Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 37.
12 de Enero al
12 de Febrero de 2002.

CLASE MAGISTRAL

Por: Enrique Gray

Soy un condenado mujeriego, eso es lo que soy. De nada me han servido las buenas lecturas: Platón, Rousseau, San Agustín. El único que ha logrado ejercer una rara influencia en mi carácter, es el holandés Erasmo, con su Elogio de la locura , vaya usted a saber por qué.

Bordeo los cuarenta y cinco. Contaré esta historia tal como ha ocurrido.

Sucede que cuando trabajo, especialmente cuando escribo, mi pasatiempo favorito, mi cabello asume un papel solidariamente activo: se me cae un mechón rebelde que me obliga a realizar ese ademán de adolescente que consiste en reponer en su sitio al racimo porfiado con frecuentes alisamientos de mano, proceso maquinal que roba escasos minutos pero que da un aspecto muy juvenil e inteligente, dos cualidades difíciles de hermanar hoy. Mi inconsciente se pasa diciendo esto a mi consciente en diálogo animoso: de ahí también por qué no me he cortado el cabello a la moda de astronauta americano, o "Punk", que sería lo más sensato. Pero como ya lo he sugerido, de sensatez poco me hallarán, si me escarban.

   Esa tarde de domingo, para espantar el calor y el tedio, escribía una carta a mi hijo que estudia en la Universidad del Norte, y le contaba no sé qué sartal de fantasías acerca de sus varias pololas que había dejado con promesa de enganche. Debo señalar que desde que me separé de mi mujer ( cuánto me soportó la pobrecita ) vivo en el noveno piso de un edificio céntrico, confortable pero no ostentoso, para que no se crea que llevo todas las de ganar. Mi escritorio enfrenta un gran ventanal, desde donde se domina una buena lonja de paisaje urbano, que es la clase de paisaje que más me emociona.

   Escribía como digo, a mi hijo, y entre chisme y chisme el mechón se deslizaba a incursionar por mi frente y mi mano hacía el viaje disciplinario de rigor. De pronto me di cuenta que estaba arreciando el calor por efecto de un rayo de sol que me daba de lleno en el rostro. Levanté la vista y ví, no sin sorpresa, que lo que yo había tomado como resplandor solar era en realidad un reflejo que provenía del edificio del frente, pero el resplandor se mecía a derecha e izquierda. Entonces me percaté de que alguien estaba manipulando un espejo. Sin duda con la intensión de mortificarme.

   Cuando el manipulador se dio cuenta de que yo lo miraba bajó su lanzarrayos y levantó una mano en señal de saludo. Entonces pude comprobar que el travieso manipulador era en verdad una manipuladora.

   Desde donde yo me encontraba ciertos detalles eran perceptibles: rubia, cabellera abundante, blusa blanca y un pañuelo floreado al cuello. Su edad era menos definible, pero al juzgar por sus traviesas aficiones, podría tratarse de una colegiala.

   Respondí a su saludo con otro movimiento de brazo, seguido de un gesto afectuosamente amenazador, y volví a mis cuartillas. Puse punto aparte y empecé un nuevo párrafo completamente veraz:

   " Frente a mi ventana se ha instalado una criatura a lanzarme desafiantes rayos de..." Inútil. El espejito comenzó de nuevo sus caricias encandiladoras y mis ojos parpadearon como atacados de conjuntivitis. Para empeorar las cosas, el mechón se precipitó una vez más sobre mi frente.

   Me levanté y me acerqué a la ventana. Crucé los brazos sobre el pecho y miré hacia la niña-espejo. Sua manos iniciaban ahora un sainete de mimos fácilmente asimilables para un cerebro común como el mío. El mensaje era: "Bajemos".

   Vacilé. Pero mi yo positivista, que siempre está dándome consejos me susurró: " Baja, idiota. Es domingo, estás solo. Puede resultar entretenido". Yo asentía en mi fuero interno cuando intervino mi yo racionalista, que suele traerme a tierra con sus contra-consejos: " Cuidado, porque puede ser tuerta. Jorobada. Peor aún: ¡Hombre! Hoy no se puede estar seguro".

