Desde
Costa Rica, Rodrigo Quesada
Monge 1
La intolerancia es un vicio.
Es en los momentos de crisis
cuando se prueba la templanza, la ecuanimidad y el coraje moral
de los hombres. En la cotidianidad rara vez nos percatamos de lo
necesaria que es la reflexión y el espíritu de autocrítica. Pero
en las últimas semanas nos hemos dado cuenta hasta dónde puede llegar
la imaginación de los hombres para destruir los pocos y frágiles
avances que hemos hecho en el perímetro de la tolerancia.
El eminente historiador
Henry Kamen nos decía hace poco que la tolerancia era un logro del
siglo XVI, y nos añadió en su célebre estudio que "la base
de la intolerancia en la Edad Media fue la alianza entre la Iglesia
y el Estado"2. Rara vez podemos encontrar en la historia occidental
una síntesis tan bien lograda entre Cristianismo y política como
aquella que se opera entre los siglos X y XV de nuestra era. Las
Cruzadas (1095-1270) como gran empresa de rapiña, saqueo y lujuria
son una prueba contundente de lo que los seres humanos son capaces
de hacer cuando median, antes que cualquier otra cosa, sus intereses
materiales, ocultos tras los más nobles propósitos y las más penosas
mentiras. Por eso, cuando al Presidente Bush se le ocurrió insinuar,
a raíz de los atentados del 11 de setiembre, que la respuesta inevitable
era de "cruzados" estaba diciendo algo totalmente cierto,
y perfectamente coherente con lo que hicieron los venecianos en
1204 contra la ciudad de Constantinopla. En aquella ocasión, el
saqueo de la ciudad exigió articular una alianza de varias potencias
comerciales y financieras del momento, liderada por Venecia, a la
sazón gobernada por gente con una claridad extraordinaria sobre
las riquezas que podía ofrecerles Constantinopla. El vicio de la
intolerancia en este caso, emergía como una pose, sustentada en
el débil argumento de que la ciudad bizantina se había convertido
en un centro de adoctrinamiento hedonista, anti-cristiano y peligroso,
al que había que combatir, sino destruir, cuando en realidad los
motivos ocultos eran otros. Los venecianos se quedaron en la ciudad
por sesenta años, y tuvieron que abandonarla porque no pudieron
remontar los conflictos que sostenían con los otros piratas que
demandaban una mayor participación en la empresa.
Pero todo el mundo sabe
que la ciudad de Constantinopla era la mejor fortaleza que la cultura
helenística y greco-latina podían tener en las puertas de una Asia
menor a punto de ser tomada por el Islam.
Ellos habían diseñado un certero diagnóstico de todo lo que
culturalmente la ciudad podía ofrecerles. Por eso, antes de que
se hicieran con ella, en 1453, ya la conocían a cabalidad.
Hoy, de nuevo, como ayer
y como siempre que la civilización de la mercancía quiere justificar
sus desmanes contra aquellos que tienen algo de valor (el delito
de los pobres es la posesión de la cultura), se acude al viejo y
tosco expediente de la intolerancia, para explicar una conducta
que durante siglos ha estado con nosotros y que, de manera consciente,
acuerpamos con ceguera inadmisible.
Bien sabemos que en la
civilización de la mercancía la rapiña es una virtud, y que por
ello la intolerancia adquiere estatuto de legitimidad cuando argumentamos
que el otro no tiene derecho a disfrutar lo que nosotros deseamos
arrebatarle. Hoy el insípido Bush, Presidente de los Estados Unidos,
y el tristemente gris e inocuo dandy que es Tony Blair, Primer Ministro
Británico, se han unido para asaltar Afganistán, saquear y dilapidar
sus tesoros, que no están a flor de tierra, pero que son una apuesta
la cual, a largo plazo, girará réditos neo-colonialistas incuestionables.
