Desde
México, Jorge Solís
Arenazas.
Este texto también es una especie de vitrina testimonial
de la amplitud y la fuerza con las cuales Aurora Reyes penetró
en el estrato eufónico de su obra. Más sensual que sonora, su
poesía no desconoce la centralidad rítmica de la palabra. Varios
logros de la poeta residen en este punto, pues acude a una escritura
pendular siempre variable entre el verso libre y el cuantitativo,
generando yuxtaposiciones diversas de una riqueza indiscutible.
Porque, además, Reyes, como todo gran poeta, no es una simple
artesana del sonido y el tiempo, sino que en sus poemas se confunden
tales referentes con los problemas del sentido y la significación.
Tal es la tensión que sabe no sólo generar sino acompañar con
un elemento de riesgo, amplio y sagaz. De suyo se comprende que
los problemas de estilo no sean ordinariamente exteriores. Cuando
se ha dicho que la poeta es maestra polifónica no sólo se ha hecho
referencia a la talla sonora de sus poesías sino al sentido de
las mismas, la vuelta al ritmo, pues, como una concepción del
universo, noción múltiple que ella forjó no sólo en la poesía
sino en su vivo interés por el mundo del mundo prehispánico.
I
Lo
primero que revela el encuentro con La máscara desnuda
es la epifanía de la muerte que se interioriza en el ser, apoderándose
de los perfiles de su intimidad; aparece "dentro" del yo del poema,
no "ante" él. Con esto una de las notas constantes en todo el
recorrido se deja adivinar: la muerte en la geografía de sus misterios
es uno de los rasgos constitutivos del gesto de lo humano; ineluctable
como tal, para comprender la condición del existente.
Por otro lado, la epifanía indicada es de naturaleza primordialmente
sensual. No se sabe la aparición de la muerte, se le identifica
únicamente por la oquedad y por el golpe anunciante. De ahí que
se le pueda aprehender incluso en su "color" ("...dorada/
por un oro manchado de musgo verdinegro"). Luego entonces,
su reconocimiento es tarea de un ojo que va más allá del dato
sensible; es el dato sensual. Porque la constante presencia de
la muerte se reviste de una voluptuosa dinámica inclinada siempre
a una serie de experiencias de los sentidos. No quiere decir esto,
sin embargo, que la penetración de la muerte sea más material.
Hay un tono que no es, en rigor, abiertamente metafísico, aunque
se mantienen algunos resabios místicos en él.
El otro punto de tal epifanía es el reconocimiento de la
interioridad de la muerte que define a la realidad de manera más
precisa. Ante ella, el mundo real cobra una proporción más exacta
aun si el dibujo que hace posible la comprensión está compuesto
de las líneas invisibles. Se trata, por ello, de una revelación:
el conocimiento no es precisamente trofeo exclusivo de una razón
en su tiempo como continuo. La dimensión en todo momento es más
aleatoria y contingente.
En lo más entrañable de mi ser ejecutas
las invisibles líneas del rostro verdadero,
entregando al proyecto sin límite del polvo
las columnas del vuelo.
Es
decir, la interioridad de la muerte llega hasta "lo más entrañable
del ser", que es su núcleo eidético. Por esta última acotación
es claro que se habla más del misterio de lo mortuorio en su marejada
de misterios que de la experiencia asible del momento de la expiración
en sí misma. De ahí que tal enfrentamiento sea simbólico o, mejor
aún, mítico y sagrado; de ahí, por vicisitud, que sea ésta la
vía de irrupción a la zona más latente de lo "real".
Finalmente hay ritualidad en el tono de los verbos.
No se debe olvidar en todo caso que se trata de una danza, la
creación de un tiempo paralelo y mágico por el movimiento rítmico
del cuerpo, de la existencia misma. Más que la duda o el horror
cósmico a la muerte, la presencia es la de su celebración sagrada,
una comprensión que es justamente más religiosa, mágica, que conceptual.
Esto no implica irracionalidad. Como bien apunta Lezama Lima,
la poesía no es ilógica por el hecho simple de habitar los linderos
prelógicos. Su conocimiento por revelación niega la división llanamente
dicotómica de la existencia. No es la del concepto su universalidad.
Por ello en el decir poético más que consensualidad hay comunión.
Comprendo la serpiente vertebral de la danza
prisionera en el eje de su reino vacío,
la angustia del compacto poder con que se anuda
a su tallo, la ausencia dura del equilibrio.
