Santiago de Chile.
Revista Virtual.

Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 52
Julio de 2003

Literatura y comunicaciones

HISTERIA, NEUROSIS,
PARANOIA Y EPILEPSIA
EN LITERATURA

Desde Chile: Mauricio Otero*

Cuando se lee a Henry James, en 'Otra vuelta de tuerca', apreciamos las dotes de psicólogo profundo del autor noringlés. Algo similar ocurre con Dostoievski y con Tolstoy, con Poe, y también con Hesse. Estos cinco autores son bastante ilustrativos de las enfermedades mentales que han rondado la pluma de los escritores más portentosos que ha conocido la humanidad. Tal vez todos ellos estén contenidos en Shakeaspeare, o en los clásicos griegos, en las tragedias. Y en los libros sagrados, especialmente en la Biblia, reservorio de manías y anormalidades. Más aun, Jesucristo mismo a la luz del análisis fue un enfermo mental, un histérico, según la moderna ciencia psiquiátrica. Tal vez, como él, muchos niños crecieron bajo temores y sentimientos de culpa enormes, de una magnitud cual, que debían redimirse sintiéndose redentores de la humanidad. Es decir, histeria pura. Todo el subjetivismo patético que habita en ese tipo de mentes, haciéndolos sentir el centro del universo, sujetos y objetos, pecadores y castigadores, llamados a limpiar la humanidad de las manchas que ellos mismos han pensado tener en su cuerpo que les atormenta el espíritu, la mente, y que desordena sus sentidos y los lleva a la alucinación y la hiperestesia. Por cierto, algo similar podría afirmarse de ‘líderes’ políticos de todos los tiempos, la mayoría, dictadores.

Pero hemos convenido en centrarnos en James y la obra antedicha, porque reúne la complejidad mórbida que sufren muchísimas personas en el mundo.

La Institutriz de Bly, a quien se describe como ‘la más joven de varias hijas de un pobre cura de pueblo’, con veinte años. Pobre, joven, provinciana. Al presentarse ante su ‘amo’, presurosa, en una casa de Harley Street, ‘que le pareció muy grande y lujosa’, prosigue James en la caracteriazación-‘su futuro ‘amo’’, que resultó ser un caballero, un soltero en lo mejor de la vida, un hombre como nunca había aparecido, de no ser en sueños o en una novela, ante una chica nerviosa, agitada…No es difícil imaginárselo; afortunadamente, es un tipo que no se extingue'. El tipo reunía todas los rasgos que atraen la morbosidad de las mujeres; pero, lo que más le extrañó y lo que le dio el ‘valor’, fue que presentara todo el asunto como una especie de favor. Pero el infortunado hombre había quedado a cargo de dos sobrinos, una pareja de hermanos, hombre y mujer, cuyos padres habían muerto en la India, hijos de un hermano menor, al que estaba dignado a proteger. Pero este hombre, rico y amigo del placer, no podía atender por varias razones a los pequeños, eligiendo para esa delicada tarea a institutrices. Poco paciente, lo único que deseaba era estar en paz y dedicarse a su vida alegre y derrochadora, de don Juan. Había puesto en un ‘sitio sano y seguro’(el campo), donde instaló a esta innominada señorita bajo esa responsabilidad, que le atemorizaba pero que a la vez la llenaba de orgullo. Tendría que ocuparse del niño, que era demasiado pequeño, frágil, puro, pero pronto se enteró la gobernadora que era 'travieso', Miles. Era tan alto el cargo y sobre todo de suma responsabilidad, que esta joven inexperta estaba nerviosa y veía ante ella muchos deberes y poca compañía, realmente una gran soledad. Pero el sueldo decidió, era demasiado tentador; de modo que olvidó sus miedos. El patrón era tan inalcanzable, estaba tan arriba, que dificultaron completamente el ‘desempeño’. El 'Dios' mismo le encargaba cuidar a sus dos pequeños y desvalidos niños. Y como tal dios, era prohibido. Tabú. Bastó que él le cogiera levemente la mano para que ella se sintiera ya recompensada.

Luego, de la nada misma, comienza el relato de la propia educadora, documento que había enviado años más tarde al joven amante, que ahora lo ponía a conocimiento espeluznante de sus amigos.

‘En principio –recordaba- era como una sucesión de altibajos, un ir y venir de la ilusión al miedo, y ya se vio con la carga de una vida dedicada a vigilar, enseñar, ‘formar’ a la pequeña Flora. Tenía que ser una vida útil y feliz. Su camita blanca de la niñita en su habitación, tan serena que un Niño Jesús de Rafael. Pero el niño era así de extraordinario (‘No se debe adular a un niño’) Es que ella, la profesora, tendía a entusiasmarse con mucha facilidad. Ya lo había hecho en Londres. Era una prueba. La primera, gracias a Dios, de que iban a estar siempre de acuerdo (a sus deseos). La pobre muchacha se sentía agobiada con tantas obligaciones, para las que no estaba preparada. Susto y donaire, a la vez. Seguridad que sí tenían esos dos niños, que no temían ante nada, que le producía vértigo a ella. Y le parecía que aquel caserón era un castillo de hadas, ¿sería un cuento con el que se había quedado dormida y soñaba? Pero no, era una casa grande, fea y vieja, pero cómoda, tan grande que estaba casi perdida con su puñado de pasajeros en un barco a la deriva. Pero, ea, era ella quien llevaba ese timón! Y ella debía cuidar del duendecillo, el niño adorado. Sólo que era ‘travieso’, malo, mal ejemplo para los otros. Ella lo deseaba así. El mismo miedo, la hizo pensar que era una cosa absurda. ¡Pobres e inocentes compañeros! No podía menos sentir deseos tremendos de verle. El efecto. Y el afecto que debían sentir por ella, que debía agradecer por la expiación. No importaba la contaminación. La corrupción.

