Desde Costa Rica, Rodrigo
Quesada Monge 1
La sencillez, la claridad, la transparencia, son virtudes que muy pocos escritores contemporáneos tienen. Y menos en América Latina. En América Central, pareciera que algunos se han saltado el "boom" de los años sesenta, razón por la cual han vuelto a escribir y retomar temas y problemas que recuerdan a Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes y Márquez, en un momento en que el lector crítico y relativamente consciente demanda más desafío y sentido común. El otro lector, el frívolo y acomodaticio, busca en los supermercados y en los aeropuertos a escritores que le narren aventuras en las selvas de América Latina y Asia, que le cuenten historias de sexo donde no haya sexo y sobre brujos neocolonialistas que juegan críquet en los aires de academias imposibles. Este tipo de lector no quiere ser sacudido, solo quiere ser amodorrado.
Desgraciadamente, para algún sector de la intelectualidad europea y norteamericana, los escritores latinoamericanos siguen siendo escritores "exóticos" con quienes viene el caos y el baturrillo de las junglas repletas de jaguares y tucanes multicolores, como la batahola urbana de ciudad de México, para poner solo un ejemplo, donde todo es posible, sin perder el cardumen exótico que tanto atrae a los lectores de los países centrales, delirantes de nostalgia imperial y glorias colonialistas.
Son pocos los autores latinoamericanos que han tenido el talento para tender puentes entre los azares cálidos y perfumados de nuestras selvas y la sobriedad concupiscente de los círculos urbanos europeos y norteamericanos. Tal podría ser el caso de autores como José Martí, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa y más recientemente Jorge Volpi, para quienes la universalidad nunca fue un asunto de acogotarse en una esquina ante lo desproporcionado de su imprecación.
Esa imprecación es la que nos hace el autor surafricano J. M. Coetzee (1947) galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2003. Y hacemos la presentación de este autor con una mirada reflexiva desde América Latina, porque los temas y problemas que trabaja tienen esa mágica articulación que se establece entre lo exótico de su país, y la universalidad del enfoque, del estilo y de las exigencias estéticas que le ofrecen un mundo cada vez más cubierto por la siniestra y amenazante sombra de una total trivialidad para nuestras vidas cotidianas. Ese reinado de la banalidad es el que aún no hemos logrado destronar en nuestros países latinoamericanos después de la caída del presidente chileno Salvador Allende en 1973. De ahí en adelante la revolución se volvió algo tan banal que, en Centroamérica, algunos de nuestros escritores la convirtieron en un tema central de sus preocupaciones estéticas más entrañables. Pero no por banal, la revolución se volvió tema literario, es que la banalidad se tornó en un tema revolucionario. Y fue así como se terminó por banalizar a la revolución sandinista, según lo expresa el escritor nicaragüense Sergio Ramírez Mercado; se hizo lo mismo con la revolución salvadoreña y la guatemalteca también. Es lo que se nota, podríamos decir, en escritores de fuste regio y aspiraciones estilísticas envidiables como el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa y su compatriota Arturo Arias, y de la salvadoreña Jacinta Escudos. En Costa Rica, entre tanto, ¿qué podríamos agregar?, el reino de la banalidad lo es todo, se desprende de forma viscosa y angustiante en las duras novelas de Carlos Cortés.
Ahora bien, si desde este rincón del mundo, azuzado por la pobreza y la violencia de los huracanes que es el istmo centroamericano, se nos ocurre acercarnos a un escritor de la talla de Coetzee, es porque el exotismo de sus novelas nos invoca una perplejidad para la cual nuestros pueblos no están preparados, como así pareciera según los ecos que nos llegan de las librerías-bazares existentes en algunas capitales centroamericanas. Está visto que de perplejidades y perplejidades está lleno el mundo, y en algunos sectores de Centroamérica las que acongojan a las otras esquinas del planeta no imponen ningún grado de perentoriedad. Porque la reconstrucción de la historia no puede hacerse "banalizando" el pasado o encerrándolo en la rigidez de una supuesta objetividad histórica inimaginable en nuestra región. La otra alternativa es edulcorar esa realidad, a través de una novelística histórica que bien puede quedarse atorada a medio camino entre la acongojante desnudez de los hechos y las buenas intenciones artísticas del escritor. Este es un riesgo mayor porque quien escribe novela histórica se expone a que los acontecimientos con que trabaja se lo traguen; o a que la historia termine atrapada en un preciosismo lingüístico tal en el que desparezca el sentido mismo de la temporalidad y de la memoria.
