Desde
México, Jorge Solís
Arenazas.
Un
ramillete de abismos se teje en torno a la proximidad de palabra
y soledad. Sirven ambas de alimento recíproco; también guardan
una distancia en tensión permanente, no se reconocen en sus gestos
e incluso suelen entablar graves batallas. Sólo en la morada poética
podrían permanecer en el suspenso indómito que hace que, de una
a la otra, no exista una carretera plasmada en la suavidad de
una sola dirección. Por una parte, la palabra en tanto que decir
absorbe a la soledad y la hace compañía: no hay palabra realmente
solitaria, aún en el hermetismo o en el aislamiento, pues genera
a su otro, se desprende del yo pero también lo desvanece; incluso
en el momento del soliloquio el vocablo suele multiplicar los
rostros... Por otro, no hay soledad sin verbo, así que la caída
sonora de las palabras nutre la experiencia del abandono.
La obra de Juan Bautista Villaseca es uno de los sitios
donde esta relación destila su vaho con toda intensidad. Voz nostálgica,
escucha del silencio, encarnación de la invisibilidad del decir,
su obra poética se halla tatuada con las tintas de este panorama.
No se colisiona ante ellas, sin embargo, blandiendo una sola mirada.
Es un poeta que posee tantos ojos como imágenes de la soledad
puedan existir. Y también sabe observar sin recurrir a la vista,
así que incluso la imposibilidad de la soledad y la del momento
solitario quedan registrados en su canto.
Se advierte en sus versos de plasticidad vehemente el dolor
del poeta, proyectando los perfiles de su lirismo; sufre por la
desazón solitaria. Pero no renuncia a la experiencia, no pretende
la compañía tanto como entregarse a la tibia marea de su silencio.
En general en varios de sus poemas está encarnada esta sensación,
esta nostalgia. Y con ello recuerda, en primer lugar a César Vallejo.
No sólo por el paralelismo entre sus sensibilidades, sino ante
todo por el hecho de que el desgarramiento del yo frente al mundo
en ningún momento se experimenta como renuncia a la vida, como
la muerte de la esperanza. Por el contrario, este dolor es una
de las formas de entregarse a vida con una intensidad indubitable.
Y el poema es un organismo, un universo que se mueve lo
mismo para conjurar este cónclave solitario que para abrir con
delicadeza el capullo de ese mismo cónclave... Esto es, la soledad
se vuelve una de las vías de acceso al ser, en el entendido de
que no sea ruptura aislante. Dice el mismo poeta: "La soledad
es la habitación donde volvemos a visitarnos, nos da la ventana
de pensar de nuevo el mundo para que vuelva a ser nuestro. Soledad
que es aislamiento, no lleva la poesía de su nombre, es egoísmo".
Una de las revelaciones poéticas de la soledad consiste,
para el poeta Villaseca, en su epifanía, que hace vislumbrar el
lento viaje hasta su verdad, hombre sin morada, casa sin habitante.
El ser se encuentra ante la soledad pero no funda su visión en
ella, todavía le es inasible. Pero en ese andar existencial empieza
a surgir la conciencia del abandono, siempre desde el escenario
de su erosión, de la pérdida:
El camino dijo un día,
a dónde vas, soledad,
yo nunca supe por qué
miraba mi traje amargo,
ni por qué toda la sombra
se me iba volviendo carta,
ni por qué todos los días
me estaba debiendo al tiempo.
El cadáver de una alondra
se me había muerto en un beso,
se me había muerto en los ojos
como un hijo al caminar.
El camino dijo un día
a dónde vas soledad.
(El polvo melancólico, de "La soledad
rescatada)
En el poema La soledad, del mismo libro, recoge
una aproximación bastante exacta. Su consideración es de un largo
alcance porque comprende la soledad aún en la reunión. La palabra
"nosotros" no anula su experiencia. La radical soledad del poeta,
del ser, no se diluye en el rescate de la compañía, puesto que
se trata de un rasgo existencial propiamente dicho, su naturaleza
trasciende el momento del encuentro o el de su disipación; es
un rasgo constitutivo del ser. A veces fecunda en ciertos juegos
gestuales como la melancolía, la ausencia, la nostalgia, el vértigo
ante el vacío. Pero su savia resulta más radical, es eidética.
Ya no es para el candelabro
dormido y ciego en la sala,
no tiene polvo en la oreja,
ni domingo ni domínguez
con alacranes de espanto,
no tiene venas de ausencia
ni usa reloj con clavos,
no tiene polvo en el piano,
no tiene vals funeral,
es sólo una calle de agua,
es piel de melancolía,
es un bolsillo vacío,
es muerte en la mosca absuelta,
tiene tu cara y mi cara,
nos está llorando juntos.
Le dicen la soledad.
