UN ANIMAL DE TOMO Y LOMO
UN ANIMAL DE TOMO Y LOMO
Carlos Osorio
Mientras tanto, y a cada rato, se luce y esmera limpiando el jardín y cuanto linde de la casa exista. La pileta recién pintada es su preferida, allí, se dice, entre que se convence y especula, toda vez que lee manuales de aseo, es posible apaciguar la sed de su desbocada pureza y que su cuerpo reclama con una especie de relinche ansioso, un llamado para lavar la ascendencia y enjuagar lo poco que de ella quisiera y queda, que no es mucha por lo demás, pero que, pareciera, ensucia su fina contextura, su prístino trote, su gallarda clase.
Asear los muros, aquellos que protegen cuanta riqueza existe al interior del palacete y que le impiden ver más allá de su pobre pequeñez, sujetándole y enjaulando su maltraer, es su sinrazón y excusa necesaria para mostrar su enfado; se permite manguerearlo duro y parejo, tanto más, fusilarlo, porque se imagina a cuanta referencia familiar posee, en esa especie de paredón apto para aniquilar la ascendencia, hasta la sangre higienizar se imagina, cuanto mejor dializarla, porque ni hablar de la espesa orina que se anda trayendo y que, a veces, su incontrolable esfínter deja asomar, con ella quisiese regar hasta las praderas y apagar la ardorosa maleza identitaria que porta, supone se trata de la mismita agua bendita que espera chorree al mundo sus reclamos y pedidos en pos de mejorar el tan desagradable a-de-ene contenido en sus entrañas.
Ya se cansó de saberse parte de una tribu tan jodida y vencida, hace hasta lo imposible por inmacular, si pudiera blindar, el plus ciudadano auto asignado, auto otorgado y que auto pretende consolidar con el paso de los años. Se incomoda al saberse parte de un clan tan deslavado y demasiado re-venido a menos, se convence que, pese a todo, es el único de su familia capaz de merecer otra estirpe que permita sacarlos del hoyo, aquel en donde se bota y acumula el desgastado linaje, basura a fin de cuentas en que se ha convertido su singular entorno.
Se encrespa al pensar la decadencia a flor de piel que soporta, le irrita reconocerse carente de una identidad más convencional y no de aquella forjada en el soberbio garrote, en el impune arañazo, en el galope autoritario, a contrapelo de él mismo y que ha sido imposible autentificar y dignificar como corresponde durante este tiempo. Si a pura mímica, muecas y taras lo han criado, con harto oportunismo y demasiadas pizcas de arribismo, y todo para referirlo a una supuesta tradición, a una burda riqueza del espíritu, a un algo que lo desmorona por completo, tanto así que busca en los libros de haberes familiares alguna pista respecto a su anticuado paso terreno.
Más aún, el apellido que porta lo violenta, como que maltrata su personal coraje, de por sí deletrearlo como que va renegando su íntima altivez y aviva su bronca de ser lo que no quisiera ser, le enfurece tan sólo terminar siendo un resignado de la especie de únicos y exclusivos, sobretodo, de saberse parte, sin deberla ni temerla, de algo que no quiere pero que, de igual modo, le apasiona, como que le interesa.
¡Ah, con sus contradicciones! ¡Que horrible su filosofar! ¡Que terrible su pena! ¡Que mártir y futuro prócer más traumatizado tendrá que soportar la historia!
Ya luego del arrebato identitario, del exabrupto del origen, de su reflexión al cuero duro que porta, se le viene el pragmatismo y continúa con sus deberes, se desenrolla en el aseo y ornato propuesto, se consuela por lo demás limpiando plantas, podando alamedas, pasando el pañito vigoroso en pos de la franeloza pulcritud, dándole a la escoba para tanta estación otoñal, invernal y veraniega sin barrer, son su pretexto perfecto, su juego de poderes, porque ya quisiera y ya se ve trepado en el sitial de alguna plaza mayor, y es su patio, la extensión territorial ad hoc, casi su plaza de la constitución, en donde fuerza la metáfora y se permite proyectar su, entre tremendo y escaso, ego.
Si es tan grande el sitio que pule y decora, que no alcanzan los peones para echarle una manito a su prócer talla, a su necedad urgente de treparse al plinto sin necesidad de andar gastando el pellejo en tareas inferiores. Pero ni hablar, el jardinero, el padre de la promiscua Margot, que sucumbió ante los placeres de una pastosa e intensa vecina del barrio, tan buena ella para el acomodo, a quién le sigue podando todas las matas con delicadeza y a destajo, dejó ahí todo regado, a vista y paciencia de Miguelangelito, una lastima su partida por lo demás; se llevaba a la acera de enfrente el primer amor y desflore del burro ciudadano éste, a su primer trofeo sexual, la dócil y entusiasta chiquilla que, sin mucho escándalo y esfuerzo, parió una criatura igualita a él y a los mocetones del barrio, y que a toda costa intenta hoy, sin mucha fortuna, a grito histérico a veces, que por lo menos se reconozca y sea pasada por la libreta de alguna familia de éstas o, en el último caso, por el cedazo del rasgo, que para el caso da lo mismo, porque las tremendas orejotas que se gasta la criatura, el olorcito que exhala y el sinople lunar heráldico que lo adornan, de algún modo y sin duda alguna, delatan a miguelangelito como uno de sus varios padres o como el más semejante por este asunto que debieron enjuagar un buen rato a la criatura a modo de desparasitarlo.
A propósito, tanto interés por la limpieza es una mera casualidad, porque nunca ha gustado mucho asearse pese al tremendo baño que se gasta, y justamente por eso, supone que no es necesario gastar más de la cuenta la sublime estampa que, dice más convencido que nunca, heredó del mismo cielo, aquella vez que dios lloraba de alegría al verlo parirse. Y se re-dice, porque sería un error menoscabar la sutil epidermis que ha ido consolidando en tanto desvelo, sería tanto como roer la rima perfecta que la creación ha puesto terrenal en su figura y, por sobretodo, un riesgo y la posibilidad de perder aquel bouquet tan rancio y clorofórmico que porta gracias al lodo, sebo, y grasa acaudalado, durante toda su impregnada vida.
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