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MEDITACIONES LIBERTARIAS
LA LIBERTAD.
Por Rodrigo Quesada[1]
Resulta bastante complejo, para cualquier escritor de temas políticos y sociales, por más habilidoso que sea, el abordaje de un asunto que es, al mismo tiempo, sumamente abstracto y concreto. En el primer caso, en el nivel de la abstracción, la lógica formal indica que la densidad de la misma estaría en relación directa con el hecho de si, buscamos representarnos la libertad en el ámbito espiritual y racional, o lo hacemos únicamente en la esfera del lenguaje, de la pura retórica. En el segundo caso, esto es, en el nivel de las concreciones, la libertad se nos configura como un entramado, un utillaje con el cual buscamos instrumentalizar instituciones, organismos sociales, comunidades y grupos organizados.
Sería conveniente elaborar una aproximación al problema en la cual los dos ámbitos anteriores pudieran estar presentes, operar y ofrecer respuestas articuladas en conjunto. Es decir que, el analista que se proponga reflexionar sobre la libertad pueda moverse entre los dos niveles con absoluta flexibilidad, sin rigidez, ni mecanicismos invasivos a la hora de que su enfoque adquiera la estatura de una propuesta factible, viable, asequible para todos.
Son pocos los autores que logran la competencia descrita en los dos párrafos anteriores. Uno de ellos fue Isaiah Berlin (1909-1997), cuya obra, en su totalidad, giró, de uno u otro modo, en torno al problema del ejercicio abstracto y concreto de la libertad[2]. Pero este autor fue uno de los principales teóricos del liberalismo, ese conjunto de ideas y de prácticas que ha tenido una enorme influencia en el desarrollo de la historia política y social del Occidente burgués, durante los últimos tres siglos. Resulta que la libertad que propone el liberalismo, no es la misma que aquella fomentada, sistematizada y vivida por los anarquistas, durante el mismo período.
Para los anarquistas, felizmente, la libertad no es solo un asunto que deba ser discutido en el plano abstracto o físico, sino que es, antes que cualquier otra cosa, una vivencia. Nadie podría ser más claro en ese sentido que Esteban de La Boétie (1530-1563), el precoz y genial pensador francés, para quien la libertad era simplemente un hecho natural. Decía:
“Una sola cosa hay, cuyo deseo la naturaleza, yo no sé cómo, deja de inspirar a los hombres: la libertad, que es, sin embargo, un bien tan grande y deseable que, una vez perdida, todos los males sobrevienen, y aun los bienes que quedan después periten por completo su gusto y sabor corrompido por la servidumbre. Sólo a la libertad no la desean los hombres, y no por otra razón, al parecer, sino porque, si la desearan, la tendrían como si se rehusaran a hacer esta bella adquisición sólo porque es demasiado fácil”[3].
La libertad es algo natural, añade nuestro autor[4], con lo cual nos acerca más a un tema relacionado y es cómo se ejercita la libertad, sin que ello implique una agresión contra el vecino, o la degradación de nuestra parte, por el simple hecho de ejercerla sin creatividad o imaginación. Esto nos obliga, inevitablemente, a tratar de comprender un poco mejor, la relación posible que existiría entre libertad y poder. El pleno ejercicio de la libertad debería implicar el poder sobre nuestra propia vida. Un poder para disciplinar, controlar y dirigir nuestra libertad hacia objetivos concretos en los cuales prive, esencialmente, el crecimiento personal y el de nuestra comunidad. Para el anarquista, valga decirlo, la libertad tiene sentido a partir del momento en que se cuenta con el poder de elección, de escogencia, con un grado de espontaneidad en el cual ni siquiera cabe, remotamente, la posibilidad de razonar al Estado, o a cualquier otro conjunto articulado de instituciones opresivas. Sin ese poder no se va más allá de ser un buen liberal[5]. Liberales y marxistas de estricta tradición ortodoxa siempre tienden a imaginar al Estado, como el punto de referencia con el cual hay que contar cada vez que se quiere pensar en una sociedad totalmente libre.
