Preliminares.
Difícilmente uno puede acercarse a los grandes debates historiográficos contemporáneos sin considerar una crisis: el desmantelamiento de los relatos todo-compresivos, no siempre sustentados en investigación de primera mano, y su reemplazo con pequeños universos temáticos donde las categorías de espacio y tiempo están sujetas a los avatares que dictare el material documental disponible. Este problema se agrava, si pensamos en que nociones como las de utopía y anarquía han recuperado algunas de sus aristas históricas más ostensibles en contextos académicos, hermenéuticos y políticos que en el pasado creyeron ver en ellas, sólo los delirios de iluminados revolucionarios de gabinete.
Uno de los libros recientes que mejor recoge esa angustia es precisamente el que hubiese escrito Fredric Jameson, titulado en inglés Las arqueologías del futuro (Londres: Verso Books. 2005), en el cual se sistematiza de manera sabia y precisa el contorno general del debate sobre nuestros afanes para la construcción de una "utopía más realista y asentada en el piso de lo cotidiano, que se supone es lo más auténtico de nuestras vidas".
Hoy quisiera compartir con ustedes algunas preocupaciones que me ha provocado este hallazgo tan inquietante, es decir, la evidencia de que nociones otrora consideradas material digno de orates, hayan alzado vuelo teórico y se hayan convertido en un asunto de las más exigentes dimensiones académicas y políticas. Porque durante siglos, las nociones de utopía y anarquía solo pudieron moverse en el ámbito de la literatura fantástica o de misterio. En nuestros días la noción de utopía tiende a desplazarse hacia el ámbito de lo deseable y está amalgamada con los duros ribetes de la nostalgia y la melancolía que, en el pasado, le fueron tan privativos. Curiosamente, no son tanto los historiadores los que han tomado la iniciativa en esta materia, si no, particularmente, los sociólogos y los psicólogos, quienes se han vuelto nuestros nigromantes más apreciados.
Se hace prioritario, entonces, reflexionar un poco sobre tema tan espinoso, cuando la estampida del cinismo, del oportunismo y del arribismo, adquiere nuevos nombres, los cuales, a pesar de la sofisticada joyería que los define, no pasan de ser las viejas especies de los derrotados y los sumisos. La burguesía sabe bien como lidiar con este tipo de cosas (tiene siglos de estarlo haciendo), y no por eso se arredra ante los embates políticos y académicos de quienes quisieran prenderse de sus faldas calificando el hecho con un nuevo nombre. En la escogencia del lenguaje novedoso para definir viejos conceptos la burguesía ha probado ser insuperable.
Nuestra reflexión se divide en cuatro secciones:
1. Utopía e historiografía: la promesa.
2. Anarquía e historiografía: la tarea.
3. Utopía y anarquía: los compromisos y los métodos.
4. Valoración final.
Utopía e historiografía: la promesa.
Una promesa nos fue dada, nos fue ofrecida y refrendada por los soñadores pioneros del Renacimiento y la época de los grandes descubrimientos: la promesa de que un mundo mejor era posible. Esa posibilidad venía untada del soborno, la explotación y el saqueo que trajeron consigo el descubrimiento de América y el redescubrimiento de África y Asia. La promesa con que se anuncia la llegada de la modernidad tiene más de fantasía que de realidad, y se encuentra apertrechada con las limitaciones de un capitalismo apenas balbuciente y una burguesía que todavía no lo sabe. El trayecto de clase en sí a clase para sí es más que una génesis y cuaja en una era de luchas por abrirle el paso a la idea de tolerancia, tan cara para nosotros en Occidente. Apuntalan entonces a la idea de utopía otras dos perspectivas, inseparables en toda discusión o reflexión de nuestra parte, si aspiramos a tener una comprensión cabal de sus distintas texturas y de la utilidad real de su aplicación, como son las nociones de fantasía y de tolerancia. Es absurdo suponerlo de esta forma, pero durante siglos la tolerancia fue solo una ensoñación, sin mecanismos reales para su puesta en práctica. Porque la tolerancia es una condición de espíritu, que puede ser impulsada o no por nuestras fantasías más delirantes, con las cuales todo aparato institucional encuentra problemas.