Conozco las antenas amarillas,
la textura del hielo,
los inocentes labios de la sangre
remasando a la orilla del cabello,
y los interminables corredores azules
por donde se desliza, calladamente, ESO
que comienza entre el sueño y la simiente.
En esta última estrofa se ve con claridad mayor la experiencia
voluptuosa y sensual que acompaña a la epifanía de la muerte en
la intimidad del ser. Se apuntan las experiencias visuales (el
color amarillo de las antenas, azul de los corredores) y táctil
("la textura del hielo", los labios a la orilla del cabello)...
Pero de mayor importancia es la estrofa anterior, donde la imagen
se establece desde la ausencia que es angustia, punto de la revelación:
no hay equilibrio y a partir de esta visión lo demás se desnuda,
el sentido de aquella unión suspendida del movimiento y la quietud
perenne, la serpiente y la danza, se ofrece en toda su diafanidad.
Saberse mortal no se homologa con comprender que ha de
llegar el punto donde todos morirán, sino comprender la falibilidad
de la existencia propia y vivir cada instante con esta comprensión.
Por ello mismo la presencia de la muerte es un tanto irreal: flota
en su anuncio más que en su aproximación efectiva, ocurrida sólo
en la eminencia de la ocasión final. El individuo, pues, está
arrojado a contemplar una doble experiencia de la muerte: una
general y otra localizada en su propia vulnerabilidad, radical
y extrema. Así en el poema donde la muerte se deja leer, donde
despide su efluvio delicado como estela inexorable en "los altos
escalones de la niebla", o en "el molino que mastica el silencio".
Veo tu dentadura, tu mordedura fácil:
La máscara desnuda de una risa de huesos.
II
El
lenguaje de Reyes está dispuesto con una naturalidad encarnizada.
No busca el símbolo fácil ni las construcciones exteriores tomando
la reverberante espuma de una urdimbre mítica anterior. Su complejidad,
paradoja anunciada secularmente en la poesía, se ampara en gran
medida en la sencillez con que parece desplegar sus interrogantes,
y va participando de un acendramiento en tanto que algunos elementos,
que la certeza creía asegurados, se van diluyendo, de tal suerte
que el poema es un retorno, la interrogación que parte del punto
cero ("Tú me ofreciste un punto de eternidad./ ¿Qué nombre/ me
dijiste que tiene? Lo he perdido..."). Y en esta naturalidad funda
la astucia de su ritmo. Busca ese nombre perdido pero tiene reminiscencias,
resabios que explota espontáneamente y en ese nombrar se enfrenta
a la experiencia de "la otra orilla".
Si en un principio Aurora Reyes a partir del decir poético
trata de aprehender la esencia de la epifanía ser-muerte, ahora
le interesa más descubrir las particularidades del objeto de su
revelación:
¿Quién te dio el atributo del invierno?
¿Quién conduce tu siega laboriosa
y prepara un latido en cada hueso?
¿Qué desolado amor al "Yo" te nombra
como un castigo, un límite o un cielo?
Según Heidegger, el ser ("ser para la muerte") se angustia
sólo ante la nada misma, frente a la nada en cuanto tal, fuera
de toda relación y circunstancia que presuponga un objeto. Empero,
la experiencia resulta privilegiada: el ser bajo la conciencia
de su muerte autentifica su existencia. Si esto es cierto, las
preguntas de Reyes son un proceso abierto de autentificación,
pero llevado hasta un extremo donde el ser permanece, en un mismo
tiempo, ante la nada y, superando esa angustia, trascendiendo
su propia muerte.
Como sea, en Reyes se mantiene la concepción precolombina
de la muerte en su paralelismo con la tierra, la fertilidad, el
tiempo cíclico y sagrado, la presencia mágica de los ciclos de
la vida con cierto aire prosopopéyico:
Porque en tu larga mano que mide las raíces
habita una semilla de tactos estelares,
un útero infinito que repite la vida
en las arquitecturas del sueño y la armonía.
La
mano de la muerte alberga el fruto de la vida, del proceso de
apertura representado en la semilla. Una vez más se impone una
concepción del misterio mortuorio que es sensual y tiene por correlato
una mirada mágica, sagrada. Una vez más se desvela con ello el
sentido de la danza que el poema aguarda. La celebración se abre
de la misma forma que ascienden los poderes del ciclo sacralizado:
la tierra abierta, la semilla, la muerte, el "útero infinito que
repite la vida", es decir, la fecundación por lapsos de tiempos
sacros, para desembocar en la armonía, que no es sino unidad,
y que vuelve a afirmar que la epifanía fue tatuada en lo más exacerbado
de la intimidad, de ahí su perfil auténtico. La ritualidad que
hay en el poema tiene el sentido final de saborear la sensualidad
del movimiento de la vida, por ello a la muerte se le ve con un
continuo ojo festivo:
Porque en la superficie hay un hijo que crece,
un árbol que culmina, una palabra nueva y solidaria,
un testamento activo, una noticia
para la libertad y la belleza.