   Triunfó, como es de suponerlo, mi yo positivo, y sin saber como me encontré saliendo del ascensor enfundado en un suéter y alisándome el mechón.

   Ella esperaba en la puerta, afirmada en el marco, con una sonrisa de complacencia.

   Mi trajinado corazón dio un violento respingo, y comprobé, a pesar de mis cuarenticinco que mis vasos sanguíneos aún conservaban la facultad de encenderme el rostro con ese tinte que en una edad extinguida se llamó rubor. Así de bella era la niña-espejo.

   Ella parecía también algo turbada, pero yo adiviné la causa. Con la voz más serena que pude extraer de mi plexo solar, murmuré: " Al parecer, ambos nos equivocamos". Mi yo positivista se hizo cargo de la situación, y agregó por su cuenta; "... aunque reconozco que la equivocación me halaga. Imagino que usted pensó que yo tenía unos...diez años menos y yo le atribuía a usted unos diez años más. Estamos compensados".

   Ella titubeó.

-         Bueno, en verdad, su cabello...

-         Ya sé - la interrumpí. Es mi gran agente de propaganda. Me lo han solicitado para anunciar marcas de champúes, brillantinas y lacas-spray.

Rió, dejando ver sus dientes como sólo los había visto en anuncios dentífricos.

-         Lamento decepcionarla - dije con voz de sepulturero.

-         Oh no- dijo ella-. No sea ridículo. Lo que me interesaba es conocer el sujeto que estaba escribiendo. Un hombre que escribe en día domingo tiene que ser especial. ¿Sobre qué escribía?

-         Una carta... para mi hijo- terminé la frase pasando el micrófono a mi yo racionalista.

-         ¿Tienes un hijo?

-         Tres - Tragué saliva.

-         Yo soy hija única. Vivo con mis padres.

-         ¿ Y ellos?

-         Se fueron a pasar el fin de semana a Zapallar. Papá tiene un yate, y no se pierde domingo de verano sin navegar.

-         ¿ Y por qué no los acompañó? - Ella miró el cielo.

-         Tenía que preparar un trabajo de investigación.

   Hasta ese momento dialogábamos en la acera, como dos turistas que cambian impresiones sobre el tiempo o los monumentos. Retomó el diálogo mi yo positivista y propuso:

-         Son las seis. Habrá sol hasta pasadas las ocho. ¿Qué le parece si vamos a contemplar la puesta de sol a algún lugar más atractivo? Propongo El Arrayán. No será necesario que lleve el espejo -.  Otra vez mostró la sonrisa de escaparate.- Tengo mi cacharro aquí cerca. Espero no perturbarla si el modelo hace juego con mi cronología personal-. Ella elevó las cejas.

-         ¿ Es un Ford de bigotes?

-         No. Es un Bentley que perteneció al duque de Windsor.

-         Qué bueno. Debe usar bencina azul.

   Subimos al auto y este ronroneó a la primera orden; mostró su complicidad con mis inconscientes planes de conquista.

-         Hacía tiempo que no subía a una  " burra" de estas - dijo Susana: ese era su nombre.

-         ¿Burra? - repetí arrastrando las rr.  Si quedamos en pana en mitad del desierto, será por su culpa. Jamás tan noble máquina fue humillada de este modo. Tiene tres segundos para implorar su perdón.

-         Oh, cuanto lo siento- dijo con un mohín delicioso -. Ahora que avanzamos me doy cuenta de la  exquisita amortiguación, del rumor (no digo ruido) del motor, de la aterciopelada suavidad de los asientos. ¿Es un Rolls-Royce?

-         No. Y tampoco le agrada que lo alaben inmerecidamente. En eso se parece  al dueño.

