Por:
José M.Torres Fuentes
Millones de madres argentinas, bolivianas,
colombianas, chilenas, ecuatorianas
y peruanas, a través de los siglos, han transformado su amor más
sublime en palabra con el vocablo quechua “wawa”. Comúnmente
escribimos “guagua”, ya que así está la palabra perfectamente
identificada en el diccionario de la Real Academia Española. «Niño
de teta» reza el significado.
Aunque en el último siglo la fuerte inmigración hacia estos países
y el advenimiento paulatino de la globalización comunicacional han introducido
el uso del vocablo bebé, lo cierto es que la palabra guagua aún
permanece tan vigente como en los primeros días de vida de estas naciones.
En efecto, profiriendo con suavidad y ternura las palabras “mi guagua”,
millones de mujeres nos han arrullado contra sus suaves pechos, regalándonos
su leche como elixir mágico, de la vida y del amor magnánimo que
nos prodigaron, nos prodigan y nos continuarán prodigando a todos los
que tuvimos, tenemos y tendrán el privilegio de ser sus bebés.
Pocos se han detenido a investigar el origen de esta importante palabra maternal,
que escuchamos tantas veces en el inicio de nuestras vidas, acariciando nuestros
oídos, pronunciada con dulzura por una voz femenina: la de nuestras madres.
La palabra es de origen quechua. Sí señor, y su permanencia en
nuestro idioma, es una prueba insoslayable de la influencia materna de la mujer
quechua en los albores de nuestras naciones y de nuestras razas mestizas, amalgamas
de sangres, genéticas y conquistas.
Este pueblo incaico, cuzqueño, contribuyó sin quererlo con el más
grande aporte al nacimiento, al doloroso parto de nuestros pueblos hispanoamericanos.
Su contribución forzada fueron las madres, es decir la esencia de todo
lo que un ser o un pueblo es y llega a ser.
Como hijos de estos pueblos no podemos olvidar a quienes fueron nuestras primeras
madres. Yo no puedo dejar de mirar con ternura y nostalgia a las madres quechua
que a menudo vemos cargando en sus espaldas a sus guaguas. Aun están en
las calles de Perú, Bolivia o el norte de Chile; en los poblados del altiplano
y de la sierra; en el desierto de Atacama; entre las llamas, las alpacas y los
guanacos, tejiendo, trabajando, con los “huangos” o trenzas reluciendo
en las espaldas como una negra nutria recién salida del agua. Con las
almas divagando en las heladas brisas de Macchu Picchu. Con sus miradas taciturnas,
que buscan la tierra. Siguiendo con el instinto el crecimiento de las plantas
de “papa”, cuyos tubérculos color de luna por siglos han sido
y serán el alimento sagrado de sus familias.
Por cierto, también le debemos a este pueblo incaico el descubrimiento
de la papa o patata como exquisita e irremplazable fuente de nutrición
en la dieta de todo el mundo. ¡Vaya honor! Y ahí usted los ve. Humildes
donde los hay, aun sin comprender lo que les pasó. ¿Acaso es posible
imaginarse el universo culinario actual sin las patatas fritas, asadas, cocidas,
o hechas puré? No. Yo no me lo imagino y no quiero imaginármelo.
Y le apuesto a que usted tampoco.
¡Madres quechua, que arrulláis vuestras guaguas y preparáis
las patatas como nadie: en el mundo vuestra historia es de dadivosidad y amor,
de humildad, entrega y resignación. Hay algo de santidad oculta en vuestras
miradas y en vuestro silencio armonioso!
Yo las recuerdo cada vez que escucho música andina del altiplano. La quena
me recuerda sus voces al viento en la pampa florida, el charango sus sonrisas
entre alegres y tristes en la noche de carnaval norteño y la zampoña
su pena profunda que se troca en amor puro cuando arrullan sus guaguas. A veces
cierro los ojos y las puedo ver en las largas travesías de la conquista,
por la cordillera, por las pampas del desierto de Atacama, arrastradas por los
bárbaros de impetuosa sexualidad hispana. En aquellas noches frías
de viento y dolor, sus pequeños cuerpos tibios eran disputados con atrocidad
por la soldadesca. A veces las miro desde sus brazos. Yo soy el niño que
sostienen. Las oigo decir “mi guagua”. Siento la suave piel que rodea
el pezón en mi mejilla. Con los ojos muy abiertos, deslumbrado por las
constelaciones que acentúan la insularidad de nuestro planeta en el espacio,
sigo el brillo de sus lágrimas. Hay dolor en sus miradas, hay un lamento
en sus suspiros nostálgicos, de añoranza por sus hogares incas
que quedaron huérfanos, a los que nunca volverán. De pronto ronca
airada la voz de un bárbaro, que me arranca de sus brazos. Y las escucho
decir con un grito de espanto: «¡mi guagua, mi guagua!». Hasta
que sus voces se pierden entre los gritos de los captores. La caravana es multitudinaria.
