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REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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ESTO NO ES FICCIÓN

Episodio QUINCE

PROMETEO

 

           “…porque vista cosa es que en este mundo no nacen todos los hombres iguales, así en generosidad como en virtudes…”

Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España       .

Bernal Díaz del Castillo                                      .

 

Por José Agustín Orozco Messa

 

By Copyright©José Agustín Orozco Messa.

                 All rights reserved.

 

 

             Como suele suceder, Benito Nieto Alegre nació en el seno de una familia como tantas. La madre era ama de casa y encargada de “criar” a sus hijos. Lo que debía entenderse como ser pedagoga, enfermera, cocinera, administradora y lo demás que hiciera falta. Mientras el padre era obrero en una empresa de la nación, lo que se pensaba, significaba que sería una empresa sólida por el resto de la eternidad. Quién iba a pensar, menos adivinar, que esa eternidad se acabaría en menos de dos décadas a futuro. Porque el gobierno iba a privatizar todas esas empresas y habría despidos en masa por todo el país. Engrosando las, ya de por sí, gordas filas del desempleo. Pero, en ese momento, todo parecía estar bien. Sin embargo, en la realidad, para la madre de Benito la expresión criar a los hijos venía significando: darles de comer a sus horas; gritarles cuando estuvieran haciendo mucho escándalo; regañarlos cuando no hicieran lo que se les dijo debían hacer y mandarlos a dormir temprano. La palabra pedagogía ni siquiera formaba parte del vocabulario familiar.

            Junto con Benito Nieto Alegre existían otros tres hermanos: dos hombres y una mujer. Todos mayores que Benito, quien casi vino a nacer de chiripa cuando no se le esperaba. Aunque, se dice que en este país: todos los mexicanos nacieron cuando no se les esperaba. Al menos, sucedió así: durante todos los siglos anteriores finalizando con el XX. Si bien, en lo que va del siglo XXI no se ve un gran cambio nacional en las estadísticas de natalidad. Sea como fuere, el caso es que entre sus hermanos y Benito existía una brecha generacional. Cuando vino al mundo sus hermanos ya estaban a punto de ingresar a la enseñanza primaria y él pues era un bebé. Cuando ya podía caminar y hablar, pues hablaba solo porque nadie de sus hermanos le hacía el menor caso. Y la mamá, que para esas alturas ya debería de tener un doctorado en cuidar y educar hijos… Seguía con la misma práctica pedagógica de gritarles a los hijos si no dejaban de estarla importunando.

            De manera que, Benito Nieto Alegre, fue un niño solitario, empezando por su hogar. Cuando tocó el turno de que ingresara a la enseñanza primaria, las cosas no cambiaron gran cosa. Benito juzgaba que sus compañeros de banca se parecían mucho a sus hermanos: se la pasaban hablando de la selección nacional de futbol. Preguntándose si este año iba a ser campeona o habría que esperar al siguiente, como siempre. Discutían por quien era el mejor jugador; quien era su favorito y quien anotaría más goles. Por supuesto que, durante el tiempo de recreo, todos corrían al patio a jugar futbol. Razón por la cual, era peligroso caminar por allí, ya que los balonazos, a máxima velocidad, salían disparados en todas direcciones. Los que no alcanzaban balón para jugar. Decidían jugar a las luchas. Se formaban grupos o parejas. Y todos se daban de empujones, rodaban por el suelo y se propinaban uno que otro golpe, más o menos parecido a los que estaban jugando futbol, nada más que sin el uso de un balón.

              Como Benito Nieto Alegre no encontraba su lugar fuera del salón de clases. Decidió llevarse, en su mochila, unos juguetes consigo y quedarse dentro del salón durante el periodo de recreo. Cuál no sería su sorpresa cuando, a la semana siguiente, fue mandada a atraer su mamá para informarle que su hijo Benito no salía al recreo:

― Conducta muy rara porque prácticamente todos los niños salen corriendo, como caballos, en cuanto suena la campana del recreo. ―Dijo muy seria la maestra―. De manera que, señora, queremos notificarle esta situación porque ese comportamiento es muy raro y, generalmente, indica que el niño tiene problemas en su casa…

            Y ciertamente que tuvo problemas en su casa, pero fueron a consecuencia de que la mamá tuvo que ir a la escuela, con tanto “quehacer en la casa” para que la maestra le diera a entender que maltratan a Benito en su propio domicilio.