Entre el siglo XV y el siglo XVIII, la utopía, la tolerancia y la fantasía se dan de tirones al momento de esclarecer la frontera entre historiografía y propaganda. Fueron siglos en que mucho del trabajo del historiador estuvo rondando los retruécanos del mero publicista, del gran ideólogo, del supino propagandista. Entonces, con el afán de contrarrestar estas limitaciones, que para los reyes y príncipes del momento no lo eran, el historiador quiso acercarse a las certezas de su quehacer en el documento, en el testimonio escrito, en el resto arqueológico y la taxonomía etnográfica. Los humanistas italianos del siglo XV aprendieron enormidades de los historiadores griegos y latinos respecto a la relación efectiva entre historia, historiografía, filosofía de la historia, utopía, tolerancia y fantasía.
Todas estas nociones estuvieron imbricadas de manera incuestionable, si pensamos en que esos siglos son los de los tanteos para diferenciar el hecho y la experiencia, para discernir la verdad de la incertidumbre, la teoría de la práctica. Vico fue capaz de abrirnos el camino, replanteando uno de los grandes descubrimientos de los griegos: el método. Pero los historiadores se apegaron tanto al documento, que tuvieron que esperar hasta el siglo XX para dar el salto de lo fáctico a la de su racionalidad posible.
Con este último sustrato entran en la historia espiritual de la humanidad occidental las nociones de utopía, tolerancia y fantasía. Porque el deseo de lo posible es real, pero está por discutirse su racionalidad cierta y efectiva. A este respecto los nazis y los estalinistas fueron insuperables. Nuestra época se ha llenado de artefactos y de instrumentos para volver innecesaria la reflexión sobre lo posible y su racionalidad. Hemos abandonado por completo los datos que nos brinda la sensibilidad para establecer los riesgos de una forma de pensar que no fija perímetros entre lo posible y los avatares de su puesta en práctica. De aquí que las consecuencias sean siempre incalculables. Cuando tales datos de la sensibilidad y de la racionalidad eran considerados ciertamente, la historia y la historiografía todavía fueron capaces de ofrecer soluciones a los grandes problemas de la humanidad. Podría decirse que Vico fue el último de esos historiadores. Sin embargo con él, al mismo tiempo, se abre también camino la modernidad de una forma de escribir historia que dejó olvidados los instrumentos principales de su articulación: la modernidad supone la cristalización de aquellas nociones de las que venimos hablando hace rato, pero también el abandono del pensamiento sobre su realización. De aquí que hayan entrado en la corriente de nuestra sensibilidad solamente como sueños.
La tarea del utopista no se redujo, entonces, a ser solamente un visionario sino también un individuo con la capacidad suficiente para recoger los datos de la cotidianidad y reformulárnosla en una nueva dimensión. Junto a los grandes sabios y soñadores de la era de la revolución científica europea, en América destaca la figura solitaria y fértil de Sor Juana Inés de la Cruz, para quien la realidad tenía una textura poética todavía inaprensible por el ser humano escasamente educado. De tal manera que la utopía se revelaba como un privilegio de los que tenían la capacidad de "ver". En este caso, queda la sensación de que los humanistas del siglo XVI, veían lo que querían ver porque el impacto que les había producido el ingreso de América en su campo de visión los había maravillado en tantos sentidos, que todo el utillaje mental, lingüístico, conceptual y religioso emergió, de la noche a la mañana, desconcertantemente obsoleto. Pero lo grandioso de este proceso, fue la capacidad desarrollada por los mismos humanistas para repensar la realidad e imaginar lo que faltaba en los discursos natural, social y espiritual, con el afán de retomar la vida cotidiana ahí donde la realidad la había dejado.
La poesía entonces es una forma de verdad. En el mundo de la utopía, las certezas de la poesía tienen más de metafísica, que de lógica. El utopista se parece más al vate que al prestidigitador de laboratorio. Es más un poeta por omisión de lógica que por la lógica de la omisión. Su pecado original es más de naturaleza ontológica que de naturaleza física. Pero el utopista no encuentra asideros en la simple promesa. Necesita de quien le ayude a descifrar la realidad, para que sus ensoñaciones no sufran el ludibrio de los miedos vacuos. Esa ayuda solo la podían brindar los historiadores. Sus atenciones y devaneos con la realidad concertaban un discurso que la documentación y los testimonios de vida apenas podían retratar. Era necesario el utopista.