Hay una cuestión vital: ante el espectro de la soledad,
el hombre acaba por fundirse con ella. Cuando se ha dicho que
éste es un rasgo eidético todavía no podía entenderse cuál era
la significación de esta esencialidad. Quiere decir que el ser
no "está" solo, sino que "es" solo, "es" la soledad misma. Por
ello pierde su rostro, dando paso a los signos solitarios, "tantos
amores sin mapas", "tantas tortugas de duelo". A este punto se
abreva cuando la ausencia pesa sobre la búsqueda. El ser sale
a su viaje en la expectativa del encuentro, mas cuando se entera
a tientas de los códigos de la ausencia, del encuentro que ha
quedado enmudecido, polvo y fuente seca, resulta que se ha encontrado
a sí mismo, ya con el rostro de la soledad.
La he buscado, la busco.
Su rostro de iglesia muerta,
su cacería de palomas,
sus arrecifes de sueño,
sus venados de azafrán
burlando siempre mis dedos,
sus discursos de silencio,
su piano sin un rosal,
y el mundo siempre de luto
parece ser una carta
que parió la tempestad.
En qué trinchera, en qué espiga,
en qué tulipán sin átomos
castrados para llorar.
Soledad, tanto anduvimos,
tanta piedra, tanta noche,
tanto lápiz militante,
tantos amores sin mapa,
tantas tortugas de duelo,
que cuando el tiempo me busque
sólo a ti te encontrará.
(La ausente,
"La soledad rescatada")
Así, el poema mismo se convierte en el cuerpo de la soledad.
Por él se abre la nostalgia de la soledad. Por él una sola voz
se escucha -precisamente la que escuchó Mallarmé: ¡Huir!, ¡Huir!,
espectros marinos que confinan al ser del poema a su silencio
comunicante, a su expresión silente, a su palabra original en
el hermetismo sin más compañía que los ecos que él mismo produce.
Marinero, si te vas,
déjame un poco de mar,
no sirvo para esta pena
si no es de andar el andar,
exequias de sangre herida,
me inventan para llorar,
no me niegues la distancia,
no me niegues costa y ola,
no soy, no me tengo tiempo,
si el tiempo es para esperar.
Marinero, si te vas,
una noche de petróleo
tira este poema al mar.
(Carta, "La
soledad rescatada")
Es el amor otro de los rostros de la poética de Juan Bautista
Villaseca. Su canto no es exaltación sencilla, saludo en la emoción
y el regocijo de ser ante el otro. Nuevamente aquí el cincel puntiagudo
de la soledad pule y penetra las piedras amorosas. "Polvo serán
más polvo enamorado", dice Quevedo. Pero la inversión aquí es
oportuna: "Polvo enamorado, mas en el calibre de su soledad".
La voz del poeta no puede ser escuchada por la mujer amada.
Pero el amor es fundamentalmente el lúdico laberinto entre la
alocución y la respuesta, entonces Villaseca se duele de una desnudez
que tiene el reverso del frío, aun si por ello no se resta su
magia letal, es decir, su anverso. En el libro Canciones para
una sorda el tono del poeta queda definido principalmente
por estas revelaciones. No admite sólo un ángulo su decir. Ora
es el lamento de la soledad, del amor hacia a sorda; ora es la
aclamación casi mística de esa sordera, ropaje espeso que envuelve
el juego, le pone la grapa final, paciencia infinitamente amorosa,
soledad esperanzada.
De pronto la sordera es concebida como blasón. Escuchar
a un mundo donde sólo el humo es tangible resulta desgarrador.
La paradoja queda abierta así, porque el poeta ve en esa sordera
el escudo contra las saetas purulentas que el mundo le lanza al
ser, más aún al ser de verbos que es el poeta. Pero esto sólo
es concebible desde la exterioridad del oído abierto, de la sensibilidad
que entiende que esa no es la última significación de la sordera,
sino que ésta, en su existencia, funge como ese halo protector.
Vuelve entonces el desgarramiento. Una vez con los oídos enhiestos
la sordera se conjura sempiternamente. De ahí, lo único posible
es la contemplación de la sordera del otro como parte del desgarramiento
de uno, viviendo en conflicto con el medio. Y la soledad no es,
de tal suerte, experiencia comunicable. De suyo se comprende que
se intensifique, sea muro que no puede bordearse ni escalarse...
El poema es el único círculo cerrado que puede admitir la expresión,
pero el juego comunicante no terminará por derruir la soledad.