― ¡Qué vergüenza me hiciste pasar, cabrón mocoso! ¡A ver! ―Mamá―. ¿Por qué carajos no sales a jugar al patio como todos los otros escuincles?

            Benito Nieto Alegre estaba tan sorprendido con la pregunta que no atinaba qué responder. “¿Acaso el recreo no era para jugar?”, pensó, “pues él estaba jugando tranquilamente con sus juguetes en su asiento”, “¿cuál era el problema? Pero todo eso nada más lo pensó porque, si lo hubiera expresado, le hubiesen atizado un piñazo en plena boca. Quedándose, simplemente, mirando con desmesurados ojos, alternativamente, a su madre y su padre. La pedagogía del padre no era mejor que la materna. A él, todo lo ponía de mal humor, hasta si zumbaba una mosca, el padre se ponía de un humor de los demonios. Lo que venía a continuación es que lanzaba una lluvia de maldiciones y, si eso no solucionaba el asunto, lo acompañaba con una serie de golpes. Precisamente, era la serie de golpes lo que estaba esperando Benito que cayera sobre de él… Sobra mencionar que, a partir del día siguiente, se acabaron las estancias dentro del salón: en cuanto sonaba la campana anunciando el recreo. Benito era el primero en salir corriendo del salón. Ante la satisfecha mirada de su, antes preocupada, maestra.

            La escuela donde Benito estudiaba, era grande. Allá en sus tiempos de gloria hasta había sido un edificio muy moderno. Construido para ser la primera escuela normalista de esa región. Varias décadas después, los normalistas se mudaron y pasó a ser una primaria. De hecho, hasta el propio papá de Benito había aprendido sus primeras letras en aquel recinto del saber. Cuyas paredes habían visto tiempos mejores.  

            La fachada del edificio era una mezcla entre neoclásica y gótica. Amplias columnas sostenían un frontón de pequeñas esculturas y relieves, al más puro estilo clásico. Entre las columnas había que subir unas escaleras de falso mármol para llegar a un ancho pasillo con tres amplias puertas de sólida madera. Las cuales, estaban franqueadas por nichos tamaño natural que albergaban esculturas de ilustres personajes de la pedagogía. Para quien los pudiera reconocer o fuese lo suficientemente observador para notar que una pequeña plaquita, medio escondida y cubierta de polvo, los identificaba individualmente. Allí, convivía John Locke con Jean-Jacques Rousseau; Heinrich Pestalozzi con su alumno más destacado Friedrich Fröbel; entre otros varios. Quizá la gran ausente era María Montessori. Aunque no fue producto del machismo del, o los, arquitectos, sino debido a que el edificio era tan longevo que fue construido cuando la célebre María todavía era una desconocida.

            Para quien lo esté pensando, la parte gótica tenía que ver con unas columnas que le agregaron algunas décadas después de construido, rompiendo con toda la fachada. Aunque, bueno, no viendo para arriba pues no se notaban…

              Así, la pesada puerta central daba acceso al patio principal y los muchos salones de clases, divididos en tres plantas. La ubicada a la derecha, viendo desde el frente, daba a la dirección. La tercera, era una puerta que nunca en su vida había Benito puesto atención en ella. Hasta esa ocasión en que, buscando donde permanecer a salvo de los balonazos que revotaban por todas partes, notó su existencia. El único inconveniente era que, para llegar a ella, técnicamente, había que salir de la escuela. Es decir, había que salir al amplio pasillo, si se bajaban las escaleras, cuyo tránsito era libre, se llegaba a la calle pero si se caminaba hacia la puerta de la izquierda. O, técnicamente, de la derecha porque se habían invertido los planos, se accedía a dicha puerta.

