EL REGALO
Oscar Farías Assen
Estando un día domingo en mi pequeño puesto de libros de la Plaza O'Higgings, bajo el luminoso sol de otoño, mientras una cliente enamoradiza me compraba un libro y me decía con su voz madura ¿cuánto vale?, le contesté ¡no muy caro!, a la vez que le sonreía con ironía y sensibilidad...
Apareció con sus ojos café y un niño pálido que al parecer era su hijo. Veo que tienes libros muy muy viejos; después te pasó a ver...
Quedé un tanto cachudo, pero seguí trabajando normalmente durante la semana, esperando su próximo paseo por la plaza. Mientras, las hojas somnolientas y quebradizas tapizaban el suelo nuevo, casi deslumbrante para estos tiempos...
Huían presurosas las nubes en el cambiante ambiente marino cuando lo vi de nuevo: era el "Chepo", mi compañero de los antiguos tiempos de Calera. Esta vez no venía con su pálido hijo, sino solo. Se acercó lentamente; para protegerse del frío vestía una confortable chaqueta de cuero.
¡Buenos días, Juan!, me saludó cordialmente. Traigo unos libracos. ¿Dónde están?, le dije intrigado. ¡En aquel auto amarillo!, me contestó pensativamente.
Juntos nos dirigimos al sitio indicado por mi condiscípulo. No era lejos. Como el automóvil estaba estacionado en una calle adyacente, en un breve pero emocionante tiempo ya habíamos llegado.
Abrió la puerta trasera del vehículo y me indicó una enorme caja de cartón repleta de libros. Con gran esfuerzo la cargué al hombro y junto a mi amigo volvimos a mi puesto de la plaza.
El "Chepo" me sugirió ¡a la venta al tiro!, con una mezcla de audacia y timidez. ¿Verdad?, le pregunté... ¡Claro, hombre!, prosiguió lleno de entusiasmo. Empecé a ponerlos a la vista del público que transitaba a esa hora.
Los "mirones", cuando ven que llega mercadería nueva a algún puesto, se amontonan de inmediato y esta fría y nebulosa mañana no fue una excepción.
Mi compañero de colegio, alejado algunos metros, miraba admirado el espectáculo que se desarrollaba a su vista. Varios de los "mirones" se habían dado cuenta de que los libros no eran malos. Estupefacto por el marcado interés de estos improvisados "clientes", comencé a vender a diestra y a siniestra, claro que no muy barato...
Bueno, había comenzado la venta. Incluso me había puesto optimista.
Mi amigo se acercó lentamente y me dijo ¡me voy, Juan!. Yo, bastante preocupado por la cantidad del contenido de la caja, no hallé qué decir. El sólo miraba y yo, al ver su actitud serena, insinué suavemente ¿todo esto es a consignación? ¡Olvídalo!... Miré sus ojos y en su mirada sólo me respondió una pena infinita por mi persona. Quedé pensando sin saber qué hacer, hasta que él, más pragmático que yo, levantó la mano derecha y se despidió a su manera: ¡Después nos vemos! En silencio lo observé alejarse con paso elástico por el embaldosado piso del lugar de esparcimiento. Ni un solo instante volvió la vista atrás. Trepó ágilmente (seguro que debía practicar algún deporte) al automóvil y se alejó rumbo al centro de la ciudad. A lo lejos vi detenerse la estampa amarilla del coche, no por gusto del conductor, sino por la luz roja del semáforo...
Al final del día había vendido una suma suculenta. Guardé mi mercancía en el lugar de costumbre -el terminal de buses- y me estacioné en una esquina a disfrutar de un merecido descanso.
Había fumado un cigarrillo, cuando se me acercó un amigo, el "Gerente", un hombre joven. Frisaba los treinta años y su humor no era bueno. Al parecer me tardaría en averiguarlo.
¡Hola, Juan! ¿En qué andas por estos lados?, me dijo. ¡Dando una vuelta!, le respondí, alegre de tener un amigo con quien charlar.
¿Cómo te fue hoy? ¡Fabuloso!, le contesté. Hace tiempo que no vendía tanto. ¡Te salvaste!, me dijo en la jerga de los comerciantes. ¡No hay duda!, aseguré finalmente. ¡Vamos a celebrar!, invité al "Gerente", que comenzó a seguirme por una de las empedradas calles del Almendral.
Nos sentamos en una mesa vacía y de inmediato llamé al garzón, un hombre fino, de bigote negro y pelo del mismo color. ¿Qué se sirven?, preguntó al mismo tiempo que paseaba una mirada servil por nuestros rostros. Una botella de vino y dos empanadas de la casa, respondí. Mi amigo miraba distraídamente el televisor del pequeño local, lo que también hice mientras esperaba que llegara lo solicitado al servicial mozo.
Llegó nuestro pedido y me dediqué a servir el vino tinto (mi preferido) al amigo. Éste vorazmente en menos de cinco minutos dio cuenta de su empanada. Yo le seguí el ritmo.
¿Y tu motocicleta?, le pregunté de improviso. ¡La tengo en casa! La bencina ha subido mucho, te contaré que me sale más barato andar en bus.
Con esta explicación se acabó la conversación. "El hombre vive rodeado de necesidades, pensé; es cierto lo que dice Jean Paul Sartre, el filósofo francés.
Se habían terminado el vino y las empanadas. El "Gerente" y yo nos despedimos en la puerta del local. ¿Me prestas para la micro, Juan? ¿Estás bromeando? interrogué., sorprendido por la patudez de mi amigo. ¡No, definitivamente! ¡Perdona, no te chorees!¡ Adiós, Juan! ¡Chao, Gerente".
Olor a mar había rumbo a casa; hacía frío y aceleré el paso.
Ese otoño puede decirse que lo pasé holgadamente, puedo decir que con la venta de los libros gané más que el empleo mínimo. Cuando ya no quedaba más que un texto valioso, comprendí que se había acabado el obsequio.
Aún recuerdo con nostalgia el título "El espía del siglo". Me dieron buena plata por él. ¿Qué será del "Chepo"? Por el momento ya no trabajo en la Plaza O'Higgins... No escupo al cielo, como dice el refrán, pero desearía no volver a hacerlo.
Cuando sopla el viento en las mañanas de la plaza y creo ver detenerse un coche amarillo, pienso sin querer en el regalo que me hizo el "Chepo"...