Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 32.
12 de Agosto al
12 de Septiembre de 2001.

   
EL TRAZO DE LA LUCIÉRNAGA

Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge

Desde niño tengo la sensación de estar solo, muy solo. Ese es un postulado existencial con el que me he desenvuelto toda mi vida, y sin embargo rara vez he sistematizado alguna reflexión en torno a él. Bastó que mi hijo muriera para que este asunto se materializara y adquiriera la importancia que merece hoy, o, la que debido a ello, tiene para mí. Esa muerte me arrojó a la cara la inmensa soledad que cargamos los seres humanos, y sobre la cual nuestra conciencia es menos que modesta.

No existe elocuencia humana capaz de explicar el profundo vértigo que produce la muerte de un hijo. Sin embargo, el nacimiento, con su reposada perfección, hace tangible la aniquilación cuando ésta nos sorprende en la carne y la sangre de nuestros compañeros de ruta más entrañables. Porque un hijo, una esposa, una amante, un hermano, un amigo son eso: compañeros de ruta. ¿Hacia dónde?

El saber de la muerte conduce de manera indefectible hacia el saber de la vida. La vitalidad de la religión egipcia, en el más clásico sentido de la palabra, suponía un vasto conocimiento de la mortalidad. Hemos aprendido muy poco de eso. Aún creemos que la muerte está separada de todos los significados de la vida. A mi hijo yo lo tengo todos los días conmigo. Vive conmigo desde su mortalidad y por ello su corta vida es cada día más vital.

En Occidente, cuando nace una relación, una amistad, un amor, una obra de arte, el individuo rara vez piensa en las emociones que se gestarán más allá de su presente. La eternidad es otro nombre para el aquí y el ahora. Nuestra cultura ha hecho del nacimiento no una alegría y un gozo sino una estadística. Estamos angustiados por el número de hijos que traeremos al mundo, por lo que les daremos de comer, por la forma en que vivirán, por la  clase de mundo que les heredaremos, y por si sabrán sobrevivir sin nosotros, como si fuéramos los voceros de su futuro.

Esta ventriloquía vital, hace que necesitemos de curas, de gurús, de adivinos, de santeros, y de toda una fauna de charlatanes que nos quieren hablar de la muerte como algo totalmente diferente con relación a la vida. En este sentido, el potente significado que tenía la resurrección para los egipcios otra vez, nos deja sin habla, puesto que ni los griegos ni los latinos lograron aprehender la desconcertante amplitud del horizonte de su propuesta.

Si logro entender la muerte de mi hijo como otra forma de nacimiento, tal vez no estaré feliz al llegar la noche, pero aceptaré que su resurrección es un asunto cotidiano y no un paso posterior a su muerte física. En la antigua Roma, muchas divinidades se veían involucradas en el magno evento que significaba el nacimiento de un nuevo ser humano: Alemonia la de la alimentación; Partula la protectora del alumbramiento; Vagitania que abría la boca del recién nacido para el llanto; Levana que lo levantaba; Rumina que provocaba la llegada de la leche; y Ossipago que fortalecía los huesos para el crecimiento2. Pero hoy, siempre vemos con escepticismo y desconfianza un nuevo alumbramiento. Sobre todo con mucho miedo.

En la cultura de la cuantificación, cada nuevo nacimiento se percibe como un efecto multiplicador, porque se lo siente como el detonante de una serie de consecuencias imprevisibles para el presupuesto familiar y el costo social, también relacionadas con la eventualidad de las hospitalizaciones, los accidentes y hasta con los índices de criminalidad. Nos hemos acostumbrado a razonar cada nuevo nacimiento como una inversión o como un fracaso financiero, según sean los resultados. Mi hijo se mata en un accidente, por lo tanto bien puedo ser percibido como un "perdedor", de acuerdo con la cruel expresión norteamericana. Entonces, mis otros dos hijos y mi nieto, todavía son o pueden ser considerados proyectos financieros, cuyo producto se mueve todavía en los límites de la incertidumbre, y ésta por definición es inadmisible en nuestras vidas. Como se ve, se trata de construir una sociedad que reposa sobre la "ética de la consecuencia", una sociedad para la cual la "manía del proyecto" lo rige absolutamente todo. El colmo de esta conducta se hizo evidente en los viejos estados del socialismo real. Por eso se extinguieron, porque el requisito fundamental de la existencia humana es la espontaneidad. Pero la sociedad burguesa, sin lugar a dudas, es portadora del mismo paquete de complejos, cohibiciones, previsiones y planeamientos que caracterizaron al fenecido ideal del socialismo soviético. En este caso debemos abrir sitio a lo que un esxritor por ahí llamó "la cultura de la queja", porque es un hecho que en la sociedad burguesa la vida jamás imitará al arte3.

