Desde México,
Jorge Solís Arenazas.
«Leer,
leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.»
- Miguel
de Unamuno-
Grau, teurer Freund,
ist alle Theorie,/ Doch grün des Lebens goldner Baum, se atrevió
a sentenciar Goethe en el inmensurable Fausto. Incluso una revisión
superficial apuntaría a señalar la tensión hallada
aquí entre opacidad de la teoría y dinamismo del nivel
radical de la vida humana. No obstante, esto dista de ser inocente.
¿Qué es lo que hace posible tomar vida y teoría como
dos referentes separados e incluso en oposición? ¿Cómo
han llegado a ser, tales referentes, separados, acordando juicios
de valor en torno de ellos? Gris, pero ajeno a la vida. Teoría,
también, que no puede devenir ramificación del verde
árbol dorado de la vida. Además, ¿habla de algún
ejercicio teórico en específico, o se trata de la teoría
en sí? Por otra parte, ¿se trata de un modo preciso de vivir
o habla de la vida en general, con todas sus indeterminaciones múltiples?
En todo caso, ¿vida y teoría son necesariamente excluyentes?
Más extraño aún puede estimarse la impertérrita
frase dado que viene de la obra de un hombre entregado al saber y
al conocimiento, cuya pluma generó, recogiendo el viejo mito
germano, uno de los personajes más férreos de la literatura
universal que se distingue, justamente, por una contradicción
entre su vida entregada a las diversas prácticas científicas,
y su desolación emocional, por otro lado, en el vaivén
de la soledad, el amor, y la idea configurada del fin, de la muerte
y el tiempo. Otra posición acompaña la antedicha, para
describir a Fausto:
«Con ardiente afán,
¡ay!, estudié a fondo la filosofía,
jurisprudencia, medicina
y también, por desgracia,
la teología; y
heme aquí ahora, pobre loco,
tan sabio como antes»
Es menester preguntarse:
¿la gris teoría anula la vida? ¿Sólo hay un movimiento
secular carente de sustancia en la minuciosidad de la teoría?.
¿Es necesaria la teoría?
No deja de ser paradójico
que la sociedad comparta ampliamente la idea del reconocimiento de
la necesidad de los procesos en donde el conocimiento adopta un cuerpo
teórico particular, pero que se resista a adoptar propiamente
una actitud activa ante los mismos. Por otra parte, ¿acaso no es común
oír a poetas hablando de la poesía como de una blasfemia
grotesca? ¿No pasa también eso con filósofos que, en
medio de un ejercicio filosófico, declaran la muerte de la
filosofía? ¿O bien, por parte de científicos que emigran
hacia otros terrenos ante cierto vacío de sus propias disciplinas?
Como quiera leerse este doble hecho, de naturaleza paradójica,
no puede verse como una contradicción unidimensional, simple,
una mera extravagancia. Al separar la gris teoría y el verde
árbol dorado de la vida se está entrando en consideraciones
sustanciales en torno a la praxis, y con ello en las relaciones establecidas
entre subjetividad y mundo objetivo. En consecuencia, preguntarse
por la lectura, como el medio más generalizado de los procesos
de conocimiento teorético, no es un llano viaje hacia una respuesta
preconcebida. Y hablar del papel que reviste la escritura implica,
igualmente, mucho más que un apiñar letras en una papel
desierto.
Volviendo al inicio,
Goethe y su apotegma son antecedente de la postura radical de Kierkegaard
cuando antepone la vida misma como horizonte de experiencia existencial
total al sistema hegeliano, considerándolo ya ajeno a la vida
misma, perdido en una frialdad propia de la abstracción que
se llega a separar absolutamente de su propio suelo. ¡La vida no cabe
en ningún sistema filosófico! Con tal grito, Kierkegaard
comienza dibujando una experiencia curiosamente teórica. Como
Goethe, no concibe la vida como antitética de la teoría,
sino niega la validez de una teoría que desea subordinar el
mundo real y objetivo antes de comprenderlo.
De forma similar, aunque
la comparación pueda resultar extraña, Marx clava el
cincel en uno de los ángulos más añejos de toda
filosofía en su última tesis sobre Feuerbach:
«Los filósofos
no han hecho más que interpretar al mundo, pero
de lo que se trata de
es transformarlo».
En pocas palabras, la
teoría dejará sus estelas polvorientas, sus grises tonos,
cuando rompa su pretensión de fungir como elemento rector de
la vida. O, dicho de otra forma, la teoría que aspira al absoluto
se vuelve inerte dada la multiplicidad de la vida, su capacidad incesante
de transformación. En ese momento la teoría se cierra,
se fetichiza, y lejos de otorgar la posibilidad de una crítica
desde la vida, se convierte en un esquema de dogmas.
