Desde Chile:
Mauricio Otero*
Cuando se
lee a Henry James, en 'Otra vuelta de tuerca', apreciamos las dotes
de psicólogo profundo del autor noringlés.
Algo similar ocurre con Dostoievski y con Tolstoy, con Poe, y también
con Hesse. Estos cinco autores son bastante ilustrativos de las enfermedades
mentales que han rondado la pluma de los escritores más portentosos
que ha conocido la humanidad. Tal vez todos ellos estén contenidos
en Shakeaspeare, o en los clásicos griegos, en las tragedias.
Y en los libros sagrados, especialmente en la Biblia, reservorio de
manías y anormalidades. Más aun, Jesucristo mismo a la
luz del análisis fue un enfermo mental, un histérico,
según la moderna ciencia psiquiátrica. Tal vez, como él,
muchos niños crecieron bajo temores y sentimientos de culpa
enormes, de una magnitud cual, que debían redimirse sintiéndose
redentores de la humanidad. Es decir, histeria pura. Todo el subjetivismo
patético que habita en ese tipo de mentes, haciéndolos
sentir el centro del universo, sujetos y objetos, pecadores y castigadores,
llamados a limpiar la humanidad de las manchas que ellos mismos han
pensado tener en su cuerpo que les atormenta el espíritu, la
mente, y que desordena sus sentidos y los lleva a la alucinación
y la hiperestesia. Por cierto, algo similar podría afirmarse
de ‘líderes’ políticos de todos los tiempos,
la mayoría, dictadores.
Pero hemos convenido en
centrarnos en James y la obra antedicha, porque reúne la complejidad mórbida que sufren muchísimas
personas en el mundo.
La Institutriz de Bly, a
quien se describe como ‘la más
joven de varias hijas de un pobre cura de pueblo’, con veinte
años. Pobre, joven, provinciana. Al presentarse ante su ‘amo’,
presurosa, en una casa de Harley Street, ‘que le pareció muy
grande y lujosa’, prosigue James en la caracteriazación-‘su
futuro ‘amo’’, que resultó ser un caballero,
un soltero en lo mejor de la vida, un hombre como nunca había
aparecido, de no ser en sueños o en una novela, ante una chica
nerviosa, agitada…No es difícil imaginárselo; afortunadamente,
es un tipo que no se extingue'. El tipo reunía todas los rasgos
que atraen la morbosidad de las mujeres; pero, lo que más le
extrañó y lo que le dio el ‘valor’, fue que
presentara todo el asunto como una especie de favor. Pero el infortunado
hombre había quedado a cargo de dos sobrinos, una pareja de
hermanos, hombre y mujer, cuyos padres habían muerto en la India,
hijos de un hermano menor, al que estaba dignado a proteger. Pero este
hombre, rico y amigo del placer, no podía atender por varias
razones a los pequeños, eligiendo para esa delicada tarea a
institutrices. Poco paciente, lo único que deseaba era estar
en paz y dedicarse a su vida alegre y derrochadora, de don Juan. Había
puesto en un ‘sitio sano y seguro’(el campo), donde instaló a
esta innominada señorita bajo esa responsabilidad, que le atemorizaba
pero que a la vez la llenaba de orgullo. Tendría que ocuparse
del niño, que era demasiado pequeño, frágil, puro,
pero pronto se enteró la gobernadora que era 'travieso', Miles.
Era tan alto el cargo y sobre todo de suma responsabilidad, que esta
joven inexperta estaba nerviosa y veía ante ella muchos deberes
y poca compañía, realmente una gran soledad. Pero el
sueldo decidió, era demasiado tentador; de modo que olvidó sus
miedos. El patrón era tan inalcanzable, estaba tan arriba, que
dificultaron completamente el ‘desempeño’. El 'Dios'
mismo le encargaba cuidar a sus dos pequeños y desvalidos niños.