Mi hijo era todo espontaneidad, imprevisión, impulso; carecía, como la mayor parte de los jóvenes, de una "ideología del proyecto". De acuerdo con estos términos, ¿qué significa entonces su muerte, que el azar y la espontaneidad conducen inevitablemente a la aniquilación? En estos casos la muerte es un riesgo, no constituye parte del proyecto. La espontaneidad rebasa las fronteras de la estructura, y ésta, para prevenir que caigamos en el "proyecto riesgoso", agobia a la vida con disciplinas, sistemas y advertencias. Con esta masa informe de temores inciertos al frente, la sociedad burguesa ha creado, ha parido un ejército de individuos miedosos, erráticos y violentos.

 Nuestros hijos por lo general son un abanico abierto, rara vez sabemos cuándo lo cerraremos. Normalmente son ellos quienes nos lo cierran a nosotros. Pero en el momento en que esta lógica se altera, y somos nosotros los que nos vemos expuestos a la náusea que nos produce la montaña rusa de enterrar a nuestros hijos, se fijan los parámetros entre los cuales tuvo lugar su existencia, larga o corta, sufrida o alegre, entusiasta o deprimida, vital o moribunda.

Su nacimiento y su muerte se nos revelan con toda la brutalidad que la vida cotidiana puede darnos. El cerco de pequeños objetos, gestos, suspiros, palabras y emociones que se dijeron, así como las que ni siquiera se pronunciaron, abrumará nuestra vida por el resto de su permanencia en este planeta. Quien perdió a un hijo joven sabe que el nacimiento y la muerte ante sus propias narices se tornan una sola unidad, las dos dimensiones insondables de la existencia humana se le vuelven pura perplejidad, estupor y absoluto anonadamiento.

Sin embargo, en eso mismo radica la riqueza de una experiencia así. Mi hijo tiene cinco años de muerto, y yo he envejecido cinco veces cinco. Me he vuelto un insomne crónico, porque su muerte sembró una nueva visión de la vida, para la cual dormir bien no tiene sentido. El buen sueño debería ir ligado a la moraleja del buen soñar. Pero no siempre sucede así, porque erróneamente relacionamos el buen dormir con el dormir bien. En el equívoco está contenido el sentido de nuestra cotidianidad. Con el primero es posible la lucidez de la conciencia mientras mi cuerpo descansa. Con el segundo sólo es viable el relajamiento físico. Nuestra cultura los separó y sólo el psicoanálsis tendió puentes entre estos dos aspectos del mismo escenario. Pero está presente  el riesgo claro de desplomarse y perder la cordura. Por eso algunos tenemos tanto miedo al sueño.

El nacimiento nos toma por sorpresa, no así la muerte4. Ésta puede escogerse, y si ella nos escoge a nosotros, por enfermedad o accidente, todavía podemos manipular, desde nuestra vida cotidiana, toda suerte de incertidumbres. El nacimiento es una promesa, la muerte un acertijo. Para conjurar todas las incógnitas que traé consigo, los egipcios le cantaron a la muerte como si se tratara de otro nacimiento5. Con su bien probada lucidez y profundidad, la cual asombró a Herodoto y a Platón, los sacerdotes egipcios nos enseñaron que era posible asumir la muerte, con el gozo recio y certero de quien se prepara para volver tangible la promesa que ofrece la vida, otra vida. Por eso es absurdo, decía Mariette desde el siglo pasado, pensar que el pueblo egipcio estaba obsesionado con la muerte6, tal vez maravillosamente sensibilizado para la utopía de otra vida.

Es el caso de la mayor parte de los pueblos antiguos y primitivos, incluso de los del presente7. "No existen pueblos, por primitivos que sean, que carezcan de magia o religión", decía Malinowski8. Aún en las civilizaciones más desarrolladas y complejas, ambos ingredientes son necesarios para sobrevivir a la abrumadora carga de riqueza material que generalmente tales civilizaciones acostumbran traer consigo. No es gratuito, podemos argumentar, que uno de los mecanismos que hicieron posible el colapso de las civilizaciones, como diría Spengler9, fue precisamente el hecho de que llegó un momento en que la montaña de objetos se nos hizo inmanejable. Pero más aún, se salió de nuestro control la carga de ansiedad, angustia y desesperación que produjo la producción y apropiación de tales objetos. La religión y la magia vinieron al rescate de los hombres y las mujeres, poseídos a su vez por unos objetos supuestamente creados con la idea de hacerles la vida más rica y placentera.

