Releyendo un libro que me obsequiaron llamado "Los cafés literarios en Chile" de Manuel Peña Muñoz, extraigo una mirada que a simple vista se puede generar en cualquier lector u observante. Actualmente en Chile los cafés literarios (y/o la cultura del café literario) no existen. Por lo menos ahora no, antes sí (según se logra rescatar en el libro) pero cafés cafés..mmmm.
Hay cafés con piernas, en donde se "disfruta" de este brebaje parado al lado de la barra para contemplar el paisaje, hay cafés fuente de soda, cyber cafés, cafés caros y otros baratos, pero no cafés literarios, cafés que aglomeren a todos estos seres que se someten al rigor de una pluma o a un teclado de computador, en donde no importe la clase social o si no tienes más de cinco mil pesos en el bolsillo. En este libro se nombran la Confitería Torres y el Café Riquet como ilustres lugares que han acogido a escritores y que aún sobreviven a la modernidad. Lamentablemente, debo decir, lo que se desea tomar para comentar una presentación de algún libro, sobre poesía, narrativa, etc., es cerveza y vino. Y no creo estar especulando.
El escritor chileno desea tomar en un bar para conversar, y tomar harto, cerveza por montones, vino a destajo. En el sur, en el norte y en el centro, el alcohol se apodera de nuestras mentes y nos hace más geniales, más originales, nos hace gritar, bailar, ensordecer y soñar. Y al día siguiente queremos morir.
Morir de pena, de rabia, de preocupación. ¿qué dije anoche, qué hice anoche? Sé que este caso es extremo y más cercano al alcoholismo. En el café, en cambio, conversaremos de lo mismo, pero inevitablemente sentiremos que algo nos falta en la mano, un vaso más distinto, con otro contenido, un vaso sangriento y fulgurante. Nos cuestionaremos nuestra vida, escucharemos y nos hablarán de sucia realidad cotidiana, del poema como remedio, del libro como sanación.
Es desesperante, pero existe este amor dionisiaco y hay que admitirlo. También hay que admitir que durante estos últimos años han nacido cafés con el cartel de literario, pero que de tanto promocionar este concepto, terminan por aburrir a los supuestos acreedores de este honor de comensal. Uno se podría imaginar un café de pintores, café de artistas plásticos, cafés de actores...pero qué es lo que se pide al llegar: una cerveza, por favor.
Hace un tiempo supe de una escritora argentina que estuvo visitando nuestro país, específicamente Santiago, y que se impresionaba por el hecho de que para conversar de literatura o cualquier otra cosa, se tuviera que asistir a un bar y que, no tranquilo con eso, se bebían litros y litros. En Argentina existen estos cafés literarios, existe esta cultura de café y quizás acá en Chile necesitemos de un trago para poder entablar una conversación. Una inspiración espumosa o azabache, una inspiración que no es única en el mundo, ni tampoco única de los escritores de Chile, pero que inevitablemente nos identifica, nos llama y nos consume, ya sea para bien o para mal (aunque, ¿se piensa en el bien o en el mal en estos casos?) nos juntamos en el bar, (como aparece en libro mencionado, que no pudo obviar el bar Unión, el Quitapenas, el Cinzano, el Roland Bar), en La Piojera, en el Olímpico, y tantos otros, que cumplen con la labor intrínseca de ser, como dijera el poeta Rolando Cárdenas, nuestro segundo hogar.