De todas formas el poeta no busca esto. Efectivamente para él
parecen tener los vocablos poéticos la capacidad mágica de abrir
la soledad en expresión y comunicarla, generar el encuentro sobre
el eje del decir. Y, como lo sugiere Caudwell, el ser que se aparta,
el solitario, al emprender los vuelos del verbo en su acepción
pura, comunicación triunfante, ciertamente ideal más que fáctica,
no por ello sin realizaciones efectivas, termina por estar más
unido y compenetrado con los otros, fundido junto a los demás
seres, aun si éstos no se dan cuenta o no quieren asumirlo. Así,
finalmente el vate halla a sus interlocutores. Y si no, los establece
con la magia misma de las palabras. Por ello, dice: "vamos a platicar
el cuarto y yo/ sobre la soledad". Como quiera leerse esto, no
hay antropomorfismo. Sino que reconoce los espacios mismos de
la soledad y es ésta la que se comunica. O mejor, la que se expresa,
en un juego donde la comunicación es incierta, no siempre cumplida.
Es la soledad que al intentar comunicarse en este obliterado circuito
lo que logra es su intensificación.
No es menester seguir con el recuento de los lugares donde
la soledad aparece dentro de la obra de este poeta, tristemente
ignorado y olvidado. No es necesario un índice. Lo único que se
sostiene aquí es que el eje de la soledad constituye una de las
vertientes más fuertes en su obra, de la cual se intenta realizar
una presentación, breve por su naturaleza, con esto.
Hay que decir, por último, que en Juan Bautista Villaseca
hay una esperanza final. A pesar de asumir la soledad, dolerse
de ella o destejarla en su esencia a partir de varios enfrentamientos,
el poema finalmente podría entenderse como una resistencia del
escritor a la soledad misma. La palabra aspira siempre a comunicar,
su contenido espiritual, como le llamaría Benjamin, se pone en
movimiento ante los otros. De ahí que el sentido profundo de la
soledad, una vez tocada por la palabra poética, sea un desgarramiento,
establecido por la tensión entre el sujeto y su medio, el mundo,
pero con la aspiración a la reunión, al encuentro, a la conjunción
de ser. La aporía reside en que la palabra termina por intensificar
la experiencia del abandono, el tenor solitario, pero ello no
finca ni indica su fracaso. Porque sostiene su latencia. Pero
también conoce a la patencia misma, porque la soledad no es aislamiento,
sino encuentro con el yo, aun cuando éste se ofrece abrumado.
El mismo escritor sostenía: "Cuando nos miramos para poder mirar
con más ternura, la gotera de una lágrima vuelve otra vez a la
sonrisa. Esta es la soledad rescatada, la soledad que le pide
al silencio la palabra y nos entrega a los demás".
Roberto López Moreno, en el prólogo a la antología poética
del poeta de la voz de la soledad que fue Villaseca, nos da una
aproximación ligera a lo que su vida fue, entre las fatigas de
una existencia lastimeramente malograda. Y cuenta que el día que
fueron a enterrarlo al panteón de Sn. Isidro, en Azcapotzalco,
un día después de su muerte, acontecida el 6 de marzo de 1969,
cuando el último recoveco de su ataúd era cubierto para siempre
la tierra se empezó a mover, provocando el mareo de los presentes.
Entonces el viento era fortísimo, donde parecía "que los árboles
iban a doblarse". Y después, la presencia máxima era la de la
lluvia, que no venía del cielo sino de la tierra, porque era el
mismo Juan Bautista Villaseca renunciando a la soledad de la muerte,
queriéndose "colgar de los hombros" de los poetas que habían ido
a despedirlo, para volver con ellos, otra vez en las mareas del
decir, otra vez en la palabra convocante que asume su soledad
para después no asumirla del todo y preferir el encuentro, la
reunión de ser...
Por ello, hay que escuchar a las lluvias; en su soledad
líquida algo nos dicen. Cada gota puede ser un verso más de Villaseca.
Desde hoy no hay más que recibirla con impermeable sino con los
oídos intensamente abiertos. Cada rítmico golpeteo es el acento
en el verso del poeta...
***
Diurno
del bar
El bar
es el exilio de un
sonámbulo
que llega hasta la
barra y se suicida.
El bar es el obrero,
es el agricultor
y es el poeta,
que tristes ya de
hablarle al sindicato,
al campo,
y a la vida,
se van a oír cómo
les suena el alma
entre los vasos.
El bar es un puñal
de doble sueño.
En la puerta,
como en esas películas
en donde el olvido dice pan o muerte
dejamos un caballo
con un fardo de angustia.
Cuando olvidamos
de la boca el vaso,
cuando nos vamos
otra vez al tiempo,
cuando el alcohol
sonrió frente al hambre,
nos salimos del bar
a ver el viento.
...Y el caballo allí
está.
Le montamos de nuevo
la tristeza
y nos vamos cansados
a la noche
con un galope lento
que despertando el
polvo
vuelve otra vez hacia
la lejanía.