Los caballos son pocos. Los pies sangran. Hace mucho frío. El hambre ataca.
La ambición es descomunal y se transforma en látigo sobre los indígenas
cautivos.
Han pasado siglos. Las caravanas llegaron a las tierras soñadas; muchos
se quedaron para siempre en el camino. El cóndor fue el único privilegiado. ¡El
cóndor! ¡Si también ellas nos enseñaron su nombre!
Le llamaban en quechua el “cúntur”, cuando veían al
ave majestuosa extender sus alas color negro azulado de tres metros de envergadura,
sobrevolando los cuerpos caídos.
“
...Salimos perdiendo...Salimos ganando...Se llevaron el oro y nos dejaron el
oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras”,
escribió Pablo Neruda. Permítanme agregarle: y nos dejaron nuestras
madres.
En las tierras soñadas se levantaron pueblos que ahora son grandes ciudades
y países. “Independientes” entre comillas. Porque nunca lo
seremos totalmente, nuestros países son pequeñas parcelas, insertas
en el territorio mundial global ocupado por la humanidad. Dependemos de las potencias
y de sus economías. Sus mercados y en definitiva su apoyo nos son indispensables
para mantener nuestros lentos desarrollos.
Pero hay que estar contentos, y mirar con orgullo la raza creada en este magnífico
crisol de sangres y culturas iberoamericano. El íbero aportó su
cultura, su idioma y su raza multiétnica. En la petaca de su genética
traía tartesios, celtas, romanos, griegos, fenicios, cartagineses, godos
(germánicos), moros (musulmanes), judíos, gitanos y de cuanto pueblo
había pasado por la península. Más tarde trajeron a los
africanos, y la lenta pero sostenida procreación multirracial continúa
produciéndose, porque desde hace más de quinientos años
barcos han ido y venido entre Europa y América, llevando y trayendo gente
de aquí y de allá.
Durante la última centuria, facilitando todavía más la mescolanza,
los aviones en corto tiempo producen el traslado de seres entre los más
remotos continentes. El mestizaje ya no necesita de guerras y conquistas, ya
no tiene límites, salvo los que nuestros propios prejuicios enfermizos
le señalen. Pero por supuesto no vale la pena hacerlo. Las actuales generaciones
estamos aquí para asombrarnos y disfrutar de lo creado. A estas alturas
del partido, no hay culpables. Nadie está aquí para pagar ni vengar
las culpas de generaciones anteriores, perdidas en el tiempo, y cuyo nexo con
nosotros mismos, individualmente, en la estricta genética ancestral nunca
conoceremos totalmente, por más que algunos enajenados se arroguen en
su ignorancia cierta condición improbable de pureza racial, porque tendrían
que conocer al dedillo la filiación de todos sus antecesores. Esto es
prácticamente imposible si consideramos que tenemos dos padres, cuatro
abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, treinta y dos tatara-tatarabuelos
(de los cuales somos “choznos” o cuartos nietos), sesenta y cuatro
tatara-tatara-tatarabuelos. En fin, me detengo, porque la progresión al
pasado es vertiginosa.
Y eso que hasta aquí solo he retrocedido seis generaciones, (o sea dos
elevado a la sexta potencia, como diría un matemático) lo que es
igual a sesenta y cuatro aportes genéticos diferentes, ¡sólo
en esta generación de antepasados!, parientes que en mi caso nacieron
aproximadamente doscientos noventa años antes que yo, alrededor de 1767 –el
año en que los jesuitas fueron expulsados de América por la corona
española debido a su actitud humanitaria con los indígenas–.
No conozco los nombres ni la historia de ninguno de esos sesenta y cuatro parientes.
Más atrás, en la séptima generación, hay dos elevado
a siete, o sea ciento veintiocho antepasados con aportes diferentes a nuestra
genética individual y única. Y suma y sigue.
Los que vivimos el hoy debemos responsabilizarnos por la paz y el respeto hacia
nuestros semejantes durante el efímero tiempo que corresponde a nuestra
propia generación. Esa es la llave para encontrar la felicidad y armonía
entre los seres humanos. Y esto es aplicable a todos los interminables odios
y conflictos que asolan a nuestra humanidad en el mundo entero. En algún
momento, debe la humanidad comenzar a vivir desde cero, sin rencores ni odios
heredados, o jamás encontraremos la paz con nuestros semejantes ni con
nosotros mismos. Y lo que es peor, terminaremos cavando la tumba del género
humano.
