaría
algo opuesto a tal término, la nada. Pero esta contradicción
en los términos sólo anula a la nada en un terreno formal.
Mas ésta llega a filtrarse en la vida de los hombres de guisas
diversas; ya bien se filtra por las fisuras del juego, ya bien por
las del trabajo, la soledad, el amor, la desazón....., y en
general el mismo lenguaje la contempla. Después de la palabra,
cuando ésta ha cercado su propio cuerpo con un silencio, no
se dice nada. O bien, se dice nada. Mas lógicamente
esto vuelve a ser una contradicción en los términos
del enunciado fundamental. ¿Qué sentido, de ser así,
guarda la nada?. En una línea paralela a Kierkeegard, con resultados
opuestos incluso, Heidegger ha estirado el arco para lanzar el análisis
de la experiencia de la angustia, proponiendo su distinción
ante el miedo. Este último siempre se experimenta en la determinación
de una experiencia, o de la posibilidad de una experiencia o incluso
como falta de la experiencia o su propia imposibilidad; es decir,
el miedo se dirige siempre hacia un objeto concreto, con determinaciones
precisas. Una de sus formas más acentuadas es la sensación
de ansia, pesando sobre el individuo. Pero en el último de
los casos el miedo implica una relación del hombre hacia
una circunstancia con determinaciones varias. La angustia difiere
de ello. Si bien es cierto que el miedo se produce en el hombre ante
una experiencia determinada, ante un objeto preciso, la angustia es
indeterminada. La indiferencia de la angustia es producida por la
nada: el hombre se angustia ante nada, por nada, de nada. En la angustia
se proyecta la nada misma..... .
La angustia ante la
nada refleja el sentido mismo de ésta. El hombre encuentra
en la indeterminación de la nada su propia indeterminación,
lo que le lleva a la angustia. Esta falta de forma precisa designa
la posibilidad de la experiencia ajena a toda categorización
desde lo necesario. En otras palabras, el hombre se sabe contingente
y por ello sabe de la reconciliación en sí de la nada.
Heidegger admite esta nada en el hombre como advenir del mismo. Pero
dicho advenir no es armonía: Nos perdemos en el signo de lo
anónimo renunciando a la experiencia auténtica. El individuo
se pierde en el terreno de la vaguedad; ahí piensa en la muerte
pero como algo externo a sí, nunca como la experiencia que
le es propia y constitutiva, o acaso como el límite de toda
experiencia que es, en sí, otra experiencia, la última....
. El perfil de la existencia auténtica es el del existente
que se interroga por su propia muerte, cuestionándose a partir
de este episodio en torno al sentido de su propia vida. El ser-en-el-mundo
en Heidegger es un ser-en-el-mundo ante la experiencia de la
finitud radical y desnuda: la muerte.
Ontología
de la muerte en la poesía de Aurora Reyes.
Con acuerdo a lo anterior,
la poesía que llega radicalmente a las curvas del ser y la
pregunta sobre éste pertenece al mar de las experiencias auténticas.
Ya en el mismo Heidegger encontramos la vista dirigida a la poesía
como revelación y fundación del mundo y sus sentidos.
Autenticidad y fundación de sentidos ante el ser que es ser
ante la muerte, son rasgos faciales de la actividad poética
verdadera.
Aurora Reyes, con
mucho la poetisa más fuerte en México, puede hablarnos
de todo esto desde otro silencio. La genial escritora, sobrina de
Alfonso Reyes, en su producción acuciosa ha logrado manejar
los ases de la interrogación por el sentido, por el ser, por
la muerte. Llena de saltos en la humedad del lirismo posterior a la
modernidad, la poesía de Aurora Reyes conjuga las líneas
más inusitadas y divergentes, pero a partir de una coherencia
pulcra. Reyes ha nacido en 1908, dos años antes de la gesta
revolucionaria en México. No obstante, su relación de
elementos poéticos pareciera allende al resto de poetas de
la época. Cercana está de experiencias estéticas
como las de López Velarde, pero su materia es ya de un trabajo
de actualidad mayor. Esto no se reduce al tiempo de construcción
de ambos trabajos, sino a las formas concretas de realización.
