CON EL QUIJOTE
MÀS UTOPÌAS Y MENOS REALISMO |
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Con permiso de los cervantistas, como decía nuestro querido Azorìn, Don Quijote sigue en nuestros corazones por su enorme potencia para la utopía. Hoy esto es más significativo todavía, debido, en gran parte, a que las personas han terminado siendo sustituidas por las mercancías. El Siglo XVII, el siglo de Cervantes, el Siglo de Oro español, llegó a ser una extraordinaria caja de herramientas para los historiadores interesados en el desarrollo y crecimiento del sistema capitalista, porque en él y con él se cumplían y entraban en la madurez un conjunto de conquistas que, como las llama Arciniegas, hacían que América completara el mundo.
Pero el siglo XVII, al mismo tiempo que tiene pendientes un conjunto importante de temas aún mal trabajados por los historiadores, debido, en gran medida, a la eficiente tarea de demolición realizada por los españoles en América, nos dejó entrever la posibilidad de que también aquí fuera posible la existencia de Sor Juana Inés de la Cruz. Ambas dimensiones de la ensoñación, la de Cervantes y la de Sor Juana, nos hacen recordar que, muy por encima del exceso de realismo y de racionalismo característicos del siglo, considerado por algunos como aquel en el que realmente nace la modernidad, están estrechamente ligadas por un lazo indisoluble que es el lenguaje. La belleza del idioma y de su potencia civilizadora cuajó en un conjunto de propuestas artísticas y estéticas que, desde el siglo XVII, aun estamos tratando de descifrar. Pero la más bella de todas fue y es la capacidad del idioma español para transmitir, producir y articular utopías.
La construcción de la utopía, como la llama el historiador español Morales Folguera, adquiere sus más robustos matices en la lengua española, que arranca trozos y trazos extraordinarios a la realidad que los conquistadores y sus sucesores tuvieron al frente en América. La utopía cervantina y quijotesca no tendría sentido sin América, insiste Azorìn. Porque en ambas orillas del Atlántico tiene sentido la melodía de una libertad siempre a hurtadillas, sinuosa y recatada. La libertad que Cervantes y Sor Juana tratan de construirse, con escenarios y paisajes distintos pero abrasadores, portadores de horizontes saturados de promesas, es una libertad que demanda, como hoy, ser capaz de ver más allá de lo que nos quieren hacer ver los auto proclamados "realistas".
El realismo de la modernidad, y todavía más el de la posmodernidad, es una sonda de vulgaridad con la cual nos quieren acostumbrar a vivir a cualquier costo. El realismo que apela a la necesidad de cinismo, de falta de solidaridad, de analfabetismo, de un sentido práctico sustentado en la más feroz competitividad, es un realismo que fue concebido tan temprano como en el siglo de Cervantes y de Sor Juana. Pero ellos tuvieron tiempo para soñar, escamoteando las persecuciones, la humillación y la más seria limitación de todas, sobrevivir con una libertad fiscalizada.
Hoy también somos presos de una libertad fragmentada, sujeta a los vaivenes de los dueños del poder, de la cultura, de nuestras emociones y de nuestras ideas. Estos propietarios de los sueños de la gente de a pie, quisieran que las utopías y las ensoñaciones más nobles y generosas de la humanidad pudieran ponerse en una cuenta bancaria con la cual ganar intereses. Por eso intentan arrebatarles la historia a los pueblos, como han intentado hacer con Irak.
No puede haber nada más humillante para un pueblo cualquiera que el robo sistemático de su sentido de la historia. Y lo más terrible de todo es que se lo roben a trozos y lo rematen en el mercado internacional. La modernidad que conocemos trató de acostumbrarnos a un pensamiento universal en el cual los trozos de realidad solo son imaginables si nuestra vista, o nuestra forma de ver, se acostumbra también a un procedimiento en el que las totalidades solo son abordadas como fragmentos de una realidad creada por nuestros prejuicios y salvedades. De esta forma, Cervantes, el Quijote, Sor Juana y sus lecturas estarían repletos de salvedades.
Por eso es muy moderno que la lectura en nuestros días presente problemas. Y es muy posmoderno que la lectura se haga desde una pantalla de ordenador. El santo hábito de la lectura fue finalmente asaltado desde las trincheras del capitalismo salvaje y terminó convertido en el más feo hábito de sobrellevar nuestra inmensa soledad. Soledad moderna y posmoderna que Cervantes y Sor Juana ni remotamente avizoraron, a no ser en lo más siniestro de sus pesadillas.
Indudablemente la modernidad vino al mundo con una fuerte dosis de soledad, pero en el siglo XVII, los hombres y mujeres de ideas, sueños e ilusiones, creían en una soledad constructiva, donde la comunicación con el libro, el instrumento científico y, por qué no, con la bola de cristal y el astrolabio, pudieran hacer que la humanidad se viera a sí misma con un poco más de dignidad. Hoy, ese sentido de la dignidad ha desaparecido y la lectura se ha convertido en una mera pose. Recuperar, entonces, la supuesta utopía guardada en cada lectura que hacemos de Cervantes o de Sor Juana, es una tarea obligatoria de todos los días. Por eso hay que leer el Quijote todos los días, como un hábito sacrosanto, como un sustituto de nuestras oraciones.
En todo esto reside la poderosa influencia de la lectura cotidiana del Quijote. Quien hoy lo lee sabe escaparse a las fuertes dosis de un realismo ahíto de estupidez y mediocridad. Quien hoy lee a Cervantes y a Sor Juana, sabe acercarse a los manantiales de una modernidad que todavía tiene muchas cosas decentes que decir. Finalmente, quien lee a Cervantes y a Sor Juana aprendió a descubrir las posibilidades que tiene nuestra soledad más entrañable, aquella que se cuadra con el hábito maravilloso de la lectura productiva, como anotaba Martì.
En este siglo XXI, un siglo tan escaso de sueños y utopías, más necesitado de fantasías y mentirillas edulcoradas con la validez de la violencia, la recuperación de la lectura del Quijote terminará por convertirse en una especie de hábito esotérico, pero mantendrá, dichosamente, para aquellos que con orgullo todavía lo hacemos, el misterio de un libro repleto de formulas, recovecos y pistas, para hacer de nuestra cotidianidad algo más sustancial y, paradójicamente, más realista.
La lectura del Quijote, nos dice el gran escritor argentino Ricardo Piglia, nos recuerda que "la novela ha definido nuestra manera de leer otros libros que no son novelas. Ha definido, habría que decir, lo que està ya planteado en la que muchos pensamos como la primera de todas las novelas, el Quijote: no sólo el modelo de la prosa de ficción, sino el modelo de lo que quiere decir leer una ficción y perderse en ella. Ha definido, en fin, el gran modelo de lector de ficciones: ya no el que lee para descifrar como Dupin, ya no el que desconfía del sentido de los signos, sino el que confía y el que lee para creer" ( El último lector. Anagrama, 2005. P. 150).
Durante años yo he sido de esos que lee para creer, de los ilusos que todavía piensan en la posibilidad de un mundo màs justo y feliz. Por eso, en novelas como el Quijote, el entramado simbólico se agotaría sino fuera porque la carga moral que portan tiene un engarce con la historia de proporciones indiscutibles. Eso es lo que las hace eternas.