Desde
Chiapas, México: Humberto
Yannini Mejenes
Imagina
un cine en penumbra, con unas butacas tan reconfortables como
espaciosas, semivacío. Imagina, además, que nos sentamos en la
parte posterior, donde en veinte hileras de butacas a la redonda
no hay ni un alma. Sólo hay un vigía que eventualmente hace unas
rondas con su lámpara sorda que irremediablemente anuncia su llegada
a través de los espaciosos pasillos.
Llegamos cuando la película ha empezado. Nos sentamos e inmediatamente
comenzamos a fajar con deleite. La penumbra nos cubre con su manto
gris plomizo, lo cual nos permite irnos abrazando cada vez con
más pasión.
Conforme avanza la proyección de la película, el erotismo se posesiona
de esas dos butacas, donde mi mano avanza sobre tu pierna, excitado
ante la certeza de que no traes medias, lo que significa, en rigor,
que no tendré problema alguno en alcanzar, tarde o temprano, tu
exuberante Monte de Venus, mientras la otra mano deambula sobre
tu cuello, agazapada, esperando el momento del asalto final a
tus senos.
En alguna parte de ese faje, tu mano hace unos viajes relámpago
sobre mi pantalón, deteniéndose por unas micras de segundo en
mi entrepierna, constatando de algún modo que el cara de papa
está más que enhiesto. Entretanto, nuestras bocas parecen
solo una, y las lenguas se trenzan en un beso majadero, insalubre,
rebasando a la respiración que aumenta su frecuencia cada vez.
Mi mano sigue su curso sobre el costado de tu pierna hasta encontrarse
con tus bragas, justo en la intersección de éstas con tu pierna
y cadera, y luego juguetea con el elástico, haciendo unos amagos
de ir hacia tu paparrucha cuyos vellos esparcidos por doquier
hacen apenas contacto con mis dedos.
No todo es lujuria en ese faje monumental, pues los rondines del
vigía hacen que volteemos de vez en vez, asegurándonos de no ser
apañados por éste u otros cinéfilos que pudieran acaso sorprendernos.
Sin embargo, cada vez que nos separamos la emprendemos de nuevo
con inusitada euforia, reiniciando las caricias más allá de donde
lo dejamos.
En un momento dado, mi mano ya no juega con el elástico de tus
bragas, sino que ensaya el camino a la felicidad, atacando primero
tus piernas e intentando hacer un lado tu tanga, a la vez que
tu mano, en contrapartida, está sobre mi ñonga frotándola
con tus dedos. De repente, el deleite aumenta y en un acto rápido
y eficaz, tus dedos deslizan la cremallera del pantalón, para
después sumirse en la bragueta hasta encontrar al hombre sin
brazos que, rígido y acaso desamparado, tiembla al entrar
en contacto con tu mano, la cual lo hace salir de su guarida para
blandirse en la oscuridad.
Mientras tanto mi mano reclama su parte en este botín sensual,
intentando quitarte sus bragas de cuajo y, de paso, sentir tu
paparrucha en toda su dimensión posible. De pronto, sin más ni
más, detienes toda la actividad erótica, abandonas a su suerte
a la ñonga, quitas mi mano de ahí, colocas tus bragas
en su lugar y me espetas al oído: -«¡Voy a ir al baño; me disculpas!».
Te levantas, te acicalas el cabello y bajas o crees bajar la parte
trasera de tu vestido. Yo me quedo hecho un pendejo, arrepentido
de no haberte encaminado al baño, pero luego recuerdo que no es
muy recomendable ir con una dama al baño con el pito parado. Pasan
algunos minutos, que me parecen horas, y pronto te vislumbro en
la penumbra. Indefectiblemente, dada la ubicación de nuestras
butacas, tienes que pasar por un lugar donde te alcanza el reflejo
lumínico del proyector, y en mi pantalla mental, como si fuese
una radiografía, confirmo que tus bragas son de encaje y que en
la parte frontal es de otra tela, encantadoramente transparente,
lo cual permite suponer con una nitidez casi total el contorno
y vellos de tu panocha cuya extensión rebasa en mucho a la tela.
De pronto un pensamiento, quizás una premonición se apodera por
completo de mí: quizás te quitaste las bragas en el baño.
Finalmente llegas, te acomodas en la butaca y pones tu bolso sobre
tus piernas, mientras finges poner atención al film que hemos
ignorado desde que llegamos. Hago una leve inspección ocular,
intentando vislumbrar si algún extraño enemigo ha violentado nuestro
espacio sin encontrar a nadie. En ese faje inconcluso, y como
saldo del mismo, mi bragueta sigue abierta y su ilustre huésped
descansa laxo, flácido, esperando la orden para añadirse de nuevo
a la batalla mientras que en mis tanates, el líquido seminal continúa
en ebullición.