Aún así, Aurora Reyes supo absorber creativamente el
planteamiento del modernismo en López Velarde. La rítmica
y toda la arquitectónica de construcción de La Suave
patria no es algo del todo ajeno a la metrificación empleada
en La máscara desnuda. Incluso la construcción
de sus versos y su división interna permite leer cierta familiaridad
entre uno y otro, y esto se debe fundamentalmente al trabajo de cirugía
en versos de arte mayor que se hallan en los dos trabajos. El poeta
López Moreno ha encontrado otra línea de familiaridad
frente a López Velarde, al decir:
«[De López
V., Aurora Reyes tiene] un tipo de versificación en
el que el verso libre de pronto es sorprendido por líneas
consonantadas (a veces asonantadas), de carácter aparentemente
fácil, pero que ayuda eficazmente (...) a la poliritmia
del poema».
El mismo fundador
de la propuesta de los poemurales ha advertido su cercanía
con Othón, "en la lírica descripción del desierto".
Pero me parece que se encuentra más cercana del autor de la
Suave patria que de cualquier otra propuesta mexicana.
Como sea, el poemuralista
López Moreno ha descrito su hallazgo en Aurora Reyes, hablando
de tres vertientes en la poesía de la escritora Chihuahuense:
«La de Aurora
Reyes es una poesía compuesta con base en tres vertientes
poderosas; un lirismo que en un momento dado se desprende de las
aflicciones del yo para convertirse (segunda vertiente) en una
actitud política, en una preocupación por el hombre
colectivo en el reclamo legítimo de equidades sociales
y un horario dignamente cumplido.
»La tercera
vertiente - prosigue el poeta chiapaneco- se encuentra
en la retoma de simbologías y motivos precolombinos integrados
con maestría a las leyes verbales de nuestro tiempo».
Admito en lo fundamental
esta descripción de los caminos internos que se encuentran
en el trabajo de Aurora Reyes pero a mi parecer puede olfatearse un
punto nodular de reunión de estas tres vertientes que fungiría
a la vez como la cuarta y principal. Se trataría precisamente
de una ordenación en módulos ontológicos que
se cuestionan a sí mismos hasta borrarse y resurgir en una
analéctica. De ahí la alta criticidad en sus poemas.
De ahí, también, sus búsquedas históricas
hacia lo precolombino, adoptando simbologías verdaderamente
sustanciales. La relación entre primera y segunda vertiente
no llegaría a comprenderse sino hasta colocarse en este podio
de un planteamiento ontológico que se pone en crisis él
mismo para impedir acorralarse en el ser, bajo un aire aproximadamente
aristotélico. En la poetisa Reyes hay algo distinto de lo diverso
en lo unitario. En ella se encuentra la diversificación como
punto en donde el "lirismo de las aflicciones del yo" se busca internamente
para proseguir su senda en algo externo, en donde la segunda vertiente
llega a conectarse. Esta conexión es un salto de lo llanamente
subjetivo hacia la historicidad enmarcada en la flecha de lo intersubjetivo.
Por esta vía las alas de su vuelo se forjan en la pluralidad.
Por otra parte, es
posible decir en una primera aproximación que mientras las
dos primeras vertientes son temáticas, la tercera es más
una búsqueda de determinaciones simbólicas del lenguaje
con las cuales acceder a las otras dos. Pero en Aurora Reyes no hay
una delimitación tajante en sus muros internos. En este sentido,
no pueden asociarse sus dos primeras vertientes hacia el contenido
dejando hacia el problema de la forma la tercera. Porque en ella la
búsqueda de un símbolo es búsqueda histórica
de la sustancia de su propio verbo, su propio presente. Son, pues,
ampliamente codeterminantes tales vertientes, y sus fronteras son
invisibles. ¿Cómo preguntarse por el yo sin entenderlo en su
conjunto dentro los lineamientos que Aurora Reyes teje hacia lo político?
Porque su lirismo apegado a lo clásico, a cierto modernismo,
no se interroga por cualquier Yo, sino el Yo que ha estallado, por
lo menos desde Mallarmé, para hablar de la literatura moderna,
y se convierte no en el cauce de una sola cascada, sino el la fluidez
de sus múltiples gotas arrastrándose siempre de manera
diferente. El lirismo de la primer vertiente en Aurora es causa y
consecuencia de sus preocupaciones colectivas, su segundo componente.
