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Tony Smith, "Die", 1962-1968
Michael Fried. "Arte y Objetualidad" (1967). Presentación y traducción.
Presentación de Carolina Benavente Morales
Traducción de Carolina Benavente, Macarena Brevis y Carolina Cárdenas
Presentación
El texto “Arte y objetualidad”, de Michael Fried, es un clásico de la teoría del arte contemporáneo porque, a partir de su aversión por el arte minimal o, como lo llama, arte literalista, el autor señala algunos de sus principales aspectos. Publicado originalmente el año 1967 en la revista Artforum, este ensayo permite apreciar el desafío lanzado hacia el formalismo por prácticas y perspectivas artísticas alternativas, con un alcance político disruptivo en la medida que escapan de la neta contemplación para ensayar diversos modos de participación del sujeto en la obra. Así, mientras el expresionismo abstracto de la inmediata posguerra había involucrado la recomposición individual del artista mediante la práctica del action painting (pintura de acción), el arte minimal de los 1960 conlleva una expansión hacia el espectador. El texto de Fried denuncia esta salida de encuadre acusando al arte minimal de caer en la teatralidad como principal recurso del “no arte”.
Con su énfasis en la forma y su desconfianza hacia el contenido, el formalismo emergido a fines del siglo XIX había significado un paso adelante en cuanto a afirmar la singularidad del arte, así como su autonomía. Por un lado, el arte sólo se concretaba mediante la creación de una forma específica y particular, mientras que la estética como esfera de lo sensible podía reportarse a cualquier fenómeno cultural o, como había subrayado el romanticismo, natural. Por otro lado, el arte no era simple expresión o manifestación de ideas concebidas a priori, como pretendía el hegelianismo, ya que éstas no existían con independencia de la forma concreta que iban asumiendo en la creación de obra. El arte implicaba un modo distintivo de conocimiento práctico, el que podía, a su vez, repercutir sobre el entorno humano y natural, de cuya historia no era un mero apéndice.
Con una importante evolución en la primera mitad del siglo XX, período en el que acompaña y permite entender buena parte de las propuestas artísticas ligadas a las vanguardias históricas, el formalismo conoce un importante auge en los Estados Unidos de la Guerra Fría. Clement Greenberg, mentor de Michael Fried, se convierte en el principal exponente de esta corriente teórico-analítica hegemónica. Su detención en los meros aspectos formales (línea, mancha, goteo, color, gesto, etc.) se aviene bien, en efecto, a un clima en el que cualquier discurso sospechoso de filo-comunismo es perseguido y acallado. Basta con tomar en cuenta, para dimensionarlo, la “caza de brujas” macarthysta de los 1950, por no mencionar el asesinato de Marilyn Monroe y del Presidente Kennedy a inicios de la década siguiente.
Frente a este silenciamiento, el arte norteamericano, que en el período de entreguerras, durante la Gran Depresión, se había caracterizado por un énfasis social influenciado notablemente por el muralismo mexicano, conoce un redimensionamiento crucial. Las manifestaciones de avanzada de este arte, en efecto, comienzan a experimentar una salida progresiva del cuadro, así como de la escultura. Ya que éstos delimitaban la expresión de las formas, paradójicamente convertidas en contenido por el formalismo, las neovanguardias norteamericanas se vuelcan a explorar las relaciones implicadas ya no tanto al interior de una obra como entre ésta y su exterior. Como bien detecta Fried, el problema deja de ser la obra de arte en sí, trasladándose hacia la situación artística.
Este desliz es político, a pesar de no involucrar un discurso político manifiesto, en cuanto pretende involucrar directamente al sujeto en la obra, con lo cual se resquebraja el paradigma occidental de la neta contemplación para explorar diferentes y subrepticios modos de participación.
En un primer momento, el arte designado como expresionismo abstracto, en clave formalista, se efectúa por medio de un action painting o pintura de acción. Tal como lo percibió Harold Rosenberg desde la ética del acto existencialista, este arte de los años 1950 involucra al cuerpo mismo del artista, en un afán de recomposición individual después del trauma de la II Guerra Mundial. Esto en el marco del ascenso de los Estados Unidos como superpotencia occidental, con su sociedad de consumo y espectacular y su mercado del arte, y con Nueva York como nuevo epicentro del arte “mundial” en lugar de París. En un segundo momento, el arte minimal, entre otras prácticas neovanguardistas, expande este accionar hacia el espectador. Estamos ya en los 1960 y la efervescencia social es mayor, acompañando los movimientos por los derechos civiles y la contracultura. El minimalismo participa de este proceso a su manera, apareciendo, según observa Hal Foster, “como un punto históricamente culminante en el que la autonomía formalista del arte es a la vez alcanzada y destruida” (El retorno de lo real, p. 58).
Lo anterior explica la acusación inicial de Fried en cuanto al carácter “ideológico” del arte minimal, a pesar del mutismo formal que conlleva su elaboración de “estructuras primarias” altamente abstractas, geométricas, incluso frías y desnudas de contenido. La ideología del minimalismo descansa en su “teatralidad”, entendida como elaboración de un modo de interpelación y afectación del espectador. Este rasgo, lo teatral, es característico del “no arte” o del anti arte que en líneas gruesas se corresponde con las propuestas de las vanguardias, neovanguardias y posvanguardias hasta el día de hoy, más allá también de los Estados Unidos. El rechazo del arte minimal por Michael Fried obedece a su defensa formalista de un arte “puro” cuyo foco consistiría en la elaboración de imágenes. Y, en efecto, las vanguardias se despojan crecientemente de ellas o bien las usan como parte de una relación artística que, en el arte minimal, todavía se lleva a cabo en una sala, pero que pronto se expande hacia la naturaleza (land art) y la sociedad (arte relacional, arte contextual, net art, etc.).
Lo propio del arte, para Michael Fried, sería la posibilidad de captar en forma “instantánea” la imagen, la “presentidad” de ésta, a lo cual se oponen la “duración” y la “presencia” instaladas por el minimalismo. Al arte minimal este teórico lo llama “literalista” debido, precisamente, a que su obra no quiere decir nada, no significa nada, pues su lógica se encuentra en la esfera del hacer y el actuar. Los objetos minimalistas aparentan ser esculturas, pero no lo son, pues no pretenden ser contempladas, sino experimentadas en cuanto objetos que se relacionan con el espectador en el espacio concreto de la sala, produciendo determinados efectos estéticos en ese ambiente y por medio de un proceso. De allí, señala Fried, el antropomorfismo de tales objetos o más bien su escala antropomórfica, relativa al espectador.
El arte “modernista” contemporáneo del minimalismo también explora la objetualidad, pero una objetualidad todavía apegada a la forma (form), mientras que el minimalismo se escapa de ella para indagar en la figura (shape) y, por medio de ella, en la forma del objeto. Esto si se entiende, la figura es la "forma exterior de un cuerpo por la cual se diferencia de otro" (RAE). En tales circunstancias, percibe Fried, el objeto elaborado por el artista es sólo un elemento de una situación relacional, importando menos las formas representadas en él que su forma exterior en tanto objeto que participa de un conjunto de relaciones no del todo controlables por el artista. La aversión de este teórico hacia el minimal responde quizás, más que a otro aspecto, a esta transformación de la obra de arte en objeto, es decir, a una objetivación de la obra de arte que, ciertamente, conlleva una pérdida de la autonomía artística reivindicada por el formalismo.
Ahora bien, ¿pierde el arte su autonomía mediante estos procedimientos? ¿No fue la preocupación formalista por la autonomía del arte un paso necesario, pero ilusorio? Como se puede observar a lo largo del texto de Michael Fried, en su empleo de palabras como “objetualidad” o “presentidad”, su lenguaje es netamente esencialista, purista y, por ende, excluyente, única perspectiva desde la cual es posible concebir la autonomía del arte en términos absolutos y defenderla como tal. Después de sus importantes observaciones formalistas respecto del arte minimal, Fried se volcará al reconfortante análisis del arte decimonónico. Los artistas de avanzada de su país y otros países, por su parte, seguirán explorando y practicando la situación del arte y el arte como situación según una óptica complejizada en que el arte nunca es ni pretende ser enteramente autónomo, sin por ello ser dependiente. Este límite crítico señala su transformación en, tal vez, el más fértil terreno de experimentación política en las décadas actuales, pero una política que se hace cargo de sus implicaciones estéticas y su desafíos poéticos en las sociedades de control.
Traducción
Arte y objetualidad
por Michael Fried
En este ensayo, Michael Fried critica el arte minimalista –o, como le llama, arte “literalista”- debido a lo que él describe como su teatralidad inherente. Al mismo tiempo, plantea que el arte modernista, incluyendo la pintura y la escultura, han llegado a depender cada vez más, para su misma continuidad, de su capacidad de derrotar al teatro. Fried caracteriza el teatro en términos de una relación particular entre el espectador como sujeto y la obra como objeto, una relación que se establece en el tiempo, que tiene duración. Derrotar al teatro, en cambio, implica derrotar o suspender tanto la objetualidad como la temporalidad.
Fried nació en Nueva York en 1939. Obtuvo su Bachiller en Artes en la Universidad de Princeton y fue becario Rhodes del Merton College de Oxford. Se desempeña como Editor Colaborador de Artforum y fue el organizador de la exposición “Tres Pintores Americanos” en el Fogg Art Museum de la Universidad de Harvard, en 1965. Actualmente es un Junior Fellow de la Harvard Society of Fellows.