Como una glosa a las
palabras del Fausto puede decirse: No es que el ejercicio teórico
sea, en sí mismo, gris; sino que adopta tal color - como símbolo
de la falta de todo color- cuando pierde el mundo real como su límite
y criterio más estricto. Este mundo real es el verde árbol
dorado de la vida que no es susceptible, por ningún medio,
de ingresar en un modelo teórico que lo defina de una vez y
para siempre. No obstante, la vida también implica conocimiento.
De ahí que no toda teoría deba ser negada a priori;
hacerlo implicaría algo más grave: se estaría
quitándole sus tonos verdes y dorados al árbol de la
vida para convertirlo en una masa ramplona. No se le podaría
con la fina sutilidad del trazar una figura; se le arrancarían
grotescamente todas sus ramas y sus hojas, dejando un tronco navegando
en la desolación más primitiva.
¿Cómo salvar
esta aparente contradicción? Como podría verse de forma
diáfana, se trata de problemas acuciosos, que incluso pueden
hablar en torno a dos procesos históricos, la Ilustración
y el Romanticismo. Abandono, empero, tal perspectiva histórica
para apuntar el asunto con mayor generalidad, aunque con menor extensión.
La importancia de leer
y escribir. Noción ésta que funge como generadora de
puntos convergentes del cuerpo social pero que a pesar de su naturaleza
consensual no logra desplegar una consistencia. Es una voz ya milenaria
que ha sido indeleblemente vestida con tonos fallidos, mas ha conservado
una resistencia que vuela por sí, acaso solitariamente, con
yermas formas, pero con resultados sustanciales, de aliento pletórico.
No puede decirse, pues, que la sociedad actual presente como una práctica
fundamental el apego hacia ofertas culturales básicas como
la lectura o la discusión de distintos ejercicios reflexivos
individuales y colectivos. Menos aún puede decirse esto en
torno a la potenciación y su concomitante difusión,
de esfuerzos creativos teóricos, científicos, artísticos,
entre otros. Pero la verdad está distante de afirmar que la
sociedad es ajena a tales prácticas, que las ha desterrado.
La lectura - aunque esto parezca alguna broma surrealista- mantiene
su clientela, y la escritura también. Incluso el caso es más
que problemático porque no se trata de una extravagancia surgida
desde el baúl de la nostalgia o los tinteros de la simple utopía.
Insisto: los procesos de lectura y escritura no significan en sí
mismos sino hasta que logran implicar problemas más complejos
e importantes. Entre ellos, el de la comunicación y el de la
relación de alguna persona consigo misma como forma de relación
con los demás, y viceversa. Pero ello ocurre en un tiempo y
espacio definidos. Tiempo y espacio son formados en una serie de concreciones
que se han tornado condiciones para la comprensión interna
de las anteriores preguntas.
Con el capitalismo se
inicia un proceso de ilegitimación discursiva de la sociedad
feudal. Los valores de aquel antiguo mundo son cada vez más
cuestionados, así como socavadas son las piedras que se apilan
para organizar sus ejercicios comerciales, pedagógicos, culturales,
religiosos, morales, jurídicos.... . El hombre del mundo feudal
es disuelto y surge lentamente el sujeto de la modernidad, cuyos aspectos
son más indeterminados pero en todo caso en distanciamiento
con la vieja égida de las teleologías de la vida en
el feudo. Este proceso no es accidental. El ojo podría medir
como inútil este proceso crítico hacia el pasado ya
extinto, por lo menos parcialmente. Pero lo cierto es que no es una
constitución gratuita la de la crítica hacia el acaecido
orden social. Marx sostiene que toda sociedad surge sobre las ruinas
de una sociedad antigua. Esto se hace extensivo a las formaciones
discursivas de un proceso histórico concreto. De ahí
que el inicio de la formación social y económica capitalista
haya requerido de la tutela de la crítica de los fundamentos
del anacrónico feudalismo. Cuando el nuevo periodo histórico
cuestiona con voces de hierro al mundo abatido en el tiempo, declarándolo
pretérito, está subrepticiamente legitimando al mercado
como su institución central. Luego entonces, la idea del sujeto,
y en general toda idea desarrollada en ese nuevo orden será
referencia a tal centro nervioso.
Cuando el capitalismo
asume la centralidad del mercado como su institución primaria
está admitiendo a las mercancías como sus componentes
vitales. Esto se explica en cuanto el mercado es la condición
de la circulación de toda mercancía, es decir, no contiene
algún síntoma operativo en sí mismo. Mas esta
operación es incompleta si no se lee en la mercancía
un síntoma de mayor profusión: la capacidad de satisfacer
cierta necesidad humana. Es aquí en donde el capitalismo se
ha amputado la lengua.