Este segundo componente se dirige hacia lo colectivo pero cobra sólo
real sentido en el Yo interrogado con antelación.
Finalmente, la búsqueda
hacia el pasado es aparente. Lo precolombino encierra una fuerza que
Reyes trabajó desde un perspectivismo altamente crítico.
Pareciera que en un afán metafísico hace romper el dique
del tiempo: Pasado y presente se fragmentan y se pierden en sí.
Ahí, su perspectivismo entra para traer lo precolombino hacia
las dos vertientes anteriormente citadas. Pero todo ello encuentra
su operatividad en la raíz ontológica descrita. Esto
es así porque el trabajo de esta poetisa es un preguntar en
un triple sentido. Aquí se llega a su poema central La máscara
desnuda, en donde se leen las tres vertientes indicadas por López
Moreno lo mismo que la constelación que mantienen entre sí,
desarrollándose en una cuarta vertiente general.
La máscara
desnuda - cuyo subtítulo es Danza mexicana en cinco
tiempos- es una interrogación en donde se pasa continuamente
de las aflicciones del Yo hacia las preocupaciones de lo colectivo.
O mejor aún, conectándolos en un átomo, en una
realidad no susceptible de fraccionamiento. El tema de la muerte aparece
como la piedra nerviosa de todos los filamentos reunidos pero la muerte
se da como pregunta por la autenticidad de la experiencia en la vida;
sus matices son ontológicos y su aliento no deja de seguir
visiones precolombinas sobre la muerte en constante acecho de la vida,
y acechada por su propia dualidad viviente.
Su primer cuarteto
indica una epifanía de donde deriva todo lo demás. Es
la aparición de la muerte no como fin de todo lo posible, desde
donde sólo podría estimarse un recuento, sino como punto
de partida de la experiencia existencial. Esto es, se habla de la
muerte como telón inicial de la totalidad de la experiencia,
y por ello como posibilidad primera de la pregunta del ser del hombre
y del sentido de su vida. A partir de esto se hace comprensible que
en Aurora Reyes no hay una necrofilia poética simple, sino
una interrogación de mayores alcances que hay que develar.
En esto también se halla una línea milenaria. Basta
recordar que las antiguas culturas precolombinas no adoptaban frente
a la muerte la actitud de la desesperación dado el eminente
fin, por absoluto. Muerte y vida resultaban esquinas del universo
y debían ser miradas con ojos diversos mas no opuestos. Reyes
continúa esta actitud bajo el ropaje de lo poético.
Su segundo cuarteto
apunta luz sobre lo anterior. Toma tal epifanía y la percibe
desde la formación de su Yo. Dice de la muerte que logra ejecutar
las invisibles líneas del rostro verdadero. Esto es
diáfano. No apunta al tema de la significación de
la muerte sino de la subjetividad significada desde la
muerte, o bien significando a la muerte como una experiencia
desnuda, un "cara-a-cara". Esto es una alotropía: se trata
de la subjetividad horadando sobre significados de sí a partir
de la muerte, y esto como mechero para humear la significación
radical de la vida. Pero en todo caso es del ser en general, de la
significación múltiple del mundo, de lo que puede hablar
desde el inicio La máscara desnuda. El Yo busca esta
significación y la muerte le acontece. Pero no se trata de
una experiencia excepcional y única. Si bien es cierto que
la muerte es una experiencia no duplicable, también lo es que
no resulta ajena en el transcurrir del universo. Este universo es
el laberinto de la subjetividad, pues no hay intención cosmogónica
o religiosa en la búsqueda de Reyes. Quevedo ha dado un blanco
similar cuando al preguntarse sobre lo que es responde integrarse
de presentes sucesiones de difunto. En otras palabras: la epifanía
de la muerte como posibilidad existencial, como límite de toda
posibilidad y como condición de interrogación del ser,
de la vida, de sus significaciones, no emerge como el silencio absoluto,
sino como la raíz desde donde todo lo existente deviene signo.
