PORFIRIO MAMANI MACEDO
"Aquí no hay nadie"
Porfirio vive hace años en París la ciudad luz eléctrica y desde su guarida nace esta narración dedicada a su hija, pachamamani escribe en frances y esta narración va en peruano-español para los e-lectores de esta virtualidad , saludos para Porfirio en su estada en europa.
Aquí no hay nadie
Para mi hija Alba Ondina Manuela
I
-No te muevas -dijo Melvil en la oscuridad-, aún están allí parados, mirando como lobos hambrientos que nuestras sombras aparecieran.
-No podemos quedarnos aquí toda la noche -dijo ella en voz baja-, si no intentamos huir, seguro que nos cogerán aquí.
-Esperemos un rato más -dijo él-, deben estar cansados, a uno de ellos lo veo arrimado a la pared. El otro parece estar aburrido de seguir esperando a nadie. Sólo el tercero parece tener ánimo y fuerzas para seguir buscando nuestras sombras.
-Yo estoy cansada -dijo ella en la oscuridad-, ¿por qué no vamos más al fondo de la calle?
-No -dijo él-, imagina que algún ruido los ponga en alerta; sea un perro o un gato que se asuste de nosotros, o alguien nos vea desde su ventana y prenda la luz. Entonces estaremos perdidos.
Los tres hombres estaban allí, tal como los había descrito Melvil, aunque a ratos daba la impresión que estaban medio despistados.
-¿Qué hacemos? -dijo el que estaba apoyado en la pared-, ¿hasta qué hora vamos a esperar?
Ninguno abrió la boca para responderle. El que estaba menos cansado, seguía caminando de un lado a otro con su fusil al hombro. Cuando el aburrido se puso a toser, el hombre del fusil se detuvo bruscamente como si hubiese distinguido algo entre las sombras que ocultaban a Ingrid y Melvil. De eso se dio cuenta Melvil quien los vigilaba realmente y dijo:
-La culpa es de Medrano, él dijo que no pasaría nada, que todo iba a salir bien, que nadie se había enterado, que no había traidores, que era cosa de una hora, y mira cómo van pasando las horas y nosotros atrapados en la oscuridad, sin poder hacer gran cosa para escapar.
-Cálmate -dijo ella-, nada consigues diciendo eso, recuerda que tú mismo has dicho que pueden sospechar que estamos por aquí.
Una extraña calma siguió a aquellas palabras que murmuraban en la oscuridad.
-He oído algo -dijo el hombre del fusil-. He oído algo, parece que alguien se acerca por allá.
Y señaló hacia el lado contrario donde se encontraban Ingrid y Melvil. Debió ser el eco, o tal vez el cansancio, o quizá escuchó realmente algo. Luego de mirar hacia el lado indicado se convencieron que no había nadie. Pero para Melvil no era una imaginación, sino una advertencia de que en cualquier momento podían ser descubiertos, si los vigías seguían poniendo la misma atención a cada ruido que se producía en la noche.
-Creo que debemos irnos -dijo de pronto Melvil-, debemos irnos.
-Es lo que te estaba diciendo hace un rato -dijo ella-, y tú no querías oírme, ¿pero cómo podremos hacerlo sin producir ningún ruido?
-Habrá que correr el riesgo -dijo él mirando a los vigías que en ese momento concertaban algo-, no nos queda otra salida.
Hicieron un círculo los tres. El hombre aburrido quería irse aunque lo castigaran.
-Yo no puedo más -dijo-, no sé qué diablos estamos haciendo aquí. Aquí no hay nadie.
-Yo estoy cansado -dijo el otro-, pienso igual que él, aquí no hay nadie, por eso también quiero irme.
-Nos castigarán -dijo el hombre del fusil-, nos tomarán por cobardes, dirán que estamos traicionando a la patria, entonces nos fusilarán como lo hicieron con los otros. Si quieren irse, váyanse, yo me quedo aquí, aunque no haya ni venga nadie, me quedaré aquí hasta que me digan que me vaya.
Nadie más dijo nada, quedaron callados, como buscando otros pretextos para irse o para quedarse. La ciudad era tan diferente a esa hora, que daba la impresión que todos habían muerto a causa de tantas bombas lacrimógenas lanzadas durante el día, o simplemente se habían muerto de cansancio de oír la misma cosa del señor presidente que desde su balcón presidencial pregonaba de día o noche; mientras el pueblo se moría de hambre y el país quedaba bien quebrado. El país había llegado a tan calamitoso estado porque la corrupción y el engaño se habían diseminado por todas partes, se habían impregnado en casi todos los habitantes que deseaban sobrevivir, desde el presidente hasta el humilde obrero que servía al diputado quien había dado la orden de matar a Melvil. Melvil, a ojos del diputado, era un traidor por defender a los que aún creían que aquello era posible, aquello de combatir la corrupción y juzgar a los corruptos gobernantes, igual que a los terroristas que iban aprovechando las circunstancias para manipular a la gente pobre de las barriadas.
