Por: Enrique Gray
Soy un condenado mujeriego, eso es lo que soy. De nada
me han servido las buenas lecturas: Platón, Rousseau, San
Agustín. El único que ha logrado ejercer una rara influencia
en mi carácter, es el holandés Erasmo, con su Elogio de
la locura , vaya usted a saber por qué.
Bordeo
los cuarenta y cinco. Contaré esta historia tal como ha ocurrido.
Sucede
que cuando trabajo, especialmente cuando escribo, mi pasatiempo
favorito, mi cabello asume un papel solidariamente activo:
se me cae un mechón rebelde que me obliga a realizar ese ademán
de adolescente que consiste en reponer en su sitio al racimo
porfiado con frecuentes alisamientos de mano, proceso maquinal
que roba escasos minutos pero que da un aspecto muy juvenil
e inteligente, dos cualidades difíciles de hermanar hoy. Mi
inconsciente se pasa diciendo esto a mi consciente en diálogo
animoso: de ahí también por qué no me he cortado el cabello
a la moda de astronauta americano, o "Punk", que sería lo
más sensato. Pero como ya lo he sugerido, de sensatez poco
me hallarán, si me escarban.
Esa tarde de domingo, para espantar el calor y el tedio,
escribía una carta a mi hijo que estudia en la Universidad
del Norte, y le contaba no sé qué sartal de fantasías acerca
de sus varias pololas que había dejado con promesa de enganche.
Debo señalar que desde que me separé de mi mujer ( cuánto
me soportó la pobrecita ) vivo en el noveno piso de un edificio
céntrico, confortable pero no ostentoso, para que no se crea
que llevo todas las de ganar. Mi escritorio enfrenta un gran
ventanal, desde donde se domina una buena lonja de paisaje
urbano, que es la clase de paisaje que más me emociona.
Escribía como digo, a mi hijo, y entre chisme y chisme
el mechón se deslizaba a incursionar por mi frente y mi mano
hacía el viaje disciplinario de rigor. De pronto me di cuenta
que estaba arreciando el calor por efecto de un rayo de sol
que me daba de lleno en el rostro. Levanté la vista y ví,
no sin sorpresa, que lo que yo había tomado como resplandor
solar era en realidad un reflejo que provenía del edificio
del frente, pero el resplandor se mecía a derecha e izquierda.
Entonces me percaté de que alguien estaba manipulando un espejo.
Sin duda con la intensión de mortificarme.
Cuando el manipulador se dio cuenta de que yo lo miraba
bajó su lanzarrayos y levantó una mano en señal de saludo.
Entonces pude comprobar que el travieso manipulador era en
verdad una manipuladora.
Desde donde yo me encontraba ciertos detalles eran
perceptibles: rubia, cabellera abundante, blusa blanca y un
pañuelo floreado al cuello. Su edad era menos definible, pero
al juzgar por sus traviesas aficiones, podría tratarse de
una colegiala.
Respondí a su saludo con otro movimiento de brazo,
seguido de un gesto afectuosamente amenazador, y volví a mis
cuartillas. Puse punto aparte y empecé un nuevo párrafo completamente
veraz:
" Frente a mi ventana se ha instalado una criatura
a lanzarme desafiantes rayos de..." Inútil. El espejito comenzó
de nuevo sus caricias encandiladoras y mis ojos parpadearon
como atacados de conjuntivitis. Para empeorar las cosas, el
mechón se precipitó una vez más sobre mi frente.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Crucé los brazos
sobre el pecho y miré hacia la niña-espejo. Sua manos iniciaban
ahora un sainete de mimos fácilmente asimilables para un cerebro
común como el mío. El mensaje era: "Bajemos".
Vacilé. Pero mi yo positivista, que siempre está dándome
consejos me susurró: " Baja, idiota. Es domingo, estás solo.
Puede resultar entretenido". Yo asentía en mi fuero interno
cuando intervino mi yo racionalista, que suele traerme a tierra
con sus contra-consejos: " Cuidado, porque puede ser tuerta.
