Cheo Morales H.
Frankfurt a.M.- Alemania.
A medida que el avión se deslizaba por la pista del aeropuerto de Bogotá, Mariela se fue despidiendo mentalmente de sus hijos, de su esposo don Nepo y de los parientes y amigos que había dejado allá, en su querida tierra del Cauca. Nunca había salido de su tierra colombiana, tan solo conocía el mundo exterior por lo que decían las noticias de la televisión, los periódicos y lo que contaban los emigrantes que iban y venían, contando las maravillas de Norteamérica y Europa. A penas había visto los aviones, y hasta le daba miedo volar algún día. Pero esta vez se le puso entre ceja y ceja, que ella también tenía que salir para buscar la fortuna que durante su vida de mujer no había visto ni por asomo. No le importó su edad, ya en camino a transformarse en esas personas que se sientan en el umbral de su casa a ver como el tiempo pasa a través de las sombras de los árboles y el ruido de los objetos pasajeros, esperando que la vida se prolongue hasta que el dios de los grandes cambios se la llevara a su seno.
Se sujetó bien a los brazos del asiento y sintió como que el alma se le estaba encumbrando. De repente se sintió liviana y ausente, como que no iba entre los presentes, pero no tuvo miedo. Recordó que siendo todavía una mujer de merecer había soñado con desplazarse a tierras que sus ojos no habían visto aun, pero era tan solo un sueño. Ahora, en los momentos en que encomendaba su alma, su familia y su destino, todo era verdad. Ella era la que iba sentada en la fila del medio de ese enorme aparato volador. Los primeros minutos trató de dormir, pero la curiosidad por todo lo que iba en ese interior podía más. Con disimulo miró a su alrededor y la gente y las cosas le parecían novedosas, le pareció que todos eran amables, en especial las mujeres en uniforme. Todos los pasajeros se movían en sus asientos, otros se encaminaban a los lavabos, algunos abrían los diarios y revistas, pero ella se mantuvo quieta, muy quieta, hasta que una mancha oscura se posó sobre sus sentidos. A medida que transcurrían las horas, el cuerpo se le fue poniendo pesado, de a poco ya no sintió las piernas y quedó nadando en un limbo donde todo perdía el sentido y la noción. Las luces se fueron apagando y todo quedó en silencio, parecía que los pasajeros se habían bajado del avión, tan solo algunas toses acusaban que había vida en esa quietud que avanzaba con un silencioso espacial. Trató de dormir pero no podía, a lo lejos escuchó el ruido que le pareció una canción triste, de esas que escuchaba cuando tenía tiempo de sentarse entre labor y labor hogareña. A lo mejor tenía razón, lo que escuchaba era la melancolía, que la acompañaba a ese exilio voluntarioso. Se sintió bien y pensó que todavía estaba en casa, miró para todos lados y se sintió sola en un mundo irreal, tan solo acompañada por esa música cadenciosa y llena de timbales. Los ruidos de su tierra se fueron alejando, trató de seguirlos con la vista casi sin mover la cabeza, su mirada se encontró con una ventanita ovalada, a través de ese hueco no pudo ver nada, sus ojos se encontraron con una oscuridad de sepulcro, pero escudriñando bien en busca de un punto de referencia, el que marcaría por muchas horas más el sentido de su vida, vio una lucecita, pensó que era el lucero del alba; pero no lo era. Se quedó sin poder despegar sus ojos en esa oscuridad, de repente le pareció que alguien, con cara angelical, la miraba a través del vidrio; y fue entonces que comenzó a sentirse extraña y terriblemente sola. El corazón comenzó a latirle lento y la falta de circulación comenzó a paralizarla. Abajo, a unos trece mil metros, el mar lamido por los vientos oceánicos del Atlántico era lo único que existía, y el avión continuaba hacia el destino ya trazado en las cartas de la navegación aérea. Se durmió un poco, pero no hubo necesidad de que soñara ya que estaba ya soñando desde que partió en Cali el 27 de enero, así es que su existencia se había hecho rutinaria y ya no tenía necesidad de cerrar los ojos para ponerse a soñar, y esto de soñar extra terrenal se le transformó en una rutina por muchas semanas más, casi en una pesadilla. Casi no comió ni bebió ni tampoco se levantó de su asiento para nada, viajó sonámbula casi como un bulto más; al final, tanto las azafatas como los demás pasajeros terminaron por olvidarse de su existencia. De repente sentía voces