Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 36.
12 de Diciembre al
12 de Enero de 2001.

   
DE NUEVO LA INTOLERANCIA.

Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1

  Desde su Independencia, los Estados Unidos ha intervenido, invadido y saqueado unas 216 veces a diferentes países en distintos momentos de su historia, no siempre sin consecuencias humanas importantes, como el medio millón de niños que perdieron la vida en Irak, después de que se iniciara un proceso de contaminación de sus aguas con el silencio aprobatorio e hipócrita del Gobierno de los Estados Unidos y del Reino Unido. Sin mencionar el bloqueo a Cuba.

Si el costo de la expansión colonialista, desde el siglo XVI, fue cercano a los cien millones de seres humanos, ¿de qué manera vamos enfocar el tratamiento de la nueva guerra en que nos quieren involucrar los ideólogos de hoy del mismo tipo de estrategia imperialista? La globalización es un asunto que les compete a los que diseñan los mejores criterios de enriquecimiento rápido y eficaz. En este caso, la globalización de la guerra no extraña los mismos propósitos, y completa un proceso que se iniciara con la Guerra de Vietnam (1964-1975), cuando la acumulación  capitalista continuaba aplicando los mismos mecanismos que había venido utilizando desde la expansión colonialista del siglo XVI. Basta leer a los apologistas de entonces para darse cuenta que el escenario pudiera haber cambiado, pero los ingredientes analíticos que se usaban para justificar la invasión, el saqueo y el guerrerismo en nombre de supuestas causas de dudosa nobleza siguen siendo prácticamente los mismos..

Si aplicamos el criterio de periodizaciòn de los historiadores occidentales al estilo de Eric Hobsbawm, con la Guerra de Vietnam se cierra el ciclo de luchas anti-colonialistas que se abriera después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Pero, para los países coloniales, esta periodizaciòn no es necesariamente cierta, si pensamos en que un pueblo como el vietnamita, venía dando tumbos anticolonialistas desde la segunda parte del siglo XIX. Para los historiadores occidentales su propuesta es armoniosa con la fractura que se opera en los ciclos de enriquecimiento posteriores a la Segunda Guerra en sus países, pero para los vietnamitas y otros pueblos colonizados, la cuota de explotación y saqueo continúa hasta su liberación en 1975. No es en vano que el mismo Hobsbawm dijera (con cierto cinismo de comunista amargado) que el Imperio Británico nunca tuvo intenciones de ser expansionista. Tal afirmación de un historiador de este calado lo deja a uno simplemente boquiabierto2. Màs adelante se suelta a decir que en el mundo de hoy estamos mejor que nunca, con lo cual escamotea de una manera irresponsable todas y cada una de las secuelas que ha dejado el Imperialismo en los países pobres de América Latina, Asia y África3.

Pero, si la globalización hace posible el mejor aprovechamiento de las consecuencias del terrorismo, en términos económicos, financieros, militares e ideológicos, ¿qué les sorprende a los creadores de imperialismo que el terrorismo también se globalice cuando el terror de estado ha sido siempre una de sus principales herramientas expansionistas?

El totalitarismo victoriano del siglo XIX por ejemplo, con todos los trazos de un estado policial al servicio del Imperio Británico, alcanzó a diseñar los mejores métodos de represión y destrucción de los movimientos anticoloniales que se fraguaran alguna vez en la India, después de que la Reina Victoria fuera declarada Emperatriz en 1876. A partir de ese momento la tolerancia fue un ingrediente de civilización que sólo tenía contexto cultural en la medida que las personas se ajustaran a lo que la Gran Matrona decía que era bueno para su país, y por supuesto, para su Imperio. Quien no lo hiciera, sufriría las consecuencias como le sucedería a Oscar Wilde (1854-1900).

Después de Vietnam otra vez, la tolerancia vuelve a ser un requisito de la expansión imperialista, en este caso para los Estados Unidos. En este país, después de 1975, la gran mayoría de los Departamentos de Estudios Orientales de las universidades estatales y privadas incrementaron considerablemente sus estudios lingüísticos y culturales de los pueblos del Lejano Oriente, y aunque se han desarrollado también los estudios de América Latina, Africa y el Próximo Oriente, el ciudadano norteamericano promedio sigue tan ignorante de lo que sucede en estas áreas como lo estaba en vísperas de la Guerra de Corea (1950-1953).