Para los liberales el Estado es el sistema al cual hay que temer y escamotear constantemente, por su enorme capacidad de engullirlo todo[6]. Para los marxistas el Estado burgués es la “bestia negra” que hay conquistar, destruir y reemplazar con otro mecanismo que supondría un mayor grado de eficiencia: la dictadura del proletariado. Con los anarquistas sucede todo lo contrario: estas jerarquías en el orden del razonamiento o en el orden civil de la sociedad, ni siquiera merecerían ser objeto de discusión, porque el Estado y sus epígonos constituyen la máxima expresión de la autoridad y el autoritarismo, con lo cual toda discusión sobre cómo y por qué debería ser mejor organizado es totalmente banal.
La libertad, por otro lado, es también, además de ser una vivencia en los niveles racional y práctico, un hecho histórico. La génesis de las protestas, de las revoluciones y de los movimientos revolucionarios en diversas partes del mundo, manifiesta una riqueza aleccionadora en lo que compete a las luchas de los hombres y de las mujeres por la conquista de la libertad en los diversos terrenos del espíritu, de la sociedad, de la economía y de la cultura. Los grandes acontecimientos revolucionarios que registra la historia, desde la revolución inglesa de 1688, posiblemente la primera revolución moderna de que se tenga memoria, pasando por la revolución francesa, rusa, china, española, cubana y otras, testimonian una destacadísima participación de los anarquistas, sin la cual la fructificación de tales movimientos revolucionarios sería inimaginable. Ello hace que el protagonismo de los anarquistas en los cambios radicales que debe experimentar la sociedad, no se haya agotado en la simple experimentación teórica o en los giros lingüísticos, por más bellos y altisonantes que se puedan oír.
Además, en pensadores anarquistas, visionarios y extraordinariamente intuitivos como Elisée Réclus (1830-1905), la libertad es un concepto que recoge preocupaciones humanas de mayor amplitud, como serían, por ejemplo, la redefinición de las relaciones entre las personas, y de éstas con el planeta, en su condición ecológica y ecologista más radical[7]. Réclus es el geógrafo anarquista por excelencia. Este término, geógrafo anarquista, capta perfectamente la idea central de su trabajo: describir la historia de la lucha de la tierra para obtener su liberación.
Pero la libertad es algo más que un artefacto de la lógica formal. En la medida en que la creatividad de los seres humanos lo permita, la libertad se mueve, con enorme plasticidad, entre la existencia cotidiana, y los temas y problemas de la vida institucional de los grupos y organizaciones más o menos estructurados. En estos casos la práctica y esencia de la libertad, tendrá que ver con el ejercicio de la justicia, del poder, y de la fluidez o torpeza con que las personas ejercitan sus relaciones entre sí, y, según Réclus, con el planeta Tierra. Estos son asuntos, como hemos visto, que se remontan a las preocupaciones más seminales de La Boétie, en su angustia por dilucidar la paradoja entre libertad y tiranía, pero otros lo siguieron, como William Godwin (1756-1836), con sus primeras elaboraciones sobre la relación instrumental entre libertad y justicia, en el siglo XVIII[8].
En el siglo de la razón y de la racionalidad en todos los aspectos concernientes a las organizaciones sociales y políticas, la justicia, decía el escritor inglés, es un asunto de la máxima prioridad, en la medida en que el ejercicio del poder no atente contra la libertad de los hombres, para construir mecanismos organizativos que les faciliten el acceso a la riqueza, a la libertad de movimiento, a la cultura y a la sabiduría en general, entendida ésta no necesariamente en su dimensión espiritual, y mucho menos religiosa, sino en su racionalidad más profunda, aquella que produce resultados, fruto del acuerdo reposado entre los seres humanos por el bien común. Las inquietudes de su compañera, Mary Wollstonecraft (1759-1797) iban en la misma dirección, y le dieron un giro decisivo a la mejor comprensión de la historia social de las mujeres, un asunto que Godwin apenas esbozó[9].
Por otro lado, la libertad se vuelve tangible únicamente en la vida cotidiana. Junto al enorme problema de elegir, tema existencial planteado y sufrido por muchos creadores y pensadores europeos, después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en el siglo XX, el ejercicio de la libertad demanda de nuestra parte la construcción de relaciones creativas y productivas con las personas, las cosas y las instituciones de la sociedad y época en la que nos haya correspondido vivir. Aquí, la administración de las cosas no es un asunto real. Si así fuera, el margen de maniobra que nos quedaría disponible sería muy reducido si pensamos que la libertad y sus obras generan, antes que nada, un problema ético.