Mas, oh, había una amenaza, tan joven y tan guapa como era ella. Así, le gustaban al señor. Del señor. Pero esa mujer había muerto. Había un monstruo. A pesar de la aureola de inocencia, la misma fragancia de pureza. Increíblemente guapo. No podía ser sino amor. De modo que por muy travieso que fuera el niño, ella guardaba absoluto silencio de la acusación. Le daba un beso. Estaba hechizada, como ella misma reconocía. Ella que llevaba una vida limitada y estecha, aprendió a ‘divertirse’, y a no pensar en el mañana, sólo en su delicadeza, su vanidad, su sensibilidad. Eso la ‘cogió’ desprevenida. Pero se preguntaba lo incierto del futuro, que siempre era hosco. Tenía toda la salud y felicidad, era una reina. No podía ser sino algo romántico y regio. El encanto que tiene la calma. Ese silencio en que algo se prepara o agazapa…

Sin embargo ella era la ‘dueña’, en ese jardín del edén. Estaba complacida y justificada, no podía ser menos. Ella se lo merecía, porque entre otras cosas, era ‘discreta’, y se debía al señor. Era lo que sentía. No podía haber alegría mayor. Y eso, oh, sí, llegaría a hacerse público. Pero necesitaba ser muy notable. Y dio su primera señal.

Era bonita la aventura, encontrarse con un desconocido ideal, que la mirara con placer. Era todo lo que pedía la pobre muchacha. Que ‘supiera’ (el señor, el amo). Tenía que verlo, verlo en su cara. Y entonces ocurrió.

Una tarde inesperadamente, el umbral le permitió ver con detención sorda, sin tiempo, la aparición beatífica, hecha realidad. Arriba, en lo alto de la ladera, empinado,entre las torres, ‘la vieja y la nueva’. Estaba siendo redimida. Pero ella añoraba que bajara a la tierra. Y que la emocionara penetrantemente, en un lugar a solas. Entonces pudo escuchar el silencio. Era entonces, eterna…

Pero para qué pensar en alguien inalcanzable, si tenía a su lado al símil, que ella había estado ignorando.

Fue una visión. Pero duradera. Eso fue todo lo que esta virgen supo. Bueno, ella tenía su ‘secreto’ allí. Sentía curiosidad y miedo. Pero se ‘había ido’y ella se sentía abrumada, perdida. Debía volver al lugar sagrado, el hogar, la seguridad. Pero ella estaba iluminada por lo 'blanco'. Sufrió por el susto una transformación completa. Primera señal. Primera prueba. Pero podía pretextar lo que fuere. Eso no era problema. No tenía escrúpulos. Qué descaro. No podía menos que dedicarse a ese maravilloso trabajo. Las amenazas eran infundadas. Porque ella tenía todo su esfuerzo. El miedo a lo aburrido y pesado. Pero estaba la cuestión de la acusación, al niño. La oscuridad, la perversidad. El regalo lo tenía ella, sin ‘dolor’. Porque era demasiado selecto, inocente y bueno, para el pequeño mundo ‘sucio’ y ‘horrendo’, y había tenido que pagar un precio por ello. No podían menos esos ‘enemigos’ sentir deseos de venganza. El niño, como ella, no había tenido historia propia. No había sufrido nada. Era una prueba de que no merecía castigo. Que le peguen. Ese era el hechizo sado masoquista. Tenía el ‘hechizo’, el antídoto para combatir la mala situación de su propia familia que le había informado que estaba en problemas. Pero qué podía importarle. Estaba deslumbrada, la pequeña burguesa.

Pero no podía ser todo ideal, claro que no. Tenía otra amenaza, una mujer, algo horroroso. Su reemplazante. Estaba tan claro como el cristal. La acosaban doblemente, iban por ella, pero iban a quitarle a su adoración. Así que ella debía defenderse, ser fuerte, valerosa. Tenía un deber. Pero ese fantasma desparecía, jugaba con ella. En el vacío, en su soledad absoluta. Se escondía con ella. Pero como ella era valiente, la intrigante iba a vérselas con su persona. Y debía tenerle miedo. Tenían en común lo mismo. (Al señorito). Era muy extraño. Era un extraño. Pero no podía nadie imaginarlo. No era un caballero, era un horror. Tenía otra vez angustia. Pánico. De que pudieran dañarlos a ellos. Pero esas apariciones podían ‘entrar’ y ‘salir’. Pero esa tarde aún no había podido entrar. Para hacerlo, ella debía vigilar. A ese actor. Alto, vivo, derecho. Pero, eso sí, no un caballero.