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El diario de Edwards exploró y probó con frecuencia una reflexión cuya impresión rara vez llegó a permitir: si todo el mundo fuese aniquilado, escribió... y un mundo nuevo fuese creado, si fuese a existir como este mundo en cada una de sus particularidades, no sería el mismo. Por ende, dado que existe una continuidad, que es el tiempo, "es ciertamente conmigo que el mundo se renueva en cada momento; que la existencia de las cosas cesa y se renueva en cada momento”. La seguridad que perdura es que “en cada momento vemos la prueba de un Dios como deberíamos haberla visto si Lo hubiésemos visto crear el mundo por primera vez”
Perry Miller, Jonathan Edwards
I
La empresa conocida como arte minimal, arte ABC, estructuras primarias u objetos específicos es en gran parte ideológica. Busca declarar y ocupar una posición -que pueda formularse verbalmente y que, de hecho, ya lo ha sido por algunos de sus principales exponentes. Esto distingue al arte minimal –o, como prefiero llamarlo, el arte literalista– de la pintura y la escultura modernistas, por un lado, y del arte pop o del arte op, por el otro. Desde el principio, el arte literalista fue algo más que un nuevo episodio en la historia del gusto. En efecto, este episodio pertenece más bien a la historia –casi a la historia natural– de la sensibilidad y, lejos de estar aislado, sería la expresión de una condición general y dominante. Su seriedad está avalada por las relaciones que mantiene tanto con la pintura como con la escultura modernistas, a las que define o ubica en la posición que aspira a ocupar. (Sugiero que, debido a ello, sus planteamientos ameritan considerarse como una “posición”). En concreto, el arte literalista no se concibe a sí mismo ni como pintura ni como escultura, sino que, por el contrario, mantiene reservas, o más que reservas, específicas acerca de ambas, aspirando al mismo tiempo, aunque quizás no exacta o inmediatamente, a desplazarlas. Como sea, busca constituirse como un arte independiente y en pie de igualdad tanto con la una como con la otra.
El alegato literalista en contra de la pintura descansa en dos consideraciones principales: el tipo de carácter relacional de casi cualquier pintura; y la ubicuidad o, de hecho, la virtual inevitabilidad de la ilusión pictórica. De acuerdo con Donald Judd,
cuando comienzan a relacionarse las partes, se asume en primer lugar que se tiene una totalidad vaga –el rectángulo del lienzo– y piezas definitivas, lo que está jodido, porque debiese más bien tenerse una totalidad definitiva en lugar de partes, o bien tenerse muy pocas partes1.
Cuanto más se pone énfasis en la figura o forma exterior del soporte, como sucede en la pintura modernista reciente, más tensa se vuelve la situación:
Los elementos ubicados al interior del rectángulo son latos y simples y guardan una estrecha correspondencia con él. Las formas y la superficie no son más que aquellas que pueden ocurrir en forma plausible dentro de y sobre un plano rectangular. Las piezas son poco numerosas y se encuentran tan subordinadas a la unidad que no pueden consistir en lo que comúnmente se entiende por partes. Una pintura es casi una entidad, una cosa, y no la suma indefinible de un grupo de entidades y referencias. Esa cosa unitaria se sobrepone a la pintura previa. Además, establece que el rectángulo es una forma definitiva y ya no un límite bastante neutral. Una forma puede usarse de tantas maneras. Al plano rectangular se le da una esperanza de vida. La sencillez requerida para hacer hincapié en el rectángulo limita los arreglos susceptibles de ocurrir en su interior.
La pintura es vista aquí como un arte al borde del agotamiento y cuya gama de soluciones aceptables para un problema básico –cómo organizar la superficie de la imagen– enfrenta severas restricciones. Desde un punto de vista literalista, lo único que se logra usando soportes de figura no rectangular es prolongar la agonía. La respuesta obvia consiste en dejar de trabajar en un solo plano, en beneficio de las tres dimensiones. Más todavía, esto automáticamente
permite deshacerse del problema del ilusionismo y del espacio literal, ubicado al interior y alrededor de las marcas y los colores –lo que equivale a liberarse de una de las más sobresalientes y objetables reliquias del arte europeo. Los numerosos límites de la pintura ya no están presentes. Una obra puede ser tan potente como pueda llegar a pensarse que lo sea. El espacio real es intrínsecamente más potente y específico que la pintura sobre una superficie plana.
La actitud literalista hacia la escultura es más ambigua. Judd, por ejemplo, parece pensar que sus “objetos específicos” no son esculturas, mientras que Robert Morris concibe su propia obra, de carácter innegablemente literalista, como la reanudación de la tradición de la escultura constructivista emprendida por Tatlin, Rodchenko, Gabo, Pevsner y Vantongerloo. Pero ésta y otras discrepancias son menos importantes que los puntos de vista compartidos por ambos artistas. Sobre todo, ellos se oponen a la escultura que, al igual que la mayor parte de la pintura, "se hace parte por parte, por adición, componiéndose" y en la que “los elementos específicos... se separan de la totalidad, estableciéndose así las relaciones al interior de la obra”. (Ellos incluirían las obras de David Smith y Anthony Caro en esta descripción). Vale la pena señalar que Judd asocia el rasgo “parte por parte” y “relacional” de la mayoría de la escultura a lo que él llama antropomorfismo: “Un travesaño avanza; una pieza de hierro sigue un gesto. Juntos, forman una imagen naturalista y antropomórfica. El espacio corresponde”. Contra una escultura tan "multiparte, flexionada", Judd y Morris afirman los valores de la totalidad, la singularidad y la indivisibilidad –del ser de una obra, lo más cercano posible a "una cosa", a un "objeto específico" singular. Morris le dedica una atención considerable al “uso de formas de gestalt fuerte o de tipo unitario, con el fin de evitar la división", mientras que Judd es el principal interesado en el tipo de totalidad que puede alcanzarse mediante la repetición de unidades idénticas. El orden que opera en sus piezas, tal como lo observó una vez a propósito de las pinturas franjeadas de Stella, "es simplemente orden, similar al de la continuidad, una cosa tras otra". No obstante, tanto para Judd como para Morris, el factor crítico es la figura. Las “formas unitarias" de Morris son poliedros que se resisten a ser captados como si fuesen algo distinto de una figura singular: la gestalt es, simplemente, “la figura constante, conocida”. Y en sí misma, en su sistema, la figura es “el valor escultórico más importante". De manera similar, al referirse a su propio trabajo, Judd ha observado que
el gran problema es que cualquier cosa que no sea absolutamente plana comienza, de alguna manera, a tener partes. Se trata entonces de poder trabajar y hacer cosas diferentes sin romper por ello la integridad de una pieza. Para mí, la pieza que tiene el latón y las cinco verticales es, por sobre todo, esa figura.
Así, la figura es el objeto: en cualquier caso, lo que asegura la integridad del objeto es la singularidad de la figura. Es este énfasis en la figura, creo, lo que valida la impresión, compartida por numerosos críticos, según la cual las piezas de Judd y Morris están "huecas".
II
La figura también ha sido clave en la pintura más importante de los últimos años. En varios ensayos recientes2 he intentado mostrar de qué manera, en la obra de Noland, Olitski y Stella, ha surgido poco a poco un conflicto entre la figura considerada como propiedad fundamental de los objetos, por un lado, y la figura considerado como un medio [médium] de la pintura, por el otro. En líneas generales, el éxito o el fracaso de una pintura determinada han llegado a depender de la habilidad de ésta para preservar, inscribir o imponer la convicción de que se trata de una figura –o bien para sortear o eludir de alguna manera la interrogante acerca de si lo hace o no. Las primeras pinturas con spray de Olitski son el ejemplo más puro de pinturas que, al mismo tiempo, logran y fracasan en sustentarse como figuras, mientras que, en sus imágenes más recientes, al igual que en la mejor obra reciente de Noland y Stella, la exigencia de que una determinada imagen se sustente como figura fue vadeada o eludida de distintas maneras. Lo que está en juego en este conflicto es si acaso tales pinturas u objetos son experimentados como pinturas o como objetos, decidiéndose su identidad pictórica a partir de su confrontación con la exigencia de sustentarse como figuras. De lo contrario, no se experimentarían más que como objetos. Esto puede resumirse diciendo que ha llegado a parecerle imperativo a la pintura modernista el derrotar o suspender su propia objetualidad, empresa en la cual el factor crucial es la figura, pero una figura que debe pertenecerle a la pintura –que debe ser pictórica y no, o no meramente, literal. En cambio, el arte literalista lo apuesta todo a la figura como una propiedad dada de los objetos o bien, de hecho, como una clase de objeto por derecho propio. No aspita a anular o suspender su propia objetualidad, sino, por el contrario, a descubrirla y proyectarla como tal.
En su ensayo “Identidad reciente de la escultura”, Clement Greenberg discute el efecto de presencia que, desde el principio, se ha asociado a la obra literalista3. Ello dice relación con el trabajo de Anne Truitt, artista que, de acuerdo con Greenberg, se habría anticipado a los literalistas (él los llama minimalistas):
El arte de Truitt coqueteó con el aspecto del no-arte y su muestra del año 1963 fue la primera en que advertí de qué manera éste podía conferir un efecto de presencia. Yo ya sabía que, al ser obtenida por medio del tamaño, esta presencia era estéticamente extraña. Lo que no sabía aún era que, al ser obtenida mediante el aspecto del no-arte, esa presencia también era estéticamente extraña. La escultura de Truitt disponía de ese tipo de presencia, pero no se escondía tras ella. Sólo descubrí que la escultura podía ocultarse tras la presencia –tal como lo hacía la pintura– después de repetir mis encuentros con las obras de arte minimalistas de Judd, Morris, Andre, Steiner, algunas pero no todas las de Smithson, algunas pero no todas las de LeWitt. El arte minimalista también puede ocultarse tras la presencia obtenida por medio del tamaño: pienso en Bladen (aunque no estoy seguro de que sea un minimalista genuino) y en algunos de los artistas que acabo de mencionar.