Como es ética la actitud y lo son las acciones de los anarquistas en contra del Estado, eje vertebral de todo razonamiento auténticamente ácrata[10]. En las sociedades clasistas, el Estado es una exigencia. No podrían funcionar sin él. Lo mismo en las sociedades altamente burocratizadas. El Estado y las expresiones estatales penetran de tal forma la vida cotidiana de las personas, que se hacen necesarias las máscaras, los disfraces y las poses, con la buena dosis de artificiosidad que todo ello conlleva. No existe un sujeto más artificioso que el buen burócrata, obediente y sumiso a las órdenes y exigencias de su todo poderoso patrono. De esta forma, el anarquista lucha por destruir toda forma de opresión que someta nuestra cotidianidad a un conjunto de rituales, gestos y triquiñuelas con los cuales se hace más tolerable la existencia. En la libertad soñada por todo anarquista, la existencia no debería ser tolerada, o sufrida, debería ser disfrutada.
Es la ausencia de método y metodologías en nuestras acciones cotidianas, la que mide la realidad y posibilidades de nuestra espontaneidad, frente al Estado, el Parlamento, la Prensa, la Iglesia, el Ejército y todas las otras expresiones de la autoridad y del poder. En las sociedades clasistas y burocratizadas los rituales son anteriores a las personas, porque importa más la administración de las cosas[11]. Esto es así ya que las estructuras institucionales, rígidas y tortuosas de tales sociedades, fueron pensadas para servir a un pequeño grupo, que se beneficia de tales mecanismos. La ausencia de espontaneidad envía constantemente a la gente al diván del psicoanalista. Los burócratas se incapacitan, manosean los presupuestos a su cargo, y finalmente se suicidan; todo por servir a un Moloch que les ha diseñado la vida casi desde la cuna.
La espontaneidad en todos los intersticios de la cotidianidad es algo inimaginable para el buen burgués, regordete y bien alimentado por aquellos que trabajan para él. Fue el estallido de esa clase de espontaneidad la que envió a Oscar Wilde (1854-1900) a la prisión, porque se trata de diseñar, todos los días, la mejor herramienta a nuestra disposición en el ejercicio de la libertad. La idea aquí no es sólo escudriñar cuáles serían los mejores límites posibles para la práctica del autoritarismo. Es decir, establecerle reglas a la autoridad es simplemente dosificarla con el afán de hacerla más tolerable en nuestra cotidianidad[12]. El anarquismo considera esto último como algo inaceptable.
Espontaneidad en la lucha callejera, en la educación, en imaginar las mejores y más viables formas de hacer valer la solidaridad, espontaneidad en la alcoba, en el buen comer y en el viajar. Dichos ingredientes hacen que la libertad en la que piensa el anarquista consecuente, repose sobre la generosidad, la humildad y la fluidez en las relaciones humanas, algo que les parecía extraño, casi divino, a todos aquellos que conocieron a Elisée Réclus[13]. Resulta que el individualismo burgués, históricamente, consideró siempre a la espontaneidad como un síntoma peligrosísimo del desorden y, ya lo hemos dicho en otros lugares[14], el desorden es la máxima expresión de la ausencia de civilización, moralidad y buenos modales. El mundo de la reina Victoria (1837-1901) resume notablemente esas aspiraciones[15].
Pero el individualismo burgués reposa en una visión heroica de la cotidianidad, en un quehacer en el cual el ego despliega todo su potencialidad en perenne equidistancia con la competencia, las capacidades y los logros de otros sujetos. La libertad en estos casos sería el libre ejercicio de la individualidad como posible extrañamiento del grupo, un extrañamiento que encuentra en lo raro, lo subterráneo, lo confuso y lo maldito, el signo exterior más elaborado de la independencia. El dandismo y el supuesto “malditismo” de algunos intelectuales y artistas en la Europa de la segunda mitad del siglo XIX, llevan consigo la marca del aislamiento como emblema de la independencia y la diferencia, condiciones que, en América Latina, para la misma época, están más cerca de caracterizar al nacionalismo autoritario de algunos de nuestros caudillos (también individualistas y “raros”)[16] que a la libertad sin resonancias programáticas del liberalismo burgués, o del moralismo victoriano.
