Ramón: el ratón
Gonzalo
León
Chileno
1998
Fue en otro tiempo, en
uno olvidado, o tal vez inexistente. Vivía en una pensión
en Santiago de Chile; más bien en un pedazo de su cocina, habilitado
especialmente para mí, gracias a una separación de madera
terciada. Era un espacio no mayor a cinco metros cuadrados. La estrechez
física por aquellos días no me preocupaba, pues lo que buscaba
en un hogar ajeno era amplitud de criterios en un arrendador. Nada más.
Mi vida era sencilla, como se
imaginarán; tan sencilla que los visitantes más habituales
a mi "pieza" eran dos roedores que, avanzada la madrugada, acechaban un
extraño recipiente sintético en forma de envase de Coca-Cola,
y que las oficiaba como basurero. Allí escarbaban por un buen rato
-como es lógico me despertaban-, comían lo que tenían
que comer y luego desaparecían por los mismos orificios del piso
de parqué por donde minutos antes habían aparecido. Y pese
al miedo que siempre había profesado por todo tipo de roedores,
con el tiempo les llegué a tener un sincero afecto. Incluso, a ambos
les terminé llamando "mis queridos muchachos". Cuando llegaba tarde
por la noche y me topaba con uno o ambos jugando en la baranda que conducía
a la cocina, yo les palmoteaba su trasero y ellos, como reconociéndome,
subían alegremente por la baranda.
No obstante, y a modo de incluirme
en el lado de los llamados "seres humanos", todos quienes me preguntaban
sobre la incómoda "plaga" que había en la pensión,
obtenían la misma y seca respuesta de mí: "Sí, ya
no sé qué hacer para dormir bien por las noches."
Como el único tema que
tenía en común con el resto de los pensionistas eran "mis
queridos muchachos", esta frase funcionaba en mí como un acto reflejo.
En otras palabras, aquella frase carecía totalmente de valor para
mí. Era como estornudar; uno cuando estornuda no quiere decir nada.
Es por ello que cuando Luchito Migraña -hijo de la dueña
de la pensión y joven administrador- anunció el exterminio
de Palomo y Pomelo -así les había puesto para diferenciarlos,
porque uno era hembra y el otro... el otro no- yo casi me morí,
porque ya estaba tan acostumbrado a ellos que casi los sentía como
los parientes más cercanos que podía tener.
Todas las noches dormía
de la medianoche hasta las cuatro de la madrugada, hora en que me despertaba
para alimentar a "mis muchachos", y tras ello jugaba con ambos, aunque
a Pomelo lo que más le gustaba hacer era comer y no tanto jugar.
Cerca de las cinco de la mañana me volvía a la cama y dormía
hasta las ocho y media, hora en la que me levantaba definitivamente para
ir al trabajo, que por esos días era de vendedor de libros de una
editorial infantil.
En general mi trabajo era muy
agotador pues debía recorrer Santiago, la mayoría de las
veces a pie, en busca de colegios y diversas instituciones que pudieran
mostrarse interesados en el material que yo guardaba celosamente en mi
destartalado maletín. Mi labor, como es de imaginar, era bastante
solitaria; mis únicos amigos en este "trabajo" eran los choferes
de microbuses y uno que otro taxista.
Con todo, en mis recorridos mi
pinta siempre fue impecable. Vestido de terno (tenía tres que iba
intercalando día por medio), nunca tuve inconveniente para conseguir
una entrevista con la directora de un colegio o corporación cultural.
Incluso -y me atrevería a decir que, en gran medida, gracias a mi
aspecto- durante tres años consecutivos obtuve aquel bono de productividad
tan ansiado por los demás vendedores de libros de la editorial.
Como era un excelente vendedor,
con el tiempo mi situación económica fue repentinamente buena;
"muy buena", según algunos, pero como la situación de un
vendedor es siempre inestable, digo uno nunca puede mantenerse como el
mejor, prefería ahorrar, y enviar periódicamente dinero a
mi anciana madre.
Sin embargo, "este ahorrar"
era catalogado por mi único amigo Pedro Ortiz -un poeta de origen
argentino- como un síntoma más de mi "reduccionismo". "Reduccionismo"
llamaba él al poco dinero que yo gastaba, a la habitación
que arrendaba, a las pocas palabras que utilizaba; "en fin", decía
Pedro, "uno de estos días si seguí así, te vai` a
terminar matando."