La presencia puede ser conferida ya sea por el tamaño, ya sea por el aspecto del no-arte. Por otro lado, lo que el no-arte significa hoy y desde hace ya varios años es bastante específico. En “Después del expresionismo abstracto” [“After Abstract Expressionism”], Greenberg escribió que “un lienzo estirado o colgado, ya existe en tanto imagen –aunque no se trate necesariamente de una imagen exitosa”4. Es por ello, según señala en “Recenteidad de la escultura” [“Recentness of Sculpture”], que “el aspecto del no-arte ya no estaba a disposición de la pintura”. El lugar de ello, “la frontera entre arte y no arte debía buscarse en la tridimensionalidad, donde se encontraba la escultura, así como todo aquello que, siendo material, no era arte”. Greenberg continúa señalando lo siguiente:
El aspecto de maquinaria es ahora rechazado porque no va lo suficientemente lejos en el sentido del aspecto del no-arte, el que, según puede presumirse, es un aspecto “inerte” que le proporciona al ojo un mínimo de incidente "interesante" –a diferencia del aspecto de máquina, que resulta artístico en comparación (y al pensar en Tinguely concordaría con ello). Aun así, no importa cuán simple pueda ser el objeto, todavía quedan las relaciones e interrelaciones de superficie, contorno e intervalo espacial. Las obras minimalistas pueden leerse como arte, pues casi cualquier cosa es arte hoy en día –inclusive una puerta, una mesa o una hoja de papel en blanco... De todas maneras, pareciera que no podría concebirse o idearse por ahora un tipo de arte más próximo de la condición del no-arte.
En este contexto, el significado de “la condición del no-arte” es lo que he estado llamando objetualidad. Es como si, en las actuales circunstancias, la objetualidad por sí sola pudiese asegurar que una cosa puede tener, si no una identidad de no-arte, al menos sí una identidad distinta tanto de la pintura como de la escultura; o que la obra de arte –más precisamente, la obra de la pintura o la escultura modernistas– no fuese un objeto en algún sentido esencial.
En cualquier caso, existe un marcado contraste entre la adhesión literalista a la objetualidad –la que sería, al parecer, casi un arte por derecho propio– y el imperativo autoimpuesto de la pintura modernista, que es el de derrotar o suspender su propia objetualidad a través de la figura concebida como medio. De hecho, desde la perspectiva de la pintura modernista reciente, la posición literalista demuestra una sensibilidad no sólo ajena, sino antitética a la suya. Es como si, desde esa perspectiva, las exigencias del arte y de las condiciones de la objetualidad estuviesen en conflicto directo.
Es aquí donde surge la pregunta: ¿Qué es, según lo proyectado e hipostasiado por los literalistas, al menos desde la perspectiva de la pintura modernista reciente, lo que hace que la objetualidad sea antitética con respecto al arte?
III
Deseo proponer la siguiente respuesta: la adhesión literalista a la objetualidad no es más que la defensa de un nuevo género de teatro; y el teatro constituye ahora la negación del arte.
La sensibilidad literalista es teatral porque, para comenzar, le preocupan las circunstancias concretas en las que el espectador se encuentra con la obra literalista. Morris lo plantea en forma explícita. Mientras que en el arte anterior "lo que debía obtenerse de la obra se localizaba estrictamente en su interior”, la experiencia del arte literal es la de un objeto en situación –objeto que, casi por definición, incluye al espectador:
Las mejores obras de hoy trasladan las relaciones hacia su exterior, haciendo de ellas una función del espacio, la luz y el campo de visión del espectador. El objeto no es más que uno de los términos de la estética más reciente. De alguna manera, ésta es más reflexiva, pues la propia conciencia de sí existiendo en el mismo espacio que la obra es más fuerte que en las obras previas, con las numerosas relaciones internas que les eran características. Existe hoy una conciencia mayor en cuanto a que se están estableciendo relaciones desde distintas posiciones y en condiciones variables de luz y contexto espacial.
Morris cree que esta conciencia se ve reforzada por "la fuerza de la figura constante y conocido, por la gestalt" con la cual es constantemente comparada la apariencia que se tiene de la pieza desde diferentes puntos de vista. Esta conciencia, asimismo, se ha intensificado debido la gran escala de buena parte de las obras literalistas:
La conciencia de la escala es una función de la comparación realizada entre esa constante, es decir, el tamaño del cuerpo, y el objeto. El espacio entre el sujeto y el objeto está implicado en esa comparación.
Cuanto más grande sea el objeto, más nos vemos obligados a distanciarnos del mismo:
Es esta necesaria y mayor distancia de nuestros cuerpos en relación al objeto en el espacio, al permitir que éste sea visto por completo, la que estructura el modo no-personal o público [por el cual Morris aboga]. Sin embargo, es justamente esta distancia entre el objeto y el sujeto la que crea una situación más extendida, puesto que la participación física se vuelve necesaria.
Resulta obvia la teatralidad de la noción de Morris acerca del "modo no personal o del público": el gran tamaño de la obra, junto con su carácter no-relacional, unitario, distancian al espectador –no sólo en términos físicos, sino también psíquicos. Podría decirse que es precisamente este distanciamiento el que hace del espectador un sujeto y de la pieza en cuestión... un objeto. Pero de ello no se sigue el que, a mayor tamaño de la obra, más firmemente establecido quede su carácter “público”. Por el contrario, “más allá de cierto tamaño, el objeto puede abrumar, convirtiéndose esta gigantesca escala en el término ‘cargado’”. Morris quiere lograr la presencia mediante la objetualidad, lo que requiere de cierta amplitud de escala, antes que por medio del tamaño en sí. Pero también es consciente de que esta distinción es excesivamente difícil y rápida:
Porque el espacio de la sala constituye en sí mismo un factor estructurante tanto en su figura cúbica como en términos del tipo de compresión que habitaciones de diferente tamaño y proporción pueden efectuar sobre los términos de la relación objeto-sujeto. El hecho que el espacio de la sala llegue a jugar un papel tan relevante no significa que se esté instaurando una situación ambiental. Lo deseable es que la totalidad del espacio quede alterado de ciertas maneras por la presencia del objeto. No es que quede controlado en el sentido de ser ordenado por un agregado de objetos o por alguna conformación del espacio que rodea al espectador.
El objeto, no el espectador, debe seguir siendo el centro o foco de la situación, pero la situación en sí le pertenece al espectador, es su situación. O, como Morris ha señalado: "Yo deseo hacer hincapié en que las cosas están en el espacio con uno mismo, en lugar de... [que] nos encontremos rodeados de cosas en un espacio”. Una vez más, no existe una distinción clara o precisa entre los dos estados, pues, después de todo, siempre se está rodeado de cosas. Pero las cosas que son obras de arte literalistas deben, de alguna manera, confrontar al espectador –casi podría decirse que debieran emplazarse no sólo en su espacio, sino también en su camino [way]. De acuerdo con Morris, nada de esto
indica una falta de interés en el objeto en sí mismo. Sin embargo, las preocupaciones se relacionan ahora con un control mayor de... toda la situación. El control es necesario si se desea que las variables de objeto, luz, espacio, cuerpo, funcionen. No es que el objeto se haya vuelto menos importante. Sólo es que se ha vuelto menos autosuficiente.
Vale pena recordar, creo, que "toda la situación" significa exactamente eso: toda la situación –incluyendo, al parecer, el cuerpo del espectador. No hay nada dentro de su campo de visión –nada de lo que tome nota de alguna manera– que, por así decirlo, declare ser irrelevante para la situación y, por tanto, para la experiencia en cuestión. Por el contrario: para que algo pueda ser percibido debe serlo como parte de esa situación. Todo cuenta –no como parte del objeto, sino como parte de la situación en la cual se ha establecido su objetualidad y de la cual tal objetualidad depende al menos en parte.
IV
Más todavía, la presencia del arte literalista, analizada en forma pionera por Greenberg, es básicamente un efecto o una calidad teatral –una especie de presencia escenificada. Se trata de una función no sólo de la impertinencia de la obra literalista e incluso, a menudo, de su agresividad, sino de la complicidad especial que la obra arranca del espectador. En efecto, se dice que algo tiene presencia cuando le pide al espectador que le preste atención, y se la preste en serio –y cuando el cumplimiento de tal demanda consiste simplemente en estar consciente de ello y, por así decirlo, en actuar en consecuencia. (Ciertos modos de seriedad le están negados al espectador por la obra misma, en particular aquellos establecidos por las mejores pinturas y esculturas del pasado reciente. Pero, por supuesto, esos modos de seriedad a duras penas son aquellos con los cuales la gente se siente como en casa o, incluso, que la gente encuentra tolerables). Una vez más, la experiencia de ser distanciados por el trabajo en cuestión parece crucial, pues el espectador se asimila a sí mismo estando, en tanto sujeto, en una relación indeterminada y abierta –e imprecisa– con el objeto impasible que se encuentra en la pared o en el suelo. De hecho, estar distanciado de tales objetos no es, creo, del todo diferente a estar distanciado, o colmado, por la silenciosa presencia de otra persona; la experiencia de toparse con objetos literalistas de manera inesperada –por ejemplo en una sala oscurecida– puede llegar a ser, en este sentido, fuertemente inquietante, aun cuando dure sólo un momento.
Ello se debe a tres razones principales. En primer lugar, el tamaño de muchas de las obras literalistas, según queda insinuado por las observaciones de Morris, guarda una comparación estrecha con el del cuerpo humano. En este contexto, las respuestas de Tony Smith a las preguntas sobre su cubo de seis pies, Die, resultan altamente sugerentes:
Q: ¿Por qué no lo hiciste más grande para que pudiera asomarse sobre el observador?
R: Yo no estaba haciendo un monumento.
Q: Entonces, ¿porqué no reducir su tamaño para que el observador pudiera ver su parte superior?
R: Yo no estaba haciendo un objeto5.
