Nikos Progulakis,
regresaba al lugar que lo olió al partir, con sentimientos
renovados por la sicología de grandes vegetales, por tanto
cielo austral, por tanta nube, gigantescos algodonales aéreos
que sobrevolaban lentos en el infinito cielo azul. Llevaba dos años
de viaje conociendo diversos sitios, parajes extraordinarios, sucesos
perecederos, por tierra, por mar, cruzando ríos, subiendo volcanes
con muchachos ebrios, aceptando invitaciones de comida, de bebidas,
de afecto pasajero, inventando una vida de vagamundos en su segunda
juventud.
Aquel dia decidió volver. Era la tercera hora de la mañana,
el sol matutino comenzaba a calentar su frágil refugio, arregló
sus pertenencias, acomodó su carpa, miro hacia todas direcciones
y supo que era un momento perfecto para continuar su viaje, caminó
el trecho que lo separaba de la carretera y se puso a esperar. A cada
vehículo que hacia su aparición le indicaba el dedo
pulgar o mostraba un pequeño letrero con pintadas letras que
decía
-AL NORTE.
Pero no tuvo la suerte
necesaria y los vehículos pasaban indiferentes en la cara dura
de sus ocupantes, dejando una estela de viento y petróleo quemado.
Así pasaron las horas, comiendo pequeñas raciones de
alimento, arreglando su vestuario, pensando en porqué nadie
se atrevía a detenerse y llevarlo. Nikos preguntó por
el nombre del lugar en que se encontraba, con su acento de griego
cansado.
-Los Angeles octava región de Chile.
Respondió el hombre que pasaba montado en su blanca yegua de
ojos ávidos, que lo dejó cavilando, meditando en el
nombre de aquel lugar, ¨Los Ángeles¨, es tiempo de
que aparezcan.
En esto estaba cuando de
improviso todo se oscureció a su alrededor, una gran nube cubrió
por completo el cielo y el aire, borraba el contorno de las cosas,
hizo desaparecer el camino y descargó con vehemencia la lluvia
estrepitosa, densas gotas de agua saltaban sobre la asfaltada huella,
Nikos corrió hacia un espeso árbol que se erguía
en la orilla, pero el viento llevaba y traía agua desde todos
lados, no había refugio, no había modo de escapar de
la fría agua, del tempestuoso viento, de la densa oscuridad.
Una incierta lucecilla
brilló en algún lugar y Nikos con frenesí corrió
hacia ésta, cargando sus mojados enseres, undiéndose
en las charcas, llevado en el vilo del viento de la tempestad, la
pequeña luz crecía y desaparecía dejando a Nikos
en la incertidumbre y en el fango, el agua se metía en sus
ojos haciendo más difícil su visión, la luz volvió
a aparecer, se encontraba en el zaguán de un olvidado lugar
y entre truenos y relámpagos Nikos gritaba hacia el iluminado
sitio.
-¡Hola¡ ¿Hay
alguien aquí?
El viento lo tironeaba,
el agua se metía en su cuello, enfriaba sus manos, hacia estremecer
su cuerpo.
Ninguna voz respondió, sin más, entró. La luz
que lo guiaba estaba sobre una mesa dispuesta, con los utensilios
de una comida que aún no era servida, copas, tenedores, servilletas,
manteles de algodón, sobre ésta. Pequeños quinqués
al aceite conformaban la suave iluminación, se despojó
de su empapada ropa, avanzó con precaución hacia la
barra que se encontraba a su derecha, a cada paso se encendía
un nuevo candil..
-¡Hay alguien aquí!
Estoy totalmente mojado, me gustaría secarme y quedarme hasta
que pase el temporal.
Al llegar a la barra la
mayoría de las mesas estaban iluminadas, los candelabros de
la pared con fondos metálicos reflejaban la luz de las grandes
velas encendidas, el salón tenía un escenario adornado
con guirnaldas de flores naturales de todo color, haces de luz hacían
brillar los instrumentos de una banda de músicos.
Nikos, se palpó y ya su ropa estaba seca, sin resistencia se
sentó en la silla más próxima y cerró
por unos momentos los asombrados ojos, muchos pensamientos acudieron
a su imaginación, una voz lo despertó.
-¡Vamos traigan los
alimentos y llenen de oscuro y sabroso vino la copa de nuestro invitado!
La voz pertenecía
a un hombre fornido de cabello cobrizo y revuelto, que palmeó
suave la espalda de Nikos, al volverse encontró sobre la mesa
deliciosa carne humeante, calientes papas asadas, ensaladas y copas
de ardiente vino negro, el salón bullía de voces, de
risas, de diversión humana, la banda de tres músicos
hacia bailar con frenesí a la concurrencia...Nikos saboreó
todos los alimentos, bebió todos los vinos, se puso alegre,
feliz de todo lo que estaba aconteciéndole, las personas le
sonreían, lo saludaban como si le conocieran desde siempre,
una voz de entre todas gritó,
-¡Que cante, Nikos!
