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El arte y su espiritualización
El sueño de hacer una América muy americana, pero bien europea
Muñozcoloma
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Cacique Lloncón. 1890. Fotografía de Gustavo Milet Ramírez
No hay nada que deteste más que esa frase relamida e impensada: “Qué lindo (que) está el día”, para referirse a los días soleados. Yo aborrezco esos días, por consiguiente cuando “el día está feo” yo me siento como pez en el agua. Acá en el sur, más allá del abismo del Trópico de Capricornio, en esta época del año, “están lindos los días” y yo me parapeto en esta casa que increíblemente se ha vuelto más cómoda, sin dudas por su frescura y atisbos de humedad, y, obviamente, por mi desesperación de encontrar algo que me acoja.
Con inusual alegría comencé a recorrer esta jaula de oro, habitación por habitación. Estaba en eso, cuando de pronto, en una de las salas, precisamente donde guardo algunos cuadros antiguos sin nombres y sin valor, el movimiento de una figura me desconcertó, alejando el torbellino de plenitud que por algunos segundos me inundó (la alegría debe ser efímera para poder apreciarla, diría un buen católico). Para dejar algunas cosas claras debo señalar que no fue la figura en penumbras lo que me desconcertó, aunque vistiera capa negra hasta los tobillos y su rostro estuviera cubierto con un trapo del mismo color, mal oliente y sucio, lleno de grasa en el extremo inferior, a la altura del mentón. No, lo que más me llamó la atención fue que algo vivo merodeara en ese cuarto de lo inerte, sólo con telas manchadas con pintura.
Una vez que logré mantener la calma, este personaje se me acercó lentamente (cual vampiro de la década del ’30) y puso su delicada, pero firme mano en mi hombro y con un acento muy poco latino me dijo: “mire por la ventana, todo está ahí”. No puedo negar que hubo dos cosas que me sorprendieron; primero que todo, en esta habitación nunca ha existido ni la más mínima ventana. Y lo segundo era lo que se podía apreciar desde la ventana sugerida: un pequeño arroyo diáfano, en el cual una mujer de relativa belleza lava una prendas blancas en las aguas, intentando que sus polleras no se mojen, levantándolas a ratos, mientras el faldón, de color rojizo, lo tiene doblado sobre los muslos. Un escote sugerente deja ver su cuello que es reforzado por el negro de su cabellera que está atada a un moño. Ella le coquetea a un huaso de bigote semi crecido e incipiente barba, que la mira mientras ella realiza sus labores, el huaso viste una impecable manta roja (muy chillona, eso sí, para ser huaso) y está sentado sobre su caballo, que bebe agua del arroyo, hay que señalar que está sentado no de manera ortodoxa sobre un caballo, sino con una actitud de displicencia (canchera se podría decir, en estos tiempos) una de sus piernas está de manera tradicional al montar, pero la otra la pasa por la tabla del cuello del animal (jerga de burros diría un tanguero), el animal suaviza el color de la manta del hombre con su color, mezcla de palomino y crema (la misma jerga). Al fondo un puente rojizo y unos álamos magníficos se suman para dar a este paisaje una calidez inusual. En ese momento me percato que el hombre que está insistiendo que mire por la ventana no es otro que Mauricio Rugendas, el trapo de su cara me recuerda el terrible accidente que tuvo en la Cordillera de los Andes en 1837, cuando se desfiguró el rostro, así que ni siquiera toco el tema.
Intento hablar de cualquier cosa, pero tengo que confesar que su presencia, particularmente el trapo sobre su rostro me impacienta demasiado, no me puedo concentrar, no es igual que los otros personajes que han pasado por la casa, éste es incómodo para mí, demasiado. ¿Qué quiere que le diga?, le pregunto. El no responde. Sólo escucho su respiración a través del trapo, que tiene un hedor terrible. Imbécilmente le digo: “si usted hubiese estado en Europa sus dolores por el accidente hubiesen sido menos, es más, los médicos lo hubiesen sanado rápidamente”. Parece que eso lo conmueve y me responde, que él quiere estar acá en medio de la naturaleza, en medio del paraíso, entre los primitivos. No en esa Europa decadente que no puede ser reinventada, ese es el verdadero espíritu romancista, encontrar el Edén para forjar una nueva civilización, santificada a través de la cultura y la tolerancia.