Era Peter Quint, un canalla que había abusado de la confianza del señor, tan aprovechado, que se disfrazaba de amo, con sus ropas. Pero estaba muerto. Pero ella era dotada de experiencias. Y su compañera de casa era testigo. Había franqueza. Eso acabó por mostrar una ‘ternura llena de aterrorizado asombro’ sobre su caridad humana, su privilegio. Pero la carga debía compartirla, era mucho peso para ella sola (el señor en Londres, divirtiéndose con otras…). Esa era la idea. Salir del miedo. Estaba buscando a Miles. Otros, otras. Ella lo sabía, ella lo sabía. Ella debía ofrecerse como víctima expiatoria y así preservar la tranquilidad de sus acompañantes. Y si era esa su condición, debía seguir siendo ofrendada. Eso salvaría su ideal. Era asqueroso. Esas libertades con el niño… El malo estaba para castigarla. El señor creía en ella, creía en él, y ella debía defenderlos. Debían pagar, como ella. Iba a estar vigilante.

Era emocionante. Aun acosada, era una heroína. Una Juana de Arco.

Había peligros extraños, desórdenes secretos y vicios. Pero estaba ella, Juana. Esos peligros y acechanzas la hacían llenarse de placer. Porque ella era llamada a la admiración. Podía tener éxito. Donde otras fracasaron. Ella se aplaudía a sí misma. Era valiente. Por eso, estaban ‘unidos’. Y ella era el ángel Guardián. ‘Yo era una pantalla, tenía que estar delante de ellos. Cuanto más viera yo, menos verían ellos.’ Ella vigilaba, no sin un nerviosismo que podría haberle vuelto loca, si se prolongaba por más tiempo. Debía actuar, debía dar pruebas. Demostrar su fortaleza. Rápido, estaba ahí, era su oportunidad. No se le fuera a ir. Ya había un Mensaje… La aparición. El fantasma, no uno, varios. Y ese mensaje decía ‘Lo saben, lo saben!’ Hay otra; ella. Una persona de una maldad y un horror tan ‘inconfundible’ como la otra. ¡Aterradora! De repente había venido. Era la señorita Jessel. La acosaba. No sabía cómo, pero estaba cerca. Guapa, pero infame. Ese hombre de ‘confianza’, listo y guapo de mi jefe; sinvergüenza, seguro, corrompido, depravado. ‘Lo quería ella’.

Pero para conseguirlo debía, como su antecesora, pagar. Ella daba compasión. No los podía salvar ni proteger. Era la pura verdad.

Mas, oh, sí, debíamos mantener la calma, la cabeza fría. Estaba acostumbrada al peligro, el riesgo que pudiera correr la tenía sin cuidado. ‘Era la nueva sospecha la que se me hacía intolerable’. Eso necesitaba un remedio. Sabía colocar la mano donde dolía… Creía haber borrado todas las huellas, pero tenía la suerte que no era así. Estaba marcada. Tenía que olvidarse del juicio, de la inquietud. Mas no podía olvidarse así como así, debían sentir sus voces, de la belleza, del placer. Hablaban entre dientes. Lo sabía, estaba enterada. ‘No me había traicionado.’ No le había dado ocasión. Ni por necesidad ni por desesperación. Tenía mi ayuda. No había sido ‘malo’, el niño… Pero no se lo prohibía. Ella misma lo acosaba en esos momentos. Ese angelito no podía atormentarla tanto. No podía ser un demonio.

Pero a todos les iba bien, al muchacho, a la muchacha, a la institutriz misma. Aunque lo tratara de ocultar el espanto, estaba ahí. Mentía. Porque el hombrecito que llevaba dentro despertaba. No iba a ser cosa que la acusaran de mantener relaciones ocultas. Sin pruebas, eso era imposible. Los buenos tiempos borraban los recuerdos tristes, odiosos. Había sido exitosa tantas veces. Cómo no podían adivinar. Estaban libres de culpa y condenados de antemano. ¿No van a perderse en lamentables conjeturas? (Ella manipulaba muy bien). Incluso en el piano se oían las más pavorosas fantasías. En efecto, llegó un día en que el sentimiento de culpa se tornó insoportable.

Mentira. No podía resistirlo más.

Hasta que su mayor deseo se hizo 'realidad'. Claro, el Señor, el amo, 'apareció'. Y al fin ella iba a ser feliz, libre, iba a gozar como debía, con grosería. Pecadoramente.

La pobre mujer, el personaje aquel, veía que el niño era el Señor, el amo, Dios, al cual debía someterse como esclava a todos sus antojos. Y a su vez por ser chiquito, pensaba en su locura que el niño era el pene del tío. Pequeño y 'travieso'.



*Poeta, escritor y dramaturgo chileno.


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