Texto y dibujos: Carlos
Yusti
Pasé, durante
mi infancia, largas horas en el jardín. Qué hacía.
Nada. Mirar a las hormigas. Mi madre preocupada, y percatándose
que eso de inmiscuirse en la vida privada de las hormigas no tenía
futuro alguno, decidió enviarme a la escuela.
Pero no quiero relatar
a los nautalectores pormenores de mi desabrida niñez, más
menciono eso de las hormigas como referencia: vivo para mirar las
cosas y a los otros seres que me rodean con obstinada paciencia. Esta
característica sin duda me llevó a la pintura.
Como la escuela no me
enseñó gran cosa me hice como pude de una cultura. Visitaba
bibliotecas públicas, robaba libros en una que otra librería,
paseaba por museos, desgastaba mis ojos en cualquier impreso y aparte
de continuar observando hormigas me dediqué a mirar mucha pintura.
Estudié por mi
cuenta a los grandes pintores. Me aprendí al caletre sus técnicas.
Escudriñé sus vidas que en muchos casos me resultaron
más interesante que su obra y entonces quise escribir sobre
todo eso y sobre otros asuntos menos idílicos del arte.
Decidí pintar
para criticar con base a tanto matigre, a tanto pintamonas venial
y sin escrúpulos. Mis dibujos y pinturas eran una amalgama
de empírica curiosidad sobre la pintura: los estilos se me
confundieron con un entusiasmo desmedido por el color y más
que plagio era un delicado/razonado homenaje por esos pintores que
me enseñaron que un buen cuadro es dejarse el alma en cada
pincelada. Y a pesar de haber realizado más de veinte exposiciones
individuales convengo que estoy más interesado en escribir.
Escribir me permite señalar
de manera crítica esa obscura manera nuestra de hacer cultura
donde nunca faltan la envidia, la zancadilla, el jamás reconocer
las aptitudes y cualidades de nadie. De poner en evidencia ese mundo
del arte donde dueños de galerías, críticos y
curadores convierten salones y bienales en lamentables trampolines
para artistas segundones interesados más en vender y figurar
que en realizar una obra creativa que no responda a las modas ni al
mercado. Los críticos de arte son responsables de este gran
fraude de la plástica nacional ya que convierten la crítica
en una soporífera crónica social, signada por la prosa
laudatoria. No sin razón el artista Rolando Peña expresaba
en una entrevista: "...los críticos de arte en nuestro país,
con muy pocas excepciones, todos son cronistas sociales...".
Después están
los precios de las obras, las cuales se cotizan a precios exagerados.
Existe la convicción que una obra de arte es trascendente y
vital no por lo que expresa, sino por el precio en dólares
que cuesta. Octavio Paz manifestó en una oportunidad: "Marx
criticaba al capitalismo porque reducía al obrero en horas
trabajo. Tenía razón. La misma crítica puede
hacerse al nihilismo de mercado que convierte al precio en valor único.
Leo con frecuencia que se ha vendido un Rembrandt en no sé
cuantos millones de dólares...Me parece escandaloso, me avergüenzo
de mi época".
Siempre se ha tenido
la vana ilusión que para acabar con situaciones tan despreciables
como el mercado, la estafa estética, donde la publicidad decide
los derroteros del arte, la actividad artística como regocijo
de una elite, etc. Es necesario hacer una "revolución". Lo
cierto es que eso que lleva consigo la etiqueta de revolución
no es más que una regresión aparatosa. Para comprobar
esto podemos recordar el caso, hay muchos, de Marc Chagall, quien
estuvo casi cincuenta años fuera de Rusia debido a que su pintura
no se ajustaba a las exigencias revolucionarias. No entendieron los
capataces del buró político por qué Chagall pintaba
las vacas azules, los burros verdes y los violinistas levitando por
las nubes o como escribió Umbral, que las revoluciones se hacen
entre otras cosas, para poder pintar vacas azules y verdes, cuestión
que no suelen entender los comisarios políticos.
Lo peor que le puede
pasar a un país es que el Estado se derogue la potestad de
crear una política cultural. El gran argumento siempre ha sido
la de hacer más accesible para un mayor número de gente
la actividad cultural. Esta falacia igualitaria siempre ha sido el
comodín ideal para fomentar cambios. Esta igualdad impuesta
y decidida por unos pocos es nefasta. Por eso motivo me quedo con
lo escrito por Savater: "La igualdad a reivindicar, esta sí
inequívocamente revolucionaria y en modo alguno totalitaria,
es así: que a nadie le sea quitada su capacidad permanente
e indeclinable de decidir en los aspectos comunitarios que le afecten;
que nadie tenga, por razones de posición, prestigio, biología
o cualquier otra causa la posibilidad de pensar por otro en su lugar".
El mundo cultural es
una mierda. Hace largo me desencanté de toda trinchera. El
arte es entonces la posibilidad de un testimonio para ampliar las
nociones humanísticas y enfrentar todo proceso de repliegue
político, social y cultural. Por ese motivo el artista verdadero
está por encima de cargos burocráticos, por esa razón
hace que su obra se vuelva efímera, la saca a la calle, la
convierte en una ética(carente de precio) como respuesta a
los abusos de poder.
Por ese motivo cuando
alguno me inquiere y pregunta:¿pintor?. Ni de vaina. ¿Escritor? Menos.
A lo sumo un malabarista de lo literario que se parapetea detrás
de las frases hechas y las acomoda en el papel (o en a pantalla de
la computadora) según convenga: "Mientras más observo
a los hombres, más quiero a las hormigas" y en ese plan. O
sea.