Esa libertad sin cortapisas, vivencial y vivenciada, hace que en el ideario anarquista las opciones existenciales, culturales, políticas y sociales, sean más viables y productivas cuando media la solidaridad del grupo, de la organización o de la plataforma de lucha, sin mediaciones autoritarias, o manipulaciones institucionales, especialmente diseñadas para fortalecer, como decíamos, el enfoque heroico de los logros del individuo. Tal “ayuda mutua” adquiere estatura programática (aunque esto suene extraño, debido a la vieja creencia de que anarquía es total ausencia de organización), siempre y cuando los hombres y mujeres involucrados, se esfuercen también por desplegar grados progresivos en el ejercicio de su libertad, desde dentro del grupo y no fuera, o al margen, del mismo[17].
Esto es importante para el anarquista activo y militante, porque para él o ella, toda moral práctica, en el ejercicio de la libertad, pasa por nuestro grado de comprensión de la condición humana. Si nos resulta indiferente la explotación, el despojo y la humillación de grandes sectores sociales de la humanidad contemporánea, simplemente porque sostenemos que “todos eligen su forma de vivir”, entonces nuestra instrumentación de la libertad estará en función de los pequeños y mezquinos logros de nuestro ego, en una vida cotidiana programada y premiada para producir únicamente resultados concretos, que se expresan en la más absoluta mercantilización de nuestras ideas y sentimientos.
El “amor libre” (no la promiscuidad canina) del que nos hablaba Emma Goldman tiene precisamente esas aspiraciones: un enamoramiento que se lanza a la conquista de la compañía y la solidaridad constructivas con la otra persona, en virtud de sus cualidades y defectos, no en búsqueda del chantaje, del soborno o las promesas fallidas y desorientadas. Existe, para el anarquista, una gran diferencia entre los compromisos por amor, y el amor a los compromisos. Prueba irrefutable de ello, es la devoción que Emma Goldman sostuvo con relación al encarcelamiento de Alexander Berkman[18], su compañero por muchos años, cuando el supuesto delito político por el que fue enviado a la cárcel, nunca fue anterior al amor, la ternura y el esfuerzo por lograr que su compañero abandonara la celda oprobiosa y maloliente donde lo habían enviado.
Es la cárcel, entonces, el símbolo más sobrecogedor de los desmanes del poder, la intolerancia y la injusticia burguesa[19]. En todo momento, los círculos gobernantes, en virtud de su incompetencia para mejorar y generalizar la educación, así como la institucionalidad establecida por ellos mismos para darle salud, empleo y esparcimiento a la gente, se encuentran atrapados por la paradoja terrible de tener que invertir grandes sumas de dinero en escuelas o en cárceles. La gran ironía de este asunto es que son sus propios valores los que han naufragado. Ya la burguesía y sus gendarmes, armados o desarmados, han perdido toda su capacidad de controlar al que roba para comer, al que se apropia de un terreno porque no tiene donde vivir, o al que abandona la escuela porque necesita trabajar.
La concentración de la riqueza en unas pocas manos ha llegado a tales niveles, que ni aún la mediana y pequeña burguesías, siguiendo los procedimientos en los que han creído por siglos, logran abrirse un espacio para recoger algunas de las migajas del poder y la riqueza que les arrojan, ocasionalmente, los grandes propietarios de la tierra, de las fábricas (nacionales o no), del transporte, del comercio, de los parques, de las playas, de las plazas, de las iglesias, y hasta de las calles. Porque la burguesía ha hecho de los “peajes” la obsesión caníbal y carnavalesca, para mostrar su total ausencia de sentido de la independencia y la responsabilidad. En el mundo burgués la libertad de movimiento no existe. Como tampoco existe la libertad de expresión, pues si a usted se le ocurre criticar o reflexionar en voz alta respecto a la ineficiencia de las instituciones aberrantemente burocratizadas del estado burgués, corre el riesgo de que le cierren la boca de formas no siempre muy elegantes. En el universo de la sociedad burocratizada sucede exactamente lo mismo, por motivos distintos, aunque la aspiración sea otra.