Vuelvo a hacer una suerte de reconocimiento visual, y encuentro
que sólo el vigía hace sus rondas cada vez más espaciadas, convencido
que la película está ya muy avanzada y es casi un hecho que no
llegará alguien más. Le echo otra mirada de soslayo al vigía,
quien no aparece en la penumbra, hago a un lado tu bolso que descansa
sobre tus piernas, me acerco a ti y te beso en la boca.
La emprendemos de nuevo en grande. Mi mano vuelve al sendero luminoso
de tus piernas y, desde la rodilla, empieza otra expedición punitiva.
Poco a poco la mano casi extendida sube por tu pierna, llevando
implícita dos misiones a saber: la primera es subir lo más posible
tu vestido; y la otra, en consecuencia, arribar al mono.
La mano extendida, te decía, va subiendo sobre tu pierna, con
el pulgar apuntando a tu centro, esperando encontrarse con las
bragas y salvarlas de inmediato. Pero he ahí que, llegado el momento,
el pulgar hace contacto con tus vellos sin ninguna interrupción,
y sé entonces que mi premonición erótica ha finalmente cobrado
vida través de la notable ausencia de tus bragas.
Ese gesto tuyo, tan encantadoramente cachondo, provoca la eclosión
del cara de papa, quien se yergue de inmediato y
exige su parte del botín. Más pronto que tarde, tu mano acude
al encuentro con él, lo acaricia, lo apretuja contra ella, desciende
a las vesículas seminales hasta tocarlas e inicia un movimiento
trepidatorio empuñándolo firmemente.
Sin acaso pensarlo, y después de una breve inspección ocular que
dura la friolera de 3 segundos, me arrodillo sobre tu butaca con
el malévolo fin de chuparte hasta los huesos. Empiezo por besar
tus rodillas; luego voy besando tus piernas con lujuria, siempre
en movimiento ascendente, hasta que casi ya en la cima del Monte
de Venus tus piernas se convierten en férreas tenazas que impiden
que llegue al objetivo. Luchamos en silencio, y en esa guerra
sórdida, mi lengua alcanza a hacer contacto con tu paparrucha,
la cual se estremece e inmediatamente las piernas ceden al acecho.
En la antesala del éxtasis, y olvidándonos momentáneamente del
mundo interior de la sala de cine, alzo todo lo que puedo tu vestido
y quedo en posición total de tu panocha, la cual empiezo a lamer
desde su contorno, y luego me voy acercando a la vulva y con la
lengua rozo las comisuras de tus labios vaginales, además de que,
auxiliado por mis manos, abro tu vulva e introduzco mi lengua,
investida como embajadora plenipotenciaria del hombre sin brazos
y, con sumo deleite, aterrizo en tu clítoris. Te vas deslizando
por la butaca, y poco a poco tus piernas quedan encima de mis
hombros, lo que me permite manipular mejor tu paparrucha
y zonas aledañas.
Así estamos varios minutos hasta que tu cuerpo empieza a arquearse,
y unos espasmos, como vaivenes de la mar, aparecen en escena.
Aquello es ya una bella mixtura de flujos, chasquidos y quejidos
sordos, ahogados por la pañoleta que te pones en la boca. Entonces
la ñonga exige su parte, y como contorsionista de un circo
de tres pistas, me deslizo sobre ti y logro enchufarme, en el
momento mismo en que la luz sorda del vigía se hace ver y, como
perros cruzándose ante el inminente cubetazo de agua, tenemos
que desconectarnos de súbito.
Vuelves ir al baño, y a tu regreso, el efecto de la radiografía
me dice que ahora sí vienes perfecta e interiormente vestida.
Me despiertas cuando se encienden las luces del cine. Veo tal
cantidad de gente caminando por el pasillo que se me antoja ahora
imposible que hubiéramos estado solos en veinte hileras de butacas
a la redonda. Veo tu rostro impasible, tranquilo y ensoñador,
sin muestra alguna de haberse excitado, y te escucho hablar del
film con pleno conocimiento de él. Me quedo pensando extrañado,
acaso decepcionado, y opto por pensar en otra cosa.
Ya casi en el auto, siento algo raro entre la lengua y el paladar.
Extraigo ese agente extraño de mi boca, lo pongo a contraluz y
termino por preguntarme: ¿por qué está ese vello púbico irremediablemente
tuyo en mi boca?