"-No regresen hasta que lo hayan liquidado -dijo el diputado-, o hasta que yo mande a otros muchachos más eficaces para el asunto. Pero tengo confianza en ustedes, por todos los favores que me deben."
Entonces recibieron las armas, sin que jamás hayan disparado un tiro contra nadie, salvo en los ejercicios cuando hicieron el servicio militar, pero aquellos tiros eran al vacío, ahora era diferente.
"-Se acercan, lo más cerca posible -dijo el diputado-, le dan varios tiros, hasta que no mueva un pelo."
Cuando escucharon esto, los tres tuvieron temor, pues aquellas palabras llenas de odio, parecían salir de la boca del infierno. Entonces obedecieron porque no había otra salida. Habían sido escogidos casi al azar, por los empleos que habían conseguido cada uno gracias a un amigo del diputado.
Ahora estaban allí, sin saber qué hacer, como si fuesen prisioneros de sí mismos. Ingrid y Melvil se pusieron de acuerdo para huir, pensando que por lo menos uno de ellos se salvaría. Debían caminar o correr hasta el fondo de la calle. Decidieron caminar juntos como una sola sombra.
-Mejor vas tú por delante -dijo ella-, tal vez yo pueda caerme.
-No -dijo Melvil-, ve tú por delante, así yo también podré ver el camino, pues si vas detrás de mí, no mirarás nada.
-Esta bien -dijo ella-, más bien agárrame fuerte por si acaso yo resbalo.
Las sombras encadenadas, en la sombra caminaban, sin respirar, esperando ver el otro lado del túnel; es decir, voltear por la otra calle, lo cual les daría cierta ventaja sobre los vigías. Ella quería gritar, pero se acordaba que habían tres hombres armados que la amenazaban si hacía el menor ruido. Entonces toda ansiedad quedaba atracada en su garganta seca.
-¡Escuchen! -dijo el hombre del fusil-. Escuchen, parece que algo se mueve, ¿no oyen?
Y los tres volvieron a escuchar los ruidos que les traía el viento de alguna parte, que ellos no podían distinguir bien en la oscuridad. Quedaron callados un rato, agudizando el oído para saber de dónde provenían los ruidos. Ese tiempo de duda fue suficiente para que Ingrid y Melvil se alejaran más de allí. Los ruidos eran inaudibles, y ellos seguían tratando de descifrarlos en el silencio de la noche.
-No es nadie -dijo el aburrido-, otra falsa alarma. Les digo una vez más que no es nadie.
-Escuché algo -dijo el hombre del fusil-, si no quieren creerme, allá ustedes, yo ando escuchando ruidos que ustedes extrañamente no escuchan.
-Aquí no hay nadie -dijo el que siempre andaba arrimado a la pared-, el diputado nos ha mandado a matar a un tipo que no existe, por lo menos aquí.
-Debemos irnos -dijo el hombre que andaba aburrido-, el diputado se está burlando de nosotros, vámonos de aquí.
-Yo me quedo -insistió el hombre del fusil-, estoy seguro que están por ahí, quizá nos estén viendo.
-Digo que no hay nadie -volvió a decir el aburrido-. Les voy a demostrar que por aquí no hay nadie.
Y dio un disparo en dirección del lugar donde estaban Ingrid y Melvil. Entonces se oyó un grito, un grito extraño como de alguien que está muriendo a causa de un disparo que salió de las entrañas de la noche. Los tres vigías sobresaltaron como si alguien hubiese disparado contra ellos. Luego corrieron en dirección del grito. Con sus linternas alumbraron el cadáver de un perro flaco, que estando vivo, apenas andaba sobre sus cuatro patas. Pero también vieron las huellas que dejaron Ingrid y Melvil.