Ahora bien el utopista se volvió una figura inescapable en las cortes europeas, cuando el absolutismo se posesionó de los espacios que alguna vez hubieran ocupado las esperanzas de las personas. Paradójico como puede sonar, utopía y absolutismo se dieron la mano en momentos en que los estados modernos empezaban a cristalizar. Y esta cristalización estuvo en relación directa con la frustración de que estaba llena la cotidianidad de los hombres y mujeres comunes y corrientes, tanto de aquellos días como del presente. No parece curioso entonces, que muchos utopistas fueran corifeos a sueldo de las cortes y de las cortesanas de países y geografías en que el poder estatuido se tambaleaba. La promesa original de la utopía pudo ser cooptada y miserablemente violentada con propósitos de poco impacto histórico. Dicha promesa fue devuelta al final de la jornada por el quehacer de los historiadores, quienes empezaron a describir las distintas formas que la utopía adquiría en momentos críticos de la historia, como los que precedían una revuelta revolucionaria.
¿Se abandonaba la promesa utópica una vez que se tomaba el poder político? ¿O la conquista de éste era la promesa en sí misma? Se abría entonces un ancho y rico espacio de discusión puesto que bien podía probarse, como lo anota Perry Anderson, que la producción de ideas y sueños utópicos continuaba igual de vigorosa y pujante tanto o más que antes de la eclosión revolucionaria. La toma de poder por los grupos sociales revolucionarios parecía conjurar toda ensoñación utópica que pudieran haber tenido.
Había otros grupos, individuos, o ideas personalizadas que se salían del rígido esquema mediante el cual una vez en el poder, los revolucionarios debían aferrarse a la dinámica relacional que se había establecido por siglos entre utopismo y absolutismo. Nadie alcanzó a ver mejor y con mayor lucidez esta relación que los primeros anarquistas ubicados en los márgenes ideológicos y políticos de la revolución francesa. La discusión abierta sobre los distintos procedimientos para desmontar el estado absolutista se encontraba con el obstáculo que significaba la imposibilidad de imaginar una sociedad sin estado. Esta sola imposibilidad se convirtió en una especie de conjuro para quienes empezaron a identificar desorden con anarquía.
La maquinaria burguesa del estado tenía una procedencia en la que, originalmente, obreros y campesinos habían formado alianza con sectores de la burguesía que todavía creían en plataformas políticas e institucionales que incluyeran a la mayor parte de la población. Sin embargo, tales proyectos hicieron crisis cuando la burguesía también empezó a degustar las mieles del poder absoluto. Era difícil articular una estructura de poder donde el absolutismo de viejo cuño se amalgamara con las libertades que proponía el mundo burgués en ascenso y consolidación. Este fue el margen de maniobra aprovechado por una idea que circulaba en los medios académicos más reservados de Europa: la tolerancia, sin la cual sería imposible imaginar los umbrales de la modernidad.
Ahora bien, si razonamos que entre utopismo y absolutismo el puente que se tiende se llama tolerancia, podremos concluir que a lo largo del desarrollo de la modernidad las carnicerías y los baños de sangre estuvieron orientados por una entelequia. Los anarquistas fueron siempre muy competentes para tratar con ellas, y sus ideas vinieron al mundo en gran parte porque creyeron posibles la realización de las mismas. Sin embargo, lejos está de nuestra parte la intención de igualar las ensoñaciones de los anarquistas con las meras ilusiones, o los desvaríos de intelectuales marginales, como se ha hecho varias veces.
La doble via por la cual podrían transitar las utopías en los albores de la modernidad, la cívica y la existencial, como diría Jameson, terminaría por constituir el haz de elecciones con que contarían los hombres y mujeres creyentes en los sueños posibles de una idea de revolución que aún no acababa de cristalizar. La catástrofe, anota Susan Buck-Morss en su extraordinario libro, se produce cuando las sociedades se quedan sin sueños y sin soñadores. "El sueño fue, en sí mismo, un inmenso poder material que transformó el mundo natural, confiriendo a los objetos elaborados industrialmente así como a los entornos edificados un deseo político y colectivo. Mientras que los sueños nocturnos de los individuos expresan deseos frustrados por el orden social y a los que se le ha hecho retroceder hacia formas regresivas de la infancia, este sueño colectivo se ha atrevido a imaginar un mundo social aliado con la felicidad personal, y ha prometido a los adultos que su realización estaría en armonía con la superación de la escasez".