Lugar: Cocina
Hora: De noche
Situación:
Dos amigos conversando
sentados en la
mesa de la cocina.
-Estoy de muerte -le dije a Pedro.
-¿Sí? Y se
puede saber por qué -se apresuró a contestar él.
-Porque... -vacilé
al borde del tartamudeo-, porque van a matar a Pomelo y Palomo.
-Me parece bien que, ¡por
fin!, se deshagan de esos ratones amigos tuyos.
-¡¿Cómo
que te parece bien?! -exclamé.
Y cambiando rápidamente
de tema, Pedro repuso:
-¿Tienes alguna
cerveza en el refrigerador o hay que ir a comprar?
-No tengo y, además
como tú acostumbras a decir, "estoy planchado".
Y poniéndose de
pie -y como hablando desde las alturas-, Pedro calmadamente dijo estas
palabras:
-No te enojes, Ramón.
Lo que dije, lo dije por tu bien. De una vez por todas debes comprender
que Pomelo y Palomo, como tú los llamas, son sólo roedores;
no son amigos tuyos ni parientes ni muchos menos "seres humanos". ¡Entiende!
E-LLOS SON SO-LO U-NOS RA-TO-NES, y a los ratones, en una sociedad como
la nuestra, se les mata.
Y cuando estaba a punto
de replicarle algo, Pedro Ortiz añadió:
-Ahora,... mira tengo trescientos
pesos, faltan quinientos y compramos dos cervezas.
-Estiró la mano-. Pasa,
yo voy a comprar.
La actitud de éste,
mi único amigo "humano", era bien particular. Es decir, una persona
que apenas logra mantenerse, que se califica como fanático de la
ópera y que no se pierde función, gracias a mi dinero y al
de otros -especialmente mujeres-, no podía tener una actitud tan
altiva. O sea "si lo único que le importa a éste es beberse
la mayor cantidad de cervezas posible, y nada más, yo no pienso
contribuir con ninguno de sus vicios. ¡Que se las arregle como pueda!",
recuerdo que pensé.
No solté ni un solo
peso -y durante un buen rato no articulé palabra-, y entonces Pedro
-Pedro Ortiz, gran poeta-, volvió
a la carga de una manera más sutil.
-Ahora, con respecto a
"tus queridos muchachos", creo que si la decisión fue tomada por
el propietario, ya no hay nada que hacer.
-¡¿Nada?!
-A menos, claro está,
que... -vaciló por un segundo- hagas algo absurdo e imposible dentro
de tus posibilidades, como comprar esta casa.
En ese minuto, mis ojos
se iluminaron. "Comprar la casa. Sí, ¿por qué no?
Sería una excelente inversión", pensé, y luego, recordé
todo el dinero que tenía ahorrado en el banco.
-Oye Pedro, ¿y si
compro la casa?
-¡Estai` loco, Ramón!
-y en seguida rió-. ¡¡Pero ¿de dónde vai`
a sacar tanta plata?!!
-Para que te vayas enterando
-dije con aplomo-, tengo unos buenos millones ahorrados en el banco.
-Sí -admitió
Pedro un poco más serio-, pero dos o tres millones de pesos no bastan
para comprar esta casa que, por lo demás, es bastante céntrica
y -dio un vistazo a su alrededor- enorme.
-Dispongo de dieciséis
millones -apunté.
-¡¡DIECISEIS
MILLONES... DE PESOS!! -exclamó Pedro con un gesto que en el fondo
decía "¿de qué me estai` hablando? Tú no puedes
tener esa plata en el banco"-. Es una broma, ¿cierto Ramón?
-De ninguna manera. Tengo
dieciséis millones de pesos depositados en el Banco de Chile.
-Bueno, si cuentas con
ese dinero, perfectamente puedes comprar esta casa -dijo Pedro, todavía
incrédulo.
Pedro no era tan sólo
un poeta; antes de serlo, día y noche había trabajado en
la oficina de corretaje de propiedades de su padre, por lo que era de alguna
manera una autoridad en la materia, o al menos así lo consideraba
yo.
-Entonces, ¿si hago
una oferta mañana mismo, podría comprar esta casa?... Me
refiero a si el precio está en relación a lo que tengo.