-         Oh, un caso de mimetismo antropomotriz, ¿no?  Esta vez reí yo, y el Bentley dio un corcovo.

-         ¿Lo ve? Se siente herido en su fuero interno, que para mí es tan impenetrable como el tablero de instrumentos de un jumbo jet.

   Susana agitaba su espesa cabellera dorada, y a mí se me agitaba una especie de rana loca a la altura del esternón. Hubo una pausa en que sólo se oía el isócrono ronquido del vehículo y los bocinazos de los automovilistas que nos cruzaban, sin duda comentando entre ellos: "Ahí va un amante padre paseando a su hermosa hija veinteañera " .No se les hubiera ocurrido a los despistados que la hija veinteañera pudiera ser en realidad la seductora del padre.

 

   El Bentley volvió a corcovear, compartiendo activamente los fantaseos del conductor, y el mechón se sumó al ajetreo deslizándose frente abajo. Susana me miraba de reojo y empezó a canturrear aquella vieja cancioncilla: "Un mechón de sus cabellos..." con un sonsonete de cordial ironía que me hizo reaccionar con un manotazo.

-         Oh, no. Déjelo. Le sienta - dijo. Dejé pasar un rato para saborear la lisonja.

-         ¿Sabe usted qué hizo un hombre a quien una mujer le dijo algo parecido acerca del lóbulo de su oreja?

   No lo sabía.

-         Se lo cortó y se lo envió en un sobre. De regalo.

-         En este caso no será necesario - dijo ella pausadamente.

   Abrió su bolso y extrajo una tijerillas, y sin darme tiempo a decir guau, me recortó medio mechón.

-         Oh, oh, ooohhh - fue todo lo que me vino a la boca. Retiré el pie del acelerador y lo planté en el freno. Dos ruedas quedaron en la berma y dos en la carretera.

-         Ha de saber usted, señorita, que ya una vez sucedió esto en la Historia, y el pobre hombre perdió todas sus fuerzas.

-         Y usted, ¿las ha perdido? - me miraba socarronamante.

-         Aún no -. Volví resuéltamente el rostro y la besé en la boca.

Para mi regocijo , ella no se resistió, sino que contribuyó animosamente a un sabroso intercambio.

-         Te demoraste exactamente cuarentisiete minutos - observó, ojeando el reloj.

   Media hora después estábamos en su departamento, y diez minutos más tarde, en su lecho.

-         Siento una especie de tardíos escrúpulos - dije, acariciando sus cabellos desparramados en la almohada.

-         No los tengas - dijo Susana. Y añadió -: No eres el primero, como te habrás dado cuenta, y no creo que el último.

   Traté de disimular mi perplejidad.

-         Ah, juventud emancipada, desinhibida y cibernética.

-         Emancipada, sí; lo demás, no. Sé cuando me gusta un hombre y cuando no. Y no soy un robot.

-         Veo que en estas lides has hecho progresos notables. Supongo que ya habrás tenido experiencias con otros sujetos...de mi edad.

-         Supones mal. Para que sepas, una hora antes de que te enfocara con mi espejo mandé a pasear a mi " pinche", por bruto.

-         ¿ Tu ... "pinche"?

-         Como lo oyes. Por cierto él es muy joven y sus glándulas se reactivan con mayor intensidad y frecuencia.- Su voz había adquirido un repentino matíz magisterial- . Pero eso no lo autoriza a entrar al departamento e intentar tumbarme de inmediato en la cama. No siempre estoy dispuesta, y en estas cosas una tiene también derechos. El carece del sentido de la oportunidad, como la mayoría de los muchachos de mi generación. Todos creen que la píldora les dio chipe libre para conquistar el... espacio interior. Se portan como potrillos en un prado de forraje fresco.

-         En realidad, hay que reconocer que el forraje es bastante fresco.

Ella no parecía escuchar y pasó por alto mi ironía.

- Tenía curiosidad por acostarme con un hombre maduro - dijo distraídamente y reanudó su monólogo mirando al cielo raso, acomodándose con las palmas bajo la nuca .