Independientemente de
esto, se ha señalado la primera característica de toda
mercancía, su valor de uso. La mercancía - afirma Marx
desde los primeros pasos en El capital- es, en primer lugar, un objeto
exterior, una cosa que merced a sus propiedades satisface necesidades
humanas del tipo que fueran. La naturaleza de esas necesidades, el
que se originen, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía,
en nada modifica el problema. Tampoco se trata aquí de cómo
esa cosa satisface la necesidad humana: de si lo hace directamente,
como medio de subsistencia, es decir, como objeto de disfrute, o a
través de un rodeo, como medio de producción.
Por otra parte, las necesidades
son en cierta medida un producto social, tal como Marx pudo leerlo
desde trabajos tempranos, como en La ideología alemana o en
sus textos de 1844. Dado este hecho se comprende que la utilidad misma
sufra variaciones cuya determinación es histórica. No
se trata llanamente del progreso de la relación entre necesidad
y satisfacción, sino de creación misma de necesidades,
lo que impone otras relaciones y, por ende, otras implicaciones a
la noción de uso como satisfacción de una necesidad.
Más adelante Marx
agrega que la utilidad de una cosa hace de ella un valor de cambio.
[Y este valor de uso] se efectiviza únicamente en el uso o
en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material
de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta.
Una recapitulación
dirá que el capitalismo entiende al mercado como la vena principal
de su funcionamiento, en donde mercancías, que se forman desde
un valor de uso, se producen, se reproducen, circulan, se intercambian
y finalmente son consumidas. Esto asegura la comprensión del
siguiente hecho: En el capitalismo la idea de utilidad forja una de
las líneas principales de la subjetividad; el uso llega a funcionar
como uno de los criterios discursivos más convencionales y
una de las exigencias prácticas más indispensables.
Pero no debe identificarse tal noción con las referencias que
sostienen internamente vertientes de la filosofía, o de la
ciencia y la economía políticas, es decir, propuestas
teóricas que en algún lugar pudieran ser reunidas bajo
el título del utilitarismo. Utilidad, en este caso, cobra una
significación más inmediata: práctica, no teorética;
funcional, no sistemática.
En el fondo, existe una
concepción "espontánea" del mundo cuya esencia es determinista,
optando por el aparato sistémico del mercado como la base de
otros procesos. Consecuentemente, se asocian cosas distintas e incluso
contrarias con los parámetros del mercado, aun si esto se da
únicamente mediante la vía indirecta. Utilidad es, entonces,
uso. Si bien no es directamente valor de uso sí conlleva una
derivación desde este concepto.
¿De dónde surgen
dichas ideas? Se han tomado tales como una concepción "espontánea"
del mundo. Con apego a la certeza tal espontaneidad se disuelve en
procesos mayores, enraizados en el papel mismo del mercado en tanto
institución principal en el contexto del capitalismo. Marx
ha dirigido su pulgar también para señalar estas fronteras
balbucientes. Los velos que cubren a la mercancía son fetiches
que le confieren una valoración integral que termina por ser
una abstracción alienante, una conciencia falsa del movimiento
real de las cosas. Se toma, pues, a la mercancía como la primera
realidad del mercado, y por este conducto como base de la sociedad.
Se abre aquí la primera llaga: es el sujeto concreto quien
produce tal mercancía. Y esta producción remite a otra
realidad más específica e importante: La mercancía
parte de un valor de uso como su primera condición. Pero este
valor de uso no es un valor en sí, sino ante un sujeto. Esto
se explica por cuanto el sujeto es un sujeto de necesidades que precisan
de satisfacción. El consumo, pues, sólo tiene su fundamento
en la vida humana. La mercancía, así, debería
verse como una mediación de la vida y no como una base del
cuerpo social. El hecho de que la mercancía habite el lado
de la balanza apegado al suelo, mientras que el otro extremo suspendido
por su ligereza albergue al sujeto es el fetichismo de la mercancía.
Esto remite a una paradoja:
La idea de utilidad se expande en el capitalismo a toda área,
pero como función intrínseca, independiente de otros
procesos más amplios. Esto es, el fetichismo de la mercancía
toma el valor del producto por sí mismo, sin reconocerlo como
producto de un trabajo vivo efectuado por un humano y sin considerar
que ha de ser consumido para satisfacer la necesidad de un humano.
Una manzana no es alimento, sino un producto natural. Deviene alimento
cuando se relaciona con algún hombre que la torna objeto para
la satisfacción de una de sus necesidades más fundamentales,
la de alimentarse.
Lo anterior acusa que
la interrogación por la utilidad de los procesos de escritura
y lectura son construcciones históricas. En todo caso, sus
condiciones de posibilidad de constitución como tales se dan
en el contexto de la sociedad regida por el capital. Es, en síntesis,
una pregunta incapaz para desterrar su temporalidad y su materia social.