Hasta aquí, el vigor de La máscara desnuda se debe
a que Reyes sabe ubicar los desplazamientos de la epifanía que
traza en el inicio y, especialmente, que sabe variar el estado
rítmico del poema de acuerdo a las imágenes en el deslizamiento
de la ritualidad propuesta. Para ello resulta vital, igualmente,
su capacidad de nombrar la muerte a partir de ciertos detalles
nada más, sentir su irrupción pero no desnudarle el rostro. Finalmente
es una danza y en estos primeros versos sólo el tambor redobla
su convocatoria. El cuerpo y el espacio están dados; el tiempo
se abre y se cierra al antojo de las palabras, o éstas invaden
el escenario con acuerdo a los valles y las crestas del tiempo
ondulante. Se prepara la revelación sin nombrarla del todo, o
sin nombrarla directamente. Pero se comprende ya el quid del ciclo,
su transparencia sacralizada que define una y otra vez su propio
cuerpo, el nombrado "útero infinito que repite la vida".
III
Por
otro lado, se encuentra que las cosas están plenas en sí mismas
en el momento necrósico ("Ya está dormido el sueño en tu frente
perfecta"). Surgen las oquedades, los contrarios se suspenden
en una unión trascendental, la mirada ve cómo en los ojos "anidan
astillas de niebla", menos en el peso de la obnubilación que en
la gravedad del misterio.
Aparece también una resonancia con las ideas precolombinas
de la muerte: "el derrumbe se filtra por los poros del agua/
y te abre su secreto la tierra de cristales". La estela de
la revelación vuelve a acontecer; la apertura de la tierra es
un viejo tópico simbólico de una muerte, envuelta en su condición
inasible, que no es exactamente antitética al movimiento de la
vida. El papel de la tierra no es otro que el de la apertura,
es decir, una muerte que no es necesariamente el fin sino pieza
integral del movimiento mismo, y el secreto se desnuda, por ello
su material es el cristal: transparente aún en medio de su dureza,
perfección natural diáfana...
Así, se accede a una universalidad de nuevo calce. De la
visión, la muerte viene hasta su propia presencia; de la permanencia
del ser, la fuga de sí que no logra abatirlo se desprende; entonces,
se levantan las equivalencias por el sentido de la analogía, las
relaciones de lo existente en el universo cristalizan visiblemente.
Y, por último, se destaca un sentido de espacio, lugar estricto,
donde "vive lo que muere". Sitio donde el peso del sentido asciende,
deja de ser ancla en su pregunta (¿para qué?), consigue su "elevación".
Espacio y ascensión, pues, son ahora la manera en que la revelación
va moviéndose, descubriendo nuevas zonas que vendrán a ser más
rigurosas cuando se acentúa el paralelismo suspendido rítmicamente
de la vida y la muerte, del ser que anda y su sombra constitutiva,
donde la muerte cobra identidad, se ancla en la particularidad
del ser.
Antes era el paisaje rodando en tu pupila.
Hoy tu ser es camino rodando en el planeta.
Ahí, donde es lo mismo decir flor que lucero,
océano que principio, sexo que primavera.
Ahí estás, donde vive lo que muere,
Donde el espejo mudo del "¿para qué?" se quiebra.
Pero la realidad última de la muerte se escapa porque su
signo más preciso sigue siendo la ambigüedad, la ausencia, la
experiencia del silencio, la "nada" (como la percibió Heidegger).
Se trata de un misterio anunciando a otro mayor, de penetración
más profunda. Mas con una "sonrisa irreparable": el amor (de la
misma forma que lo creyera Quevedo en su ampliamente conocido
soneto Amor constante más allá de la muerte).
Un silencio de piedra nos declara
que la muerte es la espalda del misterio
y el amor, su sonrisa irreparable.
IV
Otro
de los sentidos de este poema es el de su ofertorio. La danza,
ritualidad al fin, ofrece a la muerte "la copa vacía" y le pide
la unión de ser, su fusión. La copa viene a ser descubierta en
el dolor de la ausencia, a partir del "sabor de una lágrima".