II
Corrieron en la oscuridad, hacia el fondo de la calle por donde habían huido Ingrid y Melvil, pero no alcanzaron a ver nada, sólo los perros y los gatos que poblaban la noche, corrían espantados y desorientados buscando algún refugio, como si el asalto fuese contra ellos. El hombre del fusil aplastó una rata, pero a esto no le dio ninguna importancia, y siguió corriendo, con la mirada puesta en el fondo de la calle, en aquel muro gris que la cortaba transversalmente. Cuando llegaron al final de la calle, no sabían si seguir por la izquierda o la derecha, porque de los fugitivos ya no quedaba ningún rastro en la noche. Al principio quisieron dividirse, pero al fin decidieron no separarse y seguir buscando. Desde entonces ya no había obstáculo que resistiera para ellos, por eso arremetían contra toda sombra, contra toda cosa extraña que se les presentaba en el camino. Así fue cómo dieron con una sombra que se iba alargando por el centro de una calle, haciendo sonar su pesados zapatos en la noche. Inmediatamente se apostaron en una esquina y esperaron, bien armados, que la sombra se siguiera acercando más. Felizmente que el hombre del fusil bajó la cabeza para ver mejor cómo se acercabala sombra, así pudo darse cuenta que la sombra no era de Melvil, sino de Valderrama, aquel hombre que siempre andaba en el local del partido, como si no tuviera que hacer nada en su casa. Entonces los tres vigías ocultaron discretamente sus armas y se dejaron ver con la pálida luz que alumbraban los faroles de la luz pública.
-¿Qué haces por aquí? -le preguntó sorprendido Valderrama al hombre del fusil, quien se mantuvo un rato agachado, viendo de abajo hacia arriba la silueta de Valderrama-, ¿de dónde vienen?
-Te íbamos a matar por error -confesó el hombre del fusil-, estábamos buscando a Melvil. El diputado nos dio la orden de liquidarlo, pero se nos escapó de la mano el hijo de puta. Estuvo cerca de nosotros, al parecer iban acompañado con una mujer, según vimos las huellas que dejaron.
Valderrama fríamente controló su emoción al enterrase que podían haberlo matado por error. Dejó este incidente quizá para tratarlo en otra oportunidad y siguió preguntándoles dónde estaba Melvil.
-Quizá iba con su novia o con Ingrid -dijo el hombre del fusil, el que siempre hablaba como si fuese el responsable de la misión -, tenían una reunión, según nos indicaron algunos amigos del partido, debió ser Ingrid, pues su novia casi no se mete en estas cosas.
-Yo los vi -dijo súbitamente Valderrama.
-¿Cuándo, dónde? -le dijo el hombre del fusil con los ojos desorbitados-, ¿dónde los viste, a qué hora!
- Yo los vi -Volvió a decir Valderrama-, los vi avanzar despacio, no pensé que fueran ellos, ahora que me lo dices, me acuerdo bien de sus caras. Eran ellos, los vi saltar por el muro de una calle de abajo y después, como era un poco oscuro, ya no vi nada. Si me hubieran advertido que estaban por aquí, yo mismo hubiera salido y corrido tras ellos. Pensé que era una pareja que tenían algún parecido con ellos, pero no se me ocurrió pensar que fueran realmente ellos y que además ustedes los estaban siguiendo.
-Hemos pasado la noche -dijo el hombre del fusil-, recorriendo la ciudad y nada. Ahora como ya está amaneciendo no sabemos qué hacer. El diputado se enojará, y quién sabe lo que hará con nosotros, tal vez nos haga botar del trabajo. Dirá que somos unos estúpidos y que no servimos para nada.
-Tendrán que esperar a que se presente otra oportunidad -dijo Valderrama-. Estas cosas se toman con cuidado, era preferible dar este trabajo a Rivera, él sabe mejor de estos asuntos, además él nunca falla.
Los tres vigías estaban igualmente aterrados por haber dejado escapar a Melvil. Había desaparecido de sus ojos todo signo de fatiga, hubieran seguido buscando a Melvil día y noche, sólo por el terror que les causaba pensar qué excusa debían dar al diputado. A esas horas de la madrugada, Valderrama no podía hacer nada por ellos, además estaba yendo a una reunió, según dijo él, para coordinar otros asuntos importantes.
-Váyanse a descansar -les dijo-, es demasiado tarde para encontrarlos. ¿Cómo se les ocurre que lo van a encontrar a estas horas? Ahora debe estar roncando en su casa, el miserable.
Ellos no parecían entender nada. Sólo querían saber que aún tenían otra oportunidad para darle buenas noticias al diputado. Valderrama se alejó de allí, dejándolos más confusos que antes. Ninguno tenía ganas de hacer más reproches a nadie, pues habían pasado casi toda la noche, acusándose los unos a los otros. Desgraciadamente allí estaban ligados a un mismo destino. Para cualquier decisión, ahora debían ponerse de acuerdo, si deseaban que el diputado sea clemente con ellos. Tenían que ser solidarios, como si hubieran logrado cumplir con la tarea que habían recibido.