Para describir lo que Smith estaba haciendo, podría decirse que hacía una persona sustituta –es decir, una especie de estatua. (Esta interpretación se apoya en la leyenda de una fotografía de otra de las piezas de Smith, La Caja Negra [The Black Box], publicada en la edición de diciembre de 1967 de Artforum y en la cual Samuel Wagstaff Jr., aparentemente con la sanción del artista, observó que “pueden verse las dos-por-cuatro patas debajo de la pieza, lo que impide que ésta se asimile a una pieza arquitectónica o un monumento y estableciendo que se trata de una escultura”. Esas patas de dos-por-cuatro, en efecto, constituyen un pedestal rudimentario, reforzando por ello la similitud con la estatua como calidad de la pieza). En segundo lugar, las entidades o seres que, hallándose en la experiencia cotidiana, resultan ser más cercanos a los ideales literalistas de lo no-relacional, lo unitario y lo holístico, son otras personas. Asimismo, la predilección literalista por la simetría, así como en general por un tipo de orden que “es simplemente orden… una cosa tras otra", no está arraigada, a diferencia de lo que Judd parece pensar, en los nuevos principios filosóficos y científicos, cualesquiera crea que éstos sean, sino en la naturaleza. Y, en tercer lugar, el vacío aparente de la mayor parte de las obras más literalistas –la cualidad de tener un interior– es casi descaradamente antropomórfica. Según lo han señalado numerosos comentarios aprobatorios, es como si la obra en cuestión tuviese una vida interior o, incluso, una vida secreta –un efecto que tal vez es más explícito en el Sin título (1965-66) de Morris, una gran forma anillada compuesta de dos mitades cuya estrecha separación desprende, desde el interior, el brillo de una luz fluorescente. Compartiendo este espíritu, Tony Smith ha señalado estar “interesado en la inescrutabilidad y el misterio de la cosas”6 y se le ha citado diciendo:
He llegado a interesarme cada vez más por las estructuras neumáticas. En ellas, todo el material está en tensión. Pero es el carácter de la forma el que me atrae. Las formas biomórficas que se derivan de la construcción tienen una calidad onírica para mí o, al menos, una calidad similar a lo que, según se dice, sería un tipo bastante común de sueño americano.
Los intereses de Smith en las estructuras neumáticas pueden resultar sorprendentes, pero son coherentes tanto con su propio trabajo como, en general, con la sensibilidad literalista. Las estructuras neumáticas pueden describirse como huecos con revancha –al insistirse en que no se trata de "masas irreductibles y sólidas" (Morris), en lugar de darse esto por sentado. Y creo que el hecho de que las formas resultantes sean “biomórficas” es revelador de lo que el vacío significa en el arte literalista.
V
Estoy sugiriendo, entonces, que subyace al núcleo de la teoría y de la práctica literalistas una suerte de naturalismo o, de hecho, antropomorfismo latente u oculto. El concepto de presencia también lo señala, aunque raramente en forma tan manifiesta como cuando Tony Smith declara que "no pensaba en ellas {es decir, en las esculturas que ‘siempre’ había hecho} como esculturas, sino como presencias del mismo tipo”. La latencia o el ocultamiento del antropomorfismo ha sido tal, que los mismos literalistas, como hemos visto, se sintieron libres de caracterizar el arte modernista al que se oponen, por ejemplo, la escultura de David Smith y Anthony Caro, como antropomórfico –caracterización cuyos colmillos, imaginarios en un comienzo, recién acaban de mostrarse. En base al mismo supuesto, no obstante, lo que está mal con la obra literalista no es su antropomorfismo, sino el hecho de que ocultar este carácter sea incurablemente teatral. (No todo el arte literalista oculta o enmascara su antropomorfismo; la obra de figuras menores como Steiner lo deja traslucir). La distinción crucial que he estado proponiendo tiene lugar entre una obra fundamentalmente teatral y otra que no lo es. Es la teatralidad la que, cualesquiera sean las diferencias entre ellos, vincula a artistas como Bladen y Grosvenor7, al haber permitido que "la escala gigantesca [se convirtiera en] el término cargado” (Morris), con figuras más sobrias como las Judd, Morris, Andre, McCracken, LeWitt y –a pesar del tamaño de algunas de sus piezas- Tony Smith8. Y es en interés, aunque no explícitamente en el nombre del teatro que la ideología literalista rechaza tanto la pintura como la escultura modernistas o al menos, en este último caso, la realizada en forma reciente por sus más distinguidos profesionales.
A este respecto, la descripción que Tony Smith hace de un paseo automovilístico nocturno por la autopista de Nueva Jersey antes de que ésta fuese concluida constituye una lectura obligatoria:
Cuando daba clases en Cooper Union en el primer o segundo año de la década de los cincuenta, alguien me dijo cómo llegar a la inconclusa autopista de Nueva Jersey. Tomé a tres estudiantes y manejé desde algún lugar en Meadows hacia Nueva Brunswick. Era una noche oscura y no había luces ni marcadores, líneas, rieles ni nada en absoluto fuera del pavimento oscuro moviéndose a través del paisaje de los planos, rodeado de colinas en la distancia pero salpicado de chimeneas, torres, humos y luces de colores. Este viaje fue una experiencia reveladora. El camino y buena parte del paisaje eran artificiales, sin que pudiesen llamarse obras de arte. Por otro lado, este viaje provocó algo en mí que el arte nunca había hecho. Al principio no sabía lo que era, pero su efecto fue que me liberó de muchas de las opiniones que yo tenía sobre el arte. Parecía que había allí una realidad que no había tenido ninguna expresión en el arte.
Si bien la experiencia de viajar por el camino se encontraba trazada, no gozaba de reconocimiento social. Pensé para mis adentros que debería quedar claro que esto era el fin del arte. Después de eso, la mayor parte de las pinturas parecen ser bastante pictóricas. No hay manera de poder enmarcar esa experiencia, sólo tienes que experimentarlo. Más tarde, descubrí algunas pistas de aterrizaje abandonadas en Europa –obra abandonas, paisajes surrealistas, algo que no tenía nada que ver con ninguna función, mundos creados sin tradición. Los paisajes artificiales sin antecedentes culturales comenzaron a interesarme. En Nuremberg, existe un campo marcial que es lo suficientemente grande como para acomodar dos millones de hombres en su interior. Todo el campo está circundado por altos muros de contención y torres. Concretamente, se trata de tres peldaños de dieciséis pulgadas, uno encima del otro, extendiéndose a lo largo de una milla.
Lo que parece haberle sido revelado a Smith es que la noche era la naturaleza pictórica de la pintura –o, incluso, la naturaleza convencional del arte. Y esto, parece haber entendido Smith, no consistía en la esencia del arte, sino en el anuncio de su fin. En comparación con la autopista carente de señales, no iluminada y en ningún caso estructurada –o, más precisamente, con la autopista experimentada desde dentro del auto, al viajar por ella– el arte parece haber choqueado a Smith en su carácter casi absurdamente pequeño (“todo el arte de hoy es un arte de sellos postales”, afirma), circunscrito y convencional... Parece haber sentido que no había manera de “enmarcar” su experiencia en el camino, es decir, que no había manera de hacer sentido de ella en términos artísticos, de hacer arte con ella, al menos en términos de lo que era el arte en ese entonces. Más bien, “sólo había que experimentarlo” –tal como acontece, tal como es. (La experiencia por sí sola es lo que importa). No hay ninguna sugerencia en cuanto al carácter problemático de esta empresa. Para Smith, claramente, la experiencia es enteramente accesible por cualquiera y esto no sólo en principio, sino de hecho, quedando fuera de cuestión el hecho de que alguien realmente la haya tenido. Ello puede apreciarse en la apología que Smith realiza de LeCorbusier por ser “más accesible” que Miguel Ángel: “la experiencia directa y primitiva del edificio de la Corte Suprema de Chandigarh es como la de los Pueblos del Suroeste bajo un fantástico acantilado sobresaliente. Es algo que cualquiera puede entender” [n. de la t.: se refiere a la arquitectura de las comunidades indígenas Pueblos]. Creo que no es necesario añadir que la disponibilidad del arte moderno no es de este tipo y que la rectitud y la relevancia de la convicción que pueda tenerse acerca de él, una convicción que comienza y termina en la experiencia de la obra en sí misma, siempre queda abierta a un cuestionamiento.
Pero, ¿cuál fue la experiencia de Smith en la autopista? O, planteándolo de otro modo, si la autopista, las pistas de aterrizaje y los campos marciales no son obras de arte, ¿qué es lo que son? –¿qué es lo que son, si no situaciones vacías o “abandonadas”? ¿Y cuál fue la experiencia de Smith, si no aquella de lo que he llamado teatro? Es como si la autopista, las pistas de aterrizaje y los campos marciales revelaran el carácter teatral del arte literalista, sólo que sin el objeto, es decir, sin el arte mismo –como si el objeto sólo se necesitara dentro de una sala9 (o, quizás, en cualquier circunstancia menos extrema que aquéllas). En cada uno de los casos anteriores el objeto es, por así decirlo, remplazado por algo: por ejemplo, en la autopista, lo es por el constante avance de la carretera, por el retroceso simultáneo de nuevos tramos de oscuro pavimento iluminado por los faros, por la misma percepción de la autopista como algo enorme, abandonado, desahuciado, que existe sólo para Smith y quienes lo acompañan en el auto… Este último punto es importante: por un lado, la autopista, las pistas de aterrizaje y los campos marciales no le pertenecen a nadie; por otro, la situación instaurada por la presencia de Smith es, en cada caso, sentida como suya. Más aún, en cada caso, la capacidad de ir adelante indefinidamente es lo esencial. Lo que remplaza al objeto –lo que hace la misma labor de distanciarlo o aislarlo del observador, de hacer de él un sujeto, que el objeto efectuó en la sala cerrada– es, sobre todo, la infinitud, o la no objetualidad, de la aproximación, el avance o la perspectiva. Es el carácter explícito, es decir, la fuerte persistencia con la cual la experiencia se presenta a sí misma como dirigida a él desde el exterior (en la autopista y desde fuera del auto), lo que, simultáneamente, lo convierte en un sujeto –lo vuelve sujeto– y establece que la experiencia misma es algo así como la de un objeto o, más bien, como la de la objetualidad. No es de extrañar que las especulaciones de Morris acerca de cómo instalar las obras literalistas al aire libre sigan siendo extrañamente inconcluyentes:
¿Porqué no instalar las obras al aire libre modificando además los términos del trabajo? Es realmente necesario permitir que este próximo paso sea llevado a la práctica. Los patios de esculturas de diseño arquitectónico no son la respuesta, como no lo es el emplazar el trabajo en las afueras de las formas cúbicas de la arquitectura. Idealmente, sería un espacio, pero sin la arquitectura como telón de fondo y referencia, el que proporcionaría los nuevos términos del trabajo.