silenciosas que se expresaban en lenguas que ella nunca había escuchado, pensó que de tanto estar en el avión los pasajeros se olvidaban de sus propios sonidos y comenzaban a comunicarse en ruidos solo entendidos por ellos. Ya casi nadie hablaba como en la región del Valle, ¿cómo podía ser que las gentes cambiaran con el solo hecho de montarse en un avión? Esto la hizo sentirse extraña a todos y se aturdió, y en esto estaba cuando los aparatos que entregaban mensajes comunicaron que faltaba poco para aterrizar, en un sitio que ella no tenía ni idea de su existencia. Después de las sacudidas del aterrizaje todo el mundo comenzó a quitarse los cinturones de seguridad, a estirarse, a hacer ruidos de maletas y otros objetos de viaje, pero ella seguía quietecita, comenzó por desabrocharse el cinturón, el que no había movido en todo el viaje. Se quiso parar, pero notó que el cuerpo no le respondía, ni tampoco sintió el zumbido de los sentidos, los que alertan sobre el futuro. En un esfuerzo supremo se puso de pie, las piernas estaban hinchadas, también las manos, la cabeza le giraba y sentía como que el mundo se venía abajo. Siguió con su bolso de mano la fila de mujeres, hombres y niños que como autómatas se encaminaban hacia la salida, por donde entraba un frío de cordillera y vaho de olores metálicos.
Perdió el sentido de la orientación y no podía saber si tenía que continuar o devolverse a su asiento, pero ya la suerte estaba echada, tenía que enfrentarse a un mundo inesperado. Tocó la cartera en donde estaba el dinero y los documentos, todo seguía en su lugar, todo estaba en orden, tan solo ella se sentía diferente; ya no era Mariela, la que cocinaba para su marido, para sus hijos y para los viandantes que pasaban por su hogar oloroso a café y a plátanos verdes, a sancocho y a los ruidos de los niños. Notó que estaba en otro mundo y que su cuerpo no era el mismo. Pese a esto continúo caminando a pasos inseguros y con la vista que se le nublaba por culpa de un extraño mal que se le avecindaba y del que no podía ya escapar. Así como lo pensó antes de salir de casa, un día antes, no le tocaba más que echarle para adelante, no más!
Salió del avión desorientada y sin rumbo, caminó por el túnel en dirección a las salas de control; el ambiente era gélido y fue un caminar de nunca acabar, pero de repente se hizo la luz y se encontró en un sitio basto lleno de gentes, de equipajes y de ruidos venidos del subsuelo. Fue en ese momento en que perdió la razón de su existencia y se puso a caminar sin rumbo fijo, fue la orientación de su subconsciente la que la llevó a entrar a un toilette. Durante el vuelo ni siquiera se levantó a hacer sus necesidades. Cuando entró vio la hilera de espejos, las puertas simétricas de los retretes, el suelo brillaba y se fijó en que su rostro se reflejaba por todas partes, en las baldosas del piso, en las murallas y espejos. No se reconoció; al contrario, notó que no era ella a pesar de que las vestimentas sí que le eran conocidas. Cayó al suelo dando con su cabeza en un canto del lavamanos y por esa fuerza sideral y antojadísima que llevamos todos en nosotros, se levantó como una borracha y a tientas salió al exterior. Avanzó por un pasillo sin rumbo como cuando era niña y jugaba con los ojos vendados para tocar las cosas aprendidas de memoria. Volvió a caer para no levantarse hasta un mes más tarde.
La gente se agolpó, más por curiosidad que por hacer algo. Mariela, sin sentidos, no vio a nadie ni siquiera supo de su existencia. Llegaron los primeros auxilios; junto con el médico de turno llegó la policía. Los enfermeros a pulso la levantaron y la pusieron en una camilla. Como en una urna abierta avanzó por los pasillos hasta entrar en un carro ambulancia, el que la sacó del aeropuerto en dirección a la ciudad y al hospital más cercano. La policía estaba más interesada si llevaba un pequeño cargamento en su cuerpo, que la salud misma de la moribunda. Se le acercó una policía y le rogaba que declarara si llevaba droga en su organismo. Y esta pregunta no era al azar, ya que un buen porcentaje de nuestros hermanos latinoamericanos, especialmente de los países más implicados en el tráfico internacional, portan droga en sus intestinos, en el culo; hay caso de mujeres que la llevan en la vagina. No es escaso el caso de portadores (camellos) que mueren intoxicados. Ni siquiera en los estertores de la muerte delatan.
