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MARÍA LUISA BOMBAL. UNA ABEJA DE FUEGO CON AROMA A PÓLVORA
Desde Chile, Muñozcoloma
El atardecer de hoy fue violento, nubes grises y pesadas cubrieron el cielo, haciendo estéril el poco esfuerzo del sol por iluminar los rincones de esta casa, que poco a poco se ha transformado en una fortaleza inexpugnable de los sueños (mis sueños). El peso de la noche se volvió agobiante, el viento se detuvo y en el ambiente quedó flotando un silencio frío como el de las salas de hospital, la ausencia lo colmó todo. Y yo, como hace mucho tiempo, comencé a desesperarme, mi frágil estabilidad desapareció y comencé a encender todas las luces que encontré en cada habitación, en un circuito demencial e interminable (interminable como la cantidad de cuartos que hay acá).
Busqué algo o alguien que me diera cierta esperanza, pero como nunca esta casa se encontraba vacía, quizás como reflejo de mi alma, carente de esperanza y de iluminación. Me inventé cuestiones mentales y pensé en la tierra, en las profundidades, en la humedad e intenté ser optimista, pensé en la semilla que espera en el interior de la oscuridad el día en que verá la luz, el día de la germinación; pero me percaté que nuevamente me engañaba, que no había optimismo en mí, que existen vacíos enormes y que el sufrimiento, a veces, puede ser perpetuo. Siempre admiré a las personas que pueden llorar, porque pienso que se purifican a sí mismos desde el interior, cuestión imposible para mí, sobre todo en este estado de sequedad absoluta en que me encuentro.