El inmenso dolor de la frustración abre espacios a la utopía y a más cantidades de dolor cuando la misma se liga con el estatismo. Utopías estatistas y utopías diseñadas para pensar la vida cotidiana, paradójicamente, coincidían en la enorme utilidad de los sueños. Hoy, que resulta tan doloroso imaginarlas después de la caída del socialismo histórico, ha emergido una miríada impresionante de propuestas para inventar de nuevo más utopías estatistas. La perplejidad que esto causa en algunos medios intelectuales tiene más relación con las instrumentaciones que haríamos de ellas en la práctica que con sus formulaciones teóricas. Para los historiadores la reconstrucción de los sueños utópicos, entonces, varía desde una modesta intencionalidad popular, cuando los jóvenes se lanzan a las calles para participar activamente en las luchas internacionales contra la globalización, hasta los más sofisticados debates políticos y académicos donde tales sueños se transforman en explicaciones inéditas de la sociedad que imaginamos. Pero este renglón le pertenece al terreno de las acciones y las tareas.
Anarquía e historiografía: la tarea.
Si la reinvención de nuestros sueños estéticos y políticos más preciados constituye una labor muy específica por las demandas que antepone a nuestras existencias, para todos aquellos que nos sentimos imprecados por ellos, la elaboración de un proyecto común, con engarces efectivos en la realidad, también lo es. El historiador de los movimientos sociales, y particularmente aquel que se interesa en la historia de las ideas, ya sea la que trata de los sueños utópicos, como la que discute sus diversas formas de realización posible, encuentra serios problemas metodológicos y teóricos para plantear una estrategia discursiva más o menos efectiva. Entonces, es un problema muy real el que tiene en sus manos el historiador interesado en la génesis y desarrollo del pensamiento y de las ideas anarquistas.
¿Dónde reside la distinción entre problemas reales y problemas ficticios en la labor del historiador de las ideas? Un problema ficticio, irresoluble, es aquel que nos dice de primera entrada que los anarquistas y toda suerte de soñadores, son individuos bien intencionados, pero seriamente proclives a la depresión y a la fácil frustración que generan nuestros encaramientos cotidianos con la realidad. Es decir, un soñador tiene muy baja tolerancia a los obstáculos que esta última le presenta todos los días. Aparte de que este diagnóstico sicoanalítico tiene muy poco que ver con el quehacer historiográfico, resulta de plano paralizante para cualquier investigador serio que considere necesarias lecturas contundentes de los autores y activistas que piensa estudiar. Porque en el mero inicio de su tarea se dará cuenta que el problema por estudiar es insoluble.
En Costa Rica tenemos un problema con relación al estudio e investigación del pensamiento anarquista y de las ideas utópicas; y es que la mayor parte de los autores abordan estos temas como si se tratara de un problema más relacionado con desajustes de carácter clínico que con la historia de las ideas políticas y sociales de un país centroamericano donde, en la realidad histórica informada, el anarquismo y el ideario anarquista jugaron un papel importante.
En un ensayo publicado recientemente, en el que se pretende dar cuenta de las ideas anarquistas y del pensamiento utópico con el afán de informar a un público universitario más o menos educado, el escritor nunca acabó por citar a los grandes pensadores y creadores en estos temas. Ignoramos por qué no mencionó a Emma Goldman, Rudolf Rocker, Murray Boockchin, Alexander Berkman, Max Nettlau, Howard Zinn, Paul Avrich y muchos otros. Sus lecturas de Godwin, Proudhon, Bakunin y Kropotkin más bien parecen proceder de unos cuantos manuales (cita el diccionario de Bobbio) que de un contacto directo con ellos; pero de los publicistas evadió, o no los conocía ni por asomo, a Irwin Horowitz, Daniel Guerin y a Paul Eltzbacher. Cuando se trató de América Latina ignoró totalmente el trabajo de Cappeletti o de Frank Fernández (¿los habrá leído alguna vez?). En fin, creo que es difícil hablar de anarquismo y de utopismo si solo nos quedamos con unas cuantas referencias a Platón o Diógenes Laercio.