Jorobada. Peor aún: ¡Hombre! Hoy no se puede estar seguro".
Triunfó, como es de suponerlo, mi yo positivo, y sin
saber como me encontré saliendo del ascensor enfundado en
un suéter y alisándome el mechón.
Ella esperaba en la puerta, afirmada en el marco, con
una sonrisa de complacencia.
Mi trajinado corazón dio un violento respingo, y comprobé,
a pesar de mis cuarenticinco que mis vasos sanguíneos aún
conservaban la facultad de encenderme el rostro con ese tinte
que en una edad extinguida se llamó rubor. Así de bella era
la niña-espejo.
Ella parecía también algo turbada, pero yo adiviné
la causa. Con la voz más serena que pude extraer de mi plexo
solar, murmuré: " Al parecer, ambos nos equivocamos". Mi yo
positivista se hizo cargo de la situación, y agregó por su
cuenta; "... aunque reconozco que la equivocación me halaga.
Imagino que usted pensó que yo tenía unos...diez años menos
y yo le atribuía a usted unos diez años más. Estamos compensados".
Ella titubeó.
-
Bueno,
en verdad, su cabello...
-
Ya
sé - la interrumpí. Es mi gran agente de propaganda. Me lo
han solicitado para anunciar marcas de champúes, brillantinas
y lacas-spray.
Rió, dejando ver sus dientes como sólo los había visto
en anuncios dentífricos.
-
Lamento
decepcionarla - dije con voz de sepulturero.
-
Oh
no- dijo ella-. No sea ridículo. Lo que me interesaba es conocer
el sujeto que estaba escribiendo. Un hombre que escribe en
día domingo tiene que ser especial. ¿Sobre qué escribía?
-
Una
carta... para mi hijo- terminé la frase pasando el micrófono
a mi yo racionalista.
-
¿Tienes
un hijo?
-
Tres
- Tragué saliva.
-
Yo
soy hija única. Vivo con mis padres.
-
¿
Y ellos?
-
Se
fueron a pasar el fin de semana a Zapallar. Papá tiene un
yate, y no se pierde domingo de verano sin navegar.
-
¿
Y por qué no los acompañó? - Ella miró el cielo.
-
Tenía
que preparar un trabajo de investigación.
Hasta ese momento dialogábamos en la acera, como dos
turistas que cambian impresiones sobre el tiempo o los monumentos.
Retomó el diálogo mi yo positivista y propuso:
-
Son las seis. Habrá sol hasta pasadas las ocho.
¿Qué le parece si vamos a contemplar la puesta de sol a algún
lugar más atractivo? Propongo El Arrayán. No será necesario
que lleve el espejo -. Otra vez mostró la sonrisa de escaparate.-
Tengo mi cacharro aquí cerca. Espero no perturbarla si el
modelo hace juego con mi cronología personal-. Ella elevó
las cejas.
-
¿
Es un Ford de bigotes?
-
No.
Es un Bentley que perteneció al duque de Windsor.
-
Qué
bueno. Debe usar bencina azul.
Subimos al auto y este ronroneó a la primera orden;
mostró su complicidad con mis inconscientes planes de conquista.
-
Hacía tiempo que no subía a una " burra" de
estas - dijo Susana: ese era su nombre.
-
¿Burra? - repetí arrastrando las rr. Si quedamos
en pana en mitad del desierto, será por su culpa. Jamás tan
noble máquina fue humillada de este modo. Tiene tres segundos
para implorar su perdón.
-
Oh, cuanto lo siento- dijo con un mohín delicioso
-. Ahora que avanzamos me doy cuenta de la exquisita amortiguación,
del rumor (no digo ruido) del motor, de la aterciopelada suavidad
de los asientos. ¿Es un Rolls-Royce?
-
No. Y tampoco le agrada que lo alaben inmerecidamente.
En eso se parece al dueño.
-
Oh, un caso de mimetismo antropomotriz, ¿no?
Esta vez reí yo, y el Bentley dio un corcovo.
