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LA HISTORIA ES UNA CARRERA ENTRE EDUCACIÓN Y CATÁSTROFE
Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge
Me temo que la frase excelsa de H. G. Wells (1866-1946) con que titulamos este breve ensayo recoja apenas, en el nivel estilístico, lo que, con detenimiento espiritual, esboza o difícilmente insinúa. Nunca fue más cierta que hoy día, cuando nos hemos acostumbrado a vivir con la violencia en todos los niveles del desarrollo humano, como si fuera una virtud, un talento o una habilidad particular. Ser violento, en nuestros tiempos, es una forma lúdica de hacernos creer que estamos vivos, que tenemos el poder, que controlamos nuestras pequeñitas existencias. La cotidianidad se ha saturado de tanta violencia que nuestros amaneceres rara vez tienen atardeceres en lugares como África, Asia o América Latina.
Pero existe la violencia de quien se encuentra solo y la violencia de aquel que se halla abrumado por una compañía ruidosa, exuberante e impertinente. La primera es la de los dictadores, megalómanos y tiranuelos de toda ralea. La segunda es la de las masas, la de las colectividades anónimas, aquellas vulnerables al seductor sonido de las promesas, de los paraísos de ficción y de las utopías sin sentido de la realidad. Porque creemos que las utopías son los andamios ciertos, justos y justificados para los que se encuentran en el más gélido desamparo, y a quienes deberíamos educar para impedir que los hombres solitarios se los arrebaten.