Desde
su Independencia, los Estados Unidos ha intervenido, invadido
y saqueado unas 216 veces a diferentes países en distintos momentos
de su historia, no siempre sin consecuencias humanas importantes,
como el medio millón de niños que perdieron la vida en Irak, después
de que se iniciara un proceso de contaminación de sus aguas con
el silencio aprobatorio e hipócrita del Gobierno de los Estados
Unidos y del Reino Unido. Sin mencionar el bloqueo a Cuba.
Si
el costo de la expansión colonialista, desde el siglo XVI, fue
cercano a los cien millones de seres humanos, ¿de qué manera vamos
enfocar el tratamiento de la nueva guerra en que nos quieren involucrar
los ideólogos de hoy del mismo tipo de estrategia imperialista?
La globalización es un asunto que les compete a los que diseñan
los mejores criterios de enriquecimiento rápido y eficaz. En este
caso, la globalización de la guerra no extraña los mismos propósitos,
y completa un proceso que se iniciara con la Guerra de Vietnam
(1964-1975), cuando la acumulación
capitalista continuaba aplicando los mismos mecanismos
que había venido utilizando desde la expansión colonialista del
siglo XVI. Basta leer a los apologistas de entonces para darse
cuenta que el escenario pudiera haber cambiado, pero los ingredientes
analíticos que se usaban para justificar la invasión, el saqueo
y el guerrerismo en nombre de supuestas causas de dudosa nobleza
siguen siendo prácticamente los mismos..
Si
aplicamos el criterio de periodizaciòn de los historiadores occidentales
al estilo de Eric Hobsbawm, con la Guerra de Vietnam se cierra
el ciclo de luchas anti-colonialistas que se abriera después de
la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Pero, para los países coloniales,
esta periodizaciòn no es necesariamente cierta, si pensamos en
que un pueblo como el vietnamita, venía dando tumbos anticolonialistas
desde la segunda parte del siglo XIX. Para los historiadores occidentales
su propuesta es armoniosa con la fractura que se opera en los
ciclos de enriquecimiento posteriores a la Segunda Guerra en sus
países, pero para los vietnamitas y otros pueblos colonizados,
la cuota de explotación y saqueo continúa hasta su liberación
en 1975. No es en vano que el mismo Hobsbawm dijera (con cierto
cinismo de comunista amargado) que el Imperio Británico nunca
tuvo intenciones de ser expansionista. Tal afirmación de un historiador
de este calado lo deja a uno simplemente boquiabierto2. Màs adelante
se suelta a decir que en el mundo de hoy estamos mejor que nunca,
con lo cual escamotea de una manera irresponsable todas y cada
una de las secuelas que ha dejado el Imperialismo en los países
pobres de América Latina, Asia y África3.
Pero,
si la globalización hace posible el mejor aprovechamiento de las
consecuencias del terrorismo, en términos económicos, financieros,
militares e ideológicos, ¿qué les sorprende a los creadores de
imperialismo que el terrorismo también se globalice cuando el
terror de estado ha sido siempre una de sus principales herramientas
expansionistas?
El
totalitarismo victoriano del siglo XIX por ejemplo, con todos
los trazos de un estado policial al servicio del Imperio Británico,
alcanzó a diseñar los mejores métodos de represión y destrucción
de los movimientos anticoloniales que se fraguaran alguna vez
en la India, después de que la Reina Victoria fuera declarada
Emperatriz en 1876. A partir de ese momento la tolerancia fue
un ingrediente de civilización que sólo tenía contexto cultural
en la medida que las personas se ajustaran a lo que la Gran Matrona
decía que era bueno para su país, y por supuesto, para su Imperio.
Quien no lo hiciera, sufriría las consecuencias como le sucedería
a Oscar Wilde (1854-1900).
Después
de Vietnam otra vez, la tolerancia vuelve a ser un requisito de
la expansión imperialista, en este caso para los Estados Unidos.
En este país, después de 1975, la gran mayoría de los Departamentos
de Estudios Orientales de las universidades estatales y privadas
incrementaron considerablemente sus estudios lingüísticos y culturales
de los pueblos del Lejano Oriente, y aunque se han desarrollado
también los estudios de América Latina, Africa y el Próximo Oriente,
el ciudadano norteamericano promedio sigue tan ignorante de lo
que sucede en estas áreas como lo estaba en vísperas de la Guerra
de Corea (1950-1953).