Pero esta misma acritud posee otro descubrimiento, el de la nada
constitutiva de la existencia... La "suma integral" del ser es
la de la nada. La copa es el luto que la muerte toma y hace suyo.
El sentido de ofrecimiento tiene una última intención religiosa,
búsqueda ante lo sagrado. El poema es siempre una ofrenda.
Del otro lado, la ofrenda pide a la muerte la identidad
en ella. Se quiere la unión integral no sólo ante la muerte sino
con ella misma. Los cuatro elementos naturales son el escenario
para esta unión que es ritual, danzante:
Danzaremos tu esférica danza
entre el viento y el pie de la tierra,
la cintura del fuego y el agua.
La copa que se le ofrece a la muerte es quebrada, es la
propia existencia. Así, se abre una visión circular: la muerte
no finaliza la vida; ésta se ofrece en el punto de la expiración
y se genera la apertura nuevamente frente a lo que vive. No hay
progresión sino visión rítmica secularizada. No le preocupa a
la poeta definir distinciones entre la vida y la muerte ni encontrar
el rostro nítido de cada una de ellas. Ante todo, el poema se
mueve en otros ámbitos: la epifanía de la muerte, el exaltamiento
sensual de ella, su sentido ritual ante su presencia, su juego
de permanencias instaurado por el misterio, el ofrecimiento, etcétera.
Esto es, le interesa más reconocerse "ser para la muerte" y a
partir del verbo ir danzando frente a ella: fiesta y signo, comunión,
identidad de los desplazamientos y, sobre todo, voluptuosidad,
que en el fondo es la vida...
V
Hay
otro sentido religioso del poema. No en una búsqueda por un dios,
una entelequia, un signo divino. En esto difiere, por ejemplo,
de Pellicer o de Gorostiza. Y sin embargo, lo que se sostiene
es el deseo de la comunión, algo más que una identidad cuanto
ha sido apresada en tactos míticos. Esto sólo es posible ante
el sentido de la trascendencia. Como es visible, estos resabios
religiosos son heterodoxos. Porque el interés de Aurora Reyes
sigue siendo simbólico, lo que por otra parte se conjuga fuertemente
con sus preocupaciones sociales. El movimiento va de una muerte
real a una configurada en esta estela religiosa, de mayor peso.
La muerte es una trascendencia y la aspiración de la poeta
reside en terminar no sólo en la unión sino en la unidad con la
muerte. El problema es de religare. En este mismo lugar
es palpable otra de las inclinaciones de la poeta hacia lo precolombino.
En el mundo del pensamiento de los tlamatinime el conocimiento
del más allá fue siempre preocupación dinámica. Hay que recordar
a los Cantares mexicanos: "sólo venimos a soñar, sólo venimos
a dormir:/ no es verdad, no es verdad/ que venimos a vivir en
la tierra". Sin desdeñar la vida en tlaltícpac, se vislumbra
el gesto que quiere acceder a la trascendencia, a su conocimiento
y a su comunión. Aurora Reyes tampoco deja de lado en ningún momento
el sentido terrestre de la vida humana. No hay que perder de vista
que su militancia política fue muy definida y en su poesía su
preocupación cristaliza en una muy intensa orientación crítica
social. Pero, separada de los fríos esquemas de la "poesía social"
en su momento, la poeta no reniega en ningún momento del alto
papel de la intimidad en la existencia y, dentro de ella, jamás
reduce la muerte a un mecánico fin.
Hay que tomar en cuenta, por otro lado, que esta religiosidad
se vive en toda su magnitud únicamente ante la palabra. Todo va
desapareciendo en su rigor transitorio, pero una palabra queda.
De hecho, funge como el signo del momento en que se abre la posibilidad
de la última experiencia como búsqueda religiosa hacia la trascendencia.
La palabra, además, viene desde la muerte misma, ("la palabra
de muerte que me diste,/ esa labrada perla que conserva mi mano,/
esa lágrima dura que en tu mano es decir el infinito"). Es
el mismo momento donde el tiempo queda suspendido, pero no se
pierde la noción del espacio. Hay que recordar que dentro de la
tradición náhuatl la muerte es viaje a ciertos espacios: Mictlan,
Tlalocan, Chichihuacuauhco, etcétera.
Cuando la sed congregue racimos de colores
en el fondo del tacto sumergidos,
ecos de amanecer y madreselva
en diminutas bocas del rocío.