Sin embargo, esta referencia a un trabajo publicado en Costa Rica, preparado por un profesor universitario muy competente, no tiene la intención de evidenciar cuánto hemos leído o cuánto ignoramos del pensamiento anarquista y utópico, sino más bien llamar la atención del lector o del oyente que se siente atraído por asuntos de esta factura, sobre los riesgos que corre cuando se abordan temas y problemas de investigación tan volátiles. Y pueden ser volátiles por la impresionante masa de prejuicios con que nos acercamos a ellos, imperdonables en un académico de nivel universitario.
Teórica y metodológicamente hablando, es conveniente discutir la relación que puede establecerse entre anarquismo y utopismo cuando el perfil de los movimientos sociales está más o menos definido. Definición que tiende a ser establecida según el criterio de que solo la claridad ideológica permite estructurar un movimiento, un frente o una plataforma programática determinados. De esta forma, el historiador que se acerca al estudio del anarquismo y del utopismo con el criterio pre-concebido de que se trata de ideas que solo pueden conducir a dos salidas: el pistoletazo o la depresión por default , desde ya se negó la construcción de un discurso historiográfico de enorme utilidad para comprender mucho de lo que está sucediendo en el mundo, en los distintos frentes donde se combate la globalización.
Solo la ignorancia o la mala intención le pueden permitir a uno sostener que muchos anarquistas, por su individualismo a ultranza, o por su utopismo inveterado, terminan indefectiblemente en las filas del fascismo. Una afirmación tan peregrina como esta nos obliga a recordar la trascendencia de las masacres de anarquistas encabezadas por los bolcheviques en 1921, o por los franquistas, vía la transición y manipulación de los estalinistas, en la guerra civil española (1936-1939). El resquebrajamiento del discurso historiográfico contemporáneo que, en algunas latitudes, terminó degenerando en una sumatoria de distintas herramientas para la supervivencia, abrió un inmenso boquete para reemplazar el viejo y remanido discurso estalinista por uno socialdemócrata, cuando la orfandad y la desnudez teórica solo nos dejaron balbuceos instrumentalistas sobre cómo emprender la labor de investigación en el quehacer del historiador.
La agenda para la recuperación del trazo dejado por los anarquistas y los soñadores de toda especie en la historia contemporánea está abierta y no es con fórmulas pre-fabricadas como vamos a conjurar su impacto. Frecuentemente, el realismo político se parece mucho al cinismo decía Rawls. Y el cínico no tiene sueños, solo tiene realidades. Hablar de anarquismo y utopía en el discurso historiográfico contemporáneo es hablar de los ausentes, porque en este último los fracasos y las frustraciones se han escamoteado de manera penosa. Aun en el discurso historiográfico supuestamente revolucionario, aquel inspirado y orientado por el materialismo histórico, se sigue practicando la historia de los vencedores. La relectura histórica del siglo XX, por ejemplo, para evitar que sean los supuestos vencedores los que la escriban, se hace por via de la recuperación de las tradiciones socialistas que caracterizaron culturalmente al sistema capitalista en sus momentos iniciales. Es decir que la cultura burguesa olvida con mucha frecuencia que el socialismo forma parte de sus delirios más entrañables. No es extraño, entonces, que la historia haya asumido sus distorsiones posmodernas como vehículos para pasarle la factura a los otros científicos sociales que se quedaron en la vociferación y el escarnio.
La historia de la relación entre anarquismo y utopía viene definida por un perímetro en el que la cotidianidad y la actividad cívica de los involucrados, tiene que ser registrada por historiadores acostumbrados a trabajar con una metodología positivista de origen burgués y para la cual lo primordial es el documento. Esto limita considerablemente el acceso a otros componentes que también experimentan una génesis, como son los sentimientos, los sueños, los anhelos y los deseos de la gente. La historiografía burguesa, de cuya herencia jamás se desprendió una supuesta historiografía marxista, describió y abordó aquellos elementos intangibles como si se tratara de vestigios pasionales que tenían poco que ver con el verdadero discurrir de la historia. Paradójicamente, en el esfuerzo por protegerlos, defenderlos y fomentarlos contra los embates de la globalización material de los gustos y disgustos urbanos del presente, los individuos los volvieron asuntos y temas de investigación de sociólogos, historiadores y sicólogos. Entonces, como los anarquistas y los soñadores trabajan con esta materia prima, y lo han hecho por siglos, tales ingredientes pasaron a ser motivo de discusión y reflexión para muchos de los críticos de la cultura contemporánea, y, por esta vía, tanto el ideario anarquista como utopista tomaron fuerzas de nuevo y encontraron posibilidades de realización más frescas y pujantes. Ahora bien, con el fracaso del socialismo histórico fracasó también el capitalismo histórico como lo había concebido la burguesía triunfante de la revolución francesa. Esto hizo que, en tiempos de globalización, lo que fuera una vez considerado aberraciones sentimentales de individuos solitarios y depresivos hoy se haya convertido en punto de referencia ineludible para construir una nueva sociedad, soñada en ausencia de los delirios totalitarios de fascistas y estalinistas por igual.