Se llevan el secreto a la tumba en donde son enterrados sin honores ni nada, en más malas condiciones que un soldado desconocido. Pero Mariela no era traficante de nada, de drogas ni de ideas subversivas, simplemente era una "turista", una Ser más de los que entran al mundo de la riqueza, sin más que una "invitación" piadosa y un pasaporte que no garantiza nada. A realizar el sueño de su vida: ganar unos miles de dólares, para convertirlos en millones de pesos y así salir de la miseria herencia, del colonialismo y de la opresión de los señores de la guerra de su país.
Esta mujer de pueblo venía escapando del fuego cruzado, la miseria y los horrores del machismo omnipresente en la vida diaria de un país, como cualquier otro, de nuestro continente latinoamericano. Pero la suerte no estaba de su parte.
Ya en camino, viajando a toda prisa por autopistas de cuatro carriles, su alma comenzó a escapársele por entre los pliegues de la piel. Cuando ingresó al hospital de Höchst, en la ciudad de Frankfurt (Alemania), ya estaba muerta clínicamente. A penas ingresada en la sala de primeros auxilios el médico de turno le diagnosticó estado de coma profundo producida por una embolia pulmonar, a raíz de una trombosis.
Luego fue transportada a la estación de cuidados intensivos. Prácticamente no había nada que hacer; pero la fuerza de voluntad de sobrevivir estaba anidada en sus células y en el rincón más oculto de su doble existencia acostumbrada a vivir para no morir.
En eso se acercó uno de los tantos médicos que circulan por los pasillos tratando de rescatar de las garras del más allá a los enfermos ya sin ganas de luchar en este bando, sino que se aferran al más allá obedeciendo los dictados bíblicos de que no hay que llevarle la contra a las Sagradas Escrituras, ya que cuando la hora llega no hay ángel que pueda con esta Ley divina. Pero este hombre era distinto a los demás, ya que su misión era la de hacer despertar a Mariela de ese letargo soñoliento para regresarla al mundo de lo material, ya que su hora aun no estaba registrada en los anales de la historia de la metafísica: Pedro Barra la auscultó y llegó a la conclusión que la muerte de la mujer esta era tan solamente artificial. Era una prueba a la leyes de la existencia y a las creencias del más allá y a la misma gravitación de la materia. La conectó a las máquinas de devolver la vida, le puso plasma sanguíneo y como un viejo curandero le aplicó las técnicas del siglo XXI, pero siempre pensando en la medicina de sus antepasados, hasta que la candidata a cadáver comenzó a respirar, lentamente pero de una manera casi regular. Aun su consciencia no actuaba, pero desde lo más profundo de su ser marino anclado en tierra de nadie comenzó una reacción lenta pero segura. Postrada en un sueño que no era de este mundo vio el paisaje de su tierra, se vio a si misma bebiendo agua de un manantial, pero su sed iba en aumento, y esto significaba que al final del túnel había una lucecita, la que le indicaba como regresar a la vida, sin otro consuelo que el de haberse salvado por los pelos. Mientras su recuperación iba viento en popa vio veleros y conversó con marineros que nunca había visto en salud, vio tropeles de potros y yeguas que se cruzaban por puro placer, alguien le servía una taza humeante de café, no le quemaba, al contrario le llegaba helada a los labios y refrescaba su organismo, el mismo que días anteriores había dejado de funcionar.
Así se la pasó días y semanas acurrucada en la blanca cama sin escuchar y sin poder comunicarse con nadie. Vivió en un mundo extraño, sin sentido, que no avanzaba y que tampoco retrocedía. Estaba sorda y muda, también ciega. Pero un buen día escuchó "buenos días, ¿cómo amaneció usted? Era Pedro Barra, el médico, quien la saludaba en su propia lengua. Entendió el saludo y se alegró, pero no pudo responder, solamente algo se agitó en su interior y sus sentimientos se alegraron al sentirse en este mundo.
