Por: Jordi LLoret
Y en ese barrio está el que fue el gran campo de concentración, el Estadio Nacional de Chile, donde los soldados traidos de otras partes de la larga faja, encerró,torturó y fusiló a varios de nuestros vecinos compatriotas, cuando se rompió la delgada línea.
Alli en el centro del peloteo en decadencia, se escuchan los gritos desgarradores de muchos que no teníamos mas que cantar la propia voluntad de salir de la mala redistribucion de los bienes que fabrica la república. Hasta hoy cantamos, como un tago feroz entre la niebla.
Ni los gritos de las nuevas barras llamadas salvajes por la soledad en que nos encontramos, ni el pasto transformado en gran bandera chilena cuando Alwin le gano a buchi 3-1, algo mucho pudieron los Prisioneros de San Miguel, animitar, lamer un poico como perros del fuego, las venas encostradas de nuestro sur con esa doble llenada en estereo, ay como saltamos y cantamos con los huicholes, las bendiciones al creador para que nunca más.
En ese ombligo mundialero rodeado de bloques vi por la tele brillar la pelada del juez Guzman y su gente recorrer las dependencias ahora vacías de la torturación y la maldad envalentonada de los seres cuando el miedo vallejiano alergia el cuerpo social, allí los jóvenes detectives reproduciendo fusilamientos sin más juicios que el dedo de cierta oficialidad, ritos para sacarnos el diablo del cuerpo que dice Fito.
Esos rotos envalentonados queriendo entrar a los caserios del fundo chileno para comerse las papas fritas del norte gringo que tanto nos moja y atrae, esas parejas espueladas zapateando mármol sobre tierra.
Hoy somos los hijos de esos otros, los que te cantamos ombligo nacional, los sobrinos del pato donald que aún tienen memoria y presente lúdico, aqui acariciando desde la radio de la U el tímpano chicharreado por esa musiquilla de mall en plena soledad de escaparates.
Y por la calle Cañas el resplandor del Taller integral de desarrollo humano liderado por el gran Lucho Weinstein y por mujeres y hombres que hemos mantenido la llama libertaria en nuestras canoas. Allí pintando, creando con Lihn y Codocedo y el negro para parir "Sudacas mas turbio" y caminando esas veredas ñuñoinas ora por Chile-españa con Ira, ora por pasajes en busca de remedio para la mente.. Barrio de ñuñoa me paseo por este dial celeste de la tarde para lagrimear el recuerdo cuando nació mi hijo Bruno y con Margot apretados de la mano vimos que el infinito estaba en el amor después del amor para dejar que la costra caiga sola mientras tanto el llanto de mi potrillo le hacía crecer una flor al barrio..
Igual ir a Las lanzas servia para cazuelear y conspirar intentando recuperar la palabra democracia, que es una vasija que hay que llenar de buenas leches a la orilla del glamour de las estrellitas del focus grup y del raiting.
Y sobre todo "la Caja Negra", isla hermosa donde se zurcieron tantos cariños que andaban sueltos por ahi, igual todos sabiendo que en cualquier momento nos patearían la puerta, dele chico, Pato, Gonzalo y esas chicas valientes y hermosas, dele Piña con el afiche y esas herramientas altaneras y pacíficas para ir zafándonos del autoritarismo que aún nos queda en los comedores de nuestras propias copevas sudacas.
Ay sabor de barrio,en en ese cine jólibub donde los uniformados liceanos pasamos tantos capeos, tanto manoseo exitados por la crash, las artes manuales y el griterío hermoso de los potrillos cuando custer roeado por los indios, sacó su malboro.
Ñuñoa que me pierdo al evocarte como si se tratra de una novia que quiero tanto, pero que no me da la pasada por no vivir en tu mosaico de clasemedia que quiere tocar la tranquilidad de su almuerzo y luego volver a la pega entre tardes y tormentas.
Ñuñoa citi is may favorite place decia la Palmenia Hagen. Abrazo. Jordi LLoret.
E-mail de Jordi LLoret : jordilloret@hotmail.com
EN LOS CLAVELES DEL JARDÍN
Por: Adriana Monsalve Varas
Y estaba ahí, parada, indecisa, paralizada, sin saber si correr o refugiar su terror agazapada entre las ramas del que siempre había sido su árbol favorito.
Confundida en su aliento acelerado comprendió fugazmente que en esos momentos no era una persona: era solamente un pobre remedo abismado y tembloroso, cuyo cerebro vacío de ideas, sólo ordenaba adrenalina. La noche había llegado cuando meditaba tristemente en su apacible jardín, junto al árbol de suaves hojas que tantas veces refrescara con sus caricias verdes su cuerpo afiebrado de sol.
Quiso decirse que la quietud nocturna era igual a la de tantas otras noches, pero al apoyar su cuerpo agobiado por la inestabilidad y el miedo en el retorcido tronco, seco en apariencia, un enjambre de batientes alas estremeció el tupido follaje, dando a conocer un interior que cobijaba una vida completamente ajena a su naturaleza vegetal. Un nuevo espanto se unió a su terror y sintió en la boca un sabor áspero y pegajoso. Y las ramas heladas ya no tuvieron hojas, sólo fueron pobladas por una red de blandas telarañas que se adherían a su rostro despojadas de su antigua amistad.