Eso no lo pude soportar, y le tuve que mencionar que todo lo que pretendieron al salir de Europa no fue más que forjar otra Europa al borde de los abismos, y fue aún más lamentable cuando muchos de los que vivían a este lado del mundo también miraban con cierto deseo al viejo continente. Le pedí que me esperara, y busqué en el cajón de los bocetos unos escritos que algún día pensé en escribir, siéntese le dije y escuche, porque estas líneas incluso comienzan con algo relacionado con usted y la ventana que acabamos de ver. Rugendas se sentó, yo abrí una botella de ginebra (era que no) y comencé.
El escritor romántico y la configuración de nación
“La carne es pecaminosa y, como dice el proverbio, busca a la carne…”
Esteban Echeverría. El Matadero.
“El huaso y la lavandera”. Mauricio Rugendas. 1835.
Óleo sobre Tela. 30 x 23 cm.. Museo Nacional de Bellas Artes de Chile.
El día domingo 11 de noviembre de 2007, 88 personas, entre artistas, personajes vinculados al espectáculo y una que otra dueña de casa, se abocaron a la mediática tarea de reproducir el mítico cuadro chileno “El huaso y la lavandera”, pintado por el alemán Mauricio Rugendas. Dentro de la lógica del espectáculo fue anunciado como la ejecución del cuadro de caballete más grande que se haya realizado en Chile, la cual se pudo ver en vivo y en directo en el Parque Forestal de la ciudad de Santiago y el resultado (ex)puesto como un mármol sacrosanto en el frontis del Museo Nacional de Bellas Artes. Como si esto fuera poco también se realizaron dos galas excepcionales para el público, completamente gratis (no está demás señalar): El ballet Blanca Nieves y una presentación lírica con piezas populares y “reconocibles” del repertorio lírico.
Sin dudas, parece que el tiempo hubiese dado un gran salto cuántico hacia atrás. Por una parte nos encontramos con este pequeño cuadro de Rugendas, pintado en 1835, que rescata iconográficamente algunas costumbres del campesinado chileno en el afán naturalista de registrar todo a su paso en la lógica y dinámica del Romanticismo, del viaje a lo exótico, a las magnitudes desmesuradas de la intemperie, a la búsqueda de la campiña o lo que ellos llamaban a “lo sublime”. Donde el hombre no era más que una parte de este paisaje. Es en esa lógica donde cabe este hombre en su caballo y la mujer en sus tareas. Pero lo que más llama la atención es la repetición de un hecho, de una práctica decimonónica institucionalizada por los “próceres nacionales latinoamericanos: llevar la cultura al pueblo”, a este pueblo bárbaro de tan bajas costumbres, reyes del inmediatismo, quizás con estos bocados sublimes podrían, en una de esas, lograr su redención.
Es justamente esta tendencia (el Romanticismo) la que se materializará, como lo plantea David Viñas, en uno de los ejes centrales de la configuración de la idea de nación, particularmente en la Argentina y en general en América Latina, donde el escritor liberal romántico verá a la literatura como un modo, como un vehículo capaz de configurar un imaginario de nación que a la postre tendrá la potencia de ser tan real que Juan Manuel de Rosas (El Restaurador/El Dictador) censurará todo intento de este tipo de narrativas (Generación del 37) por considerarlas temiblemente peligrosas.
Cabe señalar, grosso modo, que Rosas se gana el título de Dictador por su primer gobierno donde apoya enfurecidamente la idea de instaurar en Argentina un gobierno federalista con leyes distribuidas por igual en todos los estados de la nación, basándose en la idea implementada por Estados Unidos. En el otro bando se encontraban los Unitarios que pretendían legitimar el poder bajo un estado centralista al más puro estilo europeo, es evidente que la intelectualidad ilustrada se encontraba en esta trinchera.
Es desde ahí donde Esteban Echeverría lanza el texto “El Matadero”, considerado el primer cuento realista del Río de la Plata, en él hace una alegoría del gobierno de Rosas, y más que eso planteará una tensión maniqueísta entre la Civilización y la Barbarie, entre el tradicionalismo y el progresismo, entre los conservadores y los liberales que en el momento de incorporar al Romanticismo a su dinámica “estética” buscarán la exaltación de lo local y buscarán desarrollar un nacionalismo urgente, pero siempre mirando con deseo imperturbable, al viejo continente. Es ahí donde las alegorías de Echeverría denunciarán el apego a la violencia brutal de Rosas, donde aparece la figura de Matasiete, un gaucho matrero (no olvidar que estos fueron apoyados por los Federalistas) que es juez y parte en el matadero, él es quien decide todo lo que sucede en este micromundo, en esta mímesis del imaginario de nación en que vive Echeverría en ese momento con El Restaurador a la cabeza.
