UN
EMPATE IPSO FACTO
Por: Ignacio
Fritz.
Si la Josefina quedó para el forro en la Posta Central. Se
cachaba que iba por el lado penca. Bien ipso facto. Lo que pasa es
que la muy monga no te dice lo que piensa. Si digo que fue culpa suya
porque era domingo y la Josefina sabía de más que
yo quería quedarme en mi casita para ver al Zamorano jugar,
que en la Sky daban fútbol en directo, mejor que ir al Estadio
Nacional.
-Vamos, puh -me dijo-,
llevamos a los cabros chicos y nos bajamos en Mapocho a tomar chelitas,
¿no? En la Fuente de Soda donde venden schops de dos litros. Nos vamos
a quedar poco rato. -Pausa-. Será poco rato.
-Ya. Pero volvemos, que
el partido empieza a las cinco y quiero estar echado en la casita,
en mi camita y con una garrafa de tintolio.
Si vale la pena dejar
que la mujer de uno se salga con la suya, aunque sólo sea para
tenerla con el hocico pegado. Y tomamos schops y los cabros chicos
felices con las papitas fritas y el pollo asado. Aunque uno de los
cabros culeados se llevó un charchazo por huevón.
-Y ni se te ocurra seguir
o te rajo la cara de una cachetada.
Y yo pendiente del reloj
por lo del fútbol. Y la Josefina dándole como caja al
schop de dos litros. Bueno, anda terminando, le dije, que ya es hora
de echarse el pollo. Pero la muy hueva me dijo:
-Shish... Si queda harto.
-Bueno, pero te apuras.
En total pedimos otra
ronda (somos buenos para el copete y se nos calienta la jeta fácilmente).
Y la Josefina jura que tiene aguante pero vale callampa. La Josefina
cree que tiene garra, como los de la Garra Blanca (es del Colo-Colo).
-Vámonos que llegamos
tarde.
Entonces les hice una señal a los cabros chicos y nos largamos
calle abajo. La Josefina estaba con la caña, por eso digo que
fue su culpa.
-Apura, mierda -le grité.
¿Qué iba a hacer la muy monga? Todo. Poner esa cara que sabe
que me pone a mí al rojo y paremos de contar.
-Vamos, mierda -le dije-,
¡y no pongas esa cara, por la rechucha!
Llegamos a la estación de Metro y se me ocurrió hacer
un atajo por las escaleras, como cabro de dos años, para irnos
más rápido, pero la Josefina se fue para otro lado,
tambaleándose.
-¿Adónde vas?
-dije y me planté de un salto en medio de la vía, después
de que ella lo hiciera antes, y por suerte no me dio la corriente
y ningún guardia me cachó.
En buena hora.
-¿Te vas a suicidar?
-dije con voz aguda.
-¡Que viene el Metro!
-me gritó la Josefina con cara de monga. Yo miré el
reloj de la estación y le dije:
-¡Sube, por la reputa! Faltan cinco minutos para el partido.
A mí se me cayó
la cara de vergüenza. Y en ésas, cuando ya tengo a los
cabros chicos tomados de la mano, oí una especie de ruidito
y noté una vibración. Me subí:
-¡Dame la mano, mierda!
Y la agarré fuerte;
pero claro, a la velocidad que llevan estas huevadas de vagones, y
con lo que pesa la Josefina, no la pude levantar. Josefina, además,
gritó borracha que dónde están los cabros chicos,
¡dónde! Y yo le dije que por los pendejos no se preocupara,
que estaban bien, y que acabara de subir de una puta vez. Y en ésas
estábamos cuando llegó el tren y le pegó de cuajo.
Me la arrancó de las manos. Que si me descuido, me caga a mí
también.
Cuando miré al
frente, pensé que me la iba a encontrar en la Cal y Canto.
Pero no. Estaba en el andén, unos metros más allá,
mirándome y echándome la bronca delante de todo el mundo.
Chucha, que tuve que decirle que se callara el hocico si no quería
que se la cerrara de un palo, y que moviera el poto de una vez, ¿no?
Entonces fue cuando volví a fijarme en la Josefina y vi que
se había quedado sin patas. Pero con la Josefina no hay vagón
de metro que resista. Cuando quise darme vuelta de pasmado, ya venía
hacia mí, arrastrándose con las manos, dejando todo
el andén lleno de sangre. Guácala.
Y lo más alucinante
no fue eso. Lo más alucinante fue cuando levanté la
cabeza y vi que las patas se le habían quedado atrás.
Las dos. Separadas del cuerpo. Cortadas a la altura del muslo. En
serio.
-¡Jonathan, no te quedes
ahí y búscale las piernas! Tráelas aquí
ahorita mismo.
Se lo decía con
la idea de llevarlas a la Posta Central para ver si se las podían
coser. Pero al muy gil no se le ocurre otra cosa que echarse a llorar,
histérico como mariquita porque no se atrevió a bajar
por miedo a electrocutarse.
La gente enseguida se
puso a pedir una ambulancia a gritos; y mientras la Josefina se dedicaba
a putearme desde el suelo lleno de cables eléctricos, yo seguía
pensando en el partido culeado, que ya empezaba. Entonces caí
en la cuenta que la ambulancia seguramente pasaría cerca de
casa camino a la Posta y podía echarme un aventón.
La cabra chica se había
ido donde las piernas de su madre y las había tomado (valiente
la huevona porque casi se electrocuta) y se venía corriendo
hacia mí. Gran sopapo le puse al ahuevonado de su hermano.
Le tuvo que doler, porque se puso a llorar ipso facto.