- ¡ Qué me hizo ese hombre ! - gimió aterrada refiriéndose al borracho que esa mañana encontrara durmiendo a la puerta de su casa. Recordó. Era un ser harapiento, con esa gordura hinchada de los alcohólicos que hacía más repulsivo su rostro amoratado. Lo había despertado bruscamente indignada por el insulto de su presencia. Entonces él, siguiendo el curso de su borrachera había fijado en ella sus ojos acuosos e implorantes y luego, sin mediar palabra alguna, empezó a verter abundantes lágrimas.
- El no quiso irse, señora - explicó entre sollozos - quería en un principio pero yo le rogué que se quedara.
¡ Cómo me costó convencerlo! Insistía en que después de ver tanta miseria no le quedaba otro camino que partir. Le recordé que él podía acabar con las atrocidades si así lo deseaba, pero no, él no podía. Le es imposible desobedecer sus propias leyes...
también le es imposible observar impávido tanto sufrimiento... Tuve que suplicarle, patrona, y él, tan bondadoso, aceptó vivir por unos años en el interior de sus claveles. En los de su casa, patrona. Usted los cultiva con tanto amor en su jardín, y él necesita que lo amen. Solamente eso, que lo amen...
- Pero ¿ de qué está hablando, hombre?
¡ Borracho asqueroso ! ¡ Lárguese de mi puerta! ¡ Apestoso!
- ¡ Patroncita! ¡ Tan buena y también se ha dejado contagiar por la ira!
El hombre parecía necesitar el llanto como una forma de expulsar el licor ingerido, y las lágrimas seguían cayendo incontenibles de sus enrojecidos ojos.
- ¡ Señora linda, cuide sus claveles! - suplicó antes de marcharse dejando en el aire el acre olor de su presencia.
Libre al fin del borracho había salido a realizar sus pobres compras.
A pocas cuadras de su casa un enjambre de vendedores callejeros le salió al paso con su vociferante griterío. Todos a la vez querían dar a conocer sus mercaderías con voces iracundas.
Fastidiada caminó entre ellos intentando llegar pronto a su destino.
El bullicio enloquecido cesó de pronto para ser reemplazado por inquietos movimientos. Algo sucedía. Entonces vio el bus de la policía estacionado en una esquina. Completamente enrejado parecía una verde cárcel rodante. Los ambulante, con aterrada prisa cogieron los manteles en que exhibían sus objetos, iniciando enseguida una desastrosa huida, perseguidos por unos guerreros medioevales vestidos de verde que protegían sus rostros con cascos enrejados, o corazas, o lo que fueran, ya que igual cumplían con la función a que estaban destinados ¿ ocultar sus rostros? ¿protegerlos de los proyectiles de la ira?
Los ambulantes corrían desesperados: hombres, mujeres y niños, todos corrían escapando con sus pobres manteles al hombro.
Dos de ellos quedaron rezagados: un anciano vendedor de artesanía y un pequeño que ofrecía caramelos. Los modernos dragones , congestionados sus rostros por una rabia ajena, tomándolos rudamente por los brazos, los obligaron a ir con ellos hasta su vehículo carcelario. El viejo suplicaba en tanto el muchachito, trémulo de espanto, lloraba aterrado.
El espectáculo era siniestro. Los fieros cuidadores de un orden alienado apaleaban sin consideración a los indefensos culpables.
Entonces ocurrió lo imprevisto: la muchedumbre de ambulantes que hasta unos instantes huía aterrada, sintió arder sus corazones, y con la bravura que da la impotencia, arremetió contra los policías armados sin importarles ya sus mercaderías ni sus vidas.
Y ahí estaba ella de compras en medio de la horrenda batahola.
Corrió, huyó como pudo de ese pequeño campo de batalla.
En su apresuramiento hundió uno de sus pies en un montón de papeles plateados que volaron por el aire: eran envases vacíos de tabletas tranquilizantes que un barredor del empleo mínimo se aprestaba a recoger.
No tenía donde guarecerse.
Los negocios establecidos, cautamente habían bajado sus cortinas para protegerse de la combatiente horda callejera.
- ¡ Maldita gente! - gritó desesperada - ¡Maldita policía! ¡Malditos todos!
¿Qué derecho tienen para transformar en un infierno nuestras vidas?
Llegó a su casa con las manos vacías. Le había sido imposible efectuar sus compras.
- No era mucho lo que podía a traer - se dijo contando sus escasas monedas, desalentada. Luego sintió las mismas ganas de llorar del muchachito, del viejo y del borracho.
- ¡ Cuide sus claveles, patroncita!
Levantó la cabeza extrañada. Naturalmente estaba sola.
Había cerrado tras sí la puerta de calle al entrar y sus hijos ya no estaban allí para abrirla.
- Debo estar tan loca como esos pobres cesantes que venden en las veredas - se dijo alterada y volviendo a contar su dinero comprendió que para pan y sólo muy poco más le habría alcanzado.
- Mejor lo guardo para cuando vengan los niños a visitarme. ¡Que buena ha sido mamá con ellos. A mi lado pasarían sólo hambre. Ella también estaba hambrienta. Desde el día anterior que no comía.
Al igual que su marido había perdido su trabajo: eran también dos cesantes que luchaban con desesperación por su precario sustento, y que sólo obtenían la generosa ayuda de la madre.
- ¡ Cesantes con títulos! - exclamó con amargura - ¡Secretaria bilingüe, y Juan, gerente de una empresa quebrada ,obligado a vivir lejos de su hogar ...!
Se acercaba la navidad y con angustia se preguntaba como podