Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 33.
12 de Septiembre al
12 de Octubre de 2001.

SUEÑO DE UNA NOCHE DE
VERANO EN EL CINE

Desde Chiapas, México: Humberto Yannini Mejenes

Imagina un cine en penumbra, con unas butacas tan reconfortables como espaciosas, semivacío. Imagina, además, que nos sentamos en la parte posterior, donde en veinte hileras de butacas a la redonda no hay ni un alma. Sólo hay un vigía que eventualmente hace unas rondas con su lámpara sorda que irremediablemente anuncia su llegada a través de los espaciosos pasillos.

  Llegamos cuando la película ha empezado. Nos sentamos e inmediatamente comenzamos a fajar con deleite. La penumbra nos cubre con su manto gris plomizo, lo cual nos permite irnos abrazando cada vez con más pasión.

  Conforme avanza la proyección de la película, el erotismo se posesiona de esas dos butacas, donde mi mano avanza sobre tu pierna, excitado ante la certeza de que no traes medias, lo que significa, en rigor, que no tendré problema alguno en alcanzar, tarde o temprano, tu exuberante Monte de Venus, mientras la otra mano deambula sobre tu cuello, agazapada, esperando el momento del asalto final a tus senos.

  En alguna parte de ese faje, tu mano hace unos viajes relámpago sobre mi pantalón, deteniéndose por unas micras de segundo en mi entrepierna, constatando de algún modo que el cara de papa está más que enhiesto. Entretanto, nuestras bocas parecen solo una, y las lenguas se trenzan en un beso majadero, insalubre, rebasando a la respiración que aumenta su frecuencia cada vez. Mi mano sigue su curso sobre el costado de tu pierna hasta encontrarse con tus bragas, justo en la intersección de éstas con tu pierna y cadera, y luego juguetea con el elástico, haciendo unos amagos de ir hacia tu paparrucha cuyos vellos esparcidos por doquier hacen apenas contacto con mis dedos.

  No todo es lujuria en ese faje monumental, pues los rondines del vigía hacen que volteemos de vez en vez, asegurándonos de no ser apañados por éste u otros cinéfilos que pudieran acaso sorprendernos. Sin embargo, cada vez que nos separamos la emprendemos de nuevo con inusitada euforia, reiniciando las caricias más allá de donde lo dejamos.

  En un momento dado, mi mano ya no juega con el elástico de tus bragas, sino que ensaya el camino a la felicidad, atacando primero tus piernas e intentando hacer un lado tu tanga, a la vez que tu mano, en contrapartida, está sobre mi ñonga frotándola con tus dedos. De repente, el deleite aumenta y en un acto rápido y eficaz, tus dedos deslizan la cremallera del pantalón, para después sumirse en la bragueta hasta encontrar al hombre sin brazos que, rígido y acaso desamparado, tiembla al entrar en contacto con tu mano, la cual lo hace salir de su guarida para blandirse en la oscuridad.

  Mientras tanto mi mano reclama su parte en este botín sensual, intentando quitarte sus bragas de cuajo y, de paso, sentir tu paparrucha en toda su dimensión posible. De pronto, sin más ni más, detienes toda la actividad erótica, abandonas a su suerte a la ñonga, quitas mi mano de ahí, colocas tus bragas en su lugar y me espetas al oído: -«¡Voy a ir al baño; me disculpas!».

  Te levantas, te acicalas el cabello y bajas o crees bajar la parte trasera de tu vestido. Yo me quedo hecho un pendejo, arrepentido de no haberte encaminado al baño, pero luego recuerdo que no es muy recomendable ir con una dama al baño con el pito parado. Pasan algunos minutos, que me parecen horas, y pronto te vislumbro en la penumbra. Indefectiblemente, dada la ubicación de nuestras butacas, tienes que pasar por un lugar donde te alcanza el reflejo lumínico del proyector, y en mi pantalla mental, como si fuese una radiografía, confirmo que tus bragas son de encaje y que en la parte frontal es de otra tela, encantadoramente transparente, lo cual permite suponer con una nitidez casi total el contorno y vellos de tu panocha cuya extensión rebasa en mucho a la tela.

  De pronto un pensamiento, quizás una premonición se apodera por completo de mí: quizás te quitaste las bragas en el baño.

  Finalmente llegas, te acomodas en la butaca y pones tu bolso sobre tus piernas, mientras finges poner atención al film que hemos ignorado desde que llegamos. Hago una leve inspección ocular, intentando vislumbrar si algún extraño enemigo ha violentado nuestro espacio sin encontrar a nadie. En ese faje inconcluso, y como saldo del mismo, mi bragueta sigue abierta y su ilustre huésped descansa laxo, flácido, esperando la orden para añadirse de nuevo a la batalla mientras que en mis tanates, el líquido seminal continúa en ebullición.

