revista virtual de arte contemporáneo y nuevas tendencias
año 8
Número 87 - Septiembre 2006

 

EL HIMNO NACIONAL CHILENO (Parte 1)
Una trifulca donde músicos, poetas y toreros corren con colores propios
Desde Chile, Muñozcoloma

 

Los últimos días (quizás meses) se han sucedido tan rápidos como los años en la ancianidad. No he podido encontrar un freno o un ancla que impida mi demencial ritmo (a veces) en esta casa, el sol ha recorrido de cenit a nadir su camino con violenta velocidad y yo, como un animal de la noche, no he podido evadir su embrujo y he estado pegado a las ventanas (que no existen en esta casa) viéndolo una y otra vez, y otra vez, y otra vez pasar despreocupado de los mortales que se asombran con su trayectoria milimétrica.

También, hoy me di cuenta de algo tremendamente delicado, no es que la casa sea fría en sí. Ella tiene la temperatura apropiada para las casas antiguas y semi abandonadas, producto de la soledad potenciada por la angustia. En cambio, la sensación de frialdad que he sufrido en esta morada es completamente diferente, en cada habitación donde transité lo gélido estuvo presente, sin sospechar que era yo quien irradiaba el frío y la frialdad. No hay ejemplo más claro que esa premura que tuve por ordenar todo simétricamente pasando por encima de todo, de las personas incluso, que no fueron más que objetos a mano. Nada más terrible que ser hombre-objeto, lo digo con mucha propiedad, ya que he vivido así cada instante en esta casa, porque manos poderosas me han transformado en un pálido animal demente que se pasea por habitaciones interminables para saciar quién sabe qué. ¡Pero ya está bueno!, no quiero más de eso, no quiero la frialdad y la opacidad de estos paisajes, de esta casa que se ha transformado en mi patria, en mi nación (a veces). ¡No señor!, he decidido tomarla por asalto y anexarla como un nuevo territorio a mi corazón, para que deje de irradiar ese frío desolador, para volver a ser el de antes (aunque nunca fui diferente). ¡Redactaré leyes en esta soledad, crearé mis propios símbolos patrios, armaré una nueva e imprudente geografía y mi centro será la periferia!

Con ese inusitado entusiasmo me lancé escalera abajo a escribir mi Constitución sobre las nubes, pero los gritos y el ruido de copas que venían desde la cocina me obligó a desviar mi camino. Abrí la puerta de una patada como un Clint Eastwood chileno (Manuel Rodríguez) para echar al invasor, pero no pude emitir palabra alguna, mi sorpresa fue mayor al ver a siete hombres rodeando la mesa mientras discutían. Al verme se detuvieron los gritos y uno de ellos me invitó a sentarme en la única silla que quedaba, yo dudé, pero cuando vi los chuicos de vino me integré de inmediato a la conversa. La habitación estaba decorada con tres banderas enormes: la de la Patria Vieja, la de la Patria Nueva y la de la estrella solitaria, esa de la cual aún se discute su autoría entre el español Antonio Arcos y Gregorio de Andía y Varela. Cada una cubriendo completamente una pared (excepto en la que se encuentra la puerta).

Uno de los personajes se dirige a mí con tono cordial y me dice: “¿usted quiere un himno para su patria?, yo se lo puedo hacer, soy el mejor”. En ese instante otro comensal irrumpe gritando: “¡no, yo se lo hago!, sin dudas mi calidad literaria es mejor que la suya”. Luego otro: “y la música ni hablar, yo lo hago”, y así otro, y otro, y otro... y se reinicia nuevamente una discusión de casi 200 años. Ahí están en mi cocina Bernardo Vera y Pintado, Manuel Robles, José Ravanete, Juan Crisóstomo Lafinur, Ramón Carnicer, Fabio de Petris y Eusebio Lillo.