 -  Me habían dicho que ustedes ( en el "ustedes" obviamente englobó a todos los old-timers de mi generación) hacían el amor con menos prisa, con un estilo más compartido con la hembra; y aunque una experiencia no implica generalización, creo que hay bastante de cierto en esa teoría. Posiblemente la declinación de la fogosidad les torna más conscientes de que la mujer no es meramente un objeto de placer unilateral. Sí, creo que por ahí va la cosa. Los síndromes...

   Continuó en esta línea de abstracciones por varios minutos, sin que yo pudiera meter baza. De pronto miró su reloj pulsera, y se incorporó como un resorte.

-         ¡Son casi las nueve! Lamento tener que echarte. Mis padres están por llegar.

-         ¿Tus padres?  ¿Ahora?

-         Siempre regresan entre nueve y diez.

   Brinqué como impulsado por una descarga eléctrica. Jamás me había vestido con mayor celeridad. Me abotonaba la camisa cuando me salió la pregunta:

-¿Estudias?

-         Tercer año de antropología- señaló la cama y añadió con la más candorosa de las sonrisas-. Gracias por cooperar en mi trabajo de investigación.

  

   Me quedé como un moai, el nudo de la corbata inconcluso. En ese agónico momento reapareció mi solidario yo positivista y me susurró. " Róbale el espejo".

   Enfilé desmadejadamente hacia la puerta en el instante mismo en que se abría dando paso a dos rostros tostados y radiantes. Una benévola sonrisa iluminó el de la dama.

-         Oh ¿Es usted el profesor de antropología de Sussy? Tanto gusto.

-         El gusto ha sido mío - dije, paseando mi mirada de la madre a la alumna. Y salí dando un portazo.

   Ya en la calle me di a pensar en lo raro que se siente un hombre cuando lo confunden con un conejillo de Indias.

EL TICKET

                                                                 Enrique Gray

   Apoltronado en su sillón favorito Silverio mira absorto la pantalla. Su esposa Katia, ya en tenida de calle, se le aproxima, y con un beso en la mejilla le anuncia:

-         Me marcho a la clínica.

   El hombre responde sin apartar los ojos del televisor.

-         Acuérdate bien de las señas, mi amor.

   Katia llega a la clínica a las cinco menos cuarto, y a su turno es atendida por un bioquímico de irreprochable delantal blanco. Diez minutos después, abandona el recinto con una sonrisa de complacencia y un ticket en su bolso.

   Al llegar a casa, el televidente no se ha movido de su poltrona, despega fugazmente los ojos del televisor y pregunta:

-         ¿Te fue bien?

-         Excelente. Ordené el bebé tal como lo planeamos: rubia, ojos verdes, espigada, nariz recta como la mía y complexión robusta, como la tuya. Por suerte había escaso público. Un señor...

-         ¿ Señor? ¿ Acaso van hombres?

-         ¿ Y por qué no? No solo las parejas necesitan niños. El señor parecía un solterón. Me confidenció que se aburría solo en casa.

-         Seguro que no tiene un aparato multiselector. ¿ Y ahora?

-         Bueno, tenemos que esperar los nueve meses.

   Podrá pensarse que para esa época sería un anacronismo que aún el proceso aquel demorara los mismos nueve meses que en la época del Caos, pero en este aspecto la ciencia biogenética no había logrado modificar la tradición. Se podía encargar un bebé " a la carta " pero los matraces no reducían el tiempo.

-         Guarda bien el ticket - recomendó el acucioso marido.

   Katia tenía mala memoria, una mortificante rémora de la sociedad tecnificada. Por consiguiente, extravió el ticket, y respondiendo a otra rémora de aquella sociedad, que curiosamente se había heredado de las anteriores, confió su contingencia a su amiga íntima, en vez de hacerlo a su cónyuge.

-         Imagínate, niña; sin el ticket no podré reclamar mi bebé.