Por otra parte, permite situar las preguntas iniciales en un contexto
dado; hace posible reconocer que el verde árbol dorado de la
vida no es sempiterno, y que la opacidad del ejercicio teórico
tiene límites que no son los de la divinidad. Límites
que son móviles y en esta dirección maleables, propios
para un salto que los pueda derribar.
Es factible, por ahora,
reconocer el verde árbol dorado de la vida como el horizonte
de posibilidad de cualquier experiencia para el hombre. Lejos de todo
modelo, la vida está en la indeterminación que es posibilidad.
El citado árbol es el lugar en donde el hombre toma activamente
papel en el juego y lanza a su vida los primeros dibujos de su forma.
Forma que es equilibrista, que va caminando, ante el asombro, la ovación
y el miedo, en una delgada línea que es peligro latente de
que tal espacio se consuma. Pero como equilibrista, la determinación
concreta de la vida humana no puede ser estática. Goethe no
está agrupando la vida en un lugar unitario. Sólo despliega
la fuerza de un lugar múltiple como condición para vivir.
Pero la vida no es una estela pasiva, exenta de rugosidades oscuras,
sin mayor problema que el de transcurrir. E incluso suponiendo, sin
conceder, que la vida no fuera el equilibrista sino el equilibrio
se tendría que insistir en que no podría dedicarse a
transcurrir sin cuestionarse siquiera cómo haría tal
cosa. Esto es la superficie. Podría irse más adentro
y preguntarse por el sentido de ese transcurrir, por sus causas, sus
vicisitudes.... . Aquí la araña de la reflexión
ya habría envuelto a la vida misma en su telaraña de
conocimiento. Tal conocimiento, en cuanto tal, no puede existir sino
ante un grupo de varias delimitaciones: constituir el objeto de sus
pensamientos, antes que nada; configurar un plan mínimo para
abordar tal objeto; diseñar, aun si se da espontáneamente,
ciertos pasos a seguir para llevar a cabo tales tareas. Así,
la vida como interrogación por ella misma suele generar elementos
teóricos.
Pero la teoría
no está muerta antes del parto. Mientras se asuma no como la
vida sino como uno de sus varios momentos, sólo una de sus
muchas posibilidades, podrá avanzar, seguir respirando, crecer.
No se reducirá exclusivamente a poder sostenerse, sino acentuará
la vida misma, podrá intensificar los tonos cromáticos
del verde árbol dorado de ésta. Para ello, no basta
con que se tome como una parte relativa de la vida humana. Necesario
es también que adopte una tarea relativizadora. Debe reconocer
en su propio cuerpo los signos de la relatividad pero también
las herramientas de la relativización. Deontológicamente
podría decirse que debe tornarse condición para el desarrollo
de la vida de cada sujeto ético en comunidad. En algunos casos,
con acuerdo a la propia naturaleza del conocimiento teórico,
a la producción y reproducción de tal vida comunitaria,
desembocando necesariamente en la individualidad, el átomo
de la vida. La teoría, pues, debe divergir del esquema del
fetichismo de la mercancía. Tiene que abandonar la pretensión
de valer en sí, abrogando su propio peso ante su causa real,
el cubrir necesidades de los sujetos. Entonces, la teoría debe
asumirse como un elemento relativo de la vida pero considerando a
la vida misma como su fundamento (dado que se funda para cubrir una
necesidad humana). La teoría concebida en tal forma no es antípoda
del verde árbol dorado de la vida, sino una de sus ramas, un
espectro impetuoso que es capaz de atravesar todo el follaje, cada
una de las hojas individuales, el tronco y la corteza, la copa, la
parte y el todo, la parte como el todo....., pero que no es el follaje
ni las ramas ni las hojas ni cualquier otro componente de la unidad
de la vida. La teoría puede explicar hechos o cuestionarse
por ellos. Pero es distinta de los hechos. En sí, es otro hecho.
En la teoría,
en el conocimiento, en el saber en general puede leerse la relación
de la subjetividad ante el mundo real, el margen objetivo. La relación
del hombre ante la naturaleza y ante otros hombres no es estática.
Lejos de fundarse en la pasividad se funda en el acto, en el desarrollo
objetivado de toda potencia. El hombre conoce, en su acepción
más simple, por la necesidad de actuar. Al no poder dejar de
caminar sobre el mundo, creándolo, rompiendo todo esquema de
inmovilidad e inercia, el hombre requiere abrir los ojos y llevar
luz a los recovecos intangibles para su mirada. En el caso más
simple, se conoce o se sabe algo por necesidades prácticas.
Marx ha demostrado que el hombre no es la producción, pero
que sin ésta el hombre no es, no puede ser. El hombre produce,
en primer lugar, las condiciones de su propia vida. Pues, como apuntara
Marx desde la aurora de su formación científica, para
vivir hay que poder vivir. La producción en este sentido comienza
por ser producción de bienes materiales, pues éstos
aseguran la vida humana. Ahora bien, esta producción es una
actividad distinta a la de la supervivencia animal. El animal encuentra
su alimento y su casa directamente; come cosas elaboradas, frutos
u otros animales; vive en espacios dotados por la misma naturaleza.