En la civilización de la
mercancía, el imperialismo es una herramienta que tiene sus raíces
hondamente incrustadas en la conciencia, la cultura y las riquezas
de los pueblos pobres. La cultura bizantina había sido levantada
a base de un esfuerzo enorme de los distintos pueblos que la compartieron,
pero los venecianos, también beneficiarios de ella misma, creyeron
en algún momento, que más valían sus riquezas materiales, que las
espirituales (¡Craza contradicción del Cristianismo más elemental!). Y sentaron el precedente de los futuros intentos
para mantener sitiada una ciudad que sólo vio al invasor de cerca
dos veces en toda su historia (1204 y 1453).
La civilización de la mercancía
siempre ha hecho esfuerzos para buscar las excusas convenientes
que le permitan saquear, robar y asesinar sin que la conciencia
se inmute. Y para ello ha encontrado oportunamente los instrumentos
humanos y materiales indicados. En estos casos, el colonialismo
y el imperialismo, según nos recuerda Schumpeter, vienen definidos
por "tendencias sin objeto a la expansión por la fuerza, sin
límites definidos y utilitarios-esto
es, las inclinaciones no racionales e irracionales, puramente instintivas,
de conquista---juegan un importante papel en la historia de la humanidad.
Puede parecer paradójico, pero numerosas guerras-acaso la mayoría-han
sido desencadenadas sin adecuadas razones, no tanto desde el punto
de vista moral como desde el ángulo de intereses razonados y razonables"3.
La muerte de la tolerancia.
Ahora bien, si los vicios
del robo, el asesinato y la violación están en la base de la irracionalidad
imperialista, nunca será conveniente, por razones de "buena
imagen", argumentar que nuestro interés fundamental al emprender
una "cruzada" sean precisamente tales vicios. A los cuales
haremos aparecer, velados tras la benigna distorsión de nuestras
poses morales y religiosas, como los motivos
más encomiables y superiores que nadie pueda imaginar.
Con la nueva guerra en
que nos quiere meter el imperialismo la barrera entre la decencia,
la hipocresía y la gesticulación amanerada y ridícula se ha evaporado.
En el pasado, la prensa, tal vez por razones técnicas, podía ocultar
a veces los intereses vejatorios que movían cualquier acción del
imperialismo en cualquier parte del planeta. Pero desde la guerra
del Golfo Pérsico ya no median las razones técnicas para impedir
que la gente se dé cuenta de cuáles son las verdaderas razones de
la invasión que sufre el pueblo afgano.
Esta es la primera guerra
que todo un imperio emprende contra un solo hombre, y por ello las
prácticas imperialistas pudieran resultar más ridículas, y más ridículos
serían Bush y Blair, sino fuera porque tanta ridiculez reposa en
el incensario que la prensa les ha ofrecido a ellos y a ciertos
sectores de sus pueblos, todavía creyentes de los principios atávicos que siempre mueven al político
imperialista como diría otra vez Schumpeter4.
Masificar la información
ha tenido una consecuencia ineluctable, en virtud de quienes son
los que la producen y la manipulan, si pensamos en que dicho proceso
volvió a la hipocresía una actitud más aceptable para los que creen,
y así lo informan y lo comunican, en que solo se puede ser tolerante
con aquellos que se nos parecen en todos los aspectos, y tienen
los recursos, sobre todo materiales, para justificar dicha semejanza
o mimesis. Hoy nos conocemos mejor que nunca, pero nos aceptamos
peor que siempre. La información nos acerca cada vez mas, pero nos
enfatiza sobre nuestras diferencias. Y son precisamente esas diferencias
las que promueve y explota el saqueador imperialista. Con el crecimiento
de la información la tolerancia ha muerto dirían orgullosamente
los ideólogos imperialistas al estilo de Huntington y otros.
Está claro entonces que
para el Gobierno de los Estados Unidos, a partir del 11 de setiembre
del 2001, la historia debe ser reescrita con otros criterios, entre
ellos el del tremendo retroceso que la nueva legislación, mal llamada
anti-terrorista, supone. El atentado les cambió "su" historia,
pero deja intactas las 216 veces que los Estados Unidos se han inmiscuido
en otros países para rescribirles la historia con saldos humanos
incalculables.
Definitivamente el imperialismo
siempre careció de imaginación, y hoy, mas que nunca, así lo está
probando.