Gaucho Federal. 1845. Raimundo Monvoisin
“Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno…”
(El Matadero, Esteban Echeverría)
En estos párrafos, así como en la totalidad del texto se deja de manifiesto la diferencia que existe entre la brutalidad federalista representada por Matasiete y lo gallardo (y fino) representado por el joven unitario, que sólo por sus años da a entender que es el portador del futuro, de un futuro prístino, casi bucólico y muy lejano a la sangre, es decir, de la civilización en contra de la barbarie. Como señala el propio David Viñas la obra en sí, El Matadero, (y Amalia) “...no son así si no comentarios de una violencia ejercida desde afuera hacia adentro, de la “carne” sobre el “espíritu”. De la “masa” contra las matizadas pero explícitas proyecciones heroicas del poeta”.
Esteban Echeverría y José Hernández
Esta civilización, la del poeta, es la que busca abrirse paso a través de la cultura en general y de la literatura en particular en medio de la rusticidad, buscando transformarse no sólo en un proyecto de letras liderado por las elites de la época que miran con cierto deseo a la Europa romántica, sino que también configurarán los modelos de representación de los imaginarios de los emergentes estados nacionales latinoamericanos. Esta espiritualización del arte y de la cultura, muy propios del romanticismo, será un manifiesto para la llamada Generación del 37 (Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Vicente López, entre otros) que en su afán liberalista verán en las letras la única forma de liberar y modernizar la incipiente patria “Es que el proyecto liberal operaba con un presupuesto: la eficacia excepcional de las “letras”. Se habla en esa época de “apostolado de las letras”, del “espíritu de las letras”, del “espíritu de las letras”, del “espíritu doblegando la materia”, del “alma de la literatura”. Todo ese ciclo se inscribe en el horizonte ideológico sustentado en una etapa de apogeo de la literatura y de especial convicción en el privilegiado poder del escritor: la mirada de Balzac “lo ve todo” porque, en última instancia, condensa la perspectiva de una clase que se presiente poderosa…” (David Viñas, 1974). En esa lógica el escritor se unge como un elegido en medio de la plebe, que escribe mirando lo masivo, pero parapetado en la intimidad desde la cual minimizará a la plebe solamente a la temática o como invocación retórica. El libro-Biblia contendrá un apego a lo pedagógico (mejor dicho pedagogizante) que sentará normas de acción para poblar lo desértico, particularmente luego de la batalla de Caseros donde Rosas es derrotado por Urquiza en 1852, cabe señalar que en el bando ganador se encontraban los futuros presidentes Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, quienes a la larga pasan de la trinchera del excluido, a la del sistema; de la espiritualización total, al poder. Es en estas experiencias, donde el libro comienza a poblar lo desértico y obliga al sacerdote-escritor a hablar por la voz del “otro”, de ese individuo sin rostro que vive en la barbarie y que es necesario narrar para rescatar y por consiguiente “educar” para controlar.
Domingo Faustino Sarmiento. 1873. Fotografía de Christiano Junior. Archivo General de la Nación, Argentina.
Esta dicotomía, pre/pos batalla de Caseros se puede ejemplificar alegóricamente con la obra de José Hernández “Martín Fierro”, quien a diferencia de otros que habían tratado el tema gauchesco libera al gaucho de lo pastoril, de la comicidad o de ser parte un paisaje obligado; y lo lleva a transformarse en un protagonista-héroe (utilitario a la larga) porque Hernández rompe con una tradición de su clase que “pasa por tres zonas: la asunción de un lenguaje descalificado, la promoción al heroísmo de un personaje “vulgar” y, lo que es más grave, la defensa de ese protagonista” (David Viñas, 1974). Es así que al gaucho le da una voz, es más, como señala Josefina Ludmer, realiza una alianza entre una voz oída y una palabra escrita.