En el hombre no ocurre esto. Su alimento lo produce transformando
frutos de la naturaleza; su habitación la consigue construyéndola,
transformando lugares naturales. Producción es transformación
de la naturaleza, actividad sobre el mundo y, finalmente, transformación
del hombre mismo. Pero la producción de bienes materiales no
concluye el proceso de actividad del hombre en el mundo. Marx ha demostrado
el papel de la producción. Más tarde, Foucault logró
demostrar que la producción era, antes de cualquier otra cosa,
producción de saber, de verdad. Incluso la producción
de bienes materiales es posible hasta la producción de conocimiento.
Si el hombre no hubiera descubierto cognoscitivamente el proceso de
siembra enmarcado en la noción de agricultura la producción
del alimento sería diversa y la vida social, tal como ahora
se conoce, sería imposible. Vida y conocimiento, pues, forman
un nudo que sostiene el cuerpo mayor del hombre. Cuando se desata
un extremo todo se anula.
De lo anterior se desprende
la imposibilidad de una teoría pura contemplativa. Aún
el más exacerbado idealismo, o el conocimiento lógico
más separado de la vida concreta se incluye dentro de la vida
misma y en cierta medida la produce, reproduce, sostiene y desarrolla.
La teoría es gris en razón directa de su distanciamiento
con la vida. La distancia ésta se construye por la absolutización
de sí. Incurrir en un error no es alejarse de la vida. De ser
así, la teoría sería imposible, pues no hay conocimiento
absoluto, ni construcción epistémica vacunada contra
el error. El distanciamiento estéril surge no de un equívoco
sino de presuponer al discurso como rector de la realidad. Con la
consideración de la producción de conocimiento como
mediación para la vida misma tal postura es tragada por la
gravedad.
Se ha dicho que el hombre
no puede ser sin transformar el mundo y por ello requiere producir
conocimiento. Igualmente se ha mentado la imposibilidad de una teoría
exclusivamente contemplativa. Ahora bien, esto puede aprehenderse
desde la perspectiva de dos prácticas fundamentales: la lectura
y la escritura. Estas dos prácticas constituyen hoy las vías
del conocimiento mismo. Pero su razón de ser descansa en otros
cabos. Leer y escribir cobran preeminencia también desde cierta
historicidad.
En el conjunto de antiguas
sociedades el saber navegaba en circuitos cerrados. La masificación
del enunciado constituía su falta de autenticidad respecto
de la verdad y el conocimiento. Conocían algo los miembros
de una estirpe delgada. Poetas, retóricos, gobernantes, sacerdotes,
maestros y jurisconsultos eran los ángulos de un edificio que
funcionaba integralmente desde su clausura al exterior. El vulgo tenía
en los labios opinión; el sabio era separado de la masa por
la vía misma del saber; éste era casi exclusivo. Ulteriormente
la sociedad antigua se destruye para reconstruirse. Marcuse ha mencionado
que la sociedad moderna se distingue por moverse como totalidad en
un doble aspecto: abriéndose al exterior y cerrándose
al interior. Esta clausura interna no es un acento puesto en las viejas
dinámicas sino una integración de todos los componentes
que se experimentan en su seno.
El edificio de la educación
no podía dejar de sufrir tales alteraciones. En el caso particular
de la educación, el cierre de las estructuras significa curiosamente
el romper las elites, es decir, "abrirlas en la masificación".
La modernidad tiene un correlato de la operatividad educativa cuyo
peldaño inicial es la circulación del saber en zonas
cada vez más amplias. Si el antiguo enunciado se convertía
en opinión vulgar al recorrer más labios, ahora el saber
necesita habitar muchas voces y entre más gente suscriba el
enunciado, éste tendrá proporciones de saber más
precisas. El conocimiento pasa ahora por la necesidad de exteriorizarse.
Los gremios se han volatilizado. La interdisciplina revela que el
conocimiento descansa sobre lazos comunicantes de una región
a otra. Con la modernidad, los fenómenos se hacen cada vez
más globales pero al mismo tiempo se particularizan, devienen
en una puntualidad cada vez más local. Para que el saber médico
tenga efectividad es menester que gente externa al gremio reconozca
elementos de tal saber y los suscriba; si hoy nadie supiera algo en
torno a las prácticas médicas el poder que puede desarrollarse
desde el discurso clínico sería imposible.
Pero lo anterior no es
sino signo de una situación de importancia mayor. El conocimiento
es consenso. De ahí que la comunicación sea su condición
concomitante. El conocimiento es intersubjetividad y por ello requiere
la práctica del diálogo. Aún más: sin
el diálogo no habría conocimiento.
