Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 35.
12 de Noviembre al
12 de Diciembre de 2001.

   
LA MUERTE
DE LA TOLERANCIA

Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1

La intolerancia es un vicio.

Es en los momentos de crisis cuando se prueba la templanza, la ecuanimidad y el coraje moral de los hombres. En la cotidianidad rara vez nos percatamos de lo necesaria que es la reflexión y el espíritu de autocrítica. Pero en las últimas semanas nos hemos dado cuenta hasta dónde puede llegar la imaginación de los hombres para destruir los pocos y frágiles avances que hemos hecho en el perímetro de la tolerancia.

El eminente historiador Henry Kamen nos decía hace poco que la tolerancia era un logro del siglo XVI, y nos añadió en su célebre estudio que "la base de la intolerancia en la Edad Media fue la alianza entre la Iglesia y el Estado"2. Rara vez podemos encontrar en la historia occidental una síntesis tan bien lograda entre Cristianismo y política como aquella que se opera entre los siglos X y XV de nuestra era. Las Cruzadas (1095-1270) como gran empresa de rapiña, saqueo y lujuria son una prueba contundente de lo que los seres humanos son capaces de hacer cuando median, antes que cualquier otra cosa, sus intereses materiales, ocultos tras los más nobles propósitos y las más penosas mentiras. Por eso, cuando al Presidente Bush se le ocurrió insinuar, a raíz de los atentados del 11 de setiembre, que la respuesta inevitable era de "cruzados" estaba diciendo algo totalmente cierto, y perfectamente coherente con lo que hicieron los venecianos en 1204 contra la ciudad de Constantinopla. En aquella ocasión, el saqueo de la ciudad exigió articular una alianza de varias potencias comerciales y financieras del momento, liderada por Venecia, a la sazón gobernada por gente con una claridad extraordinaria sobre las riquezas que podía ofrecerles Constantinopla. El vicio de la intolerancia en este caso, emergía como una pose, sustentada en el débil argumento de que la ciudad bizantina se había convertido en un centro de adoctrinamiento hedonista, anti-cristiano y peligroso, al que había que combatir, sino destruir, cuando en realidad los motivos ocultos eran otros. Los venecianos se quedaron en la ciudad por sesenta años, y tuvieron que abandonarla porque no pudieron remontar los conflictos que sostenían con los otros piratas que demandaban una mayor participación en la empresa.

Pero todo el mundo sabe que la ciudad de Constantinopla era la mejor fortaleza que la cultura helenística y greco-latina podían tener en las puertas de una Asia menor a punto de ser tomada por el Islam.  Ellos habían diseñado un certero diagnóstico de todo lo que culturalmente la ciudad podía ofrecerles. Por eso, antes de que se hicieran con ella, en 1453, ya la conocían a cabalidad.

Hoy, de nuevo, como ayer y como siempre que la civilización de la mercancía quiere justificar sus desmanes contra aquellos que tienen algo de valor (el delito de los pobres es la posesión de la cultura), se acude al viejo y tosco expediente de la intolerancia, para explicar una conducta que durante siglos ha estado con nosotros y que, de manera consciente, acuerpamos con ceguera inadmisible.

Bien sabemos que en la civilización de la mercancía la rapiña es una virtud, y que por ello la intolerancia adquiere estatuto de legitimidad cuando argumentamos que el otro no tiene derecho a disfrutar lo que nosotros deseamos arrebatarle. Hoy el insípido Bush, Presidente de los Estados Unidos, y el tristemente gris e inocuo dandy que es Tony Blair, Primer Ministro Británico, se han unido para asaltar Afganistán, saquear y dilapidar sus tesoros, que no están a flor de tierra, pero que son una apuesta la cual, a largo plazo, girará réditos neo-colonialistas incuestionables.

En la civilización de la mercancía, el imperialismo es una herramienta que tiene sus raíces hondamente incrustadas en la conciencia, la cultura y las riquezas de los pueblos pobres. La cultura bizantina había sido levantada a base de un esfuerzo enorme de los distintos pueblos que la compartieron, pero los venecianos, también beneficiarios de ella misma, creyeron en algún momento, que más valían sus riquezas materiales, que las espirituales (¡Craza contradicción del Cristianismo más elemental!).  Y sentaron el precedente de los futuros intentos para mantener sitiada una ciudad que sólo vio al invasor de cerca dos veces en toda su historia (1204 y 1453).