-         Es un lío, pero creo que puedo ayudarte. Yo guardo dos tickets y podría cederte uno- el rostro de Katia se iluminó.

-         ¿ De veras? ¿ Y cuándo?

-         Para Julio.

-         Oh, qué lástima. El mío era para septiembre. ¿Qué diría Silverio?

-         Qué va a decir, pues tonta. Con el sistema actual los maridos no sacan cuentas.

   Por cierto, Katia se dejó convencer, y agradeció el regalo y al promediar el séptimo mes, recibió el llamado de la clínica. Acudió sin tardanza, no sin antes exolicar a Silverio que el " proceso " se había adelantado.

-         Así es la ciencia, mi amor - él la tranquilizó. Y pulsó el teleselector.

   Ya en la maternidad, Katia presentó su ticket y se sentó a esperar. A los pocos minutos oyó su nombre por los altavoces y fue atendida por un biólogo-genetista de impecable atuendo y sonrisa muy profesional.

-         La felicito por su varoncito.

-         ¿Varoncito? Habíamos encargado una niña.

   El médico frunció el ceño.

-         Lo siento. Es un varón, un morenito muy vivaz.

-         ¿Moreno? Esperábamos un bebé rubio, de ojos verdes...

-         ¿Verdes? Pues..., no son precisamente verdes. Son café oscuro, pero tiene una nariz respingada muy graciosa.

-         La ordenamos recta, como la mía.

   El científico la miró con extrañeza.

-         Sin duda se ha introducido un virus computacional. Usted sabe como son las computadoras.

   Katia no lo sabía.

-         En fin; ¿ puedo verlo?

-         Sí, por supuesto. Pero antes..., ejem... debo darle cierta información preliminar. Aparentemente las dosis cuantitativas de los rasgos sicocromosómicos no habrían sido correctamente determinadas por el autoselector genético, causando imprevistas mutaciones en la transmisión polifactorial de...

-         ¡ Doctor! Exactamente, ¿ qué está tratando de decirme?

-         Pues...ejem..., exactamente, que su bebé nació con... tres piernas.

   Katia dio un grito.

-         ¡ Tres piernas!  ¡ Qué horror! Un... fenómeno...

-         En efecto. Es un raro espécimen del cual no teníamos precedentes, por lo que estamos estudiando las causas. Hemos elaborado una teoría sobre la presencia de un par supernumerario de cromosomas que habría...

-         ¡ Es increíble! Nuestro bebé no solamente no es del sexo femenino, no es rubia, no tiene ojos verdes, su nariz no es recta, sino, además, ¡tres piernas! ¿ Qué explicación daré a mi marido?

   El biólogo la contempló con aire entre grave y compasivo.

-         Bueno, también hay una compensación.

-         Sí ¿ Cual?

-         Tiene tres brazos.

   Katia gimió. Su rostro entero se contrajo. Podría haberse apostado que en el segundo siguiente se desmayaría. Pero al cabo de un instante, se sobrepuso.

-¡ Es inaudito! No puedo creerlo.

   El facultativo cruzó las manos sobre el pecho.

-         Puedo ofrecerle dos soluciones:  si mantienen su fe en la moderna tecnología de esta  clínica, pueden encargar otro bebé " invitro ". Si no...

-         ¿ Si no?

-         No les quedaría otra alternativa que recurrir al procedimiento antiguo. Claro está, en otro establecimiento. Y tendrían que confiar en el azar.

   Los ojos de Katia se clavaron en los del médico con el resplandor de dos rayos fulminantes. Trituró las palabras una a una.

-         Doctor, usted no comprende nada. Mi marido fue también un bebé de probeta, uno de los primeros, y carece de... usted ha de imaginarlo. Me explicaron que en su caso fue un cromosoma de menos.

-         ¡ Santa computadora! - exclamó el biólogo. Se secó la frente perlada de transpiración. Se acercó a la computadora , apretó una tecla y la pantalla se apagó.


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