En este terreno escritura
y lectura abren su pecho. No hay aquí velo alguno. La transparencia
señala que cualquier criterio utilitario borra las huellas
que se han caminado, y en cambio acude al centro de otra noción,
la de operatividad que no es cuantificable, sino se registra a partir
de la importancia cualitativa que comporta. Escribir y leer, pues,
son procesos cardinales para la comunicación erigida alrededor
del conocimiento. El edificio educativo de la modernidad requiere
de la comunicación para el establecimiento de consensos que
logren asegurarlo, reproducirlo y legitimarlo en la medida misma que
los sistemas modernos requieren hacerlo. El saber es, entonces, un
proceso de legitimación del mundo presente. La sociedad genera
sus propios discursos desde este ámbito. Pero el saber no se
reduce a la legitimación. También se extiende a la crítica
de los fundamentos de toda legitimidad y, por ahí, a la creación
misma del presente, al transformarlo y derruirlo una y otra vez. Si
bien la negatividad se legitima con el discurso de su saber, creando
verdad, la forma de superación de tal estado requiere también
de procesos de creación de conocimiento. E incluso sólo
son posibles al hacerlo. ¿Cómo, por ejemplo, encontrar la solución
a algún problema sin delimitarlo y reconocerlo como tal, y
sin reconocer a la vez la necesidad de superarlo o bordearlo? Conocimiento
es comunicación en la medida en que justifica y perpetúa
una realidad al mismo tiempo que la niega y la transforma, derruyéndola
y generando otra diversa. Su naturaleza es múltiple. Conocimiento
es comunicación y comunicación es diversidad y diversificación.
La escritura y la lectura
son por ello procesos intersubjetivos que establecen consensos, o
que lo pretenden por lo menos. Sin la escritura, el saber sería
cerrado y personal, imposibilitando el acuerdo en torno al enunciado
epistémico, ya en su forma, ya en sus contenidos. En el contexto
del capitalismo y el referente de la sociedad actual tal conocimiento
no importaría en absoluto. Por ello la forma de presentación
de lo que se ha llegado a conocer es fundamentalmente la escrita,
esto a pesar de que esta sociedad es fundamentalmente apegada a la
tradición oral. Por consecuencia, la lectura suele ser la vía
más importante del aprendizaje. Pero esto no responde la pregunta
que escudriña por las causas de la escritura. ¿Para qué
escribir?, ¿por qué hacerlo?. De la respuesta que pueda planearse
sobre estas interrogantes saldrán elementos para resolver preguntas
colaterales que busquen el sentido del ejercicio de lectura, dado
que escritura y lectura son de un pájaro las dos alas.....
.
Por otra parte, reconocer
la importancia de la lectura es cuestionarse nuevamente por el papel
del conocimiento y la comunicación.
Conocimiento implica
diálogo por cuanto se ha reconocido la necesidad de la consensualidad.
La educación, por lo tanto, es un proceso intersubjetivo que
requiere dialogicidad. Esto neutraliza la concepción formal
de la educación como formación a partir de la transmisión
de los conocimientos. El conocimiento no es una entidad estable que
se transmite linealmente. Su heterogeneidad constitutiva y su mutabilidad
hacen imposible su transmisión, sin más. No es posible
aprenderlo y llevarlo de una zona a otra. Sólo puede crearse
y recrearse. Una de sus notas es el reconocimiento por una comunidad
de hablantes y por ello el conocimiento es una producción también,
y una producción colectiva. Educación debe entonces
ser pluralidad creadora y recreadora del conocimiento, no desde la
individualidad sino desde lo comunitario, con la reserva de potenciar
la individualización. Esto tiene lugar para explicar el papel
de la escritura como herramienta en el proceso de educación.
"Todo libro es hijo de
su época", tal consigna han elevado al viento diversas voces
desde los rincones más distintos. ¿En qué sentido? Primero,
porque el contexto de producción y de recepción es temporal,
lo marcan circunstancias definidas que lo vieron crecer, que lo ven
aparecer ante los demás e incluso que lo ven abatirse finalmente
en el olvido. Esto entraña un problema: ¿Qué hace que
los textos sean actuales o inactuales? Aquí se tocan ya las
fibras del segundo sentido del problema. Un texto es actual en la
medida que responde a su propio presente. Al decir presente se está
mentando colateralmente algo que trasciende el límite de un
solo sujeto, de la individualidad. Así como es imposible la
posición de l´art pour l´art es inconcebible el conocimiento
por el conocimiento mismo. Para Nietzsche, el interés por el
conocimiento en sí es la última trampa que se nos tiende
¡y acabamos pro caer en ella!. El saber no puede concebirse sin el
poder. Prácticas de saber son, por un lado, ejercicio del poder;
por otro, ciertos ejercicios del poder generan saber para legitimarse
y reproducirse. El objeto de conocimiento, los métodos para
acceder a él, etcétera, son productos de relaciones
de poder. Así, todo ejercicio de escritura se integra a estas
prácticas, a la realidad misma.