Volvió a cerrar los ojos, los que estaban ya agotados de tanta visión nocturna. Le era difícil apreciar las cosas de los vivos, se había habituado al mundo de la tranquilidad y del orden perpetuo. Los medicamentos la hicieron reaccionar lentamente y llegó a comprender que por fin se estaba bajando del avión, el que la trajo un día lejano de unas tierras que le eran muy familiares, pero que por ahora no podía descifrar por completo.
Lentamente fue descifrando lo que había en su entorno, comenzó a identificar a las personas, primero por sus voces después por las formas; pero aun no hablaba, tan solo de su garganta afloraban monosílabos, y llegó el momento en que la junta de médicos determinaron que podía ser trasladada a otra estación en donde podrían prodigarle los mismos cuidados intensivos. Ya estaba fuera de peligro, y se podía decir tranquilamente que había regresado desde el mundo del silencio y las tinieblas. Esta noticia ella se la tomó sin grandes apuros, midiendo cada acción y minuto: Estar de regreso en el mundo de los mortales era una buena cuestión, al fin y al cabo.
Entre tanto, desde el norte (Hamburgo) llegó a protegerla un sobrino, el que desde el momento de su llegada no se apartó de su lado. Mariela al sentir el aroma de su gente se sintió mejor y en compañía. David, el sobrino, era un hombre del que no se podía decir que era viejo, estaba en el umbral de su pérdida de juventud encaminándose hacia una madurez bien conservada, pese a todo. Tenía el aspecto de los hombres de pueblo, acostumbrado a las cosas trágicas y a verlo todo a través del color de las soluciones que emanaban desde lo alto. Durante las primeras horas de su estadía junto a la tía encomendaba cada acción a la buena voluntad de Dios; pero al pasar de los días se acostumbró a que las cosas terrenales, obra de los hombres, tenían soluciones prácticas. Con su bigotillo tipo "Cantinflas", sus maneras humildes y agradecidas se fue granjeando el respeto y el cariño del personal del hospital. Y digo pese a todo, ya que el hombre este acusaba la dureza de la vida, traía la huella de los sentimientos encontrados y un largo historial de bregar por lo cotidiano, pero así y todo no podía quejarse de infortunios, ya que vivir para contar la historia se necesita valor y experiencias. Tan solo su forma de vida nómade y semi clandestina le daban un aíre de gente honrada y buena persona. Vivir legalmente en un mundo subterráneo como lo es la ilegalidad, es heroico.
David se ocupó de su tía como un hijo, como un fiel amante, como el amigo de toda una vida y, de este modo, le fue insuflando el oxigeno que la enferma necesitaba. Los días fueron pasando y la mejoría de Mariela aumentaba. Recuperó la memoria y recordó objetos perdidos en su casa de Cali, volvió en sueños a reconocer los rostros de sus amigos y parientes y hasta recordó el canto de las aves y pájaros, pese a que fuera del hospital todo era frío y agreste. A pesar de las gruesas ventanas reconocía la lluvia y el viento le parecía el ruido de las cosas vivientes dejadas semanas atrás en su tierra.
De la estación de tránsito pasó a una estación normal; fue tan prodigiosa su recuperación que tuvo un día el valor de salir caminando desde su lecho de enferma; pero este gesto fue inútil debido a que las piernas no le obedecieron. En la pierna izquierda tenía una trombosis, la que permitió toda la desgracia al momento de descender del avión. Tuvieron que ponerle una enfermera especial para su recuperación física. Los primeros pasos los comenzó con bastantes titubeos. No se animaba a caminar por si sola. La llevaban a los baños y a la ducha. Todo era, los primeros días, un tormento, y si no hubiera sido por David, su sobrino, quien la animaba constantemente, esta recuperación hubiera sido más lenta y dolorosa.
En esto estaba cuando aparecieron como traídas por ángeles dos sobrinas, quienes viajaron camufladas de turistas desde los mismos confines del corazón cafetero, hasta los pies de la cama de la enferma . Eran dos mujeres de buena presencia, francas y alegres a su modo. La una era de rasgos indígenas, alta y de una alegría que llenó de fragancia los pasillos y cuartos del hospital. Miraba las cosas y objetos con suma curiosidad e interés, todo lo encontraba bonito y nada le disgustaba; la otra era más menudita, y cuando caminaba dejaba una estela de ausencia que se confundía a veces con el roce que hace el viento con las cosas invisibles. Reía poco, pero su rostro, de rasgos casi españoles siempre era amable y sereno. Un día después de despedirse de su pariente enfermo se marcharon hacia un país del oeste sin dejar el menor rastro. Se fueron en silencio tal como llegaron. Como casi nadie notó de su presencia por estos lados, tampoco nadie ha preguntado por ellas. Quizá algún día se atrevan y vuelvan por acá, aunque para recoger la amistad que por acá se les quedó.