-
¿Lo
ve? Se siente herido en su fuero interno, que para mí es tan
impenetrable como el tablero de instrumentos de un jumbo jet.
Susana agitaba su espesa cabellera dorada, y a mí se
me agitaba una especie de rana loca a la altura del esternón.
Hubo una pausa en que sólo se oía el isócrono ronquido del
vehículo y los bocinazos de los automovilistas que nos cruzaban,
sin duda comentando entre ellos: "Ahí va un amante padre
paseando a su hermosa hija veinteañera " .No se les hubiera
ocurrido a los despistados que la hija veinteañera pudiera
ser en realidad la seductora del padre.
El Bentley volvió a corcovear, compartiendo activamente
los fantaseos del conductor, y el mechón se sumó al ajetreo
deslizándose frente abajo. Susana me miraba de reojo y empezó
a canturrear aquella vieja cancioncilla: "Un mechón de sus
cabellos..." con un sonsonete de cordial ironía que me hizo
reaccionar con un manotazo.
-
Oh,
no. Déjelo. Le sienta - dijo. Dejé pasar un rato para saborear
la lisonja.
-
¿Sabe
usted qué hizo un hombre a quien una mujer le dijo algo parecido
acerca del lóbulo de su oreja?
No lo sabía.
-
Se
lo cortó y se lo envió en un sobre. De regalo.
-
En
este caso no será necesario - dijo ella pausadamente.
Abrió su bolso y extrajo una tijerillas, y sin darme
tiempo a decir guau, me recortó medio mechón.
-
Oh,
oh, ooohhh - fue todo lo que me vino a la boca. Retiré el
pie del acelerador y lo planté en el freno. Dos ruedas quedaron
en la berma y dos en la carretera.
-
Ha
de saber usted, señorita, que ya una vez sucedió esto en la
Historia, y el pobre hombre perdió todas sus fuerzas.
-
Y
usted, ¿las ha perdido? - me miraba socarronamante.
-
Aún
no -. Volví resuéltamente el rostro y la besé en la boca.
Para mi regocijo , ella no se resistió, sino que contribuyó
animosamente a un sabroso intercambio.
-
Te
demoraste exactamente cuarentisiete minutos - observó, ojeando
el reloj.
Media hora después estábamos en su departamento, y
diez minutos más tarde, en su lecho.
-
Siento
una especie de tardíos escrúpulos - dije, acariciando sus
cabellos desparramados en la almohada.
-
No
los tengas - dijo Susana. Y añadió -: No eres el primero,
como te habrás dado cuenta, y no creo que el último.
Traté de disimular mi perplejidad.
-
Ah,
juventud emancipada, desinhibida y cibernética.
-
Emancipada,
sí; lo demás, no. Sé cuando me gusta un hombre y cuando no.
Y no soy un robot.
-
Veo
que en estas lides has hecho progresos notables. Supongo que
ya habrás tenido experiencias con otros sujetos...de mi edad.
-
Supones
mal. Para que sepas, una hora antes de que te enfocara con
mi espejo mandé a pasear a mi " pinche", por bruto.
-
¿
Tu ... "pinche"?
-
Como
lo oyes. Por cierto él es muy joven y sus glándulas se reactivan
con mayor intensidad y frecuencia.- Su voz había adquirido
un repentino matíz magisterial- . Pero eso no lo autoriza
a entrar al departamento e intentar tumbarme de inmediato
en la cama. No siempre estoy dispuesta, y en estas cosas una
tiene también derechos. El carece del sentido de la oportunidad,
como la mayoría de los muchachos de mi generación. Todos creen
que la píldora les dio chipe libre para conquistar el... espacio
interior. Se portan como potrillos en un prado de forraje
fresco.
-
En
realidad, hay que reconocer que el forraje es bastante fresco.
Ella no parecía escuchar y pasó por alto mi ironía.
- Tenía curiosidad por acostarme con un hombre maduro
- dijo distraídamente y reanudó su monólogo mirando al cielo
raso, acomodándose con las palmas bajo la nuca .