Luego de vivir durante casi nueve años en la madre patria, hace algunos
años, ya de vuelta en Chile, me entretuve indagando acerca de mis antepasados,
con el propósito de conocer la procedencia exacta de alguno de ellos venido
probablemente de España en los siglos precedentes. Ardua tarea que comienza
interrogando acerca del pasado a los parientes mayores. Comprobé como
apenas somos capaces de nombrar los apellidos materno y paterno de nuestros cuatro
abuelos (dos por el padre y dos por la madre) ¿Usted los recuerda? Para
hacer este tipo de investigación es preciso tener una idea clara de la
historia familiar de cada uno de ellos. Hay que saber donde nacieron, donde se
casaron y donde eventualmente fallecieron, para seguir las pistas de su paso
muchas veces anónimo por la vida. Conociendo esto es posible investigar
los archivos civiles y eclesiásticos en un fascinante viaje al pasado,
en busca de las raíces y del mestizaje que todos llevamos en nuestra sangre.
Yo logré realizar este viaje al pasado solo a través de mi abuela
paterna, Edelmira Cid Oliva. Y lo logré gracias a los invaluables archivos
de las iglesias católicas que posee la iglesia mormona en Chile y en el
mundo.
Mi viaje al pasado me llevó hasta la villa de Nacimiento, en la antigua
frontera sur de Chile, en la ribera del río Bío Bío, donde
el fuerte Nacimiento era uno de los cuatro fuertes españoles que demarcaban
el límite con las tierras araucanas en que independientemente vivía
el pueblo mapuche, guerrero y orgulloso por antonomasia, que inspiró a
Ercilla su poema épico “La Araucana”, iniciado a su regreso
a España en 1563. En estos parajes hermosos nació en 1796 Eusebio
Velozo, de quien soy chozno o cuarto nieto, porque Eusebio es uno de mis treinta
y dos (dos elevado cinco) tatara-tatarabuelos. ¿Sabe usted de quienes
es chozno?
Con toda seguridad ni Eusebio ni su bisnieta Edelmira (mi abuela a quien no conocí)
pudieron imaginar que algún día, un descendiente de quinta generación
con respecto a Eusebio, escribiría sobre ellos. Pero así ha sido.
Es más, yo fui a Nacimiento, para conocer el pueblo y tratar de imaginar
como transcurrió la vida de Eusebio en las postrimerías de la colonia,
durante la guerra de independencia y en los albores de la república. Me
lo imaginé en la villa, entre los soldados, o quizás entre los
campesinos mestizos, con facciones mixtas, entre hispanas y mapuche. Nunca lo
sabré. El y su maravilloso universo individual son solo uno entre treinta
y dos. De todos ellos solo conozco los nombres de cuatro. Más atrás,
el abismo es insondable, porque no sé nada.
A la vuelta de mi viaje a Nacimiento, empecé a observar más detenidamente
a la gente de mi país y de iberoamérica en general. También
observo con interés y admiración aquellas palabras que las diversas
etnias indígenas aportaron al acervo lingüistico de la Real Academia.
Ellas son la prueba irrefutable de su contribución silenciosa, espontánea
y generosa a la cultura de la humanidad.
Gracias nahuas por el chocolate (xocoatl), por el aguacate (aguacatl) y por el
tomate (tomatl). ¿Se imagina una pizza o un plato de spaghetti a la boloñesa
sin salsa de tomate? Gracias taínos y arahuacos, por el maíz (mahís).
Gracias quechuas por la patata (papa) el cochayuyo y el cebiche. Gracias mapuches
por el hablar poético con que bautizaron la toponimia de mi patria; por
la sabiduría simple con que sostienen que «el hombre no es dueño
de la Tierra, sino que la Tierra es dueña del hombre» Gracias a
tantos por tantas cosas.
Gracias a todos por la linda sonrisa en el rostro de una chica de piel cobriza,
mestiza, mulata, por sus ojos misteriosos que me miran sobre unos pómulos
andinos, haciéndome soñar con su amor moreno, sincero y sublime.
Gracias a mis bisa, tatara, tatara-tatara, tatara-tatara-tatara, y a los incontables
tatara, de cuyas existencias anónimas y procedencias ignotas nunca sabré,
pero que en su día acudieron a la cita para cumplir con su rol instintivo,
quizás escrito en alguna parte del universo; gracias por contribuir con
su gota de genética, cada uno con los veintitrés cromosomas necesarios,
para que yo pudiera estar aquí, recordándolos, imaginándolos
en un tiempo lejano, con gratitud y emoción; como tal vez dentro de algunos
siglos otro descendiente en mi línea genealógica directa, me recordará a
mi, entre otros tantos dos-elevado-a no sé cuánto, seguramente
conociendo mucho más acerca de nosotros y de nuestras historias personales
actuales; quizás observándonos en fotografías digitales,
comparando los rasgos comunes gracias a los archivos computacionales que ya son
una realidad en nuestros días. Para ellos, mis choznos y tantos otros,
que puedan en el futuro leer estas líneas, les deseo lo más importante:
que ojalá vivan en un mundo de paz, cuidando este divino regalo que es
nuestro planeta azul, sin cuya salud y vida multimillonaria, nuestras insignificantes
existencias individuales y colectivas como género humano, serían
imposibles.