La relecturas que algunos académicos y líderes políticos han hecho de la obra autobiográfica de Alexander Berkman, Memorias carcelarias de un anarquista en inglés, para comprender un poco mejor un presente sobrecogido por la experiencia del 11 de setiembre, nos devuelve a épocas en que los testimonios personales todavía podían tener algún impacto social, a pesar de lo que pudiera haber dicho Schopenhauer, con su acendrado romanticismo negativo y amargado. Los ensayos autobiográficos para el siglo XIX, como para buena parte del siguiente, llegaron a constituirse en un puente entre la existencia individual y la comunitaria. Un pensador como Kropotkin, quien también escribió varios textos donde sus experiencias personales eran el punto de referencia esencial para que sus ideas críticas sobre el sistema carcelario europeo tuvieran sentido, apeló constantemente a las lecciones que podía brindar la historia cuando se trataba de la construcción del futuro. Tenía claro que las cárceles eran refugios de hombres y mujeres llenos de miedo, y que quienes los enviaban allí estaban más aterrorizados todavía. Este era el momento entonces cuando una posible sociedad sin prisiones emergía como proyecto de largo alcance, aún cuando Foucault nos hubiera demostrado ya que la sociedad burguesa no podría existir sin sus distintos métodos de "vigilar y castigar". La prisión era un ingrediente estructural en sociedades organizadas y articuladas de acuerdo con el principio jerárquico del ejercicio del poder en sus distintas expresiones.
Emma Goldman también redactó una amplísima autobiografía donde son las vivencias carcelarias las que cuentan como medio entre la experiencia personal y la acción cívica que ella realizaba en defensa de los derechos más fundamentales de las mujeres de su época. La institucionalidad carcelaria era percibida, por esta clase de pensadores y luchadores, a la manera de una prolongación ineludible de todo régimen político en el que se había perdido por completo la visión de totalidad cuando se trataba de los seres humanos.
La idea de un ser humano valorado como totalidad polivalente empezó a tomar cuerpo en las inmediaciones del Renacimiento italiano, pero nunca acabó por cristalizar puesto que, por esta época también, la idea de prisión, del prisionero y de su carcelero, completaron un cuadro en el que privaban las distintos visiones del miedo que portaran los hombres, individualmente o en grupo. Como el ciclo no se completó, para la mayor parte de los historiadores renacentistas la prisión era una forma de opacar la individualidad, pero rara vez estudiaron la prisión como un problema social, civil en todas sus implicaciones.
Son los historiadores de la ilustración y del siglo diecinueve los que adquirirán el compromiso de una historiografía elaborada para revelar las carencias del crecimiento y expansión de la sociedad burguesa. La historiografía liberal y romántica, mientras cantaba los logros del mundo burgués o sus deficiencias más lamentables, al mismo tiempo abría espacios para que un nuevo conjunto de preocupaciones pusiera el énfasis en las personas, y no tanto en las instituciones, las batallas o las distintas formas de crear o inventar héroes. El sentido de lo heroico en este quehacer historiográfico tenía lógicamente su correlato teórico y metodológico en las obras de los historiadores griegos y latinos, con lo cual, se hacía evidente que el renacimiento italiano no se atrevió a dar el salto de tratar la prisión como un asunto estructural, económico y social, antes que civil.