De ahí que la interrogación por la muerte en La máscara
desnuda pueda inquirirse desde múltiples puertas. Por ello
Aurora Reyes no ha limitado su pregunta por la muerte al instante
excepcional en donde la vida cesa o al accidentado curso en donde
todos los actos fluyen hacia el polvo mientras que todas las potencias
quedan encerradas en cadena perpetua, sin llegar a objetivarse. En
contraste con lo anterior, la poetisa acude prácticamente al
universo como contexto de su pregunta. Para Aurora, no es la muerte
del tigre inyectado por la bala que le dirigió el cazador lo
que alumbra el misterioso hecho de lo necrócico; tal enigma
no es tampoco la escopeta impaciente en las manos del cazador, ni
el tigre ante la angustia de tornarse invisible o inmune; es el silencio
anterior al vuelo de la bala, la precaución anterior al salto
en fuga del tigre; en suma, es el escenario mismo de su propio acontecimiento:
la quietud posible de la selva en la noche y la irrupción que
la transforma. Aún más: es la selva, la noche, en sí
mismas. Si en la religiosidad es posible encontrar a dios en cualquier
cosa, en la poética de Aurora Reyes es factible percibir la
muerte en cualquier zona a la cual la vida misma pueda dirigirse.
El terceto siguiente confirma esto:
«¡Qué
perfecta y antigua simetría,
qué
congelada actividad te anuncia,
qué
inerte dimensión te identifica!».
En general, desde
el primero de los cinco tiempos, así como en el intermedio
y en el breve fragmento sin tiempo, es donde Aurora dirige sus pupilas
hacia la muerte, quebrantado sus halos unidimensionales, adoptándola
como advenir en donde el rostro del Yo surge, estalla, se quita todo
disfraz y se ve frágil y eterno al mismo tiempo. Esto es, la
muerte se desnuda como advenir con posibilidad de superar su fin,
no a partir de la vida sempiterna sino a partir de la vida misma reconociéndose
en su vestido finito. Esto se abre asequible en las tres estrofas
anisosilábicas siguientes en donde el hablante se sitúa
"cara-a-cara" con el hecho de la muerte y abre su comprensión
hacia ella, pero en la multiplicidad de su expresión: ya en
la serpiente vertebral de la danza, en las antenas amarillas, la textura
del hielo...... .
Este primer tiempo,
que constituye algo más que una llana presentación,
aterriza en el reconocimiento de la muerte que conlleva a la autenticidad
de la experiencia de la vida, en la magnitud de sus sentidos, al reconocer
al hablante como ser para la muerte:
«Veo tu dentadura,
tu mordedura fácil:
la máscara
desnuda de una risa de huesos».
En estos dos últimos
versos, la poetisa Reyes logra conjuntar la interrogación por
la muerte dentro de la primer vertiente de su poesía antes
señalada pero la conecta fugazmente, con una discreción
eficaz, con su intención por la búsqueda de motivos
y símbolos precolombinos - que al hacer una pregunta histórica
busca también en el propio presente, interrogando ya en los
linderos de su segunda vertiente. La máscara desnuda
revela la metáfora craneal que asegura la proyección
de la muerte, entendida desde la formación histórica
de la conciencia del ser sobre ésta, con su tono relativo de
festividad, representado esto a partir de la calavera, verdadera efigie
mágica en la búsqueda poética de Reyes, verdadera
efigie mágica de lo precolombino.
Lo único que
restaría decir, en torno a esto, es que todo el primer tiempo
aparece en forma de una interlocución. Empero, da la impresión
de que no se dirige a la muerte, sino a través de la presencia
de la ésta. Y es que debe reiterarse esto: el fin último
de la pregunta de Aurora Reyes es una pregunta por la vida, sus vértebras
son ontológicas, aclarando que su tratamiento es distinto de
una ontología. La muerte, en sí, parece no estar rondando
sus versos.
En síntesis,
en este primer tiempo, compuesto de siete estrofas, el tema de la
muerte aparece en sus estelas mágicas históricas, fuera
de todo valor, fuera de todo juicio negativo; nace como interrogación
por la vida, en donde se deja advertir ya el olor de las viejas metáforas
prehispánicas. Esto funge como llave para acceder a un lirismo
que en todo el poema se constituye en verdadero péndulo que
se forma, deforma y conforma ante la conciencia de la muerte y del
Yo que se borra para reaparece en otra línea.
