Por: Rúbila Araya
El dieciséis
de octubre de 1854 vino al mundo el poseedor de una de las mentes más
inquietantes de la literatura, rechazado en su época, hoy es
recordado y admirado por su obra, sus frases célebres y su cautivante
personalidad.
Colmada de prejuicios y condenas
morales, la Era Victoriana albergó a uno de los personajes más
provocadores de la Historia, Oscar Wilde. Paradojalmente, la puritana,
juzgadora e hipócrita sociedad de fines del siglo XIX tuvo entre
sus hijos al ícono vanguardista con mayor trascendencia de todos
los tiempos.
Y es que en esencia Oscar
Fingal O`Flahertie Wills Wilde, como lo bautizaron sus padres, fue provocación.
Su personalidad, su apariencia, su obra y su vida no pasaron desapercibidas
por los que, dependiendo de su tendencia a escandalizarse, gozaron o
sufrieron con su perturbadora presencia.
Wilde decía que “lo
menos frecuente en este mundo es vivir, la mayoría de la gente
existe, eso es todo”. Y, sin duda, el autor de “El retrato
de Dorian Gray” hizo mucho más que existir.
Debido a su cabello largo,
fina vestimenta y delicados modales, este joven nacido en Dublín,
Irlanda, no tardó en dar qué hablar en el circuito académico
y estudiantil de Oxford, donde se lo sometió a varias sátiras,
pero su fama se acrecentó cuando comenzaron a tener eco sus irónicas
y asertivas frases, que incluso hoy tienen y cobran cada vez mayor vigencia.
“Lo único
capaz de consolar a un hombre por las estupideces que hace, es el orgullo
que le proporciona hacerlas”.
Las opiniones del padre
de “El príncipe feliz” no se redujeron a hacer una
crítica a las falsas normas sociales de la época. Su sensibilidad
lo llevó a interesarse en los problemas que atravesaba la clase
trabajadora londinense, de los cuales se empapó con el fin de
conocer la miseria por la que atravesaban los más pobres, quienes
sobrevivían al olvido de la monarquía.
“Estoy convencido
de que en un principio Dios hizo un mundo distinto para cada hombre,
y que es en ese mundo, que está dentro de nosotros mismos, donde
deberíamos intentar vivir.”
Seguramente, gracias a su
educación en el seno de una familia dada a las tertulias intelectuales
-encabezadas por su madre, Jane Elgee, quien fuera escritora, feminista
y activista política- Oscar le tomó gusto a la literatura
y comenzó a desarrollar ese mundo de ideas que posteriormente
fueron consideradas altamente subversivas por la sociedad inglesa.
Y es que los conservadores
se morían de miedo ante la posibilidad de que el pensamiento
de Wilde cobrara cada vez más popularidad e impulsara a los jóvenes
a una actitud de rebeldía frente a lo establecido, arrastrados
por comentarios como que “la educación es algo admirable,
sin embargo, es bueno recordar, que nada que valga la pena se puede
enseñar”.
Aún así, Oscar
Wilde logró graduarse con honores y aprovechar la importante
influencia de los escritores Walter Pater y John Ruskin, así
como del pintor Whistler, que le sirvió para explotar aún
más su talento literario y potenciar su descollante personalidad.
Acostumbrado a impactar,
disfrutaba con la actitud hipócrita de los que condenaban su
conducta en su ausencia y lo felicitaban cuando él estaba. “Resulta
de todo punto monstruosa la forma en que la gente va por ahí
hoy en día criticándote a tus espaldas por cosas que son
absolutamente y completamente ciertas”.
El nombre de Oscar
Wilde se transformó en sinónimo de desenfado, escándalo
y, para los más sensatos, de lucidez. A pesar del rechazo de
un cierto grupo, tuvo una gran cantidad de seguidores, muchos de los
cuales, claro, preferían manifestarle su admiración silenciadamente.
El revuelo de sus opiniones,
el peso de sus trabajos literarios y su extravagante estilo de vida,
que causaba escozor entre los altamente escandalizables victorianos,
le dieron la fama que, buena o mala, lo transformó en todo un
personaje, el cual lo menos que provocó fue indiferencia. “Que
hablen de uno es espantoso, pero hay algo peor: que no hablen”.
Y fue esta capacidad de revolucionar
todo a su paso, la que lo sumergió en una de las experiencias
más ingratas y marcadoras de su existencia. En una acción
injusta y cobarde los detractores de Wilde se valieron de su relación
amorosa con el joven lord Alfred Douglas, para lograr su encarcelamiento
y mantenerlo alejado por un tiempo.
El marqués de Queensberry,
padre del muchacho, no dudó en usar todas sus influencias para
someterlo a un juicio por sodomía, en el cual, a pesar de toda
la presión que ejercieron los escritores europeos a favor del
creador de "La importancia de llamarse Ernesto", se lo condenó
a dos años de prisión.
Al término
de aquel periodo de trabajos forzados y malos tratos en la cárcel
de Reading, se refugió en París donde, ya sin esposa ni
hijos, vivió en la más extrema pobreza y escribió
su último cuento, para morir de meningitis el año 1900
bajo el nombre falso de Sebastian Melmoth…Debió renunciar
a la importancia de llamarse Oscar Wilde.