Las cuestiones básicas

El Himno de la nación chilena, al igual que la patria se fue forjando con la lentitud que dan los procesos históricos, y si bien en el “armado” de lo que hoy llamamos Chile hubo rencillas, batallas, traiciones y mártires (como los hermanos Carrera y Manuel Rodríguez), hay que señalar que en lo referente al Himno Nacional la situación no fue muy diferente. Más aún, hay que sumar a esto que los protagonistas, aparte de su espíritu libertario, eran artistas, y como tales sufrían de esa demencia por la megolamanía y la necesidad imperiosa de la fama y de la trascendencia.

Hasta 1819 los himnos que acompañaron las celebraciones y acaloradas reuniones públicas y que arengaron al chileno (si se le puede llamar así en esa época) fueron el HIMNO DE YERBAS BUENAS, creado a partir del texto de Bernardo de Vera y Pintado y estrenado el 2 de mayo de 1813; y el HIMNO DEL INSTITUTO NACIONAL con texto de Fray Camilo Henríquez y estrenado el 10 de agosto de 1813 en la inauguración de ese plantel educacional. La música de ambas composiciones son atribuidas a José Antonio González, quien oficiaba en esa época como Maestro de Capilla de la Catedral de Santiago.

Camilo Henríquez es el autor de la letra del Himno del Instituto Nacional, uno de los dos más antiguos del país

No obstante, aunque estos himnos habían nacido en la incipiente república no prendían del todo en el alma del pueblo que sí se inflamaba cada vez que escuchaba o interpretaba el HIMNO NACIONAL ARGENTINO (letra de Vicente López y música de Blas Parera). En cada gran celebración que se preciara de tal debía interpretarse el himno trasandino con profundo sentimiento patriótico (cabe señalar, que el concepto cerrado de nación que hoy vivimos no existía en ese entonces y si había algo de nacionalismo era la certeza que se formaba parte de una gran nación llamada Latinoamérica). El mismo José de San Martín, enfundado en sus apretadas balerinas blancas, lo cantaba donde podía y la gente se lo solicitaba en cada pueblo o ciudad que visitaba. Incluso el 18 de septiembre de 1817 en Talca, cuando se enarbola por primera vez el pabellón nacional (el de la estrella solitaria) se realiza al ritmo del Himno Argentino.

Como la nación chilena se desmarcaba lentamente de la Argentina y viceversa, el Director Supremo consideró necesaria la creación de un verdadero Himno de la patria chilena. Con esa lógica le encomienda al Ministro Joaquín de Echeverría que le solicite al argentino Bernardo de Vera y Pintado que escriba una letra para Chile.

Bernardo de Vera y Pintado, el “cabeza de pistola”.

Este hombre de letras nació en Santa Fe, Argentina. Hijo de José de Vera Mujica y de María Antonia López Almonacid Pintado. Comienza sus estudios en la Universidad de Córdoba, y al poco andar se traslada a Chile en la comitiva del Gobernador Joaquín del Pino, quien era el marido de la hermana de la madre de éste (el nepotismo de siempre). La verdadera razón de su viaje era que Bernardo ansiaba estudiar Leyes, cuestión que no se impartía en Córdoba; así que aprovecha el viaje para inscribirse en la Real Universidad de San Felipe donde estudia la citada carrera, y en el curso de Teología. Al cabo de un tiempo el Gobernador Del Pino es requerido en Buenos Aires y emprende la vuelta, pero Bernardo decide quedarse en estos pagos donde abraza la causa independentista-revolucionaria, participando activamente de sus actividades y es nombrado representante de la Junta de Buenos Aires en el gobierno revolucionario de Santiago, en 1811.


Bernardo de Vera y Pintado

En el intertanto, en 1808, contrae matrimonio con María Mercedes de la Cuadra y Baeza. Como representante de la Junta logra que Chile remita importantes cantidades de pólvora para las fuerzas argentinas que combatían en contra del Virrey del Perú. No obstante, si Chile ayudaba al ejército revolucionario, al mismo tiempo enviaba trigo al Perú, es decir, ayudaba a los dos bandos (sin comentarios), esta situación provocó en De Vera y Pintado airadas rencillas con las autoridades chilenas, las cuales terminaron en 1813 cuando estalla la guerra en el territorio chileno. Con la pelotera que se armó en Chile comienza la locura del exilio, en esa demencial medida De Vera y Pintado es obligado a retornar a su país y en Mendoza es acogido por José de San Martín, quien lo nombra inmediatamente como Secretario personal y Auditor de Guerra.