Es con la farsa electoral, a través del circo de la democracia parlamentaria, que se le ha hecho creer a la gente que se puede remontar la trampa “de cambiar todo para seguir igual”.La mayor parte del tiempo los políticos profesionales, no son profesionales políticos. Porque si así fuera la ineficiencia, la corrupción y las decisiones verticalizadas no serían el veneno que contamina cada día más a la democracia burguesa. Ésta, por lo demás, le ha dejado el campo libre al totalitarismo de la mercancía, con lo cual en la sociedad contemporánea todo tiene un precio, hasta la moral, la decencia, la integridad, el amor, la amistad y la solidaridad. En la “sociedad del espectáculo” el político profesional, ese bicho extraño, portador de todos los vicios imaginables, ha encontrado el escenario óptimo para darle rienda suelta a sus frustraciones, anhelos y limitaciones más enconadas. Son ellos, para mayor desgracia de la democracia burguesa, educados y entrenados por esta última, los que deciden ahora sobre los derechos, deberes y libertades de la población total. Y en cuanto al profesional político, apenas asoman los resultados fallidos de su ingenuidad, escoge la forma más fácil de enfrentarlos: huir.
La libertad entonces, en esta clase de atmósferas, se vuelve un bien sumamente apreciado, es casi una joya cuyo valor real pocos están dispuestos a pagar. Porque mientras unos sostienen que la libertad de movimiento, de educación, de empleo, de pensar y decir lo que se les antoje a los individuos, así como la posibilidad de optar por una moralidad determinada o no, es un derecho que debe ser defendido “armado hasta los dientes con votos”,otros, los anarquistas por ejemplo, dirían lo mismo pero sin escudarse detrás del fantoche de la democracia parlamentaria, más bien diseñada para brindarle a la gente de a pie, la ilusión de que participa en el ejercicio del poder. A la gente le encanta que la estafen, insinuaba La Boétie.
Si la población se organiza por calles, por avenidas, en comunas, en cooperativas, en sindicatos, es porque bien sabe que la democracia parlamentaria burguesa es simplemente la mayor burla que le han querido vender a la humanidad durante siglos. El problema real, sin embargo, es precisamente el miedo, la desconfianza, la inseguridad y la inconstancia con que amplios sectores de la población tienen que apañárselas todos los días para sobrevivir; y todos estos anti-valores del individualismo burgués, le roban la vuelta a la independencia, la solidaridad, la productividad y la libertad que podría garantizar una dislocación total del estado clasista y burocratizado de nuestros días. A la mayor parte de la gente le cuesta entender que “la conquista del pan” es un asunto que nos corresponde a todos y cada uno, de manera directa y participativa.
La felicidad productiva y eficiente que el individuo talentoso y capaz puede experimentar, está, casi siempre, en función de la acogida que le brinde su comunicad, su familia, el gremio o el grupo con el cual se identifique plenamente, sin retruécanos o trucos invocados por las apariencias y la parafernalia que se despliega en los palacios, fiestas y salones del mundo burgués. Dicha felicidad reposa sobre un sentido de la libertad en el cual, la responsabilidad con el grupo es definitiva. Una vez que tal identificación ha desparecido, el individuo solo se queda con su yo; de esta forma se blinda contra toda demanda social, política o cultural que le haga el grupo. Así, igualmente, desconoce toda responsabilidad por las consecuencias de sus actos.
Los anarquistas, entonces, no creen que la ecuación libertad más responsabilidad, igual a felicidad, deba ser forzada desde el exterior, por los poderes establecidos, ya sea en el plano moral, institucional o social. Esa compulsión conduce inevitablemente hacia el sometimiento, el servilismo, la más espuria obediencia, y a una negación total de aquellos valores y principios que totalizan a un ser humano. Por esa razón, el individuo aislado, más aún si se trata de un sujeto pobre y desamparado, tendría que redoblar sus esfuerzos para lograr que aquella ecuación mencionada, tomara sentido para él. Ahora bien, ideológicamente, en el mundo burgués, se aplicarán todas las medidas requeridas para impedir que eso suceda. Es este el momento en que los conflictos clasistas se harán ineludibles. La libertad, entonces, se vuelve corpórea, tangible, instrumento eficaz con el cual se consigue la felicidad.
Para los poderosos, bloquear la cristalización de la felicidad ajena, es un asunto de vida o muerte, pues en ello les va el costo de la suya propia. Como parten de la hipótesis de que el ocio de los trabajadores ellos también lo financian, hay que obstaculizar, de cualquier manera, una alegría que pueda remontar el límite establecido por ellos en la fábrica, la oficina, la mina, o la parcela de tierra. El afán de ocio de los trabajadores les resulta intolerable, porque no tiene relación con su noción de la productividad. Durante siglos han hecho lo imposible por exterminar la idea del ocio, pues les resulta subversiva, iconoclasta, desidiosa y revolucionaria, que sería lo más peligroso en términos prácticos. La simetría que existe entre ocio y libertad, tan bien retratada por Paul Lafargue[20], será siempre motivo de discordia entre patronos y trabajadores, pues para el primero todo trabajador ocioso es improductivo. Entre tanto, para el segundo, el ocio es el umbral hacia una libertad sin límites.