            Sea como fuere, casi siempre, una sólida reja de herrería, tan vetusta como toda la construcción, impedía el paso. Sin embargo, había ocasiones en que dicha reja estaba abierta porque alguien estaba haciendo el aseo de esa área o porque algún conserje había salido o quizá olvidado cerrar o qué se yo pero el caso es que estaba abierta una o dos veces por semana. Para fortuna de Benito quien ya había sido víctima de dos balonazos el martes y uno el miércoles, hoy tocó estar abierta. Antes de cruzar el umbral echó un rápido vistazo a todas partes. Nadie lo estaba viendo y la tercera puerta estaba abierta. Cosa que realmente no le interesaba tanto, porque no sabía qué rayos estaba detrás de esa puerta. Así que, decidió salir al pasillo y alegar, si le preguntaban, que estaba viendo las esculturas. Luego de observar un rato a Rousseau, a quien confundió, por aquello de la cabeza pelona, con el benemérito padre de la patria: Miguel Hidalgo y Costilla. Benito fue a asomarse para ver qué había allí, detrás de esas puertas que ningún alumno cruzaba jamás.

           Para su sorpresa no vio nada asombroso. Simplemente había una gran cantidad de estantes con libros. Las luces estaban encendidas y el lugar parecía ser amplio. Más por no tener otra cosa qué hacer que por curiosidad, Benito ingresó a la biblioteca. Luego de rodear unos estantes, se encontró con que había unas mesas y un número impar de personas, adultas, sentadas ante ellas, leyendo libros. Pensó que se había metido en problemas, es decir, sin permiso en alguna sala de juntas de la dirección. De momento no supo qué hacer, así que no hizo nada. Se quedó allí parado como si nada pasara. Los que leían ante las mesas ni siquiera lo notaron. Para disimular, decidió echar un vistazo a los libros en los libreros. El primero que leyó, decía: Orgullo y prejuicio, de Jane Austen…

              Luego de mirarlo por unos segundos, Benito se preguntó: “¿de qué puede tratar ese libro?” Estuvo tentado de tomarlo para leer una hoja… Pero antes, miró otro: Decamerón, de Giovanni Boccaccio.

― ¿De-ca-qué?

            Exclamó Benito en voz alta, para luego girar la cabeza hacia la mesa más cercana donde los demás continuaban leyendo sin ponerle atención. Decidió mirar más títulos: Relatos Cortos, de Antón Chéjov. Cumbres Borrascosas, de Emil Bronté. El extranjero, de Albert Camus…

― Ese debe de hablar de un extranjero. ―Murmuró Benito.

            El Padre Goriot, de Honoré de Balzac…

― Y ese de un señor que se llama Goriot ―Benito― y es papá de unos pocos… O no, dice “Padre”, debe de vivir en una iglesia, sí, eso.

            Crimen y Castigo, de Fiódor Dostoievski…

― ¿Crimen y castigo?... ―Benito se rascó la cabeza, pensativo―. Ese debe de ser de leyes…

            Luego de ver que nadie le hacía caso, Benito tomó algo de confianza y caminó unos pasos para leer otros títulos. Varios libros tenían nombres que realmente no le decían nada: Moby-Dick, de Herman Melville. Ilíada, de Homero. Odisea, de Homero. El Satiricón, de Petronio. Novela de Genji, de Murasaki Shikibu. Otelo, de William Shakespeare. Hamlet, de William Shakespeare. Majabhárata, de Viasa. Las Metamorfosis, de Ovidio. Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. Medea, de Eurípides. Middlemarch, de George Eliot.Nostromo, de Joseph Conrad. Ficciones, de Jorge Luis Borges. ¡Absalom, Absalom!, de William Faulkner. Factótum, de Charles Bukowski. El Wendigo, de Algernon Blackwood. El Exorcista, de William Peter Blatty. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes…

            Otros, tenían nombres que, a su infantil imaginación, le parecían muy intrigantes: Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa. La Montaña Mágica, de Thomas Mann. Diario de un loco, de Lu Xun. El Cuaderno Dorado, de Doris Lessing. Almas Muertas, de Nikolai Gogol. La casa en el confín de la Tierra, de William Hope Hodgson. Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Grandes Esperanzas, de Charles Dickens. El Castillo, de Franz Kafka. Perdidos, de Peter Straub. El libro de arena, de Jorge Luis Borges…