A Chile vuelve con O’Higgins y sus huestes, por su experiencia y patriotismo es nombrado Auditor General del Ejército, cargo que desempeñará no sólo en desfiles u oficinas, sino también en pleno combate, es uno de los tantos casos de poetas que han vivido el fragor de la batalla, su espada latigaba el viento manchando con sangre y poemas furtivos sobre la revolución el aire chileno. La poesía y la prosa de Bernardo era admirable, de hecho uno de sus más fervientes lectores era el propio O’Higgins, quien muchas veces se declaró abiertamente admirador de su obra. Pero (siempre los hay) luego de la derrota de Cancha Rayada (1818) fue declarado proscrito por su propio admirador, a juicio de él se encontraba demasiado cercano a Manuel Rodríguez y a los hermanos Carrera, que a esas alturas (Juan José y Luis) ya habían probado el plomo del Libertador en la ciudad de Mendoza. Inclusive O’Higgins le escribe a San Martín: “Vera no debe volver a Chile de ningún modo; porque, sobre tener la peor opinión de mala conducta, es el enemigo más decidido de usted, de mí, y de todo lo que no sea anarquía".

Con el tiempo la demencia paranoica del complot dejó de rondar por la cabeza de O’Higgins (por lo menos en lo referente a De Vera y Pintado) y le permite el ingreso al país, sin poder ocultar su entusiasmo por la obra del retornado le solicita, por oficio del 19 de julio de 1819, un texto para un himno netamente chileno. Bernardo pasa horas, días y semanas buscando las palabras precisas que manifiesten el sentir del pueblo y señalen de manera poética la epopeya heroica de la lucha por la independencia del país, terminada la obra la presenta a la consideración de las autoridades quienes, de inmediato, la hacen suya. El 20 de septiembre de 1819 el Senado aprueba el texto, de diez interminables estrofas y un coro, que llevaba por nombre CANCIÓN NACIONAL DE CHILE y O´Higgins de inmediato ordena publicarla, hecho que sucede el 28 de septiembre del año mencionado, en el periódico “El Telégrafo”.

Los versos de Bernardo de Vera y Pintado cayeron como anillo al dedo para las celebraciones de ese año, que habían sido pospuestas para el 28 de septiembre. Los chilenos abrazaron de inmediato los versos, ya que estos trasuntaban por completo el sentir nacional en contra del vil español, explotador y aprovechador. De hecho los versos de De Vera tenían un crudo mensaje anti-imperialista, por ejemplo: “El cadalso o la antigua cadena / os presenta el soberbio español: / arrancad el puñal al tirano, / quebrantad ese cuello feroz... Ciudadanos, mirad en el campo / el cadáver del vil invasor...; / que perezca ese cruel que en el sepulcro / tan lejano a su cuna buscó... i empeñad el coraje en las fieras / que la España a estinguirnos mandó...Esos monstruos que cargan consigo / el carácter infame i servil...” Cuestión que a la larga harían que se cambiara la letra (ya viene). No obstante, también, parte del texto señalaba: “Dulce patria, recibe los votos / con que Chile en tus aras juró / que o la tumba serás de los libres / o el asilo contra la opresión.” Versos que se han mantenido hasta el día de hoy.

El único detalle fue que para los bellos y fogosos versos del argentino no había música, así que en un acto de tremenda chilenidad se acordó cantar los versos del poeta argentino con la música del Himno Argentino.

Luego del himno, De Vera y Pintado se dedicó a la prensa junto con Camilo Henríquez, a la docencia en el Instituto Nacional y a la política como Diputado por Linares (1824-1825) alcanzando inclusive la presidencia de la Cámara. El 27 de agosto de 1827 fallece en la ciudad de Santiago.