Y como tal dios, era prohibido. Tabú. Bastó que él
le cogiera levemente la mano para que ella se sintiera ya recompensada.
Luego, de la nada misma,
comienza el relato de la propia educadora, documento que había enviado años más tarde al
joven amante, que ahora lo ponía a conocimiento espeluznante
de sus amigos.
‘En principio –recordaba- era como una sucesión
de altibajos, un ir y venir de la ilusión al miedo, y ya se
vio con la carga de una vida dedicada a vigilar, enseñar, ‘formar’ a
la pequeña Flora. Tenía que ser una vida útil
y feliz. Su camita blanca de la niñita en su habitación,
tan serena que un Niño Jesús de Rafael. Pero el niño
era así de extraordinario (‘No se debe adular a un niño’)
Es que ella, la profesora, tendía a entusiasmarse con mucha
facilidad. Ya lo había hecho en Londres. Era una prueba. La
primera, gracias a Dios, de que iban a estar siempre de acuerdo (a
sus deseos). La pobre muchacha se sentía agobiada con tantas
obligaciones, para las que no estaba preparada. Susto y donaire, a
la vez. Seguridad que sí tenían esos dos niños,
que no temían ante nada, que le producía vértigo
a ella. Y le parecía que aquel caserón era un castillo
de hadas, ¿sería un cuento con el que se había
quedado dormida y soñaba? Pero no, era una casa grande, fea
y vieja, pero cómoda, tan grande que estaba casi perdida con
su puñado de pasajeros en un barco a la deriva. Pero, ea, era
ella quien llevaba ese timón! Y ella debía cuidar del
duendecillo, el niño adorado. Sólo que era ‘travieso’,
malo, mal ejemplo para los otros. Ella lo deseaba así. El mismo
miedo, la hizo pensar que era una cosa absurda. ¡Pobres e inocentes
compañeros! No podía menos sentir deseos tremendos de
verle. El efecto. Y el afecto que debían sentir por ella, que
debía agradecer por la expiación. No importaba la contaminación.
La corrupción.
Mas, oh, había una amenaza, tan joven y tan guapa como era
ella. Así, le gustaban al señor. Del señor. Pero
esa mujer había muerto. Había un monstruo. A pesar de
la aureola de inocencia, la misma fragancia de pureza. Increíblemente
guapo. No podía ser sino amor. De modo que por muy travieso
que fuera el niño, ella guardaba absoluto silencio de la acusación.
Le daba un beso. Estaba hechizada, como ella misma reconocía.
Ella que llevaba una vida limitada y estecha, aprendió a ‘divertirse’,
y a no pensar en el mañana, sólo en su delicadeza, su
vanidad, su sensibilidad. Eso la ‘cogió’ desprevenida.
Pero se preguntaba lo incierto del futuro, que siempre era hosco. Tenía
toda la salud y felicidad, era una reina. No podía ser sino
algo romántico y regio. El encanto que tiene la calma. Ese silencio
en que algo se prepara o agazapa…
Sin embargo ella era la ‘dueña’, en ese jardín
del edén. Estaba complacida y justificada, no podía ser
menos. Ella se lo merecía, porque entre otras cosas, era ‘discreta’,
y se debía al señor. Era lo que sentía. No podía
haber alegría mayor. Y eso, oh, sí, llegaría a
hacerse público. Pero necesitaba ser muy notable. Y dio su primera
señal.
Era bonita la aventura,
encontrarse con un desconocido ideal, que la mirara con placer. Era
todo lo que pedía la pobre muchacha.
Que ‘supiera’ (el señor, el amo). Tenía que
verlo, verlo en su cara. Y entonces ocurrió.
Una tarde inesperadamente,
el umbral le permitió ver con detención
sorda, sin tiempo, la aparición beatífica, hecha realidad.