Y cuando el corazón, entre sus redes,
me recoja los pasos esparcidos
y quede solamente una palabra
-la palabra de muerte que me diste,
esa labrada perla que conserva mi mano,
esa lágrima dura que en tu mano es decir el infinito-
todo lo abarcaré, lo seré todo
en espacio sin tiempo y sin delirio:
encontraré la luz frente por frente,
contemplaré los ojos del principio,
daré vuelta completa al imposible
y en el Todo... seré Uno contigo.
Más adelante, la muerte se descubre en parte desde la raíz
del amor. El ser enamorado descubre a la vida misma en su emoción,
en su experiencia, en su sentimiento; lo dijo bien Marco Antonio
Montes de Oca: Al tanteo sé una cosa: / Amar es el colmo de
estar vivo. Mientras, la muerte se aproxima, esparce su presencia
inasible hasta que se comprende que el final ineluctable de la
existencia es ella. Quedan dos caminos, abordarla como un fin
exterior o plantearse la cuestión de su unificación. La poeta
opta por el segundo sendero:
En la mirada ciega del amor me miraste
descubriendo los ojos de la vida.
Y supe que nací por conocerte
y unificarme en ti, Desconocida.
También
en el mundo náhuatl frente a la muerte se planteó la bifurcación
de caminos. La posibilidad de que la vida sólo exista en la tierra
comportaba cierto escepticismo frente al "más allá" de la vida
en tlaltílpac. Entre tanto, se plantea su posición antitética,
según la cual la verdadera vida se consigue trascendiendo ésta
en el "espacio sin tiempo y sin delirio" de la muerte; jamás dejó
de aceptarse que el jade que quebraba, pero incluso por esa misma
razón la puerta que conducía a los seres a la otra orilla no podía
ser el pórtico al silencio frío y tristemente final de la existencia.
Pero lo que es importante de este cuarteto citado es que
vuelve a relacionar amor y muerte. En esto no se acerca sino coincide
ligeramente con Villaurrutia. En este último, el amor no deja
de comportar cierta angustia, frente a la cual se dibuja firmemente
la muerte; ésta se precipita "a unirnos y a estrecharnos". De
manera más precisa, amar termina por ser "morir otra vez la misma
muerte / provisional, desgarradora, oscura". Y aquí, en La
máscara desnuda, el ser queda frente a la muerte "en la mirada
del amor". Si bien esto no es claro en el poema, parece que la
referencia es a un amor no encarnizado, siempre establecido en
su naturaleza abstracta. Se trata, entonces, más de la universalidad
del sentimiento que de la experiencia concreta en el acto de amar.
En el amor el ser descubre la vida mientras está frente a la muerte,
condición para comprender, nuevamente en un tono religioso, que
se nace para conocer a la muerte y unificarse no "con" sino "en"
ella.
VI
Por
último, hay que reconocer ciertos perfiles que vuelven a acercar
a Aurora Reyes a una presencia de la muerte pero con una singularidad
definida por sus recursos de cara a la historia nacional en este
respecto. La ofrenda que se vive se atavía con pertenencias mexicanas:
cascabeles que adornan la piel, coronas de "nomeolvides", etcétera.
Antes se había escrito:
En tu aliento mortal mi simiente,
la raíz del color en la frente
y la cruz del maíz en el pecho.
Y más adelante se elige a la calavera de azúcar de las
fiestas de noviembre, del "día de muertos" popular para establecer
la alusión con el objeto de todo el poema:
Aquí, sobre tu trono de oropeles
y tu manto de larvas y lamentos:
¡Mira a la Vida, mírala de frente!
Calavera de azúcar, di: ¿Quién eres?
Lo anterior es crucial porque habla de que el interés
de la poeta no es la exclusiva pareja de voluptuosidad y sentido
religioso. O mejor aún: que este interés se define a partir de
los símbolos nacionales en una coloración, en una sensibilidad
que es creada. Dos son los valores generales frente a ello, a
saber: primero, que no erige, en ningún momento, la prisión del
folclorismo estrecho; segundo, que es un mundo de referencias
que a pesar de no ser ya el natural y espontáneo de la historia,
no permite jamás adulteración de su fuerza, es decir, no termina
por ser mero artificio. Así, ha habido toda la razón cuando se
dice que es éste "el poema mexicano de la muerte", con un lugar
privilegiado dentro de nuestra tradición literario en el Siglo
XX. Y puesto que es una danza, nos muestra el movimiento sensual
y sagrado, a un mismo tiempo, que la muerte es. Nada queda sino
seguir en esta suspensión hasta que el sello sea definitivo.