Los anarquistas quisieran recuperar ese umbral y ubicarlo en el puro centro de la vida cotidiana de los trabajadores. Sin ese umbral la existencia no tiene sentido. La naturaleza de ese umbral, influye directamente sobre las concepciones del arte, de la artesanía, del diseño, de la moda y de otras prácticas artísticas cotidianas que hacen la vida más fluida y tolerable, en un mundo burgués para el cual lo único que importa es el dinero, la ganancia. Todos somos artistas, dicen los anarquistas, a partir del momento en que comprendamos que el arte auténtico y las explosiones del ego no tienen una relación factible[21].
Nadie es tan libre como el artista, pero, a la vez, nadie está más expuesto que él a los embates del poder, de la seducción del dinero, y de las soflamas almibaradas del halago y del narcisismo. Entonces, el artista, también puede oscilar entre las nobles y revolucionarias posiciones de un radicalismo aventajado, y un arropamiento acomodaticio, en el cálido y seguro regazo de burgueses y burócratas[22]. El anarquista reniega de esa clase de libertad, y la denuncia como una de las formas más penosas de individualismo burgués. En estos casos, le parece que no hay diferencia real entre el arte que promueve el capitalismo y aquel sostenido y estimulado por el socialismo autoritario. Ambos cumplen un mismo propósito: la propaganda. Esa extraña metamorfosis que se opera de la libertad en mercancía, cuando el artista ofrece la suya al servicio de una determinada concepción moral, estética o política, es un precio demasiado alto que pagar, para obtener unos cuantos mendrugos, con el afán de seguir viviendo una vida de servicio ciego e incondicional, a las distintas expresiones de la autoridad. Es el momento del sacrificio lento y silencioso de la libertad, que da cabida a la depresión, la neurosis y, finalmente, al suicidio, si se trata de un artista que ha sufrido su desgarramiento con penoso sentido de culpabilidad. Para el cínico y el nihilista estos desgarramientos no existen.
[1] Historiador costarricense (1952). Catedrático jubilado de la Universidad Nacional de Costa Rica.. Columnista huésped de esta revista.
[2] Isaiah Berlin. Sobre la libertad (Madrid: Alianza. 2002. Edición al cuidado de Henry Hardy. Traducción y preparación para el castellano de Julio Bayón, Ángel Rivero, Natalia Rodríguez y Belén Urrutia).
[3] Esteban de La Boétie. Discursosobre la servidumbre voluntaria (Buenos Aires, Argentina: Libros de la Araucaria. Colección La Protesta. 2006. Traducción de Ángel Cappeletti) P. 42.
[4] “(…) la libertad es natural y, por la misma razón, a mi juicio, que hemos nacido no sólo en posesión de nuestra independencia sino también con inclinación a defenderla”. Op. Cit. P. 46.
[5]Decía Berlin: “Debemos obedecer a la autoridad no porque es infalible, sino únicamente por razones estricta y abiertamente utilitarias, como un medio necesario”. Op. Cit. P. 129.
[6] Ibídem. Loc. Cit.
[7] John P. Clark and Camille Martin (Editors). Anarchy, Geography, Modernity. The Radical Social Thought of Elisée Réclus (USA: Lexington Books. 2004) P. 63.
[8] George Woodcock. Anarchism. A History of Libertarian Ideas and Movements (Canada, University of Toronto Press. 2009) Capítulo 3.
[9] Mary Wollstonecraft. Vindicación de los derechos de la mujer (Edición abreviada) (Barcelona: Debate. 1998. Traducción de Charo Ema y Mercedes Barat). “Quiero al hombre como un compañero, pero su espectro, bien sea legítimo o usurpado, no logra extenderse sobre mí, a menos que la razón de un individuo merezca mi homenaje; y aun entonces, me someto a la razón, que no al hombre. De hecho la conducta de un ser responsable debe regirse por su propia razón, si no, ¿sobre qué reposa el trono de Dios?”. P. 60.
