Desde Chile, Gonzalo
León
Para
amar,
para amar
siendo estúpido
serás feliz.
Jorge González Ríos
Alguien dijo por ahí
que el mundo de las mujeres se encontraba en sus carteras, pero para
Pablo, Pablito -como le llamaban sus mujeres-, en las carteras las
mujeres guardaban con celo sus terribles pasados. Digo terribles,
porque Pablito poseía un imán que atraía a toda
mujer atormentada: recién saliendo de una clínica siquiátrica,
en período de separación, con una mama menos producto
de un rebelde cáncer, la reciente muerte de un hijo o hija.
A cualquiera que sufriera, Pablo, cual buen samaritano, la consolaba,
y bueno, también la enamoraba.
A Pablo las mujeres
lo querían. No poseía una belleza o un atractivo específico
o definido, pero aquella voz ronca, aquel abundante pelo enmarañado,
su ropa entre lo formal y lo casual Made in Italy y su inteligente
conversación, unido a sus excelentes dotes amorosas gracias
a aquella droga llamada Viagra, lo convertían en el AMANTE
IDEAL, en el amor recuperado para cada una de estas mujeres: la esperanza
en un futuro. En el fondo, revivía a estas mujeres. Pero a
diferencia de un típico Don Juan, Pablo con cada mujer, se
iba desgastando poco a poco. Cuestión por lo demás previsible,
pues él se entregaba por completo, fuera una relación
explosiva y de una noche, o una que se extendiera hasta los nueve
meses. Pablo se conocía y en el fondo de sí se consideraba
incapaz de mantener una relación más allá de
los nueves meses. Un hijo nace a los nueve meses, solía
pensar, a lo que enseguida agregaba: Y yo no quiero tener hijos.
Por eso cuando llegaba el día D (De la Separación),
él muy calmadamente despertaba a su mujer de turno, para decirle
con ternura:
-No sé
cómo decírtelo, pero ya no te quiero y creo que debemos
dejar las cosas tal como están, y seguir amigos solamente.
De ahí
la sorpresa, de ahí la firmeza de Pablo para mantener su gesto
adusto pero a la vez compasivo, como demostrando que a mí
también me duele no poder amarte. De ahí los llantos,
y finalmente el último coito, la despedida final. Por lo general
nunca siquiera volvía a ver a sus antiguas mujeres, y si las
llegaba a ver en la calle, hacía como que jamás las
había visto en su vida. ¿El teléfono? Simple. Como acostumbraba
a poner la contestadora, siempre sabía quién lo llamaba.
La única incomodidad de esto era que su novia de turno, cuando
por casualidad escuchaba el mensaje a veces violento y otras veces
tierno y amoroso, lo quedaba mirando a los ojos, a lo que él
sólo respondía: Una querida amiga.
-Y si es una querida
amiga, ¿por qué no le contestas? -Era lo que habitualmente
seguía.
-Ya no tenemos
nada qué decirnos.
-¿Nada? -Y en
esta parte, la novia de turno, por solidaridad femenina o por un extemporáneo
reproche le decía-: Una mujer que te habla así, tiene
muchas cosas que decirte. Eso te lo puedo asegurar. Soy mujer.
Pero ahí
el hábil de Pablo se acercaba a su novia y muy tiernamente
le susurraba Sé que eres mujer, MI MUJER. Luego un beso,
un postrero reproche de parte de la mujer, otro beso y asunto zanjado.
Pero Pablo no
era tan honesto. Bueno, en la actualidad casi nadie lo es. Aunque
en realidad esta deshonestidad de Pablo se podía resumir en
un vicio: Pablo hurtaba las carteras de sus novias y las guardaba
luego en una especie de caja fuerte. Con todo adentro, intacto, pues
Pablo no era ningún delincuente. Es más, se hubiera
muerto si algo de ahí se hubiera extraviado. Por eso conservaba
las carteras tal como las había hurtado, y cuando se separaba,
examinaba el interior de la cartera de aquella ex novia por horas,
con una extraña nostalgia. Observaba el orden, las cosas que
tenía, e incluso las comparaba con otras carteras. En algunas
había de todo y en otras lo justo y necesario, aunque para
él en una cartera de mujer nunca existía lo justo y
necesario. Es cierto que había carteras pequeñas con
pocas cosas y uno pensaría que la propietaria de aquella cartera
guardaba lo justo y necesario, pero en vez de eso Pablito se encontraba
con galletas, destornilladores, alambre, calzones usados, una nariz
de payaso, pepas de sandía, restos de marihuana, calzones limpios,
antiguos papeles que decían algo así como No olvidar:
Hoy a las 7 en el Liguria (fechado en octubre de 1997) y Recordatorio:
Lavar calzones (fechado en marzo de 1995). Aunque lo que unía
a todas las carteras era que en su interior siempre había condones,
pastillas anticonceptivas, cajetillas de cigarros, crema, el inefable
tampón, lentes oscuros, cepillo de dientes y pañuelos
desechables. Si se podía sacar una conclusión sobre
las mujeres de Pablito, era su disposición hacia la limpieza
y el aseo personal.