Arriba, en lo alto de la ladera, empinado,entre las torres, ‘la
vieja y la nueva’. Estaba siendo redimida. Pero ella añoraba
que bajara a la tierra. Y que la emocionara penetrantemente, en un
lugar a solas. Entonces pudo escuchar el silencio. Era entonces, eterna…
Pero para qué pensar en alguien inalcanzable, si tenía
a su lado al símil, que ella había estado ignorando.
Fue una visión. Pero duradera. Eso fue todo lo que esta virgen
supo. Bueno, ella tenía su ‘secreto’ allí.
Sentía curiosidad y miedo. Pero se ‘había ido’y
ella se sentía abrumada, perdida. Debía volver al lugar
sagrado, el hogar, la seguridad. Pero ella estaba iluminada por lo
'blanco'. Sufrió por el susto una transformación completa.
Primera señal. Primera prueba. Pero podía pretextar lo
que fuere. Eso no era problema. No tenía escrúpulos.
Qué descaro. No podía menos que dedicarse a ese maravilloso
trabajo. Las amenazas eran infundadas. Porque ella tenía todo
su esfuerzo. El miedo a lo aburrido y pesado. Pero estaba la cuestión
de la acusación, al niño. La oscuridad, la perversidad.
El regalo lo tenía ella, sin ‘dolor’. Porque era
demasiado selecto, inocente y bueno, para el pequeño mundo ‘sucio’ y ‘horrendo’,
y había tenido que pagar un precio por ello. No podían
menos esos ‘enemigos’ sentir deseos de venganza. El niño,
como ella, no había tenido historia propia. No había
sufrido nada. Era una prueba de que no merecía castigo. Que
le peguen. Ese era el hechizo sado masoquista. Tenía el ‘hechizo’,
el antídoto para combatir la mala situación de su propia
familia que le había informado que estaba en problemas. Pero
qué podía importarle. Estaba deslumbrada, la pequeña
burguesa.
Pero no podía ser todo ideal, claro que no. Tenía otra
amenaza, una mujer, algo horroroso. Su reemplazante. Estaba tan claro
como el cristal. La acosaban doblemente, iban por ella, pero iban a
quitarle a su adoración. Así que ella debía defenderse,
ser fuerte, valerosa. Tenía un deber. Pero ese fantasma desparecía,
jugaba con ella. En el vacío, en su soledad absoluta. Se escondía
con ella. Pero como ella era valiente, la intrigante iba a vérselas
con su persona. Y debía tenerle miedo. Tenían en común
lo mismo. (Al señorito). Era muy extraño. Era un extraño.
Pero no podía nadie imaginarlo. No era un caballero, era un
horror. Tenía otra vez angustia. Pánico. De que pudieran
dañarlos a ellos. Pero esas apariciones podían ‘entrar’ y ‘salir’.
Pero esa tarde aún no había podido entrar. Para hacerlo,
ella debía vigilar. A ese actor. Alto, vivo, derecho. Pero,
eso sí, no un caballero.
Era Peter Quint, un canalla
que había abusado de la confianza
del señor, tan aprovechado, que se disfrazaba de amo, con sus
ropas. Pero estaba muerto. Pero ella era dotada de experiencias. Y
su compañera de casa era testigo. Había franqueza. Eso
acabó por mostrar una ‘ternura llena de aterrorizado asombro’ sobre
su caridad humana, su privilegio. Pero la carga debía compartirla,
era mucho peso para ella sola (el señor en Londres, divirtiéndose
con otras…). Esa era la idea. Salir del miedo. Estaba buscando
a Miles. Otros, otras. Ella lo sabía, ella lo sabía.
Ella debía ofrecerse como víctima expiatoria y así preservar
la tranquilidad de sus acompañantes. Y si era esa su condición,
debía seguir siendo ofrendada. Eso salvaría su ideal.
Era asqueroso. Esas libertades con el niño… El malo estaba
para castigarla. El señor creía en ella, creía
en él, y ella debía defenderlos. Debían pagar,
como ella. Iba a estar vigilante.