            Otros tenían unos nombres que nunca había visto, ni pensado, Benito, que podrían estar como título de un libro: Los endemoniados, de Fiódor Dostoievski. Hambre, de Knut Hamsun. El Diablo en la botella y otros relatos, de Robert Louis Stevenson. Bestiario, de Juan José Arreola. El agujero del infierno, de Adrian Ross. El juego de las maldiciones, de Clive Barker. La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury. Demonio de libro, de Clive Barker. La semilla del Diablo, de Ira Levin. ¡Arde, Bruja, Arde!, de Abraham Merritt. El Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce…

            Y otros, tenían nombres graciosos: Lolita, de Vladimir Nabokov. Los Muros de Agua, de José Revueltas. El Idiota, de Fiódor Dostoievski. El hombre invisible, de Ralph Ellison. Divina Comedia, de Dante Alighieri. El tambor de hojalata, de Günter Grass. Casa de muñecas, de Henrik Ibsen. Pepita Mediaslargas, de Astrid Lindgren. Casas sin puertas, de Peter Straub. El asno de oro, de Apuleyo…

― ¿El asno de oro? ―Sorprendido, Benito―. ¿Pero de qué puede hablar ese libro?

            Vencido por la tentación, Benito extendió la mano para tomar el libro del estante, cuando… Una voz femenina se dejó escuchar exactamente detrás de él.

― ¿Te puedo ayudar?

            De un brinco, Benito se giró para plantarse de frente a quien le hablaba. Su cara quedó a la altura de los muslos de una joven chica; quien, muy sonriente, le volvió a preguntar.

― ¿Buscas un libro en particular?

            Tomado por sorpresa, Benito no halló palabras para contestar. Poniendo una cara de tonto. Medio adivinando, la joven sonriente miró los libros que había estado observando Benito, y dijo.

― Estos libros no los sugeriría como primeras lecturas…

            Benito continuaba estático sin saber qué hacer. La joven, de apariencia adolescente pero que ya debería tener, por lo menos, unos veinte años; preguntó.

― ¿En tu casa leen libros?

            Quién sabe qué cara puso Benito porque la joven sonrió, haciendo expresión de querer reír pero que se la aguantó por estar en una silenciosa biblioteca. Por su parte, rápidamente, Benito Nieto Alegre trató de recordar alguna ocasión en que su señor padre hubiese tenido un libro en las manos… Allí se podría haber quedado toda la vida buscando dicho recuerdo sin hallarlo porque, simplemente, no existía. Lo único que su padre leía era el periódico. Y solamente un periódico estatal que no se distinguía por ser la mejor información del rumbo. De su madre, ni siquiera eso recordaba Benito. A ella nunca le había visto un libro en las manos. De sus hermanos, ni hablar.

            Como se tardó mucho en contestar, la joven dijo:

― Si quieres, te puedo recomendar un libro para que leas aquí…

            Benito únicamente asintió con la cabeza. La chica le hizo unas señas invitándolo a que la siguiera. Siempre hablando en voz baja, preguntó.

― Aquí puedes leer todos los libros que quieras pero, te puedes llevar también los libros en préstamo a tu casa. Solamente necesitas traer un par de fotografías para hacerte una credencial y otros sencillos trámites…

            Mientras cruzaban la, realmente, pequeña biblioteca, Benito que era la primera vez que pisaba una, se maravilló de ver tantos libros juntos. Hasta ese momento, recordó que en la recámara de sus padres había un pequeño librero. “¡Aaaah, entonces sí había libros en casa!” Pensó.

            Luego de caminar unos veinte pasos, llegaron a un librero junto al cual se detuvieron. Señalando los libros, la chica preguntó:

― ¿Qué te parecen estos títulos?

            Benito leyó los títulos de los libros: Charlie y la fábrica de chocolate, de Roald Dahl. El principito, de Antoine de Saint-Exupery. La historia interminable, de Michael Ende…

            Por unos instantes, ese título como que le gustó a Benito. Más, antes de decidirse a tomarlo, leyó el de junto: Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak…

            Ese título sonaba muy intrigante. Mejor, siguió leyendo antes de decidirse a tomar alguno. Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle. Las mil y una noches, Anónimo. Cuentos infantiles, de Hans Christian Andersen. Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Anaconda, de Horacio Quiroga. Historias infantiles y familiares, de los hermanos Grimm. El libro de los sueños y los fantasmas, de Andrew Lang. El libro carmesí de los cuentos de hadas, de Andrew Lang. De la Tierra a la Luna, de Julio Verne. Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne. Los piratas de Malasia, de Emilio Salgari.