La civilización de la mercancía siempre ha hecho esfuerzos para buscar las excusas convenientes que le permitan saquear, robar y asesinar sin que la conciencia se inmute. Y para ello ha encontrado oportunamente los instrumentos humanos y materiales indicados. En estos casos, el colonialismo y el imperialismo, según nos recuerda Schumpeter, vienen definidos por "tendencias sin objeto a la expansión por la fuerza, sin límites definidos  y utilitarios-esto es, las inclinaciones no racionales e irracionales, puramente instintivas, de conquista---juegan un importante papel en la historia de la humanidad. Puede parecer paradójico, pero numerosas guerras-acaso la mayoría-han sido desencadenadas sin adecuadas razones, no tanto desde el punto de vista moral como desde el ángulo de intereses razonados y razonables"3.

 

La muerte de la tolerancia.

Ahora bien, si los vicios del robo, el asesinato y la violación están en la base de la irracionalidad imperialista, nunca será conveniente, por razones de "buena imagen", argumentar que nuestro interés fundamental al emprender una "cruzada" sean precisamente tales vicios. A los cuales haremos aparecer, velados tras la benigna distorsión de nuestras poses morales y religiosas, como los motivos  más encomiables y superiores que nadie pueda imaginar.  

Con la nueva guerra en que nos quiere meter el imperialismo la barrera entre la decencia, la hipocresía y la gesticulación amanerada y ridícula se ha evaporado. En el pasado, la prensa, tal vez por razones técnicas, podía ocultar a veces los intereses vejatorios que movían cualquier acción del imperialismo en cualquier parte del planeta. Pero desde la guerra del Golfo Pérsico ya no median las razones técnicas para impedir que la gente se dé cuenta de cuáles son las verdaderas razones de la invasión que sufre el pueblo afgano.

Esta es la primera guerra que todo un imperio emprende contra un solo hombre, y por ello las prácticas imperialistas pudieran resultar más ridículas, y más ridículos serían Bush y Blair, sino fuera porque tanta ridiculez reposa en el incensario que la prensa les ha ofrecido a ellos y a ciertos sectores de sus pueblos,  todavía creyentes de los  principios atávicos que siempre mueven al político imperialista como diría otra vez Schumpeter4.

Masificar la información ha tenido una consecuencia ineluctable, en virtud de quienes son los que la producen y la manipulan, si pensamos en que dicho proceso volvió a la hipocresía una actitud más aceptable para los que creen, y así lo informan y lo comunican, en que solo se puede ser tolerante con aquellos que se nos parecen en todos los aspectos, y tienen los recursos, sobre todo materiales, para justificar dicha semejanza o mimesis. Hoy nos conocemos mejor que nunca, pero nos aceptamos peor que siempre. La información nos acerca cada vez mas, pero nos enfatiza sobre nuestras diferencias. Y son precisamente esas diferencias las que promueve y explota el saqueador imperialista. Con el crecimiento de la información la tolerancia ha muerto dirían orgullosamente los ideólogos imperialistas al estilo de Huntington y otros.

Está claro entonces que para el Gobierno de los Estados Unidos, a partir del 11 de setiembre del 2001, la historia debe ser reescrita con otros criterios, entre ellos el del tremendo retroceso que la nueva legislación, mal llamada anti-terrorista, supone. El atentado les cambió "su" historia, pero deja intactas las 216 veces que los Estados Unidos se han inmiscuido en otros países para rescribirles la historia con saldos humanos incalculables.  

Definitivamente el imperialismo siempre careció de imaginación, y hoy, mas que nunca, así lo está probando.


1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de ESCÁNER CULTURAL desde su número 14.
Premio de la Academia de Geografía e Historia (1998) de su país.

2 Henry Kamen. Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna. (Madrid: Alianza. 1986) P.16.

3 Joseph A. Schumpeter. Imperialismo y clases sociales (Barcelona: Tecnos. 1986) P.66.

4 Idem. P. 67.

Si usted desea comunicarse con Rodrigo Quesada Monge puede hacerlo a: histuna@sol.racsa.co.cr

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