El segundo tiempo
aparece con un verso de construcción análoga a los que
pueden ubicarse en el primer tiempo: Tú me ofreciste un
punto de eternidad. No obstante, en este tiempo la variación
se intensifica, consiguiendo adoptar un ritmo más vasto en
realidad. En el primer tiempo, aun sin llegar a ser lineal el ritmo
de sus estrofas, y a pesar de su heterometría, la cohesión
del ritmo es más ajustada. Por el contrario, a partir de este
segundo tiempo el ritmo cobra variaciones casi imperceptibles que
unifican el todo con la propuesta rítmica del primer tiempo.
Podría en realidad señalarse que el primer tiempo arroja
su ritmo principal, y cada verso es una cadena que le sigue. Pero
a partir de este segundo tiempo, los eslabones de tal cadena le adhieren
breves variaciones que jamás llegan a romperlo. El ritmo planteado
en el primer tiempo se pierde y recupera, todo esto con una relatividad
cortada astutamente a lo largo de todo el poema. Estas variaciones
no son en realidad sino pasos constitutivos del propio tiempo sonoro
que entraña el poema desde su primer verso: Apareces en
mí..... .
Esto navega en todo
el tiempo tercero de esta danza mexicana. Se trata de la muerte cuando
existe en la radicalidad de su acto y va tejiendo sus fisuras, sus
derramamientos de magma, soledad y tiempo. Pero en el fondo, la muerte
no es la indeterminación absoluta, sino determinación.
Cuando Aura Reyes toma a la muerte en este tercer fragmento y le habla
desde la muerte y la vida, pero ahora en su calidad objetivada, también
le habla una vez más a la existencia y su sentido y, por esta
vía, a la transformación misma del existente que cruje
a cada paso a su transformación final, relativa. Es decir,
el recorrido la escritora chihuahuense va de la conciencia del sentido
de la vida del existente desde la muerte a una segunda perspectiva:
la conciencia de las múltiples significaciones de la muerte
y de la relación que se erige con los referentes muerte
y subjetividad, para pasar a un tercer momento: la muerte como acto
en sí, como sello presente, como actualidad absoluta, es decir,
la muerte como acto del abatimiento del existente y la existencia,
pero operando una transformación que vuelve y devuelve al ser,
que hace resurgir la experiencia, el existente y la existencia. Tales
saltos de perspectiva los realiza la poetisa sin abandonarlos del
todo. Cuando está confeccionando la segunda mirada no se ha
apagado del todo su primer paso, y cuando ya está en las olas
de la tercer perspectiva aún perviven primera y segunda. Esto
es así dado que parte de la epifanía hacia la amplitud
de toda la reunión del ser como ser para la muerte. Los conceptos
de nada y angustia en Heidegger reaparecen en el trabajo de Aurora
Reyes pero desde la positividad de la proyección del sentido
de la vida. Esto es, en La máscara desnuda la verdad
aparece autentificando su experiencia de la propia muerte.
La perspectiva del
tercer tiempo habla de metamorfosis y transformación. Si el
hombre es palabra, la muerte es la condición de resemantización;
ello implica también una revitalización a partir de
los cambios que opera la muerte, o bien a partir de los cambios que
la muerte inhibe.
«Eres ahora
una bandera sin viento,
una pasión
que abandonó la forma:
gérmenes
y cuchillos y deseos....
¡alimento de
todo lo que vive y devora!
Antes era el
paisaje rodando tu pupila.
(...)».
En este tercer tiempo
Aurora moldea el silencio mortuorio a partir del lenguaje, para proseguir
en su intermedio.
Su brindis intermedio
es una excepción rítmica interna. Se forma de diez tercetos
y finaliza con un verso como sello de tal fragmento. Las palabras
iniciales de algunos tercetos dan muestra de algo mayor: Toma,
Dame, Danzaremos....; acusan mayoritariamente una actitud ante
la muerte que rompe la pasividad de ciertas líneas occidentales.
Para Reyes, como para las culturas mesoamericanas, la muerte no es
una llana prolongación de la vida. Es su condición codeterminante.