Pero se puede trabajar con la memoria de manera artística y profundamente reflexiva sin alterar la historia ni tampoco abrumar al lector con argumentos o malabarismos lingüísticos agotadores y exhibicionistas. La cristalina sencillez de las novelas y de los ensayos críticos escritos por Coetzee es de una envidiable potencia; tanto así que se nos ocurre él podría estarnos hablando de temas surafricanos y nosotros los sentiríamos tan entrañablemente nuestros como la situación de los indígenas, los negros o las mujeres en Centroamérica. Esta habilidad para romper con los parámetros espacio temporales más convencionales, lo acerca a nuestra cotidianidad de una manera cálida y artísticamente muy significativa.
Novelas como Desgracia, Esperando a los bárbaros, La edad del hierro o Infancia y Juventud fueron concebidas para retratar el desgarramiento de los seres humanos en cualquier parte del planeta cuando aspiran a recuperar su memoria dejando intacta la herencia histórica objetiva. Sudáfrica tiene una historia, como la tiene América Central, pero las vidas diarias de los sujetos de las mismas no puede retratarse simplemente con visitar el archivo o la biblioteca más cercana. Con sarcasmo deliberado por recuperar la banalidad, entonces, podríamos hacer historias de vida, en las cuales no se registre ni un ápice de lo que realmente interesa: ¿de qué manera los hombres sobrevivieron al embate de las fuerzas históricas por borrar su presencia efectiva en la memoria de un país o de una región?.
La complejidad de este asunto hace más asombrosa la sencillez con que Coetzee logra su propósito estético. Nos deja boquiabiertos su capacidad para tratar temas tan complejos como el racismo, con una simplicidad de abismales tonos claros y grises, para que el lector no se percate de la violencia del asunto que tiene entre manos. La reconstrucción cultural, étnica y política de su país, configura una agenda estética y de civilización en la cual las concesiones a la frivolidad no son factibles, puesto que la seriedad amerita que la mayor cantidad de gente posible se involucre en el proceso; y eso no se logra con chisporroteos lingüísticos y juegos de azar idiomáticos.
Ese maravilloso equilibrio entre la habilidad artística, la conciencia de los temas que se abordan y el poderoso sentido de la realidad que tiene este escritor nos lo acercan más de lo que uno pudiera imaginarse, puesto que, en América Latina, hemos puesto el énfasis en alguno de los tres ingredientes mencionados, sin lograr esa perfecta sincronía, casi sinfónica, que hace de la obra de Coetzee algo sobre lo que hay que estar volviendo para entender el mundo contemporáneo. La reconstrucción de una idea, un proyecto utópico, o de una forma de lucha no supone olvido de lo logrado hasta el momento en que el fiasco de los medios nos enfrenta con el fracaso de los resultados. Unos y otros no están necesariamente unidos en el quehacer histórico de los hombres, sino es en la dimensión estética y lírica de las artes, el pensamiento y la capacidad de amar. Ese puente lo tiende la sencillez, la humildad, el sentido perfecto de que nuestra tarea en este mundo se resuelve en el aquí y en el ahora, pero sin perder la orientación de que esa cotidianidad tiene memoria, un cúmulo de tradiciones y de historia que debe ser articulado e instrumentado cada vez que nos sentamos a escribir un poema, una novela o un ensayo.
Hasta ahora, en América Latina, y retomando el tema insinuado al principio de este ensayo, para algunos la sencillez no pareciera ser una virtud estética. En ciertas zonas y países la mala digestión de Joyce, Faulkner o Eliot nos heredó edificios literarios imposibles de alcanzar, tanto así como para que mucha de la literatura y del arte que se hace hoy por estas latitudes aspire a una sencillez informe, adulterada, más cercana a las baratijas de supermercado que a las joyas en tempo sincopado producidas por el "boom" de la literatura latinoamericana de los años sesenta. Desgraciadamente ésta se fue para nunca más volver. Y tenemos, entonces, que enfrentar el dilema de hacer regresos violentos a ella, o de renegar nuestra herencia y nuestras deudas con escritores que siguen dando lo mejor de sí, quiérase o no, dentro de lo más noble de la tradición europea. Entre García Márquez y Vargas Llosa el puente levantado por la literatura anglo-sajona y francesa de las dos posguerras mundiales, hace comprensibles e inevitablemente nuestros a escritores del calibre de Coetzee. Porque la gran virtud de aquellos dos majestuosos latinoamericanos es haber hecho de la sencillez una herramienta todopoderosa, con la cual han sabido captar de forma eficaz el embrujo de las particularidades culturales latinoamericanas sin desprenderse de las enseñanzas que nos siguen llegando desde las plumas y los misterios de hombres como el eminente escritor surafricano. El premio a la sencillez de hace veintiún años exactos, hizo que García Márquez nos brindara la posibilidad, a los latinoamericanos, de imaginar un mundo más justo y libre en el que no se descartara la memoria de pueblos repletos de historia. Hoy lo recibe el surafricano Coetzee, casi por las mismas razones. ¿Será Vargas Llosa el próximo, compartamos o no sus puntos de vista políticos?.