― ¿Piratas? ―Murmuró, pensativo, Benito.

            De repente vio uno que, sin pensarlo, le echó la mano encima: La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson.

― ¡Muy bien! ―Joven bibliotecaria―. ¡Esa es una buena elección!

            Por primera vez desde que pusiera un pie allí. Benito Nieto Alegre sonrió, de oreja a oreja, satisfecho consigo mismo. Corrió a sentarse para echarle un vistazo a su libro… El cual empezaba muy bien… Cuando la campana, anunciando el final del horario de recreo, le vino a fastidiar su lectura…

― Creo que te tienes que ir. ― Dijo la anónima bibliotecaria.

            Con desgano, Benito se puso en pie. Sin saber muy bien qué hacer con el libro. La chica le hizo unas señas para que se acercara al mostrador desde donde atendía. Benito le llevó el libro, pensando que eso es lo que ella quería. Mientras él lo colocaba sobre el mostrador. Ella le dio un papelito, del tamaño de una tarjeta de presentación mientras le decía.

― Mira, éstos son los requisitos para que te pueda yo hacer una credencial de la biblioteca y te puedas llevar el libro hasta tu casa para que lo leas. Por lo mientras, te lo voy a guardar aquí y puedes regresar por la tarde o mañana para que lo leas, hasta que tengas tu credencial.

            Benito se quedó mirando el pequeño papelito impreso con las letras como si fuese un billete muy valioso. La joven, agregó.

― Mira, guárdalo y, cuando llegues a tu casa, se lo das a tu papá o a tu mamá. Y le dices que te ayude con esos requisitos para que puedas sacar libros en préstamo de la biblioteca. ¿Está claro?

            Satisfecho, Benito asintió afirmativamente y, guardando cuidadosamente el papelito, retrocedió por donde había llegado hasta regresar a su salón de clases. Con ansia esperó hasta que llegó la hora de partir. Como todavía era muy joven. Se quedó esperando, como todos los días, cerca de la reja de entrada a que su mamá llegara a recogerlo para llevarlo a casa. Realmente no vivían muy lejos de la escuela, caminando no deberían tardarse más de media hora. En auto estaba a menos de diez minutos. Sin embargo, su padre insistía en que alguien fuese por él. Generalmente, la madre. A pesar de que, por aquellos lejanos tiempos, era seguro para un niño de diez años y hasta menor, caminar por las calles del centro en la ciudad donde él vivía. Sin riesgo de que lo secuestraran por pedir un rescate, equivalente a unos diez euros actuales. Ni que un pervertido se lo llevara para siempre. En apenas dos décadas pueden cambiar mucho las cosas.

            A diferencia de los días anteriores, donde la espera transcurría sin novedad. En ese momento, a Benito, se le hacían larguísimos los minutos. Por fin, después de lo que se le hiciera una eternidad, apareció su mamá subiendo por las escaleras de falso mármol. Cruzó por delante de la biblioteca y se detuvo en el umbral de la reja forjada, tratando de ver a Benito sin notar que estaba a pocos centímetros de ella. Jalando a su mamá por la falda, Benito delató su presencia.

― Ah, aquí estás. ―Mamá―. ¡Muy bien! Pues, ya vámonos.

            Extendiendo la manita con los requisitos para hacerse miembro de la biblioteca, Benito dijo:

― Mamá, toma…

            Poniéndose en guardia. Cambiando el tono de voz. Endureciendo el gesto. La mamá, tomando recelosamente la hojita de papel, advirtió:

― ¿Qué es esto? ¿Hiciste algo malo? ¿Te castigaron? ¿Qué hiciste?

            Sin entender el porqué de tantas preguntas, Benito seguía sosteniendo el papel y sacudiéndolo a la altura del ombligo de la madre para que lo tomara. Por respuesta, dijo.

― Es para ti…

            La madre toma la nota de mala gana. Le echa una mirada rápida y viendo fijamente a su hijo; dice algo, entre, sorprendida y molesta.

― Pero… ¡Esto no es una nota de la maestra!

― No es de la maestra. ―Contesta con un tono de voz algo impaciente―. Es de allí.