La idea del nacimiento en la antigua Babilonia, Egipto, Grecia, Roma, India o China, presenta entonces las paradojas a que hacíamos referencia al principio de este ensayo, cuando decíamos que la muerte de un ser querido, para que se nos haga relativamente tolerable, debería estar ligada como en aquellas culturas, al proceso de renovación de la cosecha. Lo cíclico en ellas estructura un entramado muy difícil de destejer así no más, menos aún si nos servimos del esquematismo de la lógica cartesiana para lograrlo. El notable trabajo que realizaron los monjes de todas denominaciones en los silenciosos conventos medievales, para llegarle al meollo de la celebración de la cosecha en Grecia o Roma, estableció los fundamentos para que el Renacimiento primero y luego la Ilustración nos revelaran los secretos del perfil socio-cultural del concepto de nacimiento, que ya encontramos premonitorio en la leyenda de Gilgamesh, el I-Ching, los poemas védicos o los oráculos caldeos10. Pero ni las mejores inteligencias de la revolución científica del siglo XVII pudieron penetrar el misterio el nacimiento concebido como ciclo de renovación, en estrecha ligazón con la muerte entendida como principio y fin del mismo proceso. Es el mito del eterno retorno como lo llama Mircea Eliade11, el cual nos mete en serios problemas puesto que, a partir de la revolución neolítica y con el paso de la vida nómada a la sedentaria el hombre descubre su profunda soledad. El nomadismo de las bandas cazadoras exigía una sistemática y bien articulada solidaridad con la socialización de los procesos de depredación. El hombre y la mujer del neolítico se vuelven más hacia sí mismos, hacia adentro, y descubren que su autoconciencia es al mismo tiempo el mejor vehículo hacia su soledad activa, reflexiva, lingüística y artística12.

Todo ésto se reduce a la habilidad que tengamos para vérnosla con la cuota de soledad que nos dio el Creador. Desde hace unos doce mil años, nuestro caminar por este planeta se ha convertido en una angustiosa búsqueda y recuperación de la sensillez solidaria y del calor del hogar de las primeras comunidades sedentarias, ante la pérdida incuestionable del principio básico de toda organización social por más simple que sea: el principio de la socialización del trabajo, de la producción, de la religión, de la magia, y hasta de la vida cotidiana.

Ese principio si se quiere, hizo posible la aparición de las jerarquías sociales, del criterio de propiedad, de la división sexual del trabajo, y de muchos otros elementos que pueden no gustarnos hoy, pero que les han permitido a los seres humanos sobrevivir y reproducirse sobre la faz de la Tierra. Sin embargo, esa soledad ancestral, de profunda raíz cultural, que un pueblo como el egipcio alcanzó a sistematizar de manera casi perfecta, sigue con nosotros. Porque los farones y sus sacerdotes, desde el momento en que comprendieron que la resurrección era un fenómeno colectivo, a partir de su encarnación de la divinidad, nos hicieron entender que la solidaridad es una promesa que no se alcanza en la realidad de esta vida material, sino después de ella13.

El miedo a la soledad tan evidente en la mayor parte de las mitologías occidentales, tiene hoy una vigorosidad asombrosa. El egipcio construye un escenario de gran riqueza y complejidad para recibir al muerto. Los babilonios, griegos y romanos se hacen acompañar siempre de sus dioses. Pero la modernidad de los griegos, para quienes los dioses son más que nada sus compañeros de vida cotidiana, parece dejarnos en la perplejidad más imponente, cuando nos percatamos que, como hombres y mjeres de hoy, nos hemos quedado sin ese tipo de dioses, y sólo somos capaces de hacernos acompañar por la más fría e inhumana tecnología del presente. Hemos sustituido a las divinidades por las utilidades. La máquina reemplazó al poder de Dios. Un problema que ha tenido un impacto devastador sobre la cultura contemporánea, porque terminanos creyendo que a Dios se lo puede hallar a través de una religiosidad desesperada y suicida.

La soledad del hombre y la mujer contemporáneos en Occidente sin embargo, es todavía más angustiante, en la medida en que se vació de nacimientos, y hoy carece de posibilidades una soledad que ayer tuvo una extraordinaria potencia creativa. La soledad del egipcio está llena de espiritualidad, la del griego y el romano repleta de reflexión y cinismo práctico, pero la del hombre de nuestros días se atragantó de objetos y sensualidad. Peor aún: no se trata de una sensualidad gozosa, cuando los placeres de la carne conducían hacia la construcción de un itinerario vital en la existencia cotidiana de la colectividad, es decir cuando la mentalidad dionisíaca se traducía en actos y acciones muy concretos, sino que, todo lo contrario, se trata de una sensualidad ritualística para la cual el gesto y la parábola, sólo ocultan a las arañas y los lagartos que habitan ese inmenso desierto de voces sin eco que es nuestro erotismo de hoy.