¡Sí, que cante! ¡Que cante! Se escuchaba en coro
su nombre.
Una muchacha se acercó,
lo tomó de la mano, le dijo algo al oído y lo llevó
hasta el pie de la escalera que conducía al escenario. Nikos
subió rápido, se ubicó frente al micrófono
y una voz que no le pertenecía afloró en su boca con
un canto inusitado, prodigioso, sentimental.
La gente escuchó en absoluto silencio, todo era silencio y
sólo su voz y la música se hacía sentir en aquel
lugar de maravillas. Cuando terminó su canción, hubo
una explosión de júbilo, aplausos, exclamaciones de
aprobación, lo llevaron en andas por el salón, hicieron
rondas en torno a él, hasta que lo dejaron frente a la barra,
escanciaron de vino su transparente copa y lo bebió con los
ojos fijos en el gran espejo, le costó tragar, pues el espejo
no reflejaba ninguna imagen, el sitio estaba deshabitado, esperó
un momento...respiró profundo y conteniendo el aire giró
sobre sus pies...
-¡He, Nikos, gracias,
felicitaciones!
Las muchachas con sus cálidas bocas le ofrecían emocionados
besos; hombres jóvenes le daban abrazos fraternos, manos amistosas
apretaban sus manos...Nikos derramó lágrimas de intensa
felicidad, bebió él ultimo sorbo de vino, dio la última
mirada en el espejo y sólo su imagen no estaba en su lugar,
tomo sus cosas y lentamente caminó hasta la puerta, voces lejanas
lo despidieron, voces en su idioma natal.
Afuera la brisa era suave,
el sol calentaba la tierra, el viento hizo volar sus cabellos, secó
sus lágrimas. No quiso volver la vista atrás, al cruzar
la carretera levantó el dedo pulgar...el jeep se detuvo.
Julio,16 del 2003 Ricardo
Castro.
212
Ricardo Castro
El bus se deslizaba con una suavidad espantosa por la asfáltica
avenida, con un esfuerzo supremo pudo atravesar un lomo de toro, una
reflectante señal de tránsito. Un sonido de desaprobación
sonó en la boca de los pasajeros.
El chofer apuró al motor que se quejo con un chirrido, de pronto
las pequeñas cortinillas azules, solas se cerraron, los tubos
fluorescentes del vehículo titilaron una y otra vez hasta quedar
sin luz. Algunas personas cambiaron de asiento, el olor a petróleo
quemado inundó el interior, intenté abrir una ventanilla,
pero estaba atorada, el microbús se movía a trastabillones,
de improviso detuvo su marcha.
Ella, la señora quiso descorrer las cortinillas pero estas
estaban tiesas, frías como hielo, hubo un súbito cambio
de olores, al petróleo quemado lo reemplazó una nauseabunda
esencia de cloacas. El chofer blasfemaba, estaba atrapado entre el
manubrio y el asiento, un enorme gordo intentó despegarse de
su lugar, se corrió el rumor de la posible devolución
del dinero, un niño gritó, la madre lo acalló
con dulzura, las bocinas sonaban con furor.
Miré por un instersticio, una pequeña ranura entre el
vidrio y la cortina, no conocí el sitio en que nos habíamos
detenido, el atardecer se puso nebuloso, en un instante me percate
que todo se había hecho silencio, un extraordinario silencio
total, dentro y fuera del necrobus.
Una bandada de queltehues sonaron en el cielo.
Una compuerta del piso del microbús soltó un quejido
y comenzó a abrirse, apareció desde abajo una enorme
rata macho que saltó sobre mi hombro. Instintivamente quedé
quieto, la rata mascó mi oreja que daba al pasillo la escupió
y se fue. Comenzó en ese momento una invasión de roedores
hembras y machos que se precipitaron por todo el macrobus, en un segundo
todo estaba completo no se divisaban figuras humanas todo era confusión
animalesca, sentí pequeñas patas nerviosas sobre mi
cabeza, diminutas ratas se metían entre las piernas. Me di
cuenta de que no estaban hambrientas pues sólo olían
y murmuraban, parecían felices. Empezó a faltarme el
oxígeno, el peso y la presión de los animales se hacían
insoportables. Un hombre armado de una pistola pudo hacer un disparo
que perforó el cuerpo de una de ellas, las ratas rabiosas lo
devoraron en un santiamén. Me entró un olor a sangre
humana en la nariz, las ratas hembras comían los últimos
restos del cadáver del pistolero, los machos chillaban revolcándose
de gozo. La bala hizo un pequeño agujero en el techo de la
nave, comenzó a entrar una suave brisa, una débil señal
de luz solar, los roedores en cuestión de minutos, abandonaron
el transporte, la rata líder me dirigió una última
mirada que no atiné a descifrar. La compuerta se cerró
con estrépito, el bus se puso en marcha.