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SOBRE LOS DÍALOGOS DE PAZ
Amílcar Bernal Calderón
En un poema de don Pablo Neruda alguien le cuenta a su madre que mataron a Manuel Rodríguez, el guerrillero a quien ella ama. El poema, entre otros versos dice: “Su espalda está sangrando / por el camino / por el camino sí / quién lo diría / él que era nuestra sangre / nuestra alegría”. ¡Es que se puede amar a un guerrillero, como a cualquier hombre, si es justo y bueno! Y puesto que Manuel fue el nombre de mi segundo padre, quien me enseñó el amor por el campo y a punta de cariño sembró en mi alma esta propiedad de no querer ser dueño de nada, aunque cualquier pequeñez –un mordisco de fruta, la tierra de un gusano- puede valerlo todo; y puesto que Rodríguez es el apellido de la sencillez, de la misma manera que un pan es toda la comida y el destino de un hombre es la tierra que pisará su próximo paso, sí, por todo esto tan como escrito con la sangre, no puedo dejar de pensar si, a pesar de que odio la guerra, está bien que mi pueblo (bajo un gobierno capitalista cuya macroeconomía ordena que diez hombres mueran de hambre mientras ochentainueve sobreviven precariamente y uno, apenas uno, vive entre lujos) esté moldeando una paz mediante los diálogos entre unos dirigentes (a quienes la guerra ha dado riquezas a costa de la sangre de unos campesinos llamados, todos, Manuel Rodríguez) y unos guerrilleros que olvidaron el ejemplo de Guadalupe Salcedo, del Che, de Fidel, y se dedicaron a negocios que si bien les daban el dinero para mantener y apertrechar su tropa, también los enriquecía. Perdónenme pero yo, que soy de una izquierda romántica, nunca supe que la guerrilla viniera a atacar el palacio de gobierno para tomarse el poder, o sea que lo que hicieron fueron meras escaramuzas que no iban a parte alguna. Pero en cambio supe que en esas escaramuzas morían campesinos de ambos bandos; se disfrazaban inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros muertos y así se propalaba la idea (para que la creyeran los tontos y los ricos que temen que les quiten lo que han conseguido con el hambre del pueblo, porque los honrados no tienen nada que temer) de que el gobierno iba ganando una guerra que sólo produce dinero a los fabricantes extranjeros de armas, destruye soberanías, genera dividendos a las trasnacionales y produce comisiones para el bolsillo de los políticos. Es que yo, viejo y solitario lector, creo que todo este embeleco comenzó porque un candidato presidencial concluyó que su oponente quería la guerra, y entonces decidió que ofreciendo la paz podría derrotarlo. ¡Y claro, de esa manera logró la presidencia y después, “ya entrado en gastos”, le tocó sostener el cañazo!
Tengo 66 años y estoy cansado de tanta barbarie, por lo que no temo escribir esto (no sería gracia matar a un viejo que de ver tanto dolor es ya un cadáver, y, en todo caso, si lo hacen sería una gran ayuda), que es de dominio público pero todos callan pues causa prurito en ambos bandos, porque soy como el marinero de don Pablo, que “cada noche se acuesta con la muerte / en el lecho del mar”. Soy de la generación de la mitad del siglo XX (“Cambalache / problemático y febril / el que no llora no mama / y el que no afana es un gil”), uno de esos niños cuya infancia estuvo teñida de una violencia en la que hombres de alma inocente pero roja mataban a su vecino, de alma inocente pero azul, y viceversa, y mientras los velaban a ambos alguien se apoderaba de su tierra. Uno de esos adolescentes que, a fuerza de leer y entender la situación –porque la ignorancia del pueblo sostiene al tirano en el trono de la ira-, aborrecimos lo que hicieron a Guadalupe Salcedo y crecimos admirando al Che Guevara, a Fidel Castro. Unos adolescentes que tuvieron las esperanzas puestas en ese mayo del 68 que debería ser el cumpleaños de todo estudiante, y quedó en la memoria, a duras penas, como el referente de “lo que pudo haber sido y no fue”. Unos universitarios pobres que pensaron que el Socialismo era la salvación de la sociedad y el camino hacia ese utópico cielo llamado El Comunismo (que no existe, aunque la ignorancia de la derecha le tema), donde todos seríamos iguales, aunque distintos.
Y puesto que ahora soy un viejo escéptico que no cree en la bondad de dios (con minúscula) ni en las buenas intenciones del gobierno (no sólo de éste sino de todos los gobiernos del mundo, con excepción del de don Evo Morales, don Rafael Correa, don José Mujica, don Ignacio Lula da Silva, doña Dilma Roussef y un poco don Nicolás Maduro, entre otros pocos que creen en la justicia) fui a votar en el último plebiscito, aunque soy abstencionista, y me di de narices con que mi Sí a la paz no sirvió para nada.
Pues bien: anoche me enteré de que por segunda vez se firmó en La Habana (“¿para una infanta difunta llamada Inocencia?”) un nuevo documento de paz que garantiza “el respeto a la propiedad”, en lo cual hizo énfasis quien me dio la noticia. Y como no suelo leer más que poemas, relatos y novelas, y hace ya varios años no creo en lo que dicen nuestros medios de comunicación, me pregunto si el primer documento, que la derecha rechazó en las urnas, garantizaba la devolución de las tierras que perdieron los campesinos desplazados, lo cual no conviene a algunos políticos y gamonales que se hicieron con ella injustamente y a bajo precio, y el de ahora, con la ayuda de alguna mano negra, garantiza que los de siempre se queden con la tierra (por “respeto a la propiedad”) mientras los desplazados (divididos entre los que reciben regalías de “Familias en Acción” y los que piden limosna en los semáforos) siguen en la miseria.
Finalizo diciendo que (aunque seguiré votando por el Sí a la paz en todos los plebiscitos que se orquesten contra la guerra, con oscuras o claras intenciones) creeré verdaderamente en un proceso de paz el día en que devuelvan la tierra a sus dueños (que el rico se quede con la que tenía, honradamente conseguida, y el pobre tenga el granito que le pertenece y produce saciedades con su esfuerzo); el día en que se acabe el ejército porque la paz es un bien universal (en Costa Rica no hay ejército y el país funciona); el día en que haya justicia social, educación y salud adecuadas y repartidas equitativamente; el día en que cada ciudadano pague unos impuestos en proporción a lo que tiene y gana; el día en que nuestros dirigentes se nieguen a entregar la soberanía del país a las potencias extrajeras a cambio de dinero; el día en que podamos sembrar nuestro alimento con semillas naturales, no con las transgénicas producidas en laboratorios extranjeros causantes de enfermedades a quien se alimenta, pero grandes fortunas a quien las procesa; el día en que nuestros dirigentes entiendan el valor de la protección de los recursos naturales y actúen en consecuencia; el día en que esto ocurra, entre otras bondades a las que tiene el hombre derecho, sólo por existir, sin todo lo cual (por encima de los documentos que se firmen entre los actores de una guerra eterna) no puede haber paz. Si esto no sucede, yo seré un quijotesco guerrillero (a quien cualquiera puede amar), cuyas armas serán las ideas y su idioma la protesta; y en ese deshumanizado mundo aplicarán, tristemente, las palabras del poema de don Pablo: “Que se apaguen las guitarras / que la patria está de duelo”.
Amílcar Bernal Calderón.