"¡Humanidad!,
frente a estas montañas de galaxias
escuchad el eco de lo eterno, que golpea
la totalidad del amor de los principales principales."
Tuvo que ser un estallido enamorado
el que esparció en un desordenado orden
todos los seres de oxígeno o de piedras o de barro.
El eurítmico cosmos contiene un cosmos nuevo
en su origen,
que es el origen del origen.
Mas la melancolía siguió afectando
al universo
y veía el suave plañir de galaxias...
Estaba arrodillado:
¡Ven, levántate -le dije-;
dignifiquemos la lucha riéndonos
estelarizados.
Cogí una flor de música del jardín de
la eternidad,
y fue entonces que los colores se me revelaron
esparciendo la gracia de su originalidad
por las sendas puras de la simiente.
Luego, me quedé tendido en un playa cósmica
y le dije al Firmamento:
"En tu visión de luz engañosa, no os
dejáis ver vuestros más íntimos secretos;
quizás sea vedado por tu maravilla
conocer tu maravilla lejana.
Pero, sí sabemos que tu luz cercana es
la antigua luz de tu rostro,
y por eso, como tú, lagrimeamos."
El silencio del cuerpo astral
me miró, por fin!
y me sorprendió con fugaces estrellas multicolores
que venían a besarme las plantas de los pies,
en pleno plenilunium;
venían como en corceles naranjas, rojas, verdes,
amarillas, con índigas mujeres
que reían como cometas.
Alegre, después de una breve eternidad,
comencé a pasearme armoniosamente
siguiendo el camino del cielo,
sobre los mares cósmicos,
y su tibia marea de olas balsámicas.
Y sentía en mi pecho el latir de los multiversos.
Entonces de repente, vi una luz más intensa.
Era ¡el Fuego!;
de sus llamas me llegaba un arrullo melodioso;
era la música hecha luz
de las constelaciones emotivas,
que decoraban la imaginación serena de lo inconmensurable.
Me acerqué sigiloso.
Uno de los universos, que estaba
arrodajado sonriendo, me invitó al concierto.
Era un rocío pianista,
parecía fuera de allí,
y su tintineante música en la noche limpia
desbordaba desbordaba.
Me aproximé un poco más
hasta poder distinguir sus ojos,
y cuando le miré de frente, los vi ¡colapsados!:
eran agujeros negros, y el que tañía era el cosmos,
que había subido a la playa del misterio
para entregamos la rapsodia de las estaciones del espacio.
Era el susurro intuito de un sueño
derramado en la cosmogonía:
una esfera que rueda por el Seso Vidente del infinito.
Un brote de una primavera ida y
naciente de nueva,
que alcanza a entrever
la triste faz de la belleza
antes de morir.
La intríngulis del Universo
se realizaba con motilidad
asombrosa motilidad;
la materia fina de mi alma no alma
se expandía astral en lo más astral:
mis ojos tan distanciados,
que eran tamizados aerolitos
de la paz mundial.
De pronto, casi irredento
me revolví en mi lecho ilimitado,
y se me presentó la danza del
cero y el infinito:
se miraban, se estudiaban
negándose el espacio...
uno -que no era uno-
meditaba; el otro,
cantaba, insinuaba...
Ambos esgrimistas
se excogitaron,
y fueron alentados,
en el estadio del espacio-tiempo
por los años luz.
Una valiente clarinada
los sorprendió con una aurora
de cristal celeste,
y me pareció que eran mis manos
las que pusieron al occidente de
mi alma, a la amada alborada.
El hipnepta iba de viaje,
flamígero y más liviano que el aire del aire.
El cosmos, tan lejos, que tan cerca,
seguía navegando
como si también soñara.
Pero ¿dónde estaría yo
todo el tiempo sin tiempo?
En la etapa dulce de la duermevela,
sensible interludio entre el cielo
y mi lecho,
caía blandamente, navegando
en un pétalo azur, con una corona
de rocío de nebulosas;
era la Rosa Cósmica,
que yo sin ver veía,
que estaba siendo despetalada
entre mieles
y no terminada de deshojar jamás,
por mis manos no manos en el crepúsculo astrígero
de mi corazón soñador.
Fue como el orgasmo,
borrador de límites
y era que meditaba en el centro
del centro de mi alma no alma,
lúbrica, bañada.