El existente, así, camina sobre una doble senda que se integra
y se bifurca, disociándolo y unificándolo. Plantea esta
parte del poema una celebración hacia lo necroz, una
danza por los niveles del inframundo. Es la comunión con la
muerte, no el deseo de agotar la vida. Esta comunicación abriga
simplemente la sospecha de la vida, de la interrogación nuevamente
del Yo con sus plásticos deseos. La voluptuosidad de la muerte
atiende los niveles subrepticios del hombre, de suerte tal que la
muerte es también la relación plena del Yo con sí
mismo. La subjetividad se alumbra con el doble poder de la muerte,
a saber: con la exterioridad absoluta que plantea y con su concomitante
interiorización. Finalmente la muerte es bipartita lección:
demuestra que el hombre no es subjetividad pura, sino frágil
estancia transitoria. Al mostrarlo vulnerable no niega su subjetividad
sino la reafirma, asegurándole que no es un ciego tránsito.
La doble relación con la muerte, entonces, no es sino una afirmación
del camino de la subjetividad rastreándose, y rastreándose
también en lo demás y en los demás. Esto lo sabe
la poetisa Reyes, por lo que pide a la muerte la convergencia existencial
consigo, le pide su "máscara blanca", "sus ojos de abismo",
ya que con ello el Yo puede asomarse a la muerte proyectándose
en ella, descubriendo "al niño detrás de su cara".
Esta postura se hace
extrema. En el tiempo cuarto se repite pero ya con el establecimiento
de una identidad que en el lenguaje emocional no deja de ser
heterogénea. La muerte como revelación total (nunca
absoluta) no llega a revelar todo, sino lo revelado lo alumbra plenamente.
Tal revelación habla de una relación de existente y
muerte como de la experiencia de su propio ser, de la última
posibilidad del existente como integral verdad con él. Heidegger
ha dicho que la metafísica es la relación del ser con
la verdad. Pues aquí, en esta muerte preconizada, la que Reyes
teje con la aguja de un lenguaje vasto, la verdad emerge en su nivel
eidético cuando establece la verdad del ser como ser
ante la muerte.
Lo mismo ocurre en
un fragmento posterior, "sin tiempo":
«En la
mirada ciega del amor me miraste
descubriendo
los ojos de la vida.
Y supe que
nací por conocerte
Y unificarme
en ti, Desconocida».
Este cuarteto, con
una métrica más rigurosa respecto de la convención,
retoma en realidad la primer epifanía, el punto de partida,
y deviene puente para la entrada del tiempo final, el quinto. En éste
es donde la muerte se vuelve futuro. Su perspectiva se abre con signos
más amplios. El futuro no depende del tiempo sino del advenir
del ser. Ciertamente se da en un tiempo, pero el tiempo del que se
habla aquí no es cuantificable: es una subjetivación
radical del sentido del instante, del acto existencial, de la posibilidad
y la experiencia. El advenir de este futuro es un caminar hacia la
muerte, no una inercia exterior y objetivista. Por ello es que la
autora de La máscara desnuda toma un ejercicio inverso.
Si desde la vida interrogó a la muerte (como fórmula,
a su vez, para cuestionar nuevamente el sentido de la existencia),
ahora desde la muerte interroga a la vida (mas ahora como fórmula
para dirigir nuevamente el planteamiento hacia la misma muerte). Teje
así su laberinto. Cobres y vuelos aquí entran, señalando
el néctar de toda esta relación. ¡Mira a la Vida,
mírala de frente!, anuncia categóricamente Reyes.
Pero, ¿a quién le habla? En realidad, ¿el interlocutor ha podido
definirse? ¿No es un soliloquio? ¿No es el monólogo en el yermo
terreno del ser? ¿No es el desierto y la soledad de la existencia?
Aurora misma interroga: Calavera de azúcar, di: ¿Quién
eres?. No le pregunta a otra cosa que "una calavera de azúcar",
máximo signo de los movimientos mexicanos ante la realidad
mortuoria. Esta simbología es heredada desde lo precolombino
pero aquí, este último verso del penúltimo cuarteto
llega a descubrirse que todo ha sido un ejercicio monológico
y dialógico a la vez, como la vida misma. Esto no es accidental:
La muerte no es sólo la magia, sino su expectación -
mágica ella misma. La muerte es futuro como advenir pero es
presente, actualidad rotunda, toda vez que no deja de estar en acto.
Al mismo tiempo, no podrá dejar de ser una potencia. La Tecayehuatzin
que descansa en la roca está viva. Y nunca podrá estarlo.