Tales centros de estudios crecen en un 18% entre 1975 y 1990. Lo mismo sucede con las oficinas de gobierno diseñadas para atender la política exterior. Sin embargo, el fracaso para comprender aunque sea un poco cómo visualiza el mundo un ciudadano mexicano medianamente culto por ejemplo, es tan aparatoso como si la historia de las relaciones mexicano-norteamericanas se hubieran detenido en 1938, cuando se inicia la nacionalización del petróleo en México. Porque resulta que estos son los hitos que utiliza el imperialismo norteamericano para periodizar su historia reciente. 

La intolerancia en estos casos que hemos mencionado, pareciera haber sido anterior al conocimiento y a la comprensión de las diferencias culturales y pragmáticas en lo que compete a la elaboración de acuerdos y tratados para resolver los posibles puntos negros diplomáticos y políticos. El imperialismo no conoce de negociaciones, sólo conoce de brutalidad e imposición. Por eso es muy simple sostener que la intolerancia es idéntica a la prepotencia y a la ceguera en materia de cultura en general. La intolerancia es un dispositivo bien diseñado y que cuenta con los instrumentos indicados para hacerse sentir. Opera, y ha operado por siglos en la civilización burguesa, con la creencia de que sus instituciones son las mejores que puede haber, y que no hay discusión sobre el hecho de que todas las otras expresiones de cultura carecen de legitimidad por el hecho de haber sido sometidas al dominio colonial. El principio operacional ha sido siempre, desde la perspectiva imperialista, deslegitimar toda otra cultura que haya tenido la desgracia de caer bajo su dominio. Un escritor aparentemente inocente como Rudyard Kipling tenía claro este principio, cuando hablaba de que era la "carga del hombre blanco" llevarle civilización y cultura a países como la India.

Está visto que todo estado imperial es por definición un estado terrorista. Así lo prueban indefectiblemente no sólo Inglaterra y Francia, sino también Bélgica, Portugal, España, Rusia, Italia, Alemania y los Estados Unidos. Entonces, si las guerras más terribles y devastadoras han tenido lugar entre países imperialistas, puesto que las guerras que han tenido lugar en el mundo colonial y poscolonial han sido la mayoría de las veces guerras anticolonialistas, ¿cómo se atreven los varones del imperialismo a hablar de civilización y tolerancia?

El magma que ya definió a la invasión de Afganistán, como en el pasado a la de Irak, Somalia, la vieja Yugoslavia y otras, es aquel que está compuesto por un conjunto de justificaciones inconexas fràgilmente sostenidas por la expresión más detestable del resentimiento, el odio, la venganza y la vergüenza humanas: el terrorismo. El terrorismo del colonizado o del humillado no es posible. Sólo es posible el terrorismo del colonialista y del que humilla. En estos casos la secuencia lógica atenta contra todas las explicaciones que se puedan avanzar desde la perspectiva històrica. Porque el terrorismo del imperialista carece de ese tipo de conciencia. Se requiere de una severa y profunda claridad històrica llegar a la conclusión de que el terrorismo es un artículo altamente rentable en manos de los opresores. Pero no lo es cuando la esfera de su ejercicio se desplaza a las manos del oprimido. La lucidez que esta distinción requiere haría posible el diálogo,  la discusión honesta, no sustentada en la hipócrita y primitiva argumentación de que la lucha contra el terrorismo es de naturaleza maniquea.

El atentado del 11 de setiembre y la invasión consecuente al sufrido pueblo de Afganistán, configuran una consecuencia que hace muy volátil la tesis globalizada de que la guerra fría ha concluido y que la supuesta civilización cristiana triunfó por encima de los demonios comunistas. Las viejas tareas inconclusas de la descolonización y de la guerra fría son un serio mentís a todos aquellos ilusos que aún siguen creyendo en una paz, una tolerancia y un espíritu de diálogos imposibles mientras exista el imperialismo, en la medida en que éste siempre hará posible el terrorismo indistintamente de la trinchera ideológica donde nos ubiquemos.

Es muy triste llegar a la conclusión de que, a partir del 11 de setiembre, la tolerancia es hoy màs que nunca un delirio de sueños imposibles.  

1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de ESCÁNER CULTURAL desde su nùmero 14.

2 Eric Hobsbawm. Entrevista sobre el siglo XXI. (Barcelona: Crítica. 2000) Pp. 71 y ss.

3 Hobsbawm dice en la pagina 109 de la entrevista arriba citada lo siguiente: "No debemos olvidar jamás que, a fines del siglo XX, a pesar de las extraordinarias catástrofes que han caracterizado el siglo, la mayoría de los pueblos está mejor, sea cual sea la unidad de medida que se use".

Si usted desea comunicarse con Rodrigo Quesada Monge puede hacerlo a: histuna@sol.racsa.co.cr

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