La tragedia de todo este asuto es que hemos intentado revertir los efectos históricos de nuestra incompetencia para un erotismo y una sensualidad auténticos, sobre la base de la creencia de que los paliativos culturales como la pornografía pueden llenar la amplitud de los huecos afectivos de que somos portadores. Tales precipicios emocionales nos dejan abandonados y pedigüeños en el pórtico de la más total de las incomunicaciones posibles: la de aquellos que no tienen sueños; la de aquellos que se quedaron sin utopías.

Con un escenario así no es extraño que los treinta años que median entre 1970 y el 2000, se parezcan tanto a los que van de 1920 a 1950, en términos de sus violentísimos contrastes, sus abismales paradojas y su ridícula frivolidad. Son años en que todo parece estar invertido: el nacimiento es una tragedia y la muerte una alegría, el carnaval se encuetra al lado del campo de concentración, el santo junto al asesino, el hombre de fe junto al cínico más desaprensivo y banal. 

En nuestra época entonces, el nacimiento produce tensiones, dislocamientos y desplazamientos de los valores y creencias más contundentes de nuestra cultura. Lo que nos deja en el desamparo más absoluto cuando nos percatamos de que la única compañía de que disponemos es  aquella que nos brinda un individuo desconocido, de voz fría e impersonal que se encuentra quién sabe en qué parte del mundo, sólo perceptible a través de las pulsaciones de INTERNET desde nuestro ordenador de más reciente adquisición.

Finalmente, la muerte de mi hijo me arrancó la posibilidad de construir más vida a la par suya, pero lo dejó a él en el limbo de la enseñanza que ha significado para mí agradecerle a la vida el haberlo conocido y el haber sido el vehículo mediante el cual se hicieron posibles sus diecinueve años de poesía, canciones, amores y sueños. Su nacimiento y su muerte pudieron a la larga, concretarse en el desafío que constituye morirse cuando se está lleno de mañanas. Es curioso, pero he terminado relevando a mi hijo, cuando él debió ser quien me relevara a mí. He ahí la más sobresaliente de todas las lecciones.     

 

1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de ESCÁNER CULTURAL desde su nùmero 14.

2 JULIEN, Nadia. ENCICLOPEDIA DE LOS MITOS (Barcelona: Robin Books. 1997). P.281.

3 HUGUES, Robert. LA CULTURA DE LA QUEJA. TRIFULCAS NORTEAMERICANAS (Barcelona: Anagrama. 1994)  P.167.

4 PAZ, Octavio. LA LLAMA DOBLE (Barcelona: Seix-Barral. 1991) P. 39.  

5 Ver EL LIBRO DE LOS MUERTOS (Madrid: Libros EDIMAT. 1998) P. 40.

6 LAMBERT, Gilles. EL GUARDIÁN DEL DESIERTO. AUGUSTE MARIETTE Y SU LUCHA POR RESCATAR LA CIVILIZACIÓN DEL ANTIGUO EGIPTO (Buenos Aires :Vergara. 1999) Pp. 291 y ss.

7 MALINOWSKI, Bronislaw. MAGIA, CIENCIA Y RELIGIÓN (Barcelona: Planeta-Agonstini. 1993)P.263.

8 Ibidem. Loc. Cit.

9 SPENGLER, Osvaldo. LA CAIDA DE OCCIDENTE. (Madrid: Revista de Occidente. 1979).

10 PAZ, Octavio. VISLUMBRES DE LA INDIA (Barcelona: Seix-Barral. 1993).

  MEAD, G.R.S. LOS ORÁCULOS CALDEOS.

11 ELIADE, Mircea. EL MITO DEL ETERNO RETORNO (Madrid: Alianza. 1986).

12 LEROI-GOURHAN, André. LAS RELIGIONES DE LA PREHISTORIA (Barcelona:  Ed. Alertes. 1998).

13 FRANKFORT, Henri. LA RELIGIN DEL ANTIGUO EGIPTO (Barcelona: Alertes. 1998).

Si usted desea comunicarse con Rodrigo Quesada Monge puede hacerlo a: histuna@sol.racsa.co.cr

Esperamos Su Opinión.   
¿No está suscrito? Suscribase aquí. 


[Portada]·[Artículo]·[Entrevista]·[Mirada Impertinente]·[Comics]·[Arqueo]·[UNIvers(o)]·[Cine]·[Poesía]·[Cuento]
[Perfiles Culturales]·[Reflexiones]·[Crónicas]·[Poiêsis] ·[Teatro] ·[Danza]·[Imágenes]·[Relatos]
[Columna del Lector]·[Que se Teje]·[E-mails]·[Links]·[Números Anteriores]·[A Granel]

Las opiniones vertidas en Escáner Cultural son responsabilidad de quien las emite,
no representando necesariamente el pensar de la revista.