"Seguir junto al Mapocho
pensando en un programa de
vida".
Existe un momento en que llevamos el libro peligroso dentro de los bolsillos de la chaqueta, paseando por las plazas de invierno, seco de boca y nublado. Nos adentramos a un Restaurant Chile que da el detalle de la boleta del bar. Los alcohólicos bajan riendo desde las escaleras, una nueva luna se asemeja a los focos de los automóviles.
Incrustado dentro de especiales de radio y rock de viejos crack que saben venir al tiempo de los goles y las noticias. Este vaivén sonoro de los megáfonos democráticos financieros, no nos gusta. Vamos corriendo por las delgadas barandas del entusiasmo matutino.
El ex poeta entonces fuma en el bar con una malta morenita en los comedores, un calendario de Valparaíso, las antiguas carreras de la locura. Todos estamos cruzando la Alameda a las 3 de la mañana, "nadie está tan solo como para no tener siempre a sus grandes amigos". Los perros, a nosotros, no nos ladran. Hablan del camino, de lo que viene más allá. Son compadres de la fuente de soda, del pool y los basureros. Amigos del trasnoche quieto y simultáneo. Un silbido desde afuera de la casa.
Y nos vamos sintiendo parte del boliche jugando un partido de rayuela imaginaria en una plaza de San Miguel, " Oye, no le hagas caso al Paseo Ahumada ni al Burger Inn, Muchacho, ¡Olvídate!" Abrazando el vaso de vino para irse a soñar siluetas fácilmente olvidables y que luego serán repeticiones de lo que antes habíamos vivido.
Pero en el Restaurant Chile a esta hora lavan los vasos de la buena suerte, abren las puertas al mediodía semi soleado que nos hace ver esos múltiples puntitos de polvo. Este es el día en donde el libro se posa sobre la barra, y se lee con miradas sucesivas. Todas esas caricias nocturnas y pasajeras, todas esas conversaciones con "gente que sabe tomar" , mientras sabemos que por sobre todo en este restaurant, la sonrisa de un tiempo perdido viene a decirnos: "Me acordé de ustedes, mientras bebía sólo en mi pieza".
En este Restaurant Chile, la antología poética de José Ángel Cuevas (La Calabaza del Diablo, 2005), se sale raudo por la puerta trasera, dejando esa propina mísera pero digna, después de las cañas conversadas a media voz con los compañeros de ruta, los buenos deseos entre amigos verdaderos, los paseos solitarios de los viejos barrios de inminente desaparición y las conversaciones periódicas por los callejones, que son a esta hora un poema perdido, en esta ciudad Paz-Froimovich.