Diurno
para un reloj perdido
Hoy he empeñado
Como otras tantas
veces mi reloj.
Se adelantaba tanto
a mi pobreza
que al hotel estrellado
de la noche
le despertaba el
sol.
El tiempo no goteaba,
era un río,
quería todas las
estaciones
para vivir un día.
Las horas se salían
de su jaula
saludando una vida
anticipada.
Mi reloj no servía,
era como una hora
que se escapa
para decir al árbol
que llegó la aurora,
mi reloj no servía,
pedía que llorara
más aprisa,
y así me amontonaba
la hora del melón
que sangra la sandía
desde lejos.
Pero estaba inservible,
me adelantaba hasta
los cobradores
a interrumpirme siempre
en la paz,
y era como toda ilusión
un inexacto.
Diurno
a mi soledad
Soledad,
seca manzana
que acaricio en la
última bolsa de mi saco,
qué extraña muerte
tengo
para guardarte junto
de mi vida.
Es cierto, llega
un beso,
el coágulo de sangre
de la tierra,
llega un amigo con
el plato roto,
apenas llega un pétalo
a mis versos
y busca pasaporte
hacia algún huerto,
llegan las estaciones
vendedoras del sol,
y llega alguna noche
y me pide un sarape
para el frío,
llega a verme mi
madre
que nunca me visita,
llega el mismo traje,
y el llanto de madera
de esta silla cansada de mi sombra
y llego yo otra vez
a verme de espejo a espejo
con la piel encima.
Ay soledad
qué suerte tengo
que tú me esperes
en la última bolsa
de mi saco.
Pañuelo
para un poeta distante
Era como la tierra,
una argamasa
sin picaportes para
la alegría,
alquilaba sus huesos,
se dormía
como un limón soltero
que se casa.
Yo lo miraba herirse
en esa gasa
que cobijó en un
beso la agonía,
venía obrero del
dolor, venía
capitán de una lágrima
a mi casa.
Una tarde abandonó
su equipaje
de distancias. Se
fue silbando el viaje
como los ferroviarios
que se van...
Un vaso entre los
bares quedó ausente.
Y le decía el océano
lejanamente:
"te olvidaron los
puertos, capitán"
Elogio
de tu oído
Se te perdió,
se te perdió la oreja
pero no el corazón.
¿A dónde fue mi voz,
entre qué calles,
en qué trenes se
fue trapecista del viento hacia la vida?
Te olvidaste que
sonaban los pájaros a río triste,
a soledad de hojas,
a niños florecidos
en las rocas,
a pastores aéreos
cayéndose de pronto
hacia el paisaje.
Se te perdió,
se te perdió la oreja
pero no el corazón.
Porque no sólo somos
de metal y miedo,
la luz no va como
una piedra al pecho.
Yo te toco los senos
y me escuchas,
yo me hundo en tus
ojos y me escuchas,
yo me hiero en tu
boca
y tú me escuchas,
yo me apago en tu
cuerpo
y tú me escuchas.
Como el mundo está
sordo
te quejas como el
mundo.
Ahora golpeo los
muebles,
los libros,
las palabras,
para que tú nunca
sepas que estás sorda.
Réquiem
La ciudad de una
lágrima
se me hizo hueso
y mejilla,
ciudad de panal sombrío,
música inmóvil de
luto
con noche de anteojos
ciegos,
arcilla de lenta
paja
con funerales de
espuma,
qué lástima de la
lástima
que no deja abrir
la boca,
qué lástima tantos
duelos.
En la ciudad de una
lágrima
cabe mi propio cadáver.
Cercanía
de la ausencia
Al
poeta Luis Alveláis Pozos
Nunca pude comprender
por qué le llamaba
Dios
y El me llamaba Juan.
En el agua de mi
infancia
se quitaba el antifaz,
a El le lloraba un
huerto
de nardos en tempestad,
nunca me dijo por
qué
también le quemaba
el pan.
A las basuras del
tiempo
se fue mudando esa
edad.
Mi traje cambió de
pena,
mi zapato de orfandad.
Ya ni el recuerdo
recuerda
lo que quiero recordar,
la tierra de mi cadáver
lleva un poco de
su cal,
y si algún día lo
encuentro
ya Dios no lo llamaría,
ni él me llamaría
Juan.
***
Nota:
Todos los poemas aquí aparecidos fueron extraídos
de la antología preparada por el poeta Roberto López Moreno, bajo
el título «Variaciones de invierno» (Morada de paz, 1977, con
ilustraciones de Mario Orozco Rivera y Leticia Ocharán). Este
nombre corresponde a otro libro de poesías que se ha perdido de
mano en mano. En realidad, esta antología es el único material
que en cierto tiempo ha sido referencia para aproximarse a la
obra del poeta Villaseca.