A menos que las piezas sean colocadas en un contexto totalmente natural, y Morris no parece abogar por esta idea, debiera construirse algún tipo de ambiente artificial que, sin embargo, no llegase a ser arquitectónico. Lo que parecen sugerir las observaciones de Smith es que, mientras más efectivo –efectivo en cuanto a lo teatral– sea el ajuste, más superfluas serán las obras mismas.
VI
La versión de Smith acerca de su experiencia en la autopista llama la atención sobre la profunda hostilidad del teatro hacia las artes y revela, precisamente debido a la ausencia del objeto y a aquello que toma su lugar, lo que podría llamarse la teatralidad de la objetualidad. Según el mismo supuesto, sin embargo, el imperativo de que la pintura modernista derrote o suspenda su objetualidad equivale, en el fondo, al imperativo de derrotar o suspender el teatro. Y esto significa que hay una guerra entre lo teatral y lo pictórico –una guerra que, a pesar del explícito rechazo literalista de la pintura y la escultura modernistas, no es, básicamente, una cuestión de programa e ideología, sino de experiencia, convicción, sensibilidad. (Por ejemplo, fue una experiencia particular la que engendró en Smith la convicción de que la pintura –o, de hecho, las mismas artes– se habían acabado).
La crudeza y el carácter aparentemente irreconciliable de este conflicto es algo nuevo. Comenté más arriba que la objetualidad sólo había pasado a ser problemática para la pintura modernista en los últimos años. Esto, sin embargo, no quiere decir que antes de que se manifestara la presente situación, las pinturas o, para el caso, las esculturas, simplemente fuesen objetos. Creo que sería más cercano a la verdad decir que simplemente no lo eran10. No existía el riesgo e incluso la posibilidad de ver las obras de arte como si fuesen nada más que objetos. El que esta posibilidad comenzara a presentarse alrededor de 1960 fue consecuencia, en gran medida, de las evoluciones al interior de la pintura modernista. Por así decirlo, mientras más asimilables a objetos han llegado a parecer algunas pinturas de avanzada, mejor puede entenderse la historia de la pintura desde Manet –engañosamente, creo– en términos de la progresiva (aunque en última instancia inadecuada) revelación de su objetualidad esencial11, y más urgente se ha vuelto la necesidad, para la pintura modernista, de explicitar su convencional –o más específicamente su pictórica– esencia, derrotando o suspendiendo su propia objetualidad por medio de la forma. La visión de la pintura modernista tendiendo hacia la objetualidad está implícita en la observación de Judd según la cual “la obra nueva [es decir, literalista] obviamente se asemeja más a la escultura que a la pintura, pero está más cerca de la pintura”; y es este punto de vista el que funda en general la sensibilidad literalista. La sensibilidad literalista, por tanto, constituye una respuesta a los mismos desarrollos que han obligado en gran medida a la pintura modernista a deshacerse de su objetualidad –más precisamente, los mismos desarrollos, pero vistos de manera diferente, es decir, en términos teatrales, por una sensibilidad ya teatral, ya (por decir lo peor) corrompida o pervertida por el teatro. Asimismo, lo que ha obligado a la pintura modernista a anular o suspender su propia objetualidad no son sólo sus desarrollos internos, sino la misma teatralidad general, envolvente, infecciosa que corrompió en primer lugar la sensibilidad literalista y en cuyas garras los desarrollos en cuestión –así como en general la pintura modernista– no son vistos más que como un tipo de teatro no apremiante y no presencial. Fue la necesidad de romper los dedos de esta zarpa lo que convirtió a la objetualidad en un problema para la pintura moderna.
La objetualidad se ha convertido, asimismo, en un problema para la escultura modernista. Esto a pesar de que la escultura, al ser tridimensional, se asemeja tanto a los objetos como a las obras ordinarias del arte literalista, de un modo que la pintura no logra. Hace casi diez años atrás, Clement Greenberg resumió lo que percibió como el surgimiento de un nuevo “estilo” escultórico, cuyo paradigma es, sin duda, David Smith, en los términos siguientes:
Convertir la sustancia en algo enteramente óptico y la forma, ya sea pictórica, escultórica o arquitectónica, en parte integrante del espacio ambiental –esto acarrea el círculo completo del anti-ilusionismo. En lugar de la ilusión de las cosas, se nos ofrece la ilusión de las modalidades, a saber: que la materia es inmaterial, que carece de peso y que sólo existe ópticamente, como un espejismo12.
Desde 1960, este desarrollo ha sido llevado a una serie de clímax por el escultor Inglés Anthony Caro, cuya obra es mucho más específicamente resistente a ser vista en términos objetuales que la de David Smith. Lo que quiero decir es que una escultura característica de Caro consiste en la mutua y desnuda yuxtaposición de los travesaños, vigas, cilindros, tubos, chapas y parrilla que comprende la obra más que en el objeto compuesto que componen. La inflexión mutua de un elemento por otro, más que la identidad de cada uno de estos elementos, es lo crucial –aunque, por supuesto, alterar la identidad de cualquiera de ellos sería al menos tan drástico como hacerlo con su colocación. (La identidad de cada elemento importa, en cierta medida, tanto como el hecho de que se trate de un brazo o de este brazo, que realiza un gesto particular; o como el hecho de que sea esta palabra o esta nota, y no otra, la que acontece en un lugar particular dentro de una frase o una melodía). Los elementos individuales se confieren significados en forma mutua precisamente en virtud de su yuxtaposición. Es en este sentido, un sentido inextricablemente implicado en el concepto de significado, que todo lo que vale pena mirar en el arte de Caro es su sintaxis. La concentración de Caro en la sintaxis responde, de acuerdo con Greenberg, a "un énfasis en la abstracción, en la radical desemejanza respecto de la naturaleza”13. Y Greenberg prosigue señalando que “no ha habido un escultor que haya llegado tan lejos desde el punto de vista de la lógica estructural de las cosas ponderables de manera ordinaria”. Vale la pena destacar, sin embargo, que esta función no sólo responde a la bajeza, la apertura, la parcialidad, la ausencia de perfiles cerrados y centros de interés, la falta de perspicacia, etc. de las esculturas de Caro. Más bien, ellas derrotan o mitigan la objetualidad al imitar no tanto los gestos como la eficacia de éstos; al igual que cierta música y cierta poesía, están poseídas por el conocimiento del cuerpo humano y por el modo en que, de innumerables formas y estados de ánimo, éste hace sentido. Es como si las esculturas de Caro esencializaran el significado como tal –como si, por sí sola, la posibilidad de significar lo que decimos y hacemos hiciera posible su escultura. Todo esto, casi no es necesario añadirlo, hace del arte de Caro una fuente de sensibilidad antiliteralista y antiteatral.
La objetualidad le plantea asimismo otro problema, más general, a la escultura modernista más ambiciosa del último tiempo: el problema del color. En estas líneas no puedo aspirar más que a rozar este tema tan amplio y difícil14. Sin embargo, y en pocas palabras, el color se ha convertido en un problema para la escultura no porque se sienta que es aplicado, sino porque, ya sea que le aplique o no en el estado natural del material, es idéntico a su superficie. Y debido a que todos los objetos tienen superficie, la preocupación por la superficie de la escultura implica su objetualidad –amenazando entonces con calificar o mitigar el énfasis en la objetualidad logrado por la opticalidad y, en las piezas de Caro, también por su sintaxis. Es a partir de esta conexión, me parece, que una escultura muy reciente, Bunga, de Jules Olitski, debiera ser apreciada. Bunga se compone de quince a veinte tubos de metal de diez pies de largo y distintos diámetros, colocados en posición vertical, remachados y luego rociados con pintura de diferentes colores. El tono dominante va del amarillo al amarillo-naranja, pero las partes superior y trasera de la pieza están teñidas de un rosa profundo y, al mirar de cerca, se advierten manchas e incluso delgados chorros de color verde y rojo. Una franja roja bastante ancha fue pintada en la parte superior de la pieza, mientras que otra mucho más delgada, pintada en dos tonos diferentes de azul (uno al “frente”, el otro “detrás”) circunscribe su parte inferior. Obviamente, Bunga se relaciona íntimamente con las pinturas en aerosol de Olitski, especialmente las del año pasado, en las que ha trabajado con pintura y pincel o, al menos, en los límites del soporte. Al mismo tiempo, Bunga responde a mucho más que un simple intento de hacer o “traducir” sus pinturas en esculturas, es decir, de establecer la superficie –la superficie de la pintura, por así decirlo– como un medio de la escultura. El uso de tubos, cada uno de los cuales, aunque parezca increíble, luce plano –es decir, plano, pero laminado– hace que la superficie de Bunga se parezca más a una pintura que a un objeto: al igual que la pintura y a diferencia tanto de los objetos ordinarios como de otras esculturas, Bunga es todo superficie. Y, por supuesto, lo que afirma o establece esa superficie es el color, el color rociado por Olitski.