José Ravanete, el del “zapato chino”

Si bien todos los chilenos cantaban el himno patrio al son del argentino, comenzaron a desear tener un día su propia melodía para tan enardecidos versos. En esa dinámica aparece el Coronel Domingo Arteaga, Edecán de O’Higgins y empresario teatral, que fiel a su oficio, le solicita al Músico Mayor del Ejército, el peruano José Ravanete, que componga una melodía para el himno patrio. Ravanete además trabajaría como instrumentalista de la orquesta del Teatro de Arteaga y además dirigiría las Bandas Cívicas de Santiago. El peruano accede de inmediato y con mucho entusiasmo se dedica a esta tremenda labor, ya que sólo contaría con 8 días para terminarla, su entusiasmo comenzó a disminuir drásticamente con el pasar de los días y darse cuenta que nada lograba y que sus intentos no tenían la calidad para los versos de De Vera y Pintado. En su desesperación toma la melodía de una canción española, que era utilizada en la península en protesta de José Bonaparte (Pepe Botella), y la adapta (eso pensó él) a la letra. Cuando llegó al coro se dio cuenta que nada cuadraba, en una parte donde los versos señalaban: “Arrancad el puñal al tirano / Quebrantad ese feroz...” se encontró con que le sobraban cuatro notas, y (el muy) no se le ocurrió otra cosa que poner a cada nota un sí, sí, sí, sí...

El injerto quedó tan malo que el himno sólo logró risas, desconcierto y rabia entre los chilenos. Las burlas no cesaban cada vez que se interpretaba, las risotadas se disparaban por doquier al intentar cantarla, por eso de la no cuadratura de la letra con la música alargando las estrofas forzadamente. El gentío esperaba con descontrol el himno, ya que la situación estaba más cerca del ambiente de la Revista que de la solemnidad requerida. En resumidas cuentas, el remedio resultó peor que la enfermedad y la Canción Nacional quedó sin música propia, volviendo a la costumbre de entonarlo con la música del Himno Argentino.


Bernardo O’Higgins y José de San Martín nunca desperdiciaron la oportunidad de andar cantando por ahí.

Manuel Robles Gutiérrez, torero demente y bohemio por vocación

Cuando el pueblo chileno estaba medio resignado con eso de cantar la Canción Nacional con la música del Himno Argentino, aparece en escena (y no se puede decir otra cosa) la figura de Manuel Robles, sin dudas el músico con más historias que ha tenido este suelo, un personaje dentro de la historia nacional.

Manuel Robles nació en Renca el 6 de noviembre de 1780, era hijo de Marcos Matías Robles, un músico director de bandas y profesor de baile, y de Agustina Gutiérrez. Se cuenta que de niño tuvo una gran facilidad para la música, no así el rigor necesario para su talento, ya que su personalidad lo obligaba a tener una conducta temiblemente inquieta. De hecho era uno de los toreros más aplaudidos en la nueva patria, sólo comparable con el mejor torero chileno de su época, Ño Montano. Robles con sus particulares verónicas mareaba al toro y arrancaba los más entrañables suspiros de las señoritas que asistían a la arena.

Se cuenta que en el año 1819 con su amigo José Zapiola partieron San Francisco del Monte, un pequeño pueblo situado en el camino a Melipilla (a doce leguas de Santiago, señala Zapiola), en la plaza, donde estaba el Convento Franciscano había una plaza de toros, una de las tardes los toros habían hecho de las suyas y se habían convertido en los reyes de la corrida gracias a un grupo de toreros bastante malos. Al salir el cuarto toro el público quedó horrorizado, era una bestia enorme y estaba totalmente rabioso (era costumbre enojarlos antes de tirarlos al ruedo), lo toreros comenzaron a encajonarse de a poco hasta que desaparecieron, el terror hizo que no salieran más de su parapeto. El público indignado comenzó con las pifias y luego con los gritos: “¡Que lo toree Manuel Robles, Manuel Robles!”, la gente estaba enfervorizada y buscaba con su mirada al músico.