-
Me habían dicho que ustedes ( en el "ustedes" obviamente englobó
a todos los old-timers de mi generación) hacían el
amor con menos prisa, con un estilo más compartido con la
hembra; y aunque una experiencia no implica generalización,
creo que hay bastante de cierto en esa teoría. Posiblemente
la declinación de la fogosidad les torna más conscientes de
que la mujer no es meramente un objeto de placer unilateral.
Sí, creo que por ahí va la cosa. Los síndromes...
Continuó en esta línea de abstracciones por varios
minutos, sin que yo pudiera meter baza. De pronto miró su
reloj pulsera, y se incorporó como un resorte.
-
¡Son
casi las nueve! Lamento tener que echarte. Mis padres están
por llegar.
-
¿Tus padres? ¿Ahora?
-
Siempre
regresan entre nueve y diez.
Brinqué como impulsado por una descarga eléctrica.
Jamás me había vestido con mayor celeridad. Me abotonaba la
camisa cuando me salió la pregunta:
-¿Estudias?
-
Tercer
año de antropología- señaló la cama y añadió con la más candorosa
de las sonrisas-. Gracias por cooperar en mi trabajo de investigación.
Me quedé como un moai, el nudo de la corbata inconcluso.
En ese agónico momento reapareció mi solidario yo positivista
y me susurró. " Róbale el espejo".
Enfilé desmadejadamente hacia la puerta en el instante
mismo en que se abría dando paso a dos rostros tostados y
radiantes. Una benévola sonrisa iluminó el de la dama.
-
Oh
¿Es usted el profesor de antropología de Sussy? Tanto gusto.
-
El
gusto ha sido mío - dije, paseando mi mirada de la madre a
la alumna. Y salí dando un portazo.
Ya en la calle me di a pensar en lo raro que se siente
un hombre cuando lo confunden con un conejillo de Indias.
EL
TICKET
Enrique Gray
Apoltronado en su sillón favorito Silverio mira absorto
la pantalla. Su esposa Katia, ya en tenida de calle, se le
aproxima, y con un beso en la mejilla le anuncia:
-
Me
marcho a la clínica.
El hombre responde sin apartar los ojos del televisor.
-
Acuérdate
bien de las señas, mi amor.
Katia llega a la clínica a las cinco menos cuarto,
y a su turno es atendida por un bioquímico de irreprochable
delantal blanco. Diez minutos después, abandona el recinto
con una sonrisa de complacencia y un ticket en su bolso.
Al llegar a casa, el televidente no se ha movido de
su poltrona, despega fugazmente los ojos del televisor y pregunta:
-
¿Te
fue bien?
-
Excelente.
Ordené el bebé tal como lo planeamos: rubia, ojos verdes,
espigada, nariz recta como la mía y complexión robusta, como
la tuya. Por suerte había escaso público. Un señor...
-
¿
Señor? ¿ Acaso van hombres?
-
¿
Y por qué no? No solo las parejas necesitan niños. El señor
parecía un solterón. Me confidenció que se aburría solo en
casa.
-
Seguro
que no tiene un aparato multiselector. ¿ Y ahora?
-
Bueno,
tenemos que esperar los nueve meses.
Podrá pensarse que para esa época sería un anacronismo
que aún el proceso aquel demorara los mismos nueve meses que
en la época del Caos, pero en este aspecto la ciencia biogenética
no había logrado modificar la tradición. Se podía encargar
un bebé " a la carta " pero los matraces no reducían el tiempo.
-
Guarda
bien el ticket - recomendó el acucioso marido.
Katia tenía mala memoria, una mortificante rémora de
la sociedad tecnificada. Por consiguiente, extravió el ticket,
y respondiendo a otra rémora de aquella sociedad, que curiosamente
se había heredado de las anteriores, confió su contingencia
a su amiga íntima, en vez de hacerlo a su cónyuge.
-
Imagínate,
niña; sin el ticket no podré reclamar mi bebé.