Pero esto no anula la
actualidad de un texto. Es decir, cuando cambian las circunstancias
en que se ha originado no muere necesariamente la riqueza discursiva
teórica que algún texto puede ofrecer. Ciertamente Grecia
es otra a la que veía los orígenes de los sistemas democráticos
en las ciudades, pero no por ello La República de Platón
queda muda ante el presente. Esto se explica por la superación
de una resistencia en el tiempo, de la cual hablara Lezama Lima. En
el eco de esto se deja aprehender ya el tercer sentido de tal caso.
Un libro corresponde a su propio presente en la medida en que es diseñado
desde él dado un problema concreto. Esto ocurre con cualquier
texto pero en realidad se hace extensivo a todo acto creativo. De
la mano del Tintoreto no salió jamás un bodegón,
así como de Cézzane no nació en ningún
momento un fresco trabajando la alegoría religiosa. ¿De qué
forma pudo nacer el planteamiento sinfónico de Bruckner en
Palestrina? De ninguna; esto es sencillamente imposible. El arcipreste
de Hita no pudo escribir algo semejante a Joyce. Esto no es gratuito
- ya que en la escritura nada gratuito podrá hallarse; la configuración
de todo texto se da en el vértice donde espacio y tiempo se
encuentran. El autor dirige la mano para esculpir las palabras sólo
porque es arrastrado por un problema real. En una sociedad abierta,
dialógica, en donde la intolerancia no puede siquiera imaginarse,
¿podrían existir los textos de Wilde? Y en una sociedad que
no engarzara su moral fetichista y débil en lineamientos de
la metafísica decadente, ¿Nietzsche no sufriría ninguna
variación?
Pero la escritura, motivada
por un problema concreto, no intenta explicar a los interlocutores
lo que el autor ya sabe. De ahí la inocuidad de tantos manuales
fríos que intentan condensar el conocimiento para repartirlo
en mentes vírgenes. Si la escritura es necesaria es porque
el autor sólo observa velos; su estancia es siempre en las
tinieblas, y para quitar el gajo previo a la mordida tiene que llevar
a cabo tal tarea. Escribir es pensar, no exteriorizar algo pensado
de por sí. Pero es un pensar que se realiza en voz alta, pues
tiene intención de dirigir la voz hacia un oído que
se transformará en el labio de donde nazca la siguiente palabra.
Escribir es por esto mismo dialogar. ¿Qué caso tendría
la publicación de un texto si el autor ya sabe realmente lo
que le interesa? Me atrevo a decir que la escritura es un acto desde
la ignorancia. La sapiencia que puede implicar no es un elemento que
se posee con antelación a la construcción del texto;
en el camino para formularlo es que se abre la retina y entra la luz.
Escribir es hablar, pero sólo como preludio a un silencio expectante.
Escribir es hablar para callarse, y es callarse para oír el
eco, la reacción, la respuesta que dibuja los rasgos últimos
de la escritura. En este sentido no hay texto definitivo porque el
diálogo es un proceso abierto que nunca termina. En medio del
mar de un diálogo, la isla desierta del silencio se empieza
a poblar de significados y participa también del mar que la
acecha. La escritura se rodea de pronto de silencio, pero este silencio
constituye su vida, es la lectura por el otro que es finalmente un
acto de escucha radical.
Existe una común
tendencia a desdeñar la escritura en aras de la práctica
del habla. Nada más contradictorio: es como si alguien, al
caminar, quisiera renunciar a su paso y para ello diera inmediatamente
otro, al cual quisiera renunciar de inmediato para dar otro más,
y así secularmente. Lo único que haría es sumergirse
atrapado en su propia caminata. Es de hecho paradójico que
se aduzca ignorancia para evadir la práctica de escribir. Ciertamente
escribir es un acto de responsabilidad pero es un acto incluso para
darle mayor peso a la balanza en donde en este momento la ignorancia
tiene el peso mayor. Pretextar ignorancia no debiera quitar la responsabilidad
de escribir, sino incrementarla. Porque escribir es un acto de dirección
hacia los demás. Un autor, en el fondo, no existe. Es él
quien utilizó las manos para que naciera ese extraño
producto, el texto, pero éste es obra siempre de un proceso
plural que incluye a otros, ya que es una línea constitutiva
de un diálogo.
La escritura no puede
concebirse sin la lectura. Hablar facilita escuchar cuando se trata
de un sincero ejercicio partícipe de los demás, para
los demás. Escuchar es también una vía para poder
hablar. Esta doble relación se establece entre lectura y escritura.
Leer es acceder a la voz del otro, integrándola y transformándola.