Los médicos en un principio creyeron importante que Mariela no regresara a su país en avión, que por su seguridad volviera en un barco. Consultado su marido, don Nepo, se complicó la cosa, ya que el hombre tenía por seguro que el viaje tardaría por lo menos unos seis meses. David le dejó en claro que las cuentas estaban mal echadas, ya que si Colón hace más de cinco siglos tardó a penas dos meses y tantos, y como iba a ser ahora que con la velocidad de las modernas naves, que se desplazan a unos 30 nudos por hora, la travesía iba a ser más larga. Cuando don Nepo escuchó la noticia que su mujer iba a ser el regreso en barco se le pasaron por la mente un montón de explicaciones, por lo menos recordó que las naves atravesaban el Atlántico desplegando pesados velámenes y que iban dando tumbos a través de los oleajes, pasando por cuanta isla se les cruzaba en su camino. De este modo un viaje así sería un cuento de nunca acabar. También la falta de conocimientos marinos de don Nepo, quien es un hombre de tierra, acostumbrado a otear un horizonte agreste y cargado de nubes negras, presagios de tierras sin limites, pero del mar había escuchado muy poco, tan solo sabía de marineros y capitanes se pasaban la vida en las cubiertas y barrigas de barcos que navegaban como perdidos por entre los marasmos de mares violentos. Así es que esto le pareció descabellado, pero por si persistían en tamañas aventuras él estaba dispuesto a volar a Alemania para después acompañar a su mujer en el barco que la llevaría de regreso a su hogar, en donde una hija de nueve y un varón de veinte años la esperaban con los corazones en las manos y la incertidumbre de volver a ver a la madre que un día partió a conquistar un mundo totalmente ajeno, a cuanto sueño se escapan de la realidad.
Así pasaron los días y las largas noches, las penas y llantos de Mariela, la que no estaba segura aun de que vivía; a veces creía que la realidad actual era una mera confusión, pero las caminatas por los pasillos, la amabilidad de los médicos y enfermeras, más los prodigios de su sobrino, los trozos de pollito asado y las papas fritas que le traía David desde un negocio americano cercano y los jugos de frutas, la comenzaron a traer a la realidad concreta, y así fue como un buen día el médico hindú que la atendía le dio el alta. Un médico con sentido más humanitario que profesional le dio la nueva. Antes de marcharse se despidió del personal, comió en el restorant para el personal, se sacó unas fotos y recorrió el corto camino a casa de un amigo latino, quien le brindó el calor de la amistad a tantos miles de kilómetros del amor familiar.
Para no dejar dudas, esta historia, tan humana y cargada de realismo, no es un caso aislado de los tantos que suceden en cualquier parte del mundo, pero especialmente en los países desarrollados, los que como faros que alumbran las esperanzas y sueños dorados de la prosperidad a millones de Seres que se desplazan de sus tierras con el fin de encontrar el Dorado, el que los antiguos conquistadores trataron de descubrir en nuestras propias tierras.
Ya Mariela está en su casa; familiares y amigos la fueron a recibir cuando arribó al aeropuerto de Cali. La encontraron, supuestamente, más delgada, como que su rostro moreno blanqueo por la falta del aíre y del sol que por acá está ausente más de la mitad del año. Caminaba lentamente debido a que las piernas todavía no le funcionan del todo, la risa de antes de partir le va a costar que regrese, pero así y todo, debe de estar contenta de estar entre los suyos. Caminando apoyada en un caminador metálico, se acordará de muchas cosas, también algunas las olvidará, pero el sueño de haber pisado la tierra prometida la devolverá a la realidad de una vida, que aunque llena de molestias y necesidades, por lo menos será más concreta y real. Sentada a la sombra en su silla preferida se dará cuenta que la fragancia de las flores, el ruido de las aves y la suavidad de las frutas tropicales como el guayabo, el mango, etc.. y el sabor de las hortalizas volverán a su sitio, ocupándole el espacio, ese vital que había quedado vacío durante casi tanto tiempo de olvidos y de viajar por un mundo ajeno.
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