VII
Quiero en este punto plantear algo que no puedo pretender probar o justificar, pero que, sin embargo, creo ser cierto: el teatro y la teatralidad hoy están en guerra, no sólo con la pintura modernista (o con la pintura y la escultura modernista), sino con el arte como tal –y en la medida en distintas artes pueden ser descritas como modernistas, con una sensibilidad modernista como tal. Este aserto puede dividirse en tres proposiciones o tesis:
1. El éxito o incluso la supervivencia de las artes ha llegado a depender crecientemente de su capacidad para derrotar al teatro. Esto quizás no sea evidente en ninguna parte más que dentro del mismo teatro, donde la necesidad de derrotar lo que he llamado teatro se ha hecho sentir principalmente en la necesidad de establecer una relación radicalmente diferente con su público. (Los textos relevantes en este caso son, por supuesto, Brecht y Artaud15). En efecto, el teatro tiene una audiencia –existe para alguien– de una manera que las demás artes no, y esto, más que cualquier otra cosa, es lo que a la sensibilidad modernista le resulta intolerable del teatro general. Aquí debiera observarse que el arte literalista también posee una audiencia, aunque un tanto especial, pues el hecho de que el espectador se vea confrontado a la obra literalista dentro de una situación que experimenta como suya significa que la obra en cuestión, en importante medida, existe sólo para él, aun si no se encuentra efectivamente solo con la obra en el momento. Puede ser paradójico plantear tanto que la sensibilidad literalista aspira a un ideal de "algo que cualquiera pueda entender" (Smith) y que el arte literalista se dirige únicamente al espectador, pero la paradoja es sólo aparente. Basta entrar en la sala donde se ha emplazado una obra literalista para convertirse en ese espectador, en esa audiencia de una sola persona –casi como si la obra en cuestión lo hubiese estado esperando. En la medida en que la obra literalista depende del espectador, es incompleta sin él, lo ha estado esperando. Y una vez que está en la sala, la obra se niega, obstinadamente, a dejarlo solo –es decir, se niega a dejar de confrontarlo, distanciarlo, aislarlo. (Este aislamiento no es una soledad más de lo que tal confrontación es una comunión).
Es la superación del teatro lo que a la sensibilidad modernista le entusiasma y lo que experimenta como el sello del gran arte de nuestro tiempo. Sin embargo, existe un arte que, por su propia naturaleza, escapa completamente al teatro –las películas16. Esto permite entender porqué las películas en general, inclusive las más deplorables, son aceptables para la sensibilidad modernista, mientras que sólo lo es la pintura, la escultura, la música y la poesía más exitosa. Esto es debido a que, al escapar del teatro –automáticamente, por así decirlo– el cine proporciona un refugio acogedor y absorbente para las sensibilidades en pugna con el teatro y la teatralidad. Al mismo tiempo, el carácter automático y garantizado del refugio –más precisamente, el hecho de que lo que proporciona es un refugio frente al teatro y una victoria sobre él, o sea, una absorción y no una condena– significa que el cine, incluso en su forma más experimental, no es un arte modernista.
2. El arte degenera al aproximarse a la condición del teatro. El teatro es el común denominador de una gran y aparentemente dispar variedad de actividades, distinguiendo a tales actividades de las empresas radicalmente diferentes propias de las artes modernistas. Aquí, como en otros casos, la cuestión del valor o del nivel es fundamental. Por ejemplo, el hecho de que no se asimile la enorme diferencia de calidad entre, por ejemplo, la música de Carter y la de Cage o entre las pinturas de Louis y las de Rauschenberg significa que las distinciones verdaderas –entre la música y el teatro, en primera instancia, y entre la pintura y el teatro, en segunda instancia– son desplazadas por la ilusión de que las barreras entre las artes están en proceso de desmoronamiento (al ser considerados Cage y Rauschenberg, de manera correcta, como los mejores) y que las propias artes están finalmente deslizándose hacia algún tipo de síntesis final17, implosiva y enormemente deseable. Mientras que, de hecho, las artes individuales nunca habían estado más explícitamente concernidas por las convenciones que constituyen sus esencias respectivas.
3. Los conceptos de calidad y de valor –y, en la medida que éstas son fundamentales para el arte, el mismo concepto de arte– son significativas, o completamente significativas, sólo dentrode las artes individuales. Lo que subyace entrelas artes es el teatro. Me parece significativo que, en sus diversas declaraciones, los literalistas hayan evitado la cuestión del valor o la calidad, demostrando, al mismo tiempo, una incertidumbre considerable en cuanto a si lo que están haciendo es arte o no. Describir su empresa como un intento por establecer un nuevo arte no cancela la incertidumbre, sino que, a lo más, permite apuntar a su origen. El mismo Judd ha reconocido el carácter problemático de la empresa literalista al afirmar que "una obra sólo necesita ser interesante”. Para Judd, como para la sensibilidad literalista en general, lo importante es que determinada obra sea capaz de provocar y mantener el (su) interés, puesto que en el arte modernista, nada importa menos que la convicción –específicamente, la convicción de que determinada pintura, escultura, poema o pieza musical pueda o no soportar una comparación con obras previas al interior de un arte cuya calidad no está en duda. (La obra literalista a menudo es condenada –cuando lo es– por aburrida. Una acusación aun más fuerte sería decir que es meramente interesante).
El interés de una obra dada reside, de acuerdo con Judd, tanto en su carácter de totalidad como en la especificidad absoluta de los materiales a partir de los cuales está elaborada:
La mayor parte de la obra involucra materiales nuevos, ya sea invenciones recientes o cosas que antes no eran utilizadas en el arte... Los materiales varían mucho y son simplemente materiales –formica, aluminio, acero laminado en frío, plexiglás, latón rojo y latón común, etc. Son específicos. Si se usan directamente, son aún más específicos. Además, suelen ser agresivos. Hay una objetividad propia de la identidad obstinada de un material.
Al igual que la figura del objeto, los materiales no representan, significan o aluden a nada; son lo que son y nada más. Y lo que son no es, en términos estrictos, algo captado, intuido, reconocido o incluso visto de una vez por todas. Más bien, la "identidad obstinada" de un material específico, al igual que la totalidad de la figura, es simplemente afirmada, dada o establecida desde el principio, si no antes de él. De acuerdo con ello, la experiencia de ambos es de infinitud, de inagotabilidad, de ser capaz de seguir y seguir permitiendo, por ejemplo, que el propio material se nos confronte en toda su literalidad, su "objetividad", su ausencia de nada más allá de sí mismo. En un sentido similar, Morris ha escrito:
Lo característico de una gestalt es que, una vez que se establece toda la información al respecto, qua gestalt, se ha agotado. (Por ejemplo, no se busca la gestalt de una gestalt)... Así, se está tan libre de la figura como atado a ella. Libre o liberado porque la información al respecto, en tanto figura, se ha agotado y atado porque éste se mantiene constante e indivisible.
El mismo comentario es hecho por Tony Smith en una declaración cuya primera frase cité más arriba:
Me interesa el carácter inescrutable y misterioso de la cosa. Lo obvio (como una lavadora o un surtidor) ya no es interesante. Una jarra de barro Bennington, por ejemplo, tiene sutileza en el color, amplitud en la forma, una sustancia en general sugerente, generosidad, inspira calma y tranquilidad –cualidades que la conducen a trascender la mera utilidad. Nos sigue nutriendo una y otra vez. No podemos verlo en un segundo, lo seguimos leyendo. Hay algo de absurdo en el hecho de volver a un cubo de la misma manera.
Al igual que los objetos específicos de Judd y que las gestalts o formas unitarias de Morris, un cubo de Smith siempre presenta un interés mayor; nunca sentimos que éste hemos llegado a su fin, pues es inagotable. Sin embargo, no lo es debido a algún tipo de plenitud –ésa es la inagotabilidad del arte– sino porque no hay nada allí que pueda agotarse. Es interminable del mismo modo en que podría serlo un camino si, por ejemplo, fuese circular.
La infinitud, la capacidad de seguir y seguir, incluso teniendo que hacerlo, es crucial tanto para el concepto de interés como para el de objetualidad. De hecho, pareciera ser la experiencia más profundamente excitante para la sensibilidad literalista, aquella que los artistas literalistas buscan objetivar en sus obras –por ejemplo, mediante la repetición de unidades idénticas (el “una cosa tras otras” de Judd), la que implicaría que las unidades en cuestión podrían ser multiplicadas ad infinitum. La reseña de Smith acerca de su experiencia en la autopista inconclusa da cuenta de esta excitación en forma explícita. De modo similar, la afirmación de Morris en cuanto a que, en las mejores obras nuevas, el espectador está consciente de “establecer él mismo las relaciones al aprehender el objeto desde posiciones variadas y bajo condiciones variables de luz y contexto espacial” se basa en supuesto según el cual el espectador está consciente del carácter infinito e inexhaustible, si no del objeto mismo, de la experiencia del objeto. Esta consciencia es exacerbada por lo que puede llamarse la inclusividad de su situación, es decir, por el hecho, observado antes, de que todo lo que observa cuenta como parte de esa situación y, por ende, se siente que descansa, de una manera que sigue estando indefinida, en su experiencia del objeto.
Aquí, finalmente, deseo enfatizar algo que puede haber quedado claro ya: la experiencia en cuestión persiste en el tiempo y el presentimiento de infinitud que, según he estado sosteniendo, es central para el arte y la teoría literalista es, esencialmente, un presentimiento de duración infinita o indefinida. Una vez más, la reseña de Smith sobre su paseo nocturno es relevante, así como lo es su observación según la cual “no podemos verla {i.e. la jarra y por implicación, el cubo} en un segundo, seguimos leyéndola”. Morris también lo ha señalado explícitamente: “la experiencia de la obra necesariamente existe en el tiempo” –aunque no habría diferencia si no lo hubiese sido. La preocupación literalista por el tiempo –más precisamente, con la duración de la experiencia– es, sugiero, paradigmáticamente teatral: como si el teatro confrontara al espectador, aislándolo por esta vía, con la infinitud no sólo en tanto objetualidad sino en tanto tiempo; o como si el sentido que, en el fondo, conlleva el teatro fuese un sentido de la temporalidad, del tiempo que ha pasado tanto como del tiempo por venir, simultáneamente aproximándose y alejándose, como aprehendido en una perspectiva infinita19. Esta preocupación señala una profunda diferencia entre la obra literalista y la pintura y la escultura modernistas. Es como si la experiencia de estas últimas no tuviese duración –no porque, de hecho, se experimente una imagen de Noland u Olitsky o una escultura de David Smith o Caro fuera del tiempo, sino porque, en cada momento, la obra misma es plenamente manifiesta. (Esto es verdadero de la escultura a pesar del hecho obvio de que, al ser tridimensional, puede ser vista desde infinitos puntos de vista. La experiencia de un Caro no es incompleta y la convicción acerca de su calidad no queda suspendida, simplemente porque se le ha visto solamente desde donde se está parado. Más todavía, en su mejor trabajo, la visión que pueda tenerse de su escultura es, por así decirlo, eclipsada por la escultura misma –respecto de la cual no tiene sentido decir que está solo parcialmente presente). Es esta presentidad continua y completa que responde, por así decirlo, a la perpetua creación de sí misma, lo que se experimenta como una suerte de instantaneidad: como si, de ser infinitamente más preciso, un solo instante infinitamente breve fuese suficientemente largo para verlo todo, para experimentar la obra en toda su profundidad y su completitud, para ser convencido para siempre por ella. (Aquí vale pena notar que el concepto de interés implica la temporalidad bajo la forma de una continua atención hacia el objeto, mientras que el concepto de convicción no). Quiero decir que es debido a esta virtud de la presentidad y la instantaneidad que la pintura y la escultura modernistas derrotaron al teatro. De hecho, me tienta sugerir, más allá de mi conocimiento, que, enfrentados a la necesidad de derrotar el teatro, es sobre todo la condición de la pintura y la escultura –es decir, la condición de existir, o de hecho la de secretar o constituir un presente continuo y perpetuo– a lo que aspiran las demás artes modernistas contemporáneas, sobre todo la poesía y la música20.
