Desde Chile: Gonzalo León
Cuando despierto y no tengo nada qué hacer por la mañana, trato por todos los medios de no bajar en ascensor. Si lo hago -pues debo ir al correo central a enviar una carta o al supermercado Montserrat a comprar verduras frescas-, lo tengo que hacer en un ascensor marca Guillemi. En general no tengo problemas para viajar en ascensor, siempre y cuando éste sea un Otis o un Schindler, pero un Guillemi que escasamente posee un servicio de asistencia técnica no me parece seguro. Por eso es que todos los días que bajo al centro pienso que el ascensor se va a caer. Y como por lo menos cuatro veces al día durante cinco días de la semana debo hacerlo, al menos 80 veces en el mes muero a causa de Guillemi, el sicópata de mi edificio.
Me lo imagino siempre. Piso seis, donde vivo; lo tomo o salgo de él, cuando de repente el ascensor se desploma -tal como le ocurrió a uno de los ascensores del Empire State hace unos meses, aunque en esa ocasión todos los ocupantes salvaron ilesos, pues el ascensor gracias a su sistema de amortiguación rebotó hasta el cuarto piso. ¿Histeria? Por supuesto que la hubo. Después de caer al vacío más de una decena de pisos, hasta yo me mandaría uno que otro grito-, bueno, pero a diferencia de aquel accidente, ahora soy yo quien me veo mortalmente mutilado en el piso seis. Mi cabeza allí, pero el resto de mi cuerpo en el primer piso, con los ojos del conserje sobre mi cuerpo.
Cualquier clase de mutilación me perturba, lo reconozco. De hecho, no sé cómo Miguel de Cervantes pudo escribir El Quijote luego de aquella batalla en Lepanto. En su lugar, con una mano menos, me hubiera dedicado a pedir limosna en las calles. Sería algo menos honroso, es cierto, pero yo no soy ningún valiente y preferiría mil veces convertirme en vagabundo a continuar escribiendo si algo así me sucediese. Por eso es que admiro a Cervantes -no por toda su obra, pues es un consenso que su voluminoso teatro y parte de su narrativa no tuvieron la misma magia. Eso de superarse y escribir El Quijote me resulta verdaderamente admirable.
Julian Barnes (La historia del mundo en diez capítulos y medio, El loro de Flaubert) afirmó que la primera novela moderna era Madame Bovary. Yo no estoy de acuerdo con Barnes, ya que el solo hecho de esta mutilación sublima a El Quijote a tal nivel que lo coloca como la primera novela moderna de la Literatura Mundial. José María Memet (Amanecer sin dioses), a propósito de las mutilaciones, escribió un poema llamado La misión de un hombre. Allí da a entender que la verdadera condición humana se manifiesta cuando un hombre sin brazos o sin piernas es capaz -gracias a su corazón o su temple- de inventar otro par de brazos y otro par de piernas, e incluso un corazón, pues un hombre es un hombre / en cualquier parte del universo / si todavía respira.
No dramaticemos entonces porque mi cabeza sea separada de mi cuerpo por una guillotina marca Guillemi. La escena se repite: Los cables se cortan en el piso seis justo cuando me apresto a bajar y el ascensor cae. No, en realidad no es tan terrible.
Mis amigos suelen reírse de mi miedo a viajar en ascensor y a veces -con unas copas de más- yo también me río de mi actitud. Pero la mayoría de las veces me provoca un verdadero pánico morir en estas circunstancias. Lo repito; no soy Cervantes. Es más; soy un cobarde. Y a veces pienso que soy mejor cobarde que escritor.
En todo caso, el vivir en un edifico con un ascensor precario te dota de una conciencia bastante especial: la ley de la gravedad existe, y en cualquier momento te puede afectar mortalmente. ¿Conclusión? Las leyes, aparte de prohibir y permitir, también ponen fin a tu vida, en el momento en que tú menos lo esperas. La gente que está a favor de la pena de muerte bien lo sabe. Y como yo soy contrario a la pena de muerte, todos los días me tomo media pastilla de ravotril (o ravotrip, como le llama una amiga), una especie de droga de la felicidad, recetada por los médicos para las crisis de pánico, a diestra y siniestra, en la actualidad. Y pese a que no me sirve para aminorar este pánico que, en el fondo, me mata poco a poco, día a día, sí me sirve para dormir estupendamente las resacas y casi no sentirlas.