Hoy, lamentablemente, nos damos cuenta que la mayor parte de los sistemas carcelarios del llamado mundo civilizado, continúa en el atolladero de las malas degluciones hechas por los científicos y políticos del siglo diecinueve de aquellas, a duras penas, intuidas por los del renacimiento italiano. Con este criterio mucho de la agenda de la modernidad pareciera no haberse completado en algunos de los países del Mediterráneo y América Latina, donde los historiadores continúan con el sambenito de estudiar la criminalidad, antes que al criminal o al sistema que lo reprime y lo procrea. Los investigadores de la anarquía como idea, como procedimiento político, de sus cultores y de sus héroes, han insistido en que su historia es la de las formas de una criminalidad que no encuentra relación fáctica entre los documentos existentes y los métodos con los cuales trabaja el historiador para hacerla posible. Esta clase de historiografía que enfatiza desmedidamente las historias personales, las autobiografías, las iconografías y las hagiografías, tendrá que hacer un serio esfuerzo, tarde o temprano, para acercar la génesis de la idea al terreno de los hechos. De tal forma que, cuando tenemos problemas para establecer las verdaderas dimensiones del impacto del proyecto anarquista en la cultura europea de los años treinta y cuarenta del siglo XX, y durante la guerra civil española particularmente, no podemos dejar de pensar que los historiadores tienen mucho por delante todavía inconcluso, tal y como lo demostró el excepcional historiador austriaco Max Nettlau. Pero, para continuar con Nettlau y otros que lo han seguido muy de cerca, hablemos de métodos y de quehaceres concretos, antes que de la idea en abstracto.
Utopía y anarquía, los compromisos y los métodos.
La historiografía liberal y romántica, lo decíamos líneas atrás, nos hizo creer que la única forma de escribir historia era desde el silencio gratificante del documento. Cuando el positivismo quiso decir algo nuevo en ese sentido, se encontró con que los historiadores de la lengua, de la civilización, y de los estados, la mayor parte del tiempo con fuerte inclinación hacia los temas greco-latinos, para demostrar la ilegitimidad de los objetivos políticos y sociales que se había planteado la revolución francesa en su momento más radical, el jacobinismo, alcanzaron muy temprano la etapa en que eran posibles los enfoques multidisciplinarios sin caer en una erudición insulsa y puramente cívica. De tal manera que, como sugeriría luego el gran George Woodcock, la historia de la idea anarquista, nació prácticamente en las calles de París, la noche que los hombres, mujeres, ancianos y niños de esa ciudad se toparon de pronto con que tenían en sus propias manos una dosis de libertad que nunca antes les fue concedida por ningún poder estatuido. La idea había nacido, había sido amamantada y sostenida por la masa, no por los individuos.
La historia de las grandes colectividades, de los anónimos conglomerados humanos, en un vaivén que viene nutrido con la paradoja y las más violentas contradicciones, es la gran aspiración de los historiadores que se han volcado a recuperar y a describir la génesis de la idea anarquista. Como bien lo notara en su momento Proudhon, la historia de la idea plantea un reto que no cualquier historiador puede asumir. Resulta que el historiador anarquista, a diferencia del historiador del anarquismo, que podría ser tanto un buen profesor universitario como un político curioso, se encuentra enfrentando lealtades y compromisos que no vienen siempre condicionados por los documentos a su disposición, como dirían liberales, románticos y positivistas, sino por la disposición moral a que su trabajo contribuya en abrirle el paso a la reconquista de la decencia humana.
De tal forma que, si revisamos los trabajos investigativos de los grandes historiadores anarquistas, como Nettlau, a quien ya mencionamos, sino también los de Paul Avrich, Rudolf Rocker, Murray Bookchin y Howard Zinn, para recordarle al lector solo algunos de los nombres, el exhaustivo sondeo documental va unido a un inquebrantable compromiso político y social con la investigación en sí misma y, al mismo tiempo, con las implicaciones morales y políticas de su quehacer. Esto es poco frecuente en los que se llamaron alguna vez historiadores marxistas. Porque al rigor documental va unido el compromiso ingenuo, si se quiere, con la utopía; un esfuerzo que, a simple vista, pareciera sin sentido.
Nos corresponde entonces, a los que creemos en la necesidad de recuperar el quehacer de una historiografía anarquista y utópica, iniciar el largo trayecto de la restitución de los archivos y de los fondos documentales perdidos, que por una u otra razón han caído en las manos inconvenientes, a quienes realmente les pertenecen: los pueblos que, en un siglo XX supuestamente protagonizado por las masas como bien lo ha demostrado Susan Buck-Morss, terminaron por no recibir nunca su derecho a la ciudadanía. Ese tránsito, de pueblo a ciudadano, de individuo a sujeto, es un asunto moral que solo los historiadores están en capacidad de devolverle a los habitantes del siglo XXI, seducidos ahora por una posmodernidad que quiere recuperar la individualidad estrangulando la solidaridad.