-¡Ahuevonado! ¿No te
dije que fueras a buscar las piernas? ¿Cómo se te ocurre dejar
que vaya tu hermana? ¿No ves que es una pendeja que odia la electricidad?
¿Cuántos años tienes? ¡¿Seis?!
Luego vino un sujeto
y me dijo:
-¡Qué desgracia!
-Buen samaritano es usted
-le dije yo-. Lo menos me he perdido los dos primeros goles, por la
reputa. Porque este partido no será empate.
Y entonces se me acercó
otro y me dijo:
-Ya imagino en qué
estado se encuentra, pero no se preocupe. Su esposa no se ha dado
por vencida. Usted procure consolar a los niños.
Y cuando vi llegar a
los paramédicos, les dije a los cabros chicos:
-Miren, su madre se va
a pasar una temporadita en la Posta, pero no es que le pase algo malo,
¿eh?
-Pero si se ha quedado
sin patas -me dijo Jonathan.
-Sí ya lo sé,
pero eso no quiere decir que le pasa algo malo. Mira, pendejo, para
una persona normal, no para una cualquiera, como tú o como
yo, lo de no tener piernas sería trágico, ipso facto.
Pero no para la Josefina, porque está tan guatona que, total,
dentro de poco las piernas dejaran de funcionarle.
-¿Mamá está
para el gato? -me preguntó Jonathan.
-Y yo qué sé.
¿Me has visto cara de gitano? No digas huevadas, hombre. Sólo
me faltabas tú con tus preguntitas. Mira, si se muere, y no
estoy diciendo que se vaya a morir... Pero si se muere, si se llega
a morir... O sea, suponiendo que se muera, y sólo es un suponer
ipso facto...
Total, que entre que
llegan los del SAMU y meten a la Josefina en la ambulancia, con todo
lo que pesa (imagínense en las escaleras), seguro que ya ha
comenzado el partido, pensé. Entonces le dije a Jennifer que
me dé las piernas de su madre y me acerqué a la ambulancia
para dejarlas donde su dueña, pero el paramédico se
las quedó y las envolvió en hielo y plástico.
Luego nos metemos todos en la parte de atrás y salió
la ambulancia a todo ritmo. Cuando vi que pasamos cerca de casa, dije:
-Cuando lleguemos a la
casita azul, con el banderín del Chuncho, pare que me bajo.
-¿Qué? -me dijo
Jonathan.
-Que me bajo aquí,
huevón.
-Aquí no se baja
nadie. No podemos parar hasta que lleguemos a la Posta -dijo un paramédico-.
No hay tiempo que perder. Además, tiene que inscribir a su
mujer y ocuparse de los niños.
-En la Posta habrá
tele, ¿no?
El paramédico
me miró con cara rarengue y me dijo:
-Sí, sí
la hay.
La Josefina estaba con
la mascarilla de oxígeno, y el paramédico le dijo que
procurara no hablar. Pensé: Anda que no llevo yo años
intentando que cierre el pico. Y ella dale que te pego, viene a decir
que había sido culpa mía. Tu culpa fue, le dijo al paramédico.
Y la culpa fue suya, por querer chupar más, como siempre. Si
será curada la Josefina.
Yo, con mis cañas,
mi fútbol y algún polvo de vez en cuando, me conformo.
Ya no le pido más a la vida.
¿Y cómo iba a hacer el amor cuando la Josefina no tuviera piernas?
En ésas llegamos a la Posta y sale el matasanos de turno diciendo
que estoy en estado de shock.
Y yo: pensando en el
partido.
Entonces le dije al matasano:
-¿Ahora qué pasará?
-¿Perdón? -dijo.
Más tonto que
perro nuevo. Médico, nada menos. Y uno que siempre piensa que
la gente que pasa por la universidad es lista.
-Le estoy hablando de
nuestra vida sesual -le dije.
-Bueno, suponiendo que
su esposa sobreviva, en principio debería ser capaz de llevar
una vida sexual completamente normal.
-Pues no sabe la alegría
que me da -le dije-, porque hasta ahora, lo que se dice normal,
no ha sido. Vamos, a no ser que a usted le parezca normal echar un
callampazo cada año. Porque, a mí, desde luego, no me
parece.
Y así fue la cosa.
Al final tuve que ver el partido en la tele de la sala de espera.
Sin una triste garrafa que llevarme a la boca. Y los loquillos estos
me daban la lata con papeles y preguntas. Y los cabros chicos metían
bulla y preguntaban si su madre se iba a poner buena y si nos íbamos
a ir pronto a casa. Y eso que ya les había dicho que se andaran
con cuidadito. Tampoco es que el partido fuera nada del otro mundo,
pues hubo un empate ipso facto.
Ignacio Fritz
nació en Santiago de Chile en 1981. Escribe narrativa desde
los cinco años, también pinta expresionismo, y en 1998
participó en el taller literario de la Zona de Contacto del
diario El Mercurio donde publicó relatos cortos desde
1998 hasta el año 2000. En 1999 entró a estudiar derecho
a la universidad Gabriela Mistral, carrera que en estos momentos deja
para hacer un Bachillerato en Ciencias Sociales para luego entrar
a tercer año de periodismo y luego hacer un posgrado en Ciencia
Política. Cabe agregar, además, que participa activamente
en el taller de Pablo Azócar y está concluyendo su primer
libro de cuentos. Uno de los relatos expuestos en el libro, saldrá
eventualmente en una antología de escritores nuevos y consagrados
en la Editorial Alfaguara. Este cuento es inédito y exclusivo
para la revista Escáner Cultural.