            Señalando con el dedo índice, indica la puerta abierta de la biblioteca que está detrás de la madre a unos ocho metros de la mujer. Por su parte, ella vuelve a leer las breves líneas con los requisitos para sacar credencial, como buscando algo que no viese la primera vez. Se muestra confundida y no sabe bien qué hacer con el papelito que ahora parece estorbarle en las manos. Sin dejar de señalar hacia la biblioteca, Benito dice.

― Es para que me saques una credencial. Para que me presten los libros y los pueda llevar a la casa…

            Por fin, la señora madre se gira y observa la entrada a la biblioteca. Como ocurriese un par de horas antes con su hijo, ella parece verla por primera vez a pesar de tener cerca de tres años llevando y recogiendo a su hijo, religiosamente, todos los días en ese mismo lugar donde ahora está parada. Eso sin mencionar a sus otros hijos, los cuales también se educaron en esa misma primaria y nunca nadie vio que allí estaba una biblioteca. Casi estuvo a punto de preguntar en voz alta: “¿Una biblioteca? ¿Cuándo la construyeron? ¿Allí estaba?...” Como la mamá no hace nada, se quedó estática tal cual su hijo cuando no sabe qué hacer. Fue Benito quien jalándola por la falda, trata de hacerla caminar rumbo a la biblioteca mientras dice:

― Está lleno de libros, mamá. ¡Y te los prestan para que te los lleves a tu casa! ¡Mira, vamos a ver y te enseño!

            Después de lidiar con tres hijos antes de Benito, la señora madre siente que ya se sabe todas las respuestas a las preguntas. Pero, algunas veces, como en esa ocasión. Siente que las preguntas cambiaron y sus respuestas no ajustan. Cosa que no le gusta. Sus otros dos hijos siempre están ensuciando, brincando, pateando las cosas, hasta que salen al patio a jugar. La hija, bueno, ella es mujercita y es cosa aparte. Claro que ahora ya son algo mayores, están entrando en la adolescencia y ya se comportan un poco mejor. No hay que estarlos amenazando con una golpiza del padre para meterlos en cintura, como cuando eran niños. Pero su hijo Benito, se comporta de manera distinta…

― ¡Mira, vamos a ver y te enseño! ―Repite Benito, hay emoción en su voz.

            La reacción normal de la señora, sobre todo cuando le rompen su esquema. Es tornarse violenta. Piensa en tomar del antebrazo a su hijo y salir caminando con prisa de allí. No porque realmente tenga prisa. Aunque es cierto que se le hizo tarde en ir a recoger a su hijo y, si ahora se retrasa más, va a llegar tarde a su casa. Su marido siempre llega puntual a la casa y espera encontrar su comida servida en la mesa. Si por la razón que sea no ve el plato en la mesa, se pone de un humor de los mil diablos sin que haya poder en la Tierra que pueda cambiar eso. Por otra parte, algo en lo recóndito de su mente, le dice que vaya a echar un vistazo a la biblioteca. En cuestión de segundos lo piensa y no recuerda haber estado dentro de una en su vida. Trata de recordar cuál fue el último libro que leyó pero no recuerda ninguno. Allá, muy lejos, en su niñez, rememora que los maestros en clase hablaban muy bien de uno que se llamaba: “El Quijote de la Mancha” pero ella nunca lo leyó. Una vez lo vio pero parecía un ladrillo con millones de palabras en su interior que ni siquiera lo intentó. Pero, claro que no duda que debe ser muy bueno.

― Está lleno de libros, mamá. ¡Y te los prestan para que te los lleves a tu casa!

            Ahora, toma fuertemente a Benito por el antebrazo al tiempo que se gira. Lo mismo puede ir directo a la biblioteca que a las escaleras… Duda… Sin contestar a todo lo que dice y pregunta su hijo, da el primer paso… Otras madres entran y salen con sus hijos de la mano. Los vendedores ambulantes callejeros gritan sus mercancías desde la calle puesto que tienen prohibido subir las escaleras para llegar al pasillo. El umbral de la biblioteca se ve como una gigantesca boca abierta, oscura en su interior. Pareciera no haber vida dentro de ella. Benito observa a su madre quien le mantiene sujeto con firmeza. La madre observa la tenebrosa biblioteca.

 

 

 

C'est fini.

 

 

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