Ahora bien, la caída del socialismo real hundió en el vacío a un sector importante de las ciencias sociales que promovía la utopía socialista desde las aulas universitarias, y dejó en el más tenebroso desamparo ideológico a miles de activistas y políticos que cargaron sus vidas cotidianas con sueños de un mundo en el que ellos, y solo ellos, vivirían mejor. La desbandada hacia las trincheras de la derecha y del pensamiento más conservador y reaccionario de parte de tales profesores universitarios y políticos vociferantes, sorprendió a los que pudieron haber sostenido posiciones cerradamente "principistas", pero dejó boquiabiertos y patitiesos a los que realmente creyeron en formularle exigencias a la realidad para que se adaptara a sus ensoñaciones utopistas. El muro de Berlín les cayó literalmente encima.
Algún sector del mundo académico, entonces, entró en crisis y escogió como terapia jugar a la rebeldía recuperando las lecciones mohosas y pesarosas del 68 francés y del 68 mexicano. "De modo que, en este marco, entran en juego dos cuestiones práctico-políticas: una crítica de izquierdas del reformismo socialdemócrata, dentro del sistema, y, por otra parte, un fundamentalismo del libre mercado. Pero ¿por qué no limitarse a discutir estas cuestiones de manera directa y abierta, sin recurrir a esa tercera cuestión, aparentemente literaria, de la utopía? De hecho, se podría dar la vuelta a la pregunta y decir que somos perfectamente libres de discutir la utopía como cuestión histórica y textual o genérica, pero no cabe complicarla con la política. (En todo caso, ¿no ha sido esta palabra siempre empleada por algunos de los personajes políticos más eminentes de todos los colores para calumniar de forma insultante a sus adversarios?).
Las reflexiones de Jameson solo tienen sentido si nuestra idea de la utopía está unida, y se encuentra canalizada, por procedimientos historiográficos determinados, porque otras ciencias humanas y sociales dan prioridad a la cuestión política, antes que a los aspectos genético-evolutivos de un universo ideológico específico como lo hace el razonamiento sistémico. El historiador queda en desventaja, según este enfoque, porque necesita redoblar esfuerzos para hacerse sentir en el campo de la política, debido a su capacidad para recuperar y hacer valer en el presente todas las nostalgias del mañana, y porque sus añoranzas del ayer solo tienen sentido en el presente. París y Tlatelolco, entonces, no son solamente la caja de herramientas de soñadores a hurtadillas, sino también la de historiadores profesionales que quieren devolverle a la gente de a pie su vieja potencia para soñar. En esto, por sus condiciones naturales para la utopía y por su obsesión con el mañana, los anarquistas reconquistan desde el ayer una agenda que la modernidad dejó de lado cuando el anti-humanismo marxista y pequeño-burgués fueron tomados por asalto desde la posmodernidad. Esta reclama a la modernidad, lo que ella apenas está por concebir.
Valoración final.
Lo dijimos líneas atrás: el discurso historiográfico contemporáneo, cuando trata de hablar de la utopía y de la anarquía lo hace como si se tratara de dos grandes ausentes. Lo que no es raro, porque no es para los historiadores la tarea de recuperar intangibles que no registran los documentos. Pero también anotamos que les corresponde el mejor esfuerzo hecho hasta ahora, para recuperar el movimiento genético-evolutivo de dos ideas que nadie, desde las ciencias sociales, tiene interés de encontrar en los manuales que se utilizan en las aulas universitarias. Por eso la elección entre izquierda y derecha no se decide en las manifestaciones callejeras, sino en la forma en que se trabajan los documentos a nuestra disposición, como decían los viejos historiadores anarquistas, a quienes aquí hemos mencionado para ejemplificar el buen hacer de un historiador comprometido con la moral y la ética de su tiempo. Si reducimos la recuperación de nuestros sueños y esperanzas a lo que ofrecen una modernidad inconclusa, o una posmodernidad apenas digerida en Nuestra América, estaremos en serios problemas para tomar conciencia que, en los países de por acá, todo está todavía por hacerse. Tienen entonces los utopistas y los anarquistas un gran terreno por delante que recorrer. Para el historiador anarquista en América Latina la tarea apenas se inicia.
San José, Costa Rica/ Humacao, Puerto Rico: 09 de marzo de 2006.