  Vuelvo a hacer una suerte de reconocimiento visual, y encuentro que sólo el vigía hace sus rondas cada vez más espaciadas, convencido que la película está ya muy avanzada y es casi un hecho que no llegará alguien más. Le echo otra mirada de soslayo al vigía, quien no aparece en la penumbra, hago a un lado tu bolso que descansa sobre tus piernas, me acerco a ti y te beso en la boca.

  La emprendemos de nuevo en grande. Mi mano vuelve al sendero luminoso de tus piernas y, desde la rodilla, empieza otra expedición punitiva. Poco a poco la mano casi extendida sube por tu pierna, llevando implícita dos misiones a saber: la primera es subir lo más posible tu vestido; y la otra, en consecuencia, arribar al mono. La mano extendida, te decía, va subiendo sobre tu pierna, con el pulgar apuntando a tu centro, esperando encontrarse con las bragas y salvarlas de inmediato. Pero he ahí que, llegado el momento, el pulgar hace contacto con tus vellos sin ninguna interrupción, y sé entonces que mi premonición erótica ha finalmente cobrado vida través de la notable ausencia de tus bragas.

  Ese gesto tuyo, tan encantadoramente cachondo, provoca la eclosión del cara de papa, quien se yergue de inmediato y exige su parte del botín. Más pronto que tarde, tu mano acude al encuentro con él, lo acaricia, lo apretuja contra ella, desciende a las vesículas seminales hasta tocarlas e inicia un movimiento trepidatorio empuñándolo firmemente.

  Sin acaso pensarlo, y después de una breve inspección ocular que dura la friolera de 3 segundos, me arrodillo sobre tu butaca con el malévolo fin de chuparte hasta los huesos. Empiezo por besar tus rodillas; luego voy besando tus piernas con lujuria, siempre en movimiento ascendente, hasta que casi ya en la cima del Monte de Venus tus piernas se convierten en férreas tenazas que impiden que llegue al objetivo. Luchamos en silencio, y en esa guerra sórdida, mi lengua alcanza a hacer contacto con tu paparrucha, la cual se estremece e inmediatamente las piernas ceden al acecho.

  En la antesala del éxtasis, y olvidándonos momentáneamente del mundo interior de la sala de cine, alzo todo lo que puedo tu vestido y quedo en posición total de tu panocha, la cual empiezo a lamer desde su contorno, y luego me voy acercando a la vulva y con la lengua rozo las comisuras de tus labios vaginales, además de que, auxiliado por mis manos, abro tu vulva e introduzco mi lengua, investida como embajadora plenipotenciaria del hombre sin brazos y, con sumo deleite, aterrizo en tu clítoris. Te vas deslizando por la butaca, y poco a poco tus piernas quedan encima de mis hombros, lo que me permite manipular mejor tu paparrucha y zonas aledañas.

  Así estamos varios minutos hasta que tu cuerpo empieza a arquearse, y unos espasmos, como vaivenes de la mar, aparecen en escena. Aquello es ya una bella mixtura de flujos, chasquidos y quejidos sordos, ahogados por la pañoleta que te pones en la boca. Entonces la ñonga exige su parte, y como contorsionista de un circo de tres pistas, me deslizo sobre ti y logro enchufarme, en el momento mismo en que la luz sorda del vigía se hace ver y, como perros cruzándose ante el inminente cubetazo de agua, tenemos que desconectarnos de súbito.

  Vuelves ir al baño, y a tu regreso, el efecto de la radiografía me dice que ahora sí vienes perfecta e interiormente vestida.

  Me despiertas cuando se encienden las luces del cine. Veo tal cantidad de gente caminando por el pasillo que se me antoja ahora imposible que hubiéramos estado solos en veinte hileras de butacas a la redonda. Veo tu rostro impasible, tranquilo y ensoñador, sin muestra alguna de haberse excitado, y te escucho hablar del film con pleno conocimiento de él. Me quedo pensando extrañado, acaso decepcionado, y opto por pensar en otra cosa.

  Ya casi en el auto, siento algo raro entre la lengua y el paladar. Extraigo ese agente extraño de mi boca, lo pongo a contraluz y termino por preguntarme: ¿por qué está ese vello púbico irremediablemente tuyo en mi boca?

 

Si quiere comunicarse con Humberto Yannini Mejenes puede hacerlo al siguiente mail: humberto_yannini@hotmail.com
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