Ahora bien, Hernández individualiza a Fierro, la ideología (dentro de la lógica “Althusseriana”) interpela al individuo constituyéndolo en sujeto y lo sujeta a una ley en nombre de un sujeto absoluto. Es decir, termina cediendo al impulso del poder letrado, si bien en la primera parte, “El gaucho Martín Fierro” (1872) el héroe, habla por la boca del autor y por eso es escuchada su necesidad de dejar lo letrado para buscar la libertad en el “salvajismo” como consecuencia de haber sido maltratado por el poder, engañado y excluido. En ese afán busca en la frontera lo que la occidentalidad no le permite la justicia/olvido, en una frontera que no sólo es cartográfica sino también se puede suponer como una frontera de la palabra escrita. Es ese deseo de Fierro (junto a Cruz) de ir de lo escrito a la oralidad, lo cual le permite la indiada, hacia lo exótico (aún persiste el espíritu romántico en la letra de Hernández), aún cuando con nostalgia observan los últimos atisbos de “civilidad” insisten en su viaje:
…Y cuando la habían pasao,
una madrugada clara
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones,
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.
Y siguiendo el fiel del rumbo
se entraron en el desierto,
no sé si los habrán muerto
en alguna correría,
pero espero que algún día
sabré de ellos algo cierto…
(“El gaucho Martín Fierro”, José Hernández)
Más tarde, en 1879, Hernández publicará “La vuelta de Martín Fierro” donde hará que el personaje comience a añorar lo blanco, hastiado de la brutalidad del indio y buscando una reconciliación (y legitimación) con la occidentalidad, iniciando su viaje de retorno, al compás de un discurso pedagogizante (y hegemónico, se podría decir) en torno al trabajo honrado y a dejarse abrazar por la “ilustración” que le ofrece la civilización, por el orden. Como menciona Ramos: “la ilustración que proveen las letras empalma con el proyecto de disciplinar al otro y racionalizar el trabajo (…) La “ilustración” es concomitante al trabajo; es un dispositivo contra la vagancia, un modo de incorporar al otro al territorio de la racionalidad”. Y queda de manifiesto la necesidad de distanciarse de esos individuos que viven más allá de la frontera letrada (como elemento simbólico del orden):
“El que envenenen sus armas
Les mandas sus hechiceras;
Y como ni a Dios veneran,
Nada a los pampas contiene.
Hasta los nombres que tienen
son de animales y fieras.
Y son ¿por Cristo bendito!
Los más desasiados del mundo.
Esos indios vagabundos,
Con repunancia me acuerdo,
viven lo mesmo que el cerdo
en esos toldos inmundos…”
(“La vuelta de Martín Fierro, José Hernández)
“El malón”. Mauricio Rugendas. 1836. Óleo sobre tela.
Luego vendrán los intentos (exitosos o no) de Andrés Bello de entregar la retórica a la gramática (racionalidad), del saber decir para la “buena” transmisión del cualquier conocimiento, para terminar conformando un corpus gramático-jurídico que unifique a la nación y a la América Latina toda, cayendo nuevamente en la dicotomía de la civilización y la barbarie “En el fondo, la autoridad del sujeto de la gramática se fundamenta en la noción de lo “popular” como naturaleza “bárbara” y de la lengua “natural” como materia contingente que debía ser dominada por los medios de la racionalidad” (Ramos, 2003).
A la larga las narrativas del siglo XIX buscan implantar un espíritu a la carne, haciendo hablar al “otro”, pero haciéndolo hablar “bien”, desde lo blanco y lo letrado, en fin, intentando forjar un proyecto nacional y moderno, una pequeña Europa en medio de la carne salvaje del fin del mundo.
Fuentes:
- Hernández, José. Martín Fierro. El gaucho Martín Fierro. La vuelta de Martín Fierro. Barcelona. Ediciones Altaza. 1995.
- Ramos, Julio. “Saber decir: lengua y político en Andrés Bello” en “Desencuentros de la modernidad en América Latina”. Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2003.
- Rodríguez Fernández, Mario. Antología de cuentos hispanoamericanos. Santiago. Editorial Universitaria. 25ª edición. 2003.
- Viñas, David. “El escritor liberal romántico”, “paternalismo, heterodoxia y reconciliación”, en “De Sarmiento a Cortázar”. Buenos Aires, Argentina, Ediciones Siglo XX, 1974.
- Proyecto Wikipedia. www.wikipedia.org
- Memoria Chilena. www.memoriachilena.cl
Agradecimiento a María Eugenia Godoy por corregir este texto.