De pronto, el estruendo fue total, Robles bajaba descolgándose del palco hasta la arena, las mujeres se abanicaban presurosas ante la estampa gallarda del torero, Robles con una calma terrible se acercó a uno de los toreros y le solicita su manta de torear (no se usó capa acá en Chile), hizo una genuflexión al público y se fue contra el toro, quien al verlo se lanza con velocidad en contra del músico. Una verónica exquisita y el toro pasa de largo, otra y el toro entierra los cuernos en la tierra; Robles le saca un lance al toro y el público lo ovaciona, le saca el segundo y la gente grita, el tercero y la mujeres suspiran... así hasta llegar a doce, quizás quince... aburrido le da la espalda al toro, se acerca a los toreros (que lo miraban llorando de vergüenza y admiración) y les devuelve la capa, hace un reverencia al público mientras le lanzan flores, dinero y pañuelos perfumados. Recoge las flores hasta hacer un gran ramo, huele los pañuelos mientras los apuña en su mano y el dinero se los da a los toreros que aún no paran de llorar. Sube nuevamente al palco y le regala el ramo de flores a una damisela que se desmaya de la emoción. Todo esto con la ovación que aún le daba el público de fondo. Robles era así, un personaje que hipnotizaba por donde pasara, siempre a la moda, ropas finas, de cuerpo perfecto y cara armoniosa.

Además era un excelente boxeador que poseía una uppercut mágico y temible que hacía tiritar a cualquier rival que tuviera al frente, y para armar el cuadro de sus actividades, tendría que mencionar que era un excelente jugador de pelota, campeón del volantín chupete (barrilete) y es considerado el sucesor natural de Pascual Intento, el mejor encumbrador de la historia de Chile. Además fue rey del billar, con esta actividad dejó su nombre grabado, incluso en los más conspicuos salones de billarina de Buenos Aires.

También era cantor de tonadas, eso sí, se comenta que su voz era espantosa, pero nadie se atrevía a criticarlo ya que cada vez que cantaba lo hacía apretando el puño, así que los aplausos iban y venían. Fue también el primer Director de Orquesta del país y con un virtuosismo tremendo para el violín con el que despertaba los suspiros de las señoras que no iban al ruedo. Ahora, a todo lo anterior, súmele un amor descomunal por la bohemia (Robles, no te mueras nunca), quizás tan grande como su amor a la patria.


Un buen día, el Coronel Domingo Arteaga (seguía con la idea), le solicita crear una melodía para la letra de De Vera y Pintado, Robles se entusiasmó de inmediato con la idea y, entre volantines, puñetes (piñas) y toros, compone una melodía que atraparía el corazón del pueblo. Ésta se estrenó oficialmente el día domingo 20 de agosto de 1820, en el teatro de Arteaga, en el mismo donde un tiempo atrás el público asistente había hecho añicos el himno de Ravanete. En el mentado día se celebraban tres acontecimientos: el cumpleaños de O’Higgins, la partida de la Expedición Libertadora del Perú y el estreno de nuevo local del Teatro de la Plazuela de la Compañía (Montt-Varas).

El público estaba expectante, nadie quería otro bochorno y cuando comienzan los primeros sones de la orquesta, dirigida por el mismo Robles, el alivio recorrió el lugar; el gentío quedó maravillado, los aplausos colmaron el lugar y el Himno fue interpretado en todas las noches de función. Al fin Chile tenía una Canción Nacional, con letra y música propia, y que se podía cantar por una voz sola, incluso, sin auxilio de instrumentos.

En 1824 decidió partir a Buenos Aires, una vez instalado en la capital de la Argentina, aparte de ganar algunos campeonatos de billar que lo hicieron famoso, trabajó como violinista en la orquesta del maestro Santiago Massoni (luego este personaje viajaría a Chile en 1827). Un año estuvo en Buenos Aires y en 1825 regresa al país donde se casa cuando estaba a punto de cumplir medio siglo. En el viaje de vuelta sufre un incidente con una mula que lo dejará cojo (rengo), al golpearlo en su rodilla, por intentar auxiliar a otra persona. Desde ese día su apodo será el del Cojo Robles.