Pedro agitó afirmativamente
la cabeza. Y en ese instante supe que podía salvarle la vida a Pomelo
y Palomo, y me embargó una alegría tal que compré
muchas cervezas; tantas que estuvimos bebiendo hasta pasada la medianoche.
En la mañana, antes
de salir a entrevistarme con mi ejecutiva de cuentas en el Banco de Chile
-había decidido no ir a trabajar en la mañana-, le escribí
una nota a Luchito Migraña para manifestarle mi intención
de adquirir "su" casa.
En el banco, la ejecutiva
me aconsejó que no ofreciera más de quince millones. "Y si
no confía en ti", agregó, "manda a la propietaria a hablar
conmigo, y aquí yo lo arreglo todo. Te lo aseguro."
-Gracias, muchas gracias
-le dije al despedirme, y me fui a almorzar, y luego, a trabajar.
Volví a la casa
como a las nueve de la noche, tal como le había anunciado a Luchito
Migraña en la nota, pero
para mi sorpresa él no se encontraba. Y como las ganas de resolverlo
todo me consumían, decidí ir a tomarme unas cervezas a la
fuente de soda de la esquina. Al regresar, Luchito estaba de vuelta, conversando
con otro pensionista, muerto de la risa, en la cocina.
Al verme entrar lo primero
que hizo fue hablarme con una sardónica risa entre los labios.
-¿Así que
me querías comprar la casa, Ramón? -Meneó la cabeza
y añadió-: ¿Sabes? Antes pensaba que estabas loco,
pero ahora estoy seguro. -Rió un buen rato y luego continuó
en el mismo tono-: Mira que comprarme la casa. Ja, ja, ja...
-Yo no te quiero comprar
la casa a ti -sentencié con seriedad-. Sé que es de tu madre,
y no soy ningún loco.
-Lo que pasa es que mi
mamá vendió, hace unos meses, esta casa a mi tía.
-¡¿Cómo
que la vendió?! -exclamé aterrorizado.
-O sea no la vendió,
pero pagó con ella una antigua deuda que tenía con la puta
de mi tía.
En ese minuto sentí
que todo mi mundo se desmoronaba, que de nada había servido todos
esos bonos de productividad que había ganado. En fin que mi vida
era un desastre.
-Pero no te preocupes -repuso
Luchito, quien bebía tranquilamente un vaso de cerveza-, porque
ya solucionamos lo que te molestaba.
-¿A qué te
refieres?
-A los ratones, ¡a
qué más! Hoy los matamos. Fue más fácil
de lo presupuestado, ¿no cierto, muchachos?
Los muchachos agitaron
la cabeza, complacidos y orgullosos, y yo sin poder aguantar la noticia
que me habían dado, di media vuelta, me detuve en las escaleras
que conducían a la cocina y desde allí oí unas risas,
y un comentario que decía más o menos así: "Este tipo
sí que está zafado." Y no aguanté más, y salí
corriendo de la pensión con el objetivo de ubicar a Pedro Ortiz,
mi único amigo en el planeta. Sin embargo, aquella noche me fue
imposible ubicarlo, y en los días que siguieron corrí con
idéntica suerte.
Sólo diez días
después me enteré por los diarios que Pedro Ortiz, bajo el
seudónimo de Ramón Eltit -mi verdadero nombre-, había
obtenido el Premio Pablo Neruda. En ese minuto -en que yo me veía
desprovisto de todo: amigos, mujer, un buen empleo, satisfacciones propias,
poesía... en fin de todo "lo bueno"- me quise suicidar; pero fue
sólo un momento porque al rato el gerente de la editorial anunció
que por cuarta vez consecutiva había obtenido un bono de productividad.
-¡Felicidades, Ramón!
-dijo el director de la editorial con un gesto lleno de risa, y luego me
entregó un horrible galvano y el cheque correspondiente.
Y cuando el fotógrafo
decía "no se muevan... Así, así. ¡Quietos!",
divisé a dos ratones asomándose por entre la puerta de la
bodega. En ese momento -el del ¡FLASH!-, sonreí como nunca
antes había sonreído... ¿Y la foto?... Todavía
la tengo,... enmarcada en el living de mi actual casa, en la comuna de
Lo Prado, donde los ratones abundan.