VIII
Este ensayo será leído como un ataque de ciertos artistas (y críticos) y como una defensa de otros. Y, por supuesto, es verdad que el deseo de distinguir entre lo que, para mí, es el auténtico arte de nuestro tiempo y otra obra que, cualquier sea la dedicación, la pasión y la inteligencia de sus creadores, me parece compartir algunas características asociadas aquí con los conceptos de literalismo y teatro, lo que ha motivado mi escrito. En estas últimas líneas, sin embargo, quiero llamar la atención sobre la ubicuidad –la virtual universalidad– de la sensibilidad o el modo de ser que he caracterizado como corrupto o pervertido por el teatro. Todos somos literalistas la mayor parte de nuestras vidas. La presentidad es la gracia.
Notas
* Reimpreso de Artforum, junio 1967.
1. Esto fue señalado por Judd en una entrevista con Bruce Glaser que fue editada por Lucy R. Lippard y publicada bajo el título de "Preguntas a Stella y Judd" [“Questions to Stella and Judd”], Art News, Vol. LXV, N ° 5, septiembre 1966. Las observaciones atribuidas en el presente ensayo a Judd y Morris fueron tomadas de esta entrevista, del ensayo de Judd titulado "Objetos específicos" [“Specific Objects”], Arts Yearbook N º 8, 1965, o de los ensayos de Robert Morris titulados "Notas sobre la escultura" [“Notes on Sculpture”] y "Notas sobre la Escultura, Parte 2" [“Notes on Sculpture, Part 2”], publicados en Artforum Vol. IV, N° 6, febrero de 1966, y vol. 5, N° 2, octubre de 1966, respectivamente. (También he tomado una observación de Morris del catálogo de la exposición "Ocho Escultores: La imagen ambigua" [“Eight Sculptors: the Ambigous Image”], realizada en el Walker Art Center, octubre-diciembre de 1966). Debo añadir que, al establecer lo que me parece ser la posición común de Judd y Morris, he ignorado varias de sus diferencias, empleando algunas observaciones en contextos hacia los cuales no estaban destinados. Más todavía, no siempre indiqué cuál de ellos realmente dijo o escribió una frase determinada. La alternativa hacia sido llenar el texto de notas al pie.
2. "La figura como forma: nuevas pinturas de Frank Stella" [“Shape as Form: Frank Stella’s New Paintings”], Artforum, vol. V, Nº 3, noviembre de 1966; "Jules Olitski", introducción del catálogo de una exposición de su obra en la Galería Corcoran, Washington, DC, abril-junio de 1967, y "Ronald Davis: superficie e ilusión" [“Ronald Davis: Surface and Illusion”], Artforum, Vol. V, Nº 8, abril de 1967.
3. Publicado en el catálogo de la exhibición de Los Angeles County Museum titulada "La escultura estadounidense de los años sesenta" [“American Sculpture of the Sixties”]. El verbo "proyectar", tal como lo he usado, procede de la siguiente frase de Greenberg: "el objetivo ostensible de los minimalistas es ‘proyectar’ objetos y conjuntos de objetos que pueden llegar a caber dentro del arte").
4. "Después del expresionismo abstracto" [“After Abstract Expressionism”], Art International, Vol. VI, Nº 8, Octubre 25, 1962, p. 30. El fragmento del cual procede esta cita dice lo siguiente:
Bajo la prueba de la modernidad, han sido cada vez más las convenciones del arte de pintar que han demostrado ser prescindibles o no esenciales. No obstante, se ha establecido ahora, al parecer, que la esencia irreductible del arte pictórico no consiste más que en dos convenciones o normas constitutivas: la planicie y su delimitación; y que el mero respeto a estas dos normas es suficiente para crear un objeto que pueda ser experimentado como una imagen. Por ende, un lienzo estirado o colgado ya existe como una imagen –aunque ésta no sea necesariamente exitosa.
En líneas generales esto, sin duda, es correcto. Sin embargo, también pueden formularse algunas reservas.
Para comenzar, plantear que un lienzo desnudo clavado a la pared no es "necesariamente" una imagen exitosa ya no es suficiente. Pienso que sería menos exagerado decir que esta imagen no es concebible. Tal vez las circunstancias futuras hagan de ella una pintura exitosa, pero yo diría que, para que eso suceda, la empresa de pintar tendría que cambiar en forma tan drástica que de ella sólo quedaría el nombre. (¡Se necesitaría un cambio mucho más importante que el que ha tenido lugar de Manet a Noland, Olitski y Stella!). Más todavía, considerar que algo es una pintura en el sentido en que se considera que el lienzo colgado es una pintura y convencerse de que esa obra puede soportar una comparación con pinturas del pasado cuya calidad está fuera de duda son experiencias diferentes: es como si, a menos que algo nos convenza de su calidad, no fuese más que una pintura en un sentido trivial o nominal. Esto sugiere que la planicie y la delimitación de la planicie no debiera ser pensada como la “esencia irreductible del arte pictórico”, sino más bien como las condiciones mínimas para que algo sea visto como una pintura. Y la cuestión esencial no radica en cuáles son esas condiciones mínimas y, por así decirlo, atemporales, sino más bien en qué puede ser capaz, en un momento dado, de funcionar como pintura. Esto no quiere decir que la pintura no tiene esencia, sino que esa esencia –i.e., esa esencia que se impone a nuestra convicción– está muy determinada por, y por ende cambiar continuamente en respuesta a, la obra vital de la historia reciente. La esencia de la pintura no es algo irreductible. Más bien, la tarea del pintor modernista es la de descubrir las convenciones que, en un momento dado, son capaces de establecer por sí solos la identidad pictórica de su obra.
Greenberg se acerca a esta postura cuando agrega que "me parece que Newman, Rothko y Still han desviado la autocrítica de la pintura modernista a una nueva dirección, simplemente por el hecho de seguir practicándola según la antigua dirección. La pregunta que ahora se formula a través de su arte ya no se relaciona con lo que constituye el arte, o el arte de pintar, sino con lo que constituye el buen arte. O, más bien, la pregunta sería cuál es la fuente última del valor o la calidad en el arte”. Pero yo plantearía que el modernismo ha significado que las dos preguntas –“¿qué constituye el arte de pintar?” y “¿qué constituye la buena pintura?”– ya no son separables. La primera desaparece, o tiende crecientemente a desaparecer, en pos de la segunda. (Estoy, por supuesto, contradiciendo la versión del modernismo que propuse en Tres pintores americanos [Three american painters]).
Para más información acerca de la naturaleza de la esencia y la convención en las artes modernistas, revisar mis ensayos sobre Stella y Olitski antes mencionados, así como los artículos críticos "Música descompuesta" [“Music Discomposed] y "Réplicas" [“Rejoinders”], de Stanley Cavell, próximos a ser publicados como parte de un simposio por University of Pittsburgh Press en un volumen titulado Arte, mente y religión [Art, Mind and Religion]. Los textos de Cavell también aparecerán en ¿Debemos decir lo que decimos? [Must We Mean What We Say] un libro de ensayos pronto a ser publicado por Scribner.
5. Citado por Morris como epígrafe a sus "Notas sobre escultura, Parte 2" [“Notes on Sculpture, Part 2”].
6. Excluyendo el epígrafe de Morris ya citado, todas las declaraciones de Tony Smith han sido tomados del artículo de Samuel Wagstaff Jr. titulado “Hablándole a Tony Smith” [“Talking to Tony Smith”], Artforum Vol. V, N°4, diciembre de 1966.
7. En el catálogo de la exhibición Estructuras Primarias, realizada la primavera pasada en el Museo Judío [Jewish Museum], Bladen escribió “¿Cómo hacer que el interior sea el exterior?” y Grosvenor que “no quiero que se piense que mi obra es una ‘gran escultura’, pues se trata de ideas que operan en el espacio entre el suelo y el techo”. La relevancia de tales declaraciones para lo que he aducido como evidencia de la teatralidad de la teoría y la práctica literalista parece obvia.
8. Es la teatralidad, asimismo, lo que vincula a todos estos artistas con otras figuras tan dispares como las de Kaprow, Christo, Kusama… la lista podría extenderse indefinidamente.
9. El concepto de habitación, mayormente en forma clandestina, es importante para el arte y la teoría literalistas. En esta última, de hecho puede ser a menudo sustituido por la palabra “espacio”: se dice de algo que está en mi lugar si es que se encuentra en la misma habitación que yo (y si está emplazado de manera tal que difícilmente puedo dejar de advertirlo).