Era emocionante. Aun acosada,
era una heroína. Una Juana de
Arco.
Había peligros extraños, desórdenes secretos
y vicios. Pero estaba ella, Juana. Esos peligros y acechanzas la hacían
llenarse de placer. Porque ella era llamada a la admiración.
Podía tener éxito. Donde otras fracasaron. Ella se aplaudía
a sí misma. Era valiente. Por eso, estaban ‘unidos’.
Y ella era el ángel Guardián. ‘Yo era una pantalla,
tenía que estar delante de ellos. Cuanto más viera yo,
menos verían ellos.’ Ella vigilaba, no sin un nerviosismo
que podría haberle vuelto loca, si se prolongaba por más
tiempo. Debía actuar, debía dar pruebas. Demostrar su
fortaleza. Rápido, estaba ahí, era su oportunidad. No
se le fuera a ir. Ya había un Mensaje… La aparición.
El fantasma, no uno, varios. Y ese mensaje decía ‘Lo saben,
lo saben!’ Hay otra; ella. Una persona de una maldad y un horror
tan ‘inconfundible’ como la otra. ¡Aterradora! De
repente había venido. Era la señorita Jessel. La acosaba.
No sabía cómo, pero estaba cerca. Guapa, pero infame.
Ese hombre de ‘confianza’, listo y guapo de mi jefe; sinvergüenza,
seguro, corrompido, depravado. ‘Lo quería ella’.
Pero para conseguirlo debía, como su antecesora, pagar. Ella
daba compasión. No los podía salvar ni proteger. Era
la pura verdad.
Mas, oh, sí, debíamos mantener la calma, la cabeza fría.
Estaba acostumbrada al peligro, el riesgo que pudiera correr la tenía
sin cuidado. ‘Era la nueva sospecha la que se me hacía
intolerable’. Eso necesitaba un remedio. Sabía colocar
la mano donde dolía… Creía haber borrado todas
las huellas, pero tenía la suerte que no era así. Estaba
marcada. Tenía que olvidarse del juicio, de la inquietud. Mas
no podía olvidarse así como así, debían
sentir sus voces, de la belleza, del placer. Hablaban entre dientes.
Lo sabía, estaba enterada. ‘No me había traicionado.’ No
le había dado ocasión. Ni por necesidad ni por desesperación.
Tenía mi ayuda. No había sido ‘malo’, el
niño… Pero no se lo prohibía. Ella misma lo acosaba
en esos momentos. Ese angelito no podía atormentarla tanto.
No podía ser un demonio.
Pero a todos les iba bien,
al muchacho, a la muchacha, a la institutriz misma. Aunque lo tratara
de ocultar el espanto, estaba ahí.
Mentía. Porque el hombrecito que llevaba dentro despertaba.
No iba a ser cosa que la acusaran de mantener relaciones ocultas. Sin
pruebas, eso era imposible. Los buenos tiempos borraban los recuerdos
tristes, odiosos. Había sido exitosa tantas veces. Cómo
no podían adivinar. Estaban libres de culpa y condenados de
antemano. ¿No van a perderse en lamentables conjeturas? (Ella
manipulaba muy bien). Incluso en el piano se oían las más
pavorosas fantasías. En efecto, llegó un día en
que el sentimiento de culpa se tornó insoportable.
Mentira. No podía resistirlo más.
Hasta que su mayor deseo
se hizo 'realidad'. Claro, el Señor,
el amo, 'apareció'. Y al fin ella iba a ser feliz, libre, iba
a gozar como debía, con grosería. Pecadoramente.
La pobre mujer, el personaje
aquel, veía que el niño
era el Señor, el amo, Dios, al cual debía someterse como
esclava a todos sus antojos. Y a su vez por ser chiquito, pensaba en
su locura que el niño era el pene del tío. Pequeño
y 'travieso'.
*Poeta,
escritor y dramaturgo chileno.