En su casa continúa con su vida bohemia e inaugura una academia de baile en el Café de Melgarejo, para más tarde formar una orquesta que animaba las tertulias y bailes de la época, donde estaba el Cojo Robles estaba la diversión. Fue fundador de la Sociedad Filarmónica de Chile y participó como músico en el montaje de la primera ópera que se presentó en la capital chilena.

Todo bien para Robles, era un ídolo entre la multitud, todos lo querían cerca y su Himno Nacional era interpretado con tremendo entusiasmo, parecía que todo seguiría así para siempre, pero en 1829 el gusto y la simpatía de la plebe se desvió hacia otra composición, realizada por un español, que a la larga se transformaría en la oficial hasta el día de hoy. Robles quedó impactado ante la vuelta de espalada de los que hasta ayer fueran sus fans, no lo podía creer, los años se le vinieron encima como buitres sobre la carroña y la bohemia, la vida taurina y el boxeo le pasó cuenta. A los 57 años fallece en Santiago, el 27 de agosto de 1837, en medio de la soledad, el olvido y la miseria. De hecho los pocos amigos que le quedaban tuvieron que organizar algunas colectas para poder enterrarlo.


Escudo de la Transición chilena.
Se comenzó a utilizar oficialmente el 23 de septiembre de 1819.

Los tipos de la cocina siguen discutiendo, de pronto uno de ellos menciona que hay una habitación en esta casa donde hay un piano, cuestión que rebato, pero refutan mi intervención recordándome a Enrique Soro. En un instante, como por arte de magia, salen todos disparados de la cocina corriendo por las escaleras, empujándose y haciéndose zancadillas para llegar primero al piano. Yo los sigo lentamente, pensando que esta historia continuará (el próximo mes) ya que aún falta hablar de Juan Crisóstomo Lafinur, tío bisabuelo de Jorge Luis Borges; de Carnicer, que nunca en su vida anduvo cerca de Chile; de Fabio de Petris, un italiano parado en la hilacha; y de Eusebio Lillo, un poeta revolucionario, liberal y masón.

 

 

Fuentes:

- Artículo “Historia del Himno Nacional”. Marcos Maldonado Aguirre. www.musicadechile.com
- Wikipedia, la enciclopedia libre. www.wikipedia.org
- Artículo “Himno Nacional de Chile”. Werner Arias Aeschlimann. Diario El Mercurio, 18 de septiembre de 1995.
- Artículo “La complicada historia del Himno Nacional”. Ilona Goyeneche. Diario El Mercurio, 17 de septiembre de 2004.
- Fuentes documentales bibliográficas para la historia de Chile. Universidad de Chile. “Recuerdo de treinta años (1810-1810). José Zapiola. www.historia.uchile.cl.
- Artículo “Juan Crisóstomo Lafinur, educador y filósofo”. www.educar.com.ar
- “Ficcionario”. Antología de Jorge Luis Borges. Colección Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica. México, 1985.
- Artículo “Jorge Luis Borges”. Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación Argentina. www.me.gov.ar
- “Bibliografía musical de Chile, desde los orígenes a 1886”. Eugenio Pereira Salas. Serie Monografías. Anales de la Universidad de Chile. Ediciones de la Universidad de Chile. Santiago, 1978.
- “Oyendo a Chile”. Samuel Claro Valdés. Editorial Andrés Bello. Santiago de Chile, 1979.
- Artículo “Con don Eusebio Lillo”. Revista Zig-Zag. Septiembre 17 de 1905.
- “Grandes biografías. Figuras de la historia de Chile. Cristián Guerrero Lira et al. Ediciones La Tercera. Santiago de Chile.

Agradicimiento:
- A María Eugenia Godoy por revisar este texto, aunque no le gustan estos temas.

 

 

Muñozcoloma
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