CONTRATAPA
Los apedreadores de faroles
Xavier Uranga
Fabrican oscuridad. Fabrican sombra. Fabrican materia ruda e invisible,
materia opaca y sin cuerpo, sin tensión, carente de toda brisa muscular, de
todo tino o buen sentido.
Su materia prima es la luz, la luz eléctrica, la luz amarilla, la luz
blanca de mercurio o la luz naranja de color dorado subido que brota con
leve pero decidida fuerza de las lámparas de sodio callejeras de alto wataje.
Su materia prima también pueden ser las lamparillas de 25, 40 o 60 watts
que anidan, encendidas, cálidas en su saco, en su placenta inasible de luz
que emiten desde el interior de los faroles de hierro forjado y vidrio que
cuelgan a las puertas de las casas de muchos barrios de la ciudad,
residencias humildes o moradas opulentas.
Fabrican oscuridad. Sacan el carozo de adentro. La piedra oscura que se
esconde en la pulpa de luz.
Sus herramientas son un puñado generoso de cascotes, de materia de
escombro, de piedras opacas que buscan y encuentran aquí y allá y van
cosechando y recogiendo en una o más bolsas de polietileno duro que, al
llenarse, parecen sacos de papas planetarias.
Fabrican oscuridad.
Siembran cascotes, piedras, proyectiles de honda o perdigones, cucharas y
aparejos de plomo. No los siembran en el surco, en la tierra recién arada,
ni entre las rajaduras estériles de las baldosas de la vereda. No las
siembran en la oscuridad que compone la materia viscosa del asfalto sino en
la oscuridad aérea, en la que se extiende en el cielo apenas se produce el
atardecer.
Las semillas duras suben, se hunden en la profundidad del cielo.
El viento de la noche es un viento propicio para que se eleven las piedras,
a pesar de su peso considerable, y llegan a destino. Los vidrios son
frágiles. Dios hizo a todas las cosas transparentes a la vez frágiles y
duras, como el día, como el cristal de Murano, como el vidrio simple de una
botella. Dios hizo a todas las cosas transparentes frágiles y duras, como
si en el momento de crearlas se hubiera arrepentido de su gesto. Dios hizo
a las cosas translúcidas de ambigüedad, de una especie de espeso y a la vez
frágil arrepentimiento divino que nosotros, hombres, no entendemos.
¿Quién entiende el alma?
Es como entender por qué en la noche se extienden las palabras, alcanzan
una mayor longitud, un mayor porte, afinan su sonido y se escuchan más
precisas. ¿Por qué un grito "rompe la noche"? ¿Por qué en la noche todos
los gatos son pardos? ¿Por qué los sueños, en la noche, de pronto
desaparecen y aparece el insomnio, insoportable y pesado como una piedra.
La piedra del insomnio que rompe la luz del sueño.
Cualquier fanal, por modesto o alto que sea, puede convertirse en objeto de
su práctica de puntería.
Son aves nocturnas, aves humanas, terrestres, que salen a romper faroles y
a hacer crecer la mano de la sombra en la noche, sus dedos innumerables.
Lo hacen por placer, con saña o con intención de rapiña. Lo hacen por
entretenerse o por domar la rabia, lo hacen por doblegar el deseo oculto,
desde el principio de la humanidad, de llegar al sol. Para vengar, quizás,
a su modo, a Icaro.
Es probable que los lleve el mismo impulso o ambición que a la postre hizo
caer a Luzbel de la claridad inmaculada del Empíreo a los relumbrones
dudosos, manchados y débiles, de las profundidades del averno.
La rabia de no poder, la desesperación, el tedio, la ligereza o la simple
monstruosidad que a veces permite el raciocinio humano, los goyescos
monstruos del sueño de la razón, son los móviles más comunes que explican
estas acciones sin duda reprobables.
Aunque debe aclararse que, en contadas ocasiones, existen otros motivos,
más nobles, por lo menos menos mezquinos, para explicar los insucesos:
novios que quieren besarse, parejas que quieren aprovechar la columna
erguida, fálica y sombría del farol para que ella, recostada de espaldas
sobre la misma, se suba la falda; para que él, discretamente, se abra la
bragueta, deslice el cierre hacia abajo. Hay otros motivos insospechados
para apedrear faroles: ancianos con hipertrofia prostática a los que les
dificulta y les inhibe el acto de la micción la proximidad de un potente
foco de luz. Viejos que quieren mear tranquilos, en la noche. Nada más.
Son razones quizá discutibles, pero en todo caso explicables, tal vez
entendibles. Razones que están más allá de quienes, confortables y
confortados con un vaso de whisky con hielo en la mano, encienden el
control remoto de sus televisores y/o estéreos, en la fastuosidad de sus
salas, de sus halls, de sus livings con vista al jardín o a las ramblas.
Razones que escapan a la razón simplemente.
Los fabricantes de oscuridad, los apedreadores de faroles, salen en grupo.
Se apoyan unos a otros, en patota, como si la misma oscuridad que crean, al
nacer luego del estallido de la piedra en el vidrio, en el acto mismo en
que se produce el trueno, el relámpago inverso, el flash o fogonazo en
negativo, les diera verdadero pavor, les diera miedo intestino. Como si
cada vez que rompieran un farol, una lamparilla, una estrella urbana
cualquiera de escasos vatios, retrocediera al mismo tiempo, súbita, se
contrajera, la fruta álgida de la luz, la esfera misma del entendimiento
humano.
Quien lanza piedras a un farol encendido tiene miedo de algo.
Tal vez de la muerte que ronda, indecible, indeclinable, seca.
Tal vez de los pájaros ocultos en la materia de su tiempo. Tal vez de la
memoria en vilo, que vuelve por sus fueros. Eso, sí; quizás la memoria. Los
trozos o figuras poliédricas de vidrio de que está hecha. Los delgados
cristales o espejitos que reflejan la infancia, la adolescencia, la triste,
aletargada y torpe primera juventud.
El que rompe un farol rompe un recuerdo, el recuerdo de una habitación a
oscuras en una vieja casa de pensión de la Ciudad Vieja, cerca de la calle
Piedras, precisamente, o en un conventillo de la calle Amézaga, donde vivió
cuando niño. El recuerdo de las duras y continuas sobas de la madre, el
recuerdo de las palizas sin piedad a hebilla, a cinto limpio que le
propinaba el padre sin motivo cuando regresaba ebrio a la habitación
mortecina de la casa de inquilinato.
Quien tira una piedra para romper un farol, rompe a la vez un rayo dentro
suyo, el eje de una verdad que antes sabía y ya no sabe.
Quien rompe un farol en la noche hace retroceder el tiempo eterno, da en el
blanco, sí, hace crecer la sombra de golpe, sí, pero fabrica oscuridad sin
sueldo.
Trabaja gratis para nada.