-Es mejor decirle la verdad -dijo el hombre del fusil-, quizá nos comprenda, y nos de otra oportunidad. Le diremos que hemos fallado a causa de nuestra inexperiencia.
-Tienes razón -dijo Cabanillas, el hombre que siempre se arrimaba a la pared-, no sé qué otra cosa podemos inventar para que nos crea.
-Fui yo quien disparó -dijo Jaime, el hombre que andaba aburrido-, me gustaría que el diputado sepa por lo menos eso. Gracias a mí descubrimos que andaban por ahí, sino nunca nos hubiéramos dado cuenta de nada, por lo menos les hemos dado un susto.
-Eso crees tú -dijo el hombre del fusil-. No te das cuenta que con ese disparo inútil los hemos puesto en alerta, ahora tendrán más cuidado, estarán prevenidos. Según las huellas que hemos visto, sólo estaba con una mujer, creo que no se presentará una oportunidad como la de hoy.
Caminando en silencio llegaron hasta la plaza principal. Como las calles se fueron llenando de gente, prefirieron quedarse callados. El hombre del fusil ocultó su arma en su abrigo. Los otros no tenían este problema porque habían recibido un arma de corto calibre. Se quedaron sentados, todavía un rato, en un banco de la plaza de Armas, esperando que pasara la hora para ir a ver al diputado, pues no se atrevieron ir a despertarlo para darle una mala noticia.
Los tres absortos por el ruido de los coches y la gente, dejaban pasar el tiempo, y el tiempo no parecía pasar, porque mirando el reloj de la catedral, que estaba malogrado, el tiempo se había detenido también para ellos. Cuando un borracho se les acercó a pedirle una propina despertaron un poco del amodorramiento en el que se encontraban. Lo miraron con desprecio y no le dieron nada. El borracho les devolvió la mirada con desconfianza, como si fuese la primera vez que alguien le negaba su pedido. De ellos se alejó murmurando insultos que sólo él comprendía, y ellos, lo vieron perderse como cualquier otro pasante. Un niño de siete años se acercó y les dijo:
-Señores, ¿les lustro los zapatos?
La figura y la voz del niño pareció estremecerlos, porque se levantaron como si hubiesen oído un trueno. El niño casi se va de allí huyendo, pensando que eran algunos maleantes que iban a quitarle sus útiles de trabajo.
-¡Sólo quería lustrarles los zapatos! -dijo el niño atolondrado al ver que los tres hombres ojerosos lo miraban extrañamente-, ¡sólo quería lustrarles los zapatos, señores!
Allí dejaron al niño. Y ellos, mudos, como si fuesen momias caminaban a paso apresurado en dirección de la casa del diputado. Ninguno de los tres sabía lo que realmente había que decirle al diputado. Pero en sus mentes cada uno iba buscando las palabras y las razones para defenderse de los demás y convencer al diputado de que él no tenía la culpa de que Melvil haya escapado estando ellos tan cerca.
Cuando ya casi llegaron a la puerta de la casa del diputado, súbitamente los tres recordaron al mismo tiempo sus palabras, entonces ninguno quiso seguir andando, de modo que se quedaron parados sospechosamente allí, preguntándose en silencio cada uno lo que debían hacer. Como estaban tan cerca de la casa y los policías que la cuidaban los vieron, ya no podían dar marcha atrás.
El diputado no pudo aceptar semejante error. Habían dejado demasiados indicios de estar persiguiendo a Melvil para matarlo. No tuvo otra resolución definitiva que la de hacerlos callar para siempre, pues si los echaban del trabajo, podían divulgar lo que sabían. El hombre del fusil fue envenenado, al hombre que siempre andaba aburrido, le ocurrió un accidente mortal; sólo el hombre que siempre andaba arrimado a la pared salvó la vida en un tiroteo que hubo en una de esas calles reservadas para delincuentes, prostitutas y traficantes. Salvó la vida pero perdió todo contacto con el mundo, porque de ese tiroteo salió inválido y sin poder articular una sóla palabra. Aún conservaba la vida, postrado en una cama de un hospital de mala muerte. Rivera fue encargado de eliminar a Melvil, pero tampoco lo pudo, porque Melvil, sabiendo el riesgo al cual estaba expuesto, prefirió salir de la ciudad por un tiempo indefinido.
Porfirio Mamani Macedo
Email: pmamanimacedo@yahoo.fr