A Pablo le gustaba
su colección, como él la llamaba. La admiraba,
y por eso a veces se preguntaba ¿No estaré loco? Pero
al rato se tranquilizaba diciéndose asimismo que tenía
derecho a sus hobbies: Si otros juegan fútbol todos los
domingos y otros tantos coleccionan monedas, ¿por qué yo no
puedo coleccionar carteras? Pese a ello, Pablo era perfectamente
consciente de que cometía un ilícito cuando hurtaba
aquellas carteras. Pero ¡qué diablos! En esta vida hay que
arriesgarse. Aunque, eso sí, lo único que pido es que
nunca me pillen. Precisamente por este temor era que guardaba
su colección en esa especie de caja fuerte. No quería
ir a parar a la cárcel.
En realidad lo
que Pablo pretendía en un primer instante, cuando hurtaba la
cartera, era conocer más a sus mujeres. En las carteras están
aquellas cosas que no se atreven a decir. En el fondo, Pablo aguardaba a
esa mujer ideal que se entregara tanto como él. A ella, sólo
a ella, no le hurtaría la cartera, porque sería su mujer
para toda la vida y tendría el tiempo para conocerla más
allá de... su cartera. Pablo era un romántico empedernido.
Conocer a mujeres
que estén pasando por algún terrible trance no es difícil.
Sólo basta con ir a un bar, donde supuestamente todos lo pasan
espléndidamente. Pablo sabía esto, y cuando terminó
su última relación -de una semana con una siquiatra
a la cual se le había suicidado un paciente-, de inmediato,
a la noche siguiente fue a un bar. En Santiago, los conocía
casi todos, y cuando los mozos lo veían llegar, sonreían
picaronamente, luego miraban alrededor y se preguntaban ¿Y ahora
a quién se llevará?
Pablo llegó
a un bar cubano, de esos que quedan en la calle Bucarest, en Providencia,
junto a otros restaurantes de comida mexicana. La decoración
era el cliché de todo lo que el chileno aguarda de Cuba. Se
arrimó a la barra y pidió un cuba libre. En realidad
a Pablo no le gustaba el ron, pero cuando salía en plan de
conquista -quizá por superstición- siempre bebía
el trago de la casa. Si iba a un bar mexicano, tequila golpeado; si
iba a uno peruano, pisco sour.
Pablo era amigo
de casi todos los barman de la ciudad. Y como tenía una memoria
de elefante para recordar sus nombres, siempre entablaba una conversación
de lo más amena.
-¿Y se ve algo
interesante esta noche, Ernestico?
-Es muy temprano
todavía.
Pablo observó
su reloj, un obsequio de una de sus novias, y agitó la cabeza
como diciéndole Tienes razón. Encendió
un cigarrillo, le pegó una buena bocanada, y luego comentó:
-Apenas veas a
una, tú ya sabes lo que tienes que hacer, ¿eh, Ernestico?
Ernestico le puso
unos maníes y unas pasas, como dándose por enterado
y luego se alejó de Pablo para atender a una pareja de amigas
que recién había llegado a instalarse hasta el otro
extremo de la barra.
Mientras tanto,
Pablo pensaba en la siquiatra, en lo hermosa que era su cartera, en
aquel diminuto joyero de plata, en el cual guardaba una cuchara amarrada
a una cinta y debajo de ella un polvo blanco, cocaína. De
seguro se creía Freud, concluyó.
Acabó su trago,
pidió otro, y cuando Ernestico se lo llevó, le dijo
en voz baja La de allá. Pablo bebió un primer
sorbo y luego dirigió su mirada hacia el recomendado lugar.
Era preciosa, su cartera, pero ella también. Pequeña,
de como treinta años, no entendía cómo no la
había visto entrar. La siguió observando y poco a poco
Pablo se fue convenciendo a sí mismo que era la mujer de su
vida: la forma en qué sonreía, no exageradamente, sino
que con su rostro; todo su rostro era una hermosa sonrisa dibujada.
Continuó
observándola hasta que por fin consiguió que ella lo
mirara. ¡Ojos verdes! De ésos que hablaba Flaubert en Madame
Bovary, que cambian de color según la luminosidad del día:
podían ser azules, grises o verdes, todo en un solo día.
Y sucedió algo que nunca le había pasado, se pudo nervioso,
y sus piernas tiritaron cuando la mujer se aproximó, y casi
susurrándole al oído, ordenó:
-Una cajetilla
de cigarrillos, please.