10. Stanley Cavell ha observado en un seminario que, para Kant en la Crítica del juicio, una obra de arte no es un objeto. Aprovecharé esta oportunidad para reconocer el que, sin las numerosas conversaciones sostenidas con Cavell en los últimos años, y sin lo que he aprendido de él en distintos cursos y seminarios, el presente ensayo –y no sólo él– habría sido inconcebible. Quiero expresar asimismo mi gratitud y mi deuda hacia el compositor John Harbison, quien, junto a su mujer, la violinista Rosemary Harbison, me ha iniciado en la música moderna, tanto esta iniciación como por numerosas perspectivas acerca del tema de este ensayo.
11. Una manera de describir esta visión puede ser diciendo que extrae una falsa inferencia del hecho de que el reconocimiento crecientemente explícito del carácter literal del soporte ha sido crucial para el desarrollo de la pintura modernista. Concretamente, esa literalidad como tal es un valor artístico de suprema importancia. En “La figura como forma” planteé que esta inferencia no da cuenta de algunas consideraciones vitales; e impliqué que la literalidad –más precisamente, la del soporte– solamente constituye un valor dentro de la pintura modernista y, por ende, sólo debido a que ha sido convertido en un valor por la historia de esa empresa.
12. “La nueva escultura” [“The New Sculpture”], Art and Culture, Boston 1961, p. 144.
13. Esta observación y la siguiente son tomadas del ensayo de Greenberg titulado “Anthony Caro”, Arts Yearbook N°8, 1965. El primer paso de Caro en esta dirección, la eliminación del pedestal, parece haber sido motivado, en retrospectiva, no tanto por el deseo de presentar su trabajo sin ayuda artificial como por el la necesidad de minar su objetualidad. Su trabajo ha revelado hasta dónde el mero hecho de poner algo sobre un pedestal lo confirma en su objetualidad; a pesar de que remover el pedestal, como lo prueba el arte literalista, no socava en sí misma la objetualidad.
14. Para más, aunque no muchos más, antecedentes acerca del color en la escultura, ver “Anthony Caro”, de Clement Greenberg, y la última sección de mi “La figura como forma”.
15. La necesidad de instaurar una nueva relación con el espectador, que Brecht experimentó y que discutió una y otra vez en sus escritos sobre teatro, no fue simplemente el resultado de su marxismo. Por el contrario, su descubrimiento de Marx parece haber sido, en parte, el descubrimiento de cómo podría ser esa relación, de lo que podría significar: “Cuando leí El capital, de Marx, entendí mis piezas. Naturalmente, me gustaría que este libro circulara ampliamente. No es, por supuesto, que haya descubierto que había escrito inconscientemente un montón de piezas marxistas, pero este hombre, Marx, era el único espectador de mis obras con el cual me había encontrado” (Brecht sobre el teatro [Brecht on Theatre], editado y traducido por John Willet, Nueva York, 1964, pp. 23-24.
16. Exactamente cómo las películas escapan al teatro es una hermosa pregunta y no cabe duda que una fenomenología del cine que enfocara las similitudes y las diferencias entre él y el teatro –por ejemplo, en que, en las películas, los actores no están físicamente presentes, la película misma se proyecta lejos de nosotros, la pantalla no se experimenta como un objeto, es decir, en una relación física específica con nosotros, etc.– sería extremadamente provechoso. Cavell, nuevamente, ha llamado la atención, en conversaciones, a la especie de remembranza que tiene lugar al referirnos a una película y, más generalmente, a las dificultades involucradas en este tipo de relato.
17. Ésta es la perspectiva de Susan Sontag, cuyos ensayos, compilados en Contra la interpretación, responden quizás a la más pura – ciertamente no la más atroz – expresión de lo que he estado llamando la sensibilidad teatral de la crítica reciente. En este sentido, los considera de hecho como “el caso de estudio para una estética, una teoría de mi propia sensibilidad”. En un pasaje característica, la Srta. Sontag plantea que:
El arte hoy en día es un nuevo tipo de instrumento, un instrumento para modificar la conciencia y organizar nuevos modos de sensibilidad. Y los modos de practicar el arte se han ampliado considerablemente… Los pintores ya no se sienten confinados al lienzo y a la pintura, sino que emplean pelo, fotografías, cera, arena, llantas de bicicleta, sus propios cepillos de dientes y calcetines… De este modo, se han desafiado todo tipo de fronteras aceptadas. No sólo aquellas entre la culturas “científica” y “literaria-artística” o entre “arte” y “no-arte”, sino también varias distinciones establecidas dentro del mismo mundo de la cultura –entre la forma y el contenido, lo frívolo y lo serio y (un favorito de los intelectuales literarios) entre la “alta” y la “baja” cultura (pp. 296-97).
La verdad es que la distinción entre lo frívolo y lo serio se vuelve más urgente, incluso absoluta, cada día, mientras que las empresas de las artes modernistas está cada vez más puramente motivadas por la necesidad de perpetuar los estándares y los valores de las bellas artes del pasado.
18. Es decir, la cantidad real de tales unidades en una pieza determinada se estima arbitraria y la misma pieza– a pesar de la preocupación literalista por las formas holísticas– es vista como un fragmento de, o cortado en, algo infinitamente más amplio. Ésta es una de las mayores diferencias entre la obra literalista y la pintura modernista, que se ha responsable de sus límites físicos como nunca antes. Las pinturas de Noland y Olistki son casos demasiado obvios y, a la vez, diferentes. En es en relación a ello, asimismo, que queda clara la importancia de las franjas pintadas en la parte inferior y superior de Bunga, la escultura de Olistki.
19. La conexión entre el retroceso espacial y algunas experiencias temporales –casi como el primero fuese una suerte de metáfora natural del segundo– está presente en muchas pinturas surrealistas (por ejemplo en De Chirico, Dalí, Tanguy, Magritte…). Más todavía, la temporalidad –manifestada por ejemplo como expectación, temor, ansiedad, presentimiento, memoria, nostalgia, estasis– es a menudo el tema explícito de sus pinturas. De hecho, existe una profunda afinidad entre la sensibilidad literalista y la surrealista (en todo caso, en la medida en que la última se hace sentir en la obra de los pintores mencionados arriba), lo que debiese ser notado. Ambas emplean una imaginería que es a la vez holística y, en cierto sentido, fragmentaria, incompleta; ambas recurren a una similar antropomorfización de los objetos o de los conglomerados de objetos (en el surealismo, el uso de muñecas y maniquíes lo vuelve explícito); ambas son capaces de desplegar y aislar objetos y personas en situaciones –la habitación cerrada y el paisaje artificial abandonado son igualmente importantes para el surrealismo y el literalismo. (Recordemos que Tony Smith describió las pistas de aterrizaje, etc., como “paisajes surrealistas”). Esta afinidad puede resumirse señalando que tanto la sensibilidad surrealista, tal como se manifiesta en el trabajo de algunos artistas, como la sensibilidad literalista son teatrales. No deseo, no obstante, que se entienda que planteo que, debido a que son teatrales, todas las obras surrealistas que comparten las características señaladas más arriba no son arte. Un ejemplo conspicuo de una obra de importancia que puede ser descrita como teatral es la escultura surrealista de Giacometti. Por otro lado, puede tal vez no ser menor el hecho de que, para Smith, el ejemplo supremo de paisaje surrealista era el patio de armas de Nuremberg.
20. Lo que esto significa en cada arte, naturalmente, será diferente. Por ejemplo, la situación de la música es especialmente difícil, puesto que la música comparte con el teatro la convención, si puedo llamarla así, de la duración –una convención que, sugiero, se ha vuelto ella misma crecientemente teatral. Por otro lado, las circunstancias físicas de un concierto se asemejan estrechamente a las de la performance teatral. Puede haber sido el deseo de algo así como la presentidad lo que, al menos en alguna medida, condujo a Brecht a abogar por u teatro no ilusionista, en el cual, por ejemplo, la iluminación del escenario fuese visible para la audiencia, en el que los acores no se identificasen con los personajes interpretados sino más bien que se manifestaran ellos mismos, y en que la misma temporalidad se presentaría de una manera nueva:
Así como un actor ya no necesita más persuadir a la audiencia de que el personaje del autor y no él mismo el que está parado sobre el escenario, asimismo no necesita pretender que los eventos que están teniendo lugar en el escenario nunca han sido ensayados y están ocurriendo por primera y única vez. La distinción de Schiller ya no es válida: que el rapsodista debía tratar su material como un todo en el pasado: el mismo el suyo, tan completamente aquí y ahora. Debiera ser aparente a través de su performance que “incluso en el principio y en el medio sabe cómo termina” y que debe “por ende mantener una calma dependencia continuamente”. Narra la historia de su personaje mediante retratos vivos, siempre sabiendo más de lo que hace y tratando “ahora” y “aquí” no como un engaño hecho posible por las reglas del juego, sino como algo que debe ser distinguido del ayer y de algún otro lugar, de manera de hacer visible el anudamiento de los eventos (p. 194).
Pero, así como la iluminación expuesta en el escenario, los planteamientos de Brecht se han convertido en otra convención teatral (aunque una convención que juega a menudo un rol importante en la presentación de la obra literalista, como lo muestra la instalación de la pieza de seis cubos de Judd en la Galería Dwan), no está claro si el manejo del tiempo que Brecht hace equivaler a la presentidad auténtica o meramente otro tipo de presencia, - i.e., al presentimiento del tiempo mismo como si fuese algún tipo de objeto literalista,, En poesía, la necesidad para la presentidad de manifestarse en poemas líricos; este tema requier su propios tratamiento.
Para discusiones acerca del teatro relevantes en términos de este ensayo, ver el ensayo de Cavell sobre Beckett titulado Fin de juego [End-Game], “Terminando el juego de la espera” [“Ending the Wainting Game”] y “La evasión del amor: una lectura del Rey Lear” [“The avoidance of Love: A Reading of King Lear”], próximos a ser publicados en ¿Debemos decir lo que decimos? [Must we mean what we say?].
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