-
Es
un lío, pero creo que puedo ayudarte. Yo guardo dos tickets
y podría cederte uno- el rostro de Katia se iluminó.
-
¿
De veras? ¿ Y cuándo?
-
Para
Julio.
-
Oh,
qué lástima. El mío era para septiembre. ¿Qué diría Silverio?
-
Qué
va a decir, pues tonta. Con el sistema actual los maridos
no sacan cuentas.
Por cierto, Katia se dejó convencer, y agradeció el
regalo y al promediar el séptimo mes, recibió el llamado de
la clínica. Acudió sin tardanza, no sin antes exolicar a Silverio
que el " proceso " se había adelantado.
-
Así
es la ciencia, mi amor - él la tranquilizó. Y pulsó el teleselector.
Ya en la maternidad, Katia presentó su ticket y se
sentó a esperar. A los pocos minutos oyó su nombre por los
altavoces y fue atendida por un biólogo-genetista de impecable
atuendo y sonrisa muy profesional.
-
La
felicito por su varoncito.
-
¿Varoncito?
Habíamos encargado una niña.
El médico frunció el ceño.
-
Lo
siento. Es un varón, un morenito muy vivaz.
-
¿Moreno?
Esperábamos un bebé rubio, de ojos verdes...
-
¿Verdes?
Pues..., no son precisamente verdes. Son café oscuro, pero
tiene una nariz respingada muy graciosa.
-
La
ordenamos recta, como la mía.
El científico la miró con extrañeza.
-
Sin
duda se ha introducido un virus computacional. Usted sabe
como son las computadoras.
Katia no lo sabía.
-
En
fin; ¿ puedo verlo?
-
Sí,
por supuesto. Pero antes..., ejem... debo darle cierta información
preliminar. Aparentemente las dosis cuantitativas de los rasgos
sicocromosómicos no habrían sido correctamente determinadas
por el autoselector genético, causando imprevistas mutaciones
en la transmisión polifactorial de...
-
¡
Doctor! Exactamente, ¿ qué está tratando de decirme?
-
Pues...ejem...,
exactamente, que su bebé nació con... tres piernas.
Katia dio un grito.
-
¡ Tres piernas! ¡ Qué horror! Un... fenómeno...
-
En
efecto. Es un raro espécimen del cual no teníamos precedentes,
por lo que estamos estudiando las causas. Hemos elaborado
una teoría sobre la presencia de un par supernumerario de
cromosomas que habría...
-
¡
Es increíble! Nuestro bebé no solamente no es del sexo femenino,
no es rubia, no tiene ojos verdes, su nariz no es recta, sino,
además, ¡tres piernas! ¿ Qué explicación daré a mi marido?
El biólogo la contempló con aire entre grave y compasivo.
-
Bueno,
también hay una compensación.
-
Sí
¿ Cual?
-
Tiene
tres brazos.
Katia gimió. Su rostro entero se contrajo. Podría haberse
apostado que en el segundo siguiente se desmayaría. Pero al
cabo de un instante, se sobrepuso.
-¡ Es inaudito! No puedo creerlo.
El facultativo cruzó las manos sobre el pecho.
-
Puedo ofrecerle dos soluciones: si mantienen
su fe en la moderna tecnología de esta clínica, pueden encargar
otro bebé " invitro ". Si no...
-
¿
Si no?
-
No
les quedaría otra alternativa que recurrir al procedimiento
antiguo. Claro está, en otro establecimiento. Y tendrían que
confiar en el azar.
Los ojos de Katia se clavaron en los del médico con
el resplandor de dos rayos fulminantes. Trituró las palabras
una a una.
-
Doctor,
usted no comprende nada. Mi marido fue también un bebé de
probeta, uno de los primeros, y carece de... usted ha de imaginarlo.
Me explicaron que en su caso fue un cromosoma de menos.
-
¡
Santa computadora! - exclamó el biólogo. Se secó la frente
perlada de transpiración. Se acercó a la computadora , apretó
una tecla y la pantalla se apagó.