[10] Angel Cappeletti. La ideología anarquista (Buenos Aires, Argentina: Libros de La Araucaria. Colección La Protesta. 2006) “El principal centro de los ataques del anarquismo es el Estado porque éste representa la máxima concentración del poder. La sociedad está dividida esencialmente por obra del Estado; los hombres se encuentran alienados y no pueden vivir una vida plenamente humana gracias, ante todo, a tal concentración del poder”. P. 23.
[11]“La burocracia nace del Estado y puede decirse que se desarrolla con él. No hay Estado sin burocracia y ésta extiende sus funciones a medida que el Estado se hace más Estado, es decir, a medida que éste se hace más centralista y autoritario. En primer lugar, los pensadores anarquistas suelen señalar la irracionalidad de la estructura burocrática; después, su naturaleza mecánicamente opresiva; y, en fin, su carácter antieconómico”. Ibídem. P. 27.
[12] John Stuart Mill. Sobre la libertad (San José, Costa Rica: UACA. 1987) Cap. IV.
[13] Marie Fleming. The Anarchist Way to Socialism. Elisée Réclus and Nineteenth Century European Anarchism (Totowa, New Jersey: Rowman and Littlefield. 1979). Según esta historiadora canadiense a Réclus se lo consideraba una especie de santo laico en su época, debido a la generosidad, humildad y sencillez que siempre derrochó en sus relaciones con otras personas del mismo talante. Incluso recibió con reticencia varios premios de academias francesas e inglesas, en reconocimiento a la excelencia de sus investigaciones geográficas. P. 11.
[14] Rodrigo Quesada Monge. La oruga blanca. Un retrato de Oscar Wilde (Heredia, Costa Rica: EUNA. 1999). Capítulo 1.
[15] David Newsome. El mundo según los victorianos. Percepciones e introspecciones en una era de cambio (Barcelona: Editorial Andrés Bello. 2001. Traducción de Carlos Gardini). “Los victorianos eran incuestionablemente moralistas”. P. 217.
[16] Hugh Hamill (Editor). Caudillos. Dictators in Spanish America (University of Oklahoma Press. 1992). Esta es una útil colección de artículos, ensayos, fragmentos y capítulos de libros sobre el tema del caudillismo en América Latina, en la cual el lector encontrará aspectos y detalles muy curiosos sobre las “rarezas” de nuestros caudillos.
[17] Peter Kropotkin. Mutual Aid: A Factor of Evolution (Dodo Press. 2009) Chapter 1.
[18] Emma Goldman. Viviendo mi vida (Madrid, Fundación de Estudios Libertarios AnselmoLorenzo. Traducción Antonia Ruíz Cabezas. 1996. Colección Biografías y Memorias. Vol. 1. 1996). “La mujer ha retenido sus impulsos naturales y es más real”. P. 216. También de Rodrigo Quesada Monge. La fantasís del poder. Mujeres, Imperios y Civilización (San José, Costa Rica: EUNED. 2001) Capítulo VI.
[19] Peter Kropotkin. Las cárceles (Madrid: Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo. 1981).
[20] Paul Lafargue. El derecho a la pereza (México: ERA. 1979).
[21]André Reszler. La estética anarquista (Buenos Aire, Argentina: Libros de la Araucaria. Colección La Protesta. 2005. Traducido por África Medina de Villegas) “El teórico del anarquismo considera el arte como una experiencia. Opone, pues, al arte que uno recibe, el arte que uno crea (…) De este modo afirma, una vez más, la soberanía de la persona o, mejor, el derecho inalienable del hombre a la creación”.
“Antiautoritario, condena al “gran hombre” y su papel histórico. Pero también al “gran artista”, al “artista único”, al “creador genial”. Proclama la muerte de la obra maestra, la abolición del museo y de la sala de conciertos. Milita a favor de un arte “en situación”, espontáneo, función del momento y del lugar (Proudhon)”. Lo que importa es el acto creador, más que la obra en sí. Transponiendo del dominio de la acción social a la esfera del arte el concepto de acción directa, invita al artista a comprometerse. Es significativo que quiera destruir todo lo que separa el arte de la vida”. P. 8.
[22] Richard Wagner. The Art-Work of the Future and Other Works (The University of Nebraska Press. 1993). P. 32.