Posiblemente leer sea una carga más ardua que escribir, toda
vez que implica caminar por donde el otro dejó las huellas
para después continuar la senda sólo. Es un doble proceso.
Todo texto ha nacido en el minuto donde ha sido elaborado, pero renace
en el momento en que se está leyendo. Leer es rehacer, reconstruir.
Leer, al igual que escuchar, no acusa pasividad, sino doble actividad.
Leer es relacionarse en un acto de comunicación. Si la escritura
es, como el habla misma, responsable, la escucha y la lectura son
procesos de responsabilidad más acentuada; a la responsabilidad
de escuchar se le adhiere la responsabilidad de elaborar la respuesta
precisa.
En mi caso particular
nunca he leído un libro, y si lo he hecho ha sido algo infructuoso
- incluso lo he olvidado. Yo los trato de asaltar. No los leo, los
excavo. Cuando voy al escritorio con un libro en la mano me ofrezco
también ciertas herramientas: pala, pico, cincel, martillo,
lámparas, cascos, protectores.... . A veces tomo el texto y
empiezo a ponderarlo en mi mano; quizá le paso el martillo
o el cincel y espero para ver si se llega a cuartear, y si lo hace
con qué intensidad, y por qué.... . Otras tantas tomo
la pala y empiezo a remover la superficie; escarbo. Cuando encuentro
algo no lo dejo ahí tirado pero tampoco lo tomo y lo pongo
sobre mi espalda. Tomo la lámpara, primero, y lo veo desde
varios ángulos; si me resulta atractivo voy por el pico y produzco
ligeros choques con el fin de ver si resulta algo resistente o un
espejismo; lo pico para ver, también, si no hay adentro un
veneno o un tesoro mayor y más ligero. Cuando decido llevarlo
a los lugares a donde marcho, de todas formas trato de pulirlo. Es
decir, hacer que, aunque no lo haya producido yo, sea plenamente mío.
Si alguien toma algo ajeno no podrá caminar bien. Alguien me
lo dijo un día: si tomo una armadura que no es la mía,
me ceñirá, apretándome hasta lastimarme, o me
quedará demasiado grande y no podré cargar con ella.
Pero no puede creerse
que esto es trabajo trivial. De ser así, caminaría por
otras latitudes. Sólo lo difícil es estimulante - advierte
Lezama Lima; solo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar,
suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento; pero, en realidad,
¿qué es lo difícil?, ¿lo sumergido, tan solo, en las
maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis
o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido,
una interpretación o una sencilla hermenéutica, para
ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva
lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado
eco, que es su visión histórica.
Dicha visión histórica,
de la cual nos habla el gran mago cubano, sólo puede tejerse
con la paciencia de la comunicación, en un circuito cercano
al diálogo que asume su temporalidad y se locus. Tal visión
histórica es una dificultad que en todo caso siempre atrapa
la escritura y la lectura. Por ello no se escribe para explicar algo
que se sabe, de la misma forma en que no se lee para saber más.
Ambas actividades se hacen en el fondo del hombre que rompe todo solipsismo
a partir de la palabra y le otorga un sentido dada una historicidad
específica. De ahí que el verdadero lector sea constructor
de laberintos y descifrador de los mismos.
Se lee y se escribe,
también, como formas de una búsqueda que podría
calificarse como utópica. Se trata de "encontrarnos". Pero
resulta que no fuimos enmarcados desde siempre, elaborados con un
telos que nos determinara fuera de toda circunstancia. Así
que nunca nos "encontraremos". Pero esta búsqueda no es por
ello inútil. Galeano sentenció que las utopías
sirven para caminar; ésta no constituye excepción. Porque
al buscarnos nos formamos, y esa puede resultar una forma de encontrarnos.
No había nada en nosotros por ello nunca lo encontraremos,
pero la búsqueda es creación y esto explica que nos
vivamos a nosotros mismos. Leer y escribir es definirnos conjuntamente
con los demás porque son experiencias de un diálogo.
Pero esta definición no es sempiterna. La definición
construida desde estas prácticas parece volver a acudir a Lezama
Lima para decirnos:
Ah, que tú escapes
en el instante
en el que ya habías
alcanzado tu definición mejor.
Si esto es así,
lo grisáceo de la teoría se hace liviano hasta desaparecer;
todo se integra en el verde árbol dorado de la vida.
Leer y escribir no es
sólo buscarnos, encontrarnos y destruir ese hallazgo para proseguirlo
siempre. Leer y escribir son también actos de amor. No sólo
actos de amor al conocimiento, o a la sabiduría, sino actos
de amor ante los demás. Por ello deben ejercerse responsablemente,
con creatividad, juego, pasión y coraje.
Actos de amor.....
Y como gritó el
poeta algún día: amar es desnudarse de los hombres.