Las murallas del ser se caen. Pero la pregunta queda. La poesía
no responde, hace algo mucho más exacto e importante: cuestiona.
Este cuestionar es una relación del ser que Reyes asume, y
la dirige hacia la muerte. En todo caso el lector es péndulo
que oscila en toda La máscara desnuda entre los extremos
de la vida y la muerte. Pero cada movimiento es un viaje sin retorno
(aun si siempre retorna). Porque este poema obliga a remover la conciencia
por los fundamentos de la vida, la muerte, el ser, la verdad, la soledad,
el amor, la vulnerabilidad y la comunión del hombre frente
a otras realidades, frente a sí mismo también.
De hecho, este extremo
en tensión del poema parece ser por otra parte la introducción
al tiempo primero. Pues, sin encerrarse en una parca geometría
secular, este poema ha renunciado a la conclusión. Sus extremos
mantienen una estrecha relación que va más allá
del nexo orgánico de todo poema. En realidad, pueden confundirse
habitualmente, desembocando en algún fragmento elegido azarosamente.
La máscara desnuda, como todo gran poema, puede leerse
en desorden o en fragmentos. Su construcción es tan precisa
que resiste todo tipo de interlocución.
Aurora Reyes en este
trabajo despliega las plumas del Colibrí, imaginación
del Sur, de la cual nos ha dicho algo López Moreno. Es pieza
integral de un alto vuelo desde lo precolombino hasta el presente.
Y del presente hacia la doble dirección de lo antiguo y el
futuro proyectado. Esto, porque el poema es la relación plena
entre existencia y existente. Aurora lo sabe. Por ello elige el paroxismo
mismo de tal relación: la muerte, en donde se configura la
conciencia del ser fugaz, al igual que la existencia auténtica
que rompe con el anonimato. No uno más, sino un ser
que sabe, como Quevedo, que lo fugitivo permanece y dura. Pero
que también entiende, como el poeta Alfaro, que jamás
se abrió una sola rosa para no morir.
LA MASCARA DESNUDA
(Danza mexicana
en cinco tiempos)
Tiempo primero
Apareces de golpe
dentro de mí, dorada
por un oro manchado
de musgo verdinegro.
Ola petrificada del
agua de la vida
creciendo y apretando
la sal del esqueleto.
En lo más entrañable
de mi ser ejecutas
las invisibles líneas
del rostro verdadero,
entregando al proyecto
sin límite del polvo
las columnas del vuelo.
¡Qué perfecta
y antigua simetría,
qué congelada
actividad te anuncia,
qué inerte
dimensión te identifica!
Comprendo la serpiente
vertebral de la danza
prisionera en el eje
de su reino vacío,
la angustia del compacto
poder con que se anuda
a su tallo, la ausencia
dura del equilibrio.
Conozco las antenas
amarillas,
la textura del hielo,
los inocentes labios
de la sangre
remansando a la orilla
del cabello,
y los interminables
corredores azules
por donde se desliza,
calladamente, ESO
que comienza entre
el sueño y la simiente.
He tocado los altos
escalones de niebla
que presiden la noche
de tu templo iracundo,
he escuchado el molino
que mastica el silencio
que es como alimentarse
la muerte de sí misma,
he alcanzado tu frente
coronada de cráneos
bajo el signo desierto
de un abrazo de piedra.
Veo tu dentadura,
tu mordedura fácil:
la máscara
desnuda de una risa de huesos.
Tiempo segundo
Tú me ofreciste
un punto de eternidad.
¿Qué nombre
me dijiste que tiene?
Lo he perdido... .
Era la imagen de algo
inhabitable:
alas de humo, paraíso
inmóvil
y una ecuación
de miserable olvido.
¿Quién te dio
el atributo del invierno?
¿Quién conduce
tu siega laboriosa
y prepara un latido
en cada hueso?
¿Qué desolado
amor al "Yo" te nombre
como un castigo, un
límite o un cielo?
Porque en tu larga
mano que mide las raíces
habita una semilla
de tactos estelares,
un útero infinito
que repite la vida
en las arquitecturas
del sueño y la armonía.
Porque en la superficie
hay un hijo que crece,
un árbol que
culmina, una palabra nueva y solidaria,
un testamento activo,
una noticia
para la libertad y
la belleza.
