Texto: Carlos Yusti
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Cristóbal Ruiz
Foto: Yuri Valecillo |
Cristóbal Ruiz algunas veces tenía el aspecto singular de un desarrapado. Parecía venir de un suburbio triste y delirante. Otras venía con todos los colores del amanecer en las pupilas. De seguro llegaba del puerto de los sueños. Traía la ropa ajada de espejos, la barba llena de pájaros y el pelo empapado de nube. No era casualidad. Estaba medio loco y era pintor.
Bohemio. A ratos pintor autodidacta. Oriundo (y esto si no es casual) de La Luna , un pequeño microcosmo situado en el sector Urama del estado Carabobo. La calle fue su escenario, su taller encantado, su modelo. Pintor urbano. Pronto se convirtió en un accesorio inusual de la ciudad.
Lo conocí cuando yo quería ser un poeta maldito. O sea, que tenía ínfulas de geniecillo voraz. También por esos días estaba de trotacalles con mi amigo el fotógrafo Yuri Valecillo. Merodeadores de la escuela de Teatro Ramón Zapata nos tropezamos con Cristóbal Ruiz. Cantaba. Hacia cabriolas de ballet en el bulevar de la facultad de derecho. Gritaba. Se acercaba a un lienzo dispuesto y lanzaba pinceladas. Todo tenía algo de teatral. Todo poseía un tono de caricatura. De pose barata, pensaba yo. Yuri por su parte entabló cotorreo con Cristóbal y así nos hicimos amigos.
Yuri se fue a México y yo me largué a Puerto Ordaz. En nuestros encuentros en Valencia siempre encontrábamos a Cristóbal. Quien por su lado estaba más desajustado y libre que de costumbre. Yuri le compraba camisas y algunas veces le alargábamos algunas monedas para que se abasteciera de bebestibles y comida.
Como Cristóbal iba a sus aires mucho subestimaron su pintura. A pesar de ello, seguía pintando cuadros que muchos amigos y conocidos le compraban para darle una mano. Sin embargo, su pintura mezclaba delirio alcohólico, surrealismo callejero e ingenuidad pictórica con enorme pericia. Algunos cuadros eran verdaderos mamarrachos, pero otros tenían mucha densidad poética, cierto desequilibrado tono de iluminada inspiración.
Como pintor llevaba al lienzo lo que sus demonios cotidianos le dictaban. En pintura hacía lo que podía y por eso recurría al esperpento teatral, a las excentricidades públicas para hacerse notar. Era un actor natural y que le denominaran (a manera de sorna) como "El Reverón valenciano" fue el resultado de toda aquella pantomima pública. Disfrazado como pintor no pintaba, sino que actuaba. Al enfrentarse con la tela, o con las hojas en blanco, se despojaba de toda artificialidad y trataba de hacerlo lo mejor posible. Trataba de sacarle alguna metáfora a los colores, de inventar la luz con un trazo.
Como persona Cristóbal Ruiz era un tipo del montón. Gran bebedor. Afable conversador y muy ganado para la alegría. Al final había dejado de beber y ya no parecía un Dios de la mendicidad. Estaba pintando con fervor y prepara algunas exposiciones.
Yuri me telefoneó desde República Dominicana para comunicarme que Cristóbal había muerto. Que formaba parte de esa irremediable parábola que es la muerte. Tenía la voz quebrada. Nos despedimos con la tristeza ramificándose en los huesos.
La calle por donde revoloteaba Cristóbal Ruiz, disfrazado de pintor, estará más triste y puteada que de costumbre. Le harán falta tus locuras sencillas, sin énfasis. La vida a veces te viste de funcionario. Otras te viste de poeta loco, de pintor cabreado con la razón. Ahora viene a mi memoria una anécdota. Un pintor de esos estirados (y vestido como funcionario) para impresionar al escritor Pío Baroja, hacía retórica barata en torno al arte de pintar. Para coronar su explicativa verborrea concluyó: "El arte se hace con sangre". Don Pío lo miró con cierta lástima y replicó: "Con sangre sólo se hacen morcillas". Recuerdo esto porque de seguro a Cristóbal, la salida del escritor español le hubiese divertido y además él hizo arte con todo, menos con sangre y si con mucha alegría.