Pablo ni siquiera
se movió. Era como una de esas estatuas humanas que se colocan
en la calle con un sombrero en el suelo para ganar dinero.
-Hola -le dijo
la mujer de pronto y éste casi se desmayó-. ¿Se puede
saber qué tanto mirabas mi cartera? ¿Acaso eres marica?
Pablo intentó
aclarar las cosas lo antes posible:
-No miraba tu
cartera, te miraba a ti.
-¿Ah? ¡Qué
bien! -Le dio un buen beso en la boca y le dijo-: Por si te interesa,
me llamo Mónica.
Pablo se quedó
callado por un instante, después de aquel beso.
-Yo soy Pablo.
-Ya lo sé:
Ernestico me lo dijo. Pero dime, ¿qué haces?
Mientras esperaba
la respuesta, abrió el paquete de cigarrillos, encendió
uno, y le tiró el humo en la cara al pobre de Pablo, quien
recién se había animado a contestar esa desagradable
pregunta que tanto le incomodaba.
-Soy de esas personas
que no tiene que trabajar para vivir -confesó Pablo.
-¿Cómo
es eso?
-Mi familia tiene
dinero suficiente.
Pablo encendió
un cigarrillo Berkley, dio una primera bocanada hasta que Mónica
dijo:
-¿Vives muy lejos
de aquí?
-Vivo en el centro,
cerca de José Victorino Lastarria. En un departamento bastante
amplio, propiedad de mis padres.
Mónica
lo quedó mirando a los ojos y luego le dijo:
-¿Qué te
parece si nos movemos de acá?
-Pero ¿y tu amiga?
-¿Acaso no la ves?
-Ernestico conversaba con ella.
Así que Pablo
tomó la cartera de Mónica, se despidió de Ernestico
con una sonrisa y le dejó un billete de diez mil pesos en la
barra. Luego, la pareja salió a la calle, en donde Pablo reconoció
a Leonel (también conocía a casi todos los taxistas),
uno de sus taxistas preferidos de aquel sector.
-A mi departamento
-le indicó.
Mónica
y Pablo iban atrás del taxi, muy juntitos, tocándose,
cadera contra cadera, pero ninguno de los dos hablaba. Es algo
místico, pensó entonces Pablo, aún con la
cartera de Mónica entre sus manos.
No se demoraron
nada en llegar al departamento de Pablito. Entraron y Mónica
pudo ver aquella sala con cuadros de pintores amigos de Pablo, un
estante lleno de libros, un viejo computador y más adentro
una cama, dos sillones, un pequeño bar y más allá
una espléndida terraza.
-Veo que no es
raro que recibas visitas -dijo ella, a lo que Pablo contestó:
-En realidad siempre,
todos los fines de semana viene algún amigo a la casa.
-¿Mujer siempre?
-inquirió Mónica.
-Amigo -aclaró
él.
Pablo entonces
se acercó al pequeño bar y le preguntó a Mónica:
¿Qué vas a querer? Pero ella muy coquetamente le respondió:
A ti. Pablo, nervioso, rió como pensando Esto es
una broma. Debe serlo, porque de lo contrario sería algo demasiado
bueno y eso...
Pablo le sirvió
un vodka tónica, y para él, lo mismo. No quería
desentonar. Y cuando pensaba en esto, Mónica ya no tenía
su vaso en la mano, como tampoco parte de su ropa. Pablo volvió
a sonreír. Debe ser una cámara escondida, se
dijo segundos antes de comprobar que nada de aquello era parte de
una broma.
Lo que siguió
fue bien patético. Cuando Pablo vio a Mónica durmiendo,
se levantó, agarró su cartera y la fue a dejar a esa
especie de caja fuerte. Y cuando sacaba todas las demás carteras
para reemplazarlas por la de Mónica -pues había imaginado
que ella era la mujer de su vida y que ya no necesitaría de
su querida colección-, la mujer que supuestamente estaba
durmiendo apareció sorpresivamente, encendió la luz
y dijo:
-¡¿Qué
haces?!
Pablo se paralogizó.
-¡¿QUÉ
SON ESAS CARTERAS?!
Mónica
cruzó sus brazos, casi desnuda, cubierta sólo por una
polera que decía Let it be, y esperó una respuesta que
jamás llegó. Luego de unos segundos, recogió
su ropa, salió del departamento y se fue vistiendo a medida
que bajaba las escaleras de aquel céntrico edificio.
Al llegar al primer
piso, recordó su cartera ahí, en los brazos de Pablito.
Y entonces pensó en devolverse; pero al recordar aquella patética
expresión de Pablo al ser descubierto, prefirió dejar
su cartera junto a las otras. "Cuando las vea, no podrá
dejar de olvidar lo que ha hecho, por muchos, muchos años",
pensó cuando detuvo un taxi y subió en él.