Tales
centros de estudios crecen en un 18% entre 1975 y 1990. Lo mismo
sucede con las oficinas de gobierno diseñadas para atender la
política exterior. Sin embargo, el fracaso para comprender aunque
sea un poco cómo visualiza el mundo un ciudadano mexicano medianamente
culto por ejemplo, es tan aparatoso como si la historia de las
relaciones mexicano-norteamericanas se hubieran detenido en 1938,
cuando se inicia la nacionalización del petróleo en México. Porque
resulta que estos son los hitos que utiliza el imperialismo norteamericano
para periodizar su historia reciente.
La
intolerancia en estos casos que hemos mencionado, pareciera haber
sido anterior al conocimiento y a la comprensión de las diferencias
culturales y pragmáticas en lo que compete a la elaboración de
acuerdos y tratados para resolver los posibles puntos negros diplomáticos
y políticos. El imperialismo no conoce de negociaciones, sólo
conoce de brutalidad e imposición. Por eso es muy simple sostener
que la intolerancia es idéntica a la prepotencia y a la ceguera
en materia de cultura en general. La intolerancia es un dispositivo
bien diseñado y que cuenta con los instrumentos indicados para
hacerse sentir. Opera, y ha operado por siglos en la civilización
burguesa, con la creencia de que sus instituciones son las mejores
que puede haber, y que no hay discusión sobre el hecho de que
todas las otras expresiones de cultura carecen de legitimidad
por el hecho de haber sido sometidas al dominio colonial. El principio
operacional ha sido siempre, desde la perspectiva imperialista,
deslegitimar toda otra cultura que haya tenido la desgracia de
caer bajo su dominio. Un escritor aparentemente inocente como
Rudyard Kipling tenía claro este principio, cuando hablaba de
que era la "carga del hombre blanco" llevarle civilización
y cultura a países como la India.
Está
visto que todo estado imperial es por definición un estado terrorista.
Así lo prueban indefectiblemente no sólo Inglaterra y Francia,
sino también Bélgica, Portugal, España, Rusia, Italia, Alemania
y los Estados Unidos. Entonces, si las guerras más terribles y
devastadoras han tenido lugar entre países imperialistas, puesto
que las guerras que han tenido lugar en el mundo colonial y poscolonial
han sido la mayoría de las veces guerras anticolonialistas, ¿cómo
se atreven los varones del imperialismo a hablar de civilización
y tolerancia?
El
magma que ya definió a la invasión de Afganistán, como en el pasado
a la de Irak, Somalia, la vieja Yugoslavia y otras, es aquel que
está compuesto por un conjunto de justificaciones inconexas fràgilmente
sostenidas por la expresión más detestable del resentimiento,
el odio, la venganza y la vergüenza humanas: el terrorismo. El
terrorismo del colonizado o del humillado no es posible. Sólo
es posible el terrorismo del colonialista y del que humilla. En
estos casos la secuencia lógica atenta contra todas las explicaciones
que se puedan avanzar desde la perspectiva històrica. Porque el
terrorismo del imperialista carece de ese tipo de conciencia.
Se requiere de una severa y profunda claridad històrica llegar
a la conclusión de que el terrorismo es un artículo altamente
rentable en manos de los opresores. Pero no lo es cuando la esfera
de su ejercicio se desplaza a las manos del oprimido. La lucidez
que esta distinción requiere haría posible el diálogo,
la discusión honesta, no sustentada en la hipócrita y primitiva
argumentación de que la lucha contra el terrorismo es de naturaleza
maniquea.
El
atentado del 11 de setiembre y la invasión consecuente al sufrido
pueblo de Afganistán, configuran una consecuencia que hace muy
volátil la tesis globalizada de que la guerra fría ha concluido
y que la supuesta civilización cristiana triunfó por encima de
los demonios comunistas. Las viejas tareas inconclusas de la descolonización
y de la guerra fría son un serio mentís a todos aquellos ilusos
que aún siguen creyendo en una paz, una tolerancia y un espíritu
de diálogos imposibles mientras exista el imperialismo, en la
medida en que éste siempre hará posible el terrorismo indistintamente
de la trinchera ideológica donde nos ubiquemos.
Es
muy triste llegar a la conclusión de que, a partir del 11 de setiembre,
la tolerancia es hoy màs que nunca un delirio de sueños imposibles.
1
Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de ESCÁNER
CULTURAL desde su nùmero 14.
2
Eric Hobsbawm. Entrevista sobre el siglo XXI. (Barcelona: Crítica.
2000) Pp. 71 y ss.
3
Hobsbawm dice en la pagina 109 de la entrevista arriba citada
lo siguiente: "No debemos olvidar jamás que, a fines del
siglo XX, a pesar de las extraordinarias catástrofes que han caracterizado
el siglo, la mayoría de los pueblos está mejor, sea cual sea la
unidad de medida que se use".