Tiempo tercero
Ya está dormido
el sueño en tu frente perfecta,
ya se unieron el ángel
de espuma y el de fuego,
ya tu contorno firme
se llena de oquedades
y en tus ojos anidan
astillas de tiniebla.
Ascienden tus cabellos
en oleada nocturna,
han herido tu nombre
los pistilos fríos,
el derrumbe se filtra
por los poros del agua
y te abre su secreto
la tierra de cristales.
Eres ahora una bandera
sin viento,
una pasión
que abandonó la forma:
gérmenes y
cuchillos y deseos....
¡alimento de todo
lo que vive y devora!
Antes era el paisaje
rodando tu pupila.
Hoy tu ser es camino
rodando en el planeta.
Ahí, donde
es lo mismo decir flor que lucero,
océano que
principio, sexo que primavera.
Ahí estás,
donde vive lo que muere,
donde el espejo mudo
del "¿para qué?" se quiebra.
Nació contigo,
coronó tu infancia
y es el fruto gemelo
de tu vida.
Lleva el nombre de
todo lo que amas
y el reflejo del polvo
que te sueña.
Has llegado a la sombra.
Ya navegas
el eco irresistible.
¡Testimonio sin voz,
labio impecable!
Un silencio de piedra
nos declara
que la muerte es la
espada del misterio
y el amor, su sonrisa
irreparable.
Brindis intermedio
Toma Muerte esta copa
vacía
de tormenta, de sed
y distancia.
Hallarás el
sabor de una lágrima.
Esta gota solidificada
que en tu boca será
diluida
es la suma integral
de mi nada.
Dame Muerte esa copa
de sueño,
apagado cristal, negro
vino,
que entrelace la fiebre
y el frío.
Descender a tu beso
inviolado,
embriagarme en tu
cuerpo nocturno
y soñar que
viví entre tus labios.
Toma Muerte mi mano
en tu mano,
formaremos el último
signo
que encadena el amor
al olvido.
Danzaremos tu esférica
danza
entre el viento y
el pie de la tierra,
la cintura del fuego
y el agua.
Dame Muerte esa copa
de amargo
corazón, destilado
en veneno,
para el paso final
del encuentro.
En tu aliento mortal
mi simiente,
la raíz del
color en la frente
y la cruz del maíz
en el pecho.
Toma Muerte esta copa
de luto
derramada en el río
salobre;
la tendrás
que llenar con tu nombre.
Dame Muerte tu máscara
blanca.
Quiero ver por tus
ojos de abismo
que hay un niño
detrás de tu cara.
Toma Muerte mi copa
quebrada.....
Tiempo cuarto
Cuando la sed congregue
racimos de colores
en el fondo del tacto
sumergidos,
ecos de amanecer y
madreselva
en diminutas bocas
del rocío.
Y cuando el corazón,
entre sus redes,
me recoja los pasos
esparcidos
y quede solamente
una palabra
la palabra de muerte que me diste,
esa labrada perla
que conserva mi mano,
esa lágrima
dura que en tu mano es decir el infinito-
todo lo abarcaré,
lo seré todo
en espacio sin tiempo
y sin delirio:
encontraré
la luz frente por frente,
contemplaré
los ojos del principio,
daré vuelta
completa al imposible
y en el Todo.....
seré Uno contigo.
Sin tiempo
En la mirada ciega
del amor me miraste
descubriendo los ojos
de la vida.
Y supe que nací
por conocerte
y unificarme en ti,
Desconocida.
Tiempo quinto
Yo vestiré
mi muerte de amarillo
con camisa de sal
y ojos de uva,
adornaré su
pie de cascabeles
y la coronaré
de nomeolvides.
Aquí, tu trono
de oropeles
y tu manto de larvas
y lamentos:
¡Mira a la Vida, mírala
de frente!
Calavera de azúcar,
di: ¿Quién eres?
Quiero el sudario
de papel de China,
el cadáver
del sol hecho pedazos,
un adiós con
los pétalos de fuego
y un ídolo
de piedra entre los brazos.
Nota:
La máscara desnuda de Aurora Reyes fue tomado
de
la antología preparada por Roberto López Moreno
en
1994 para la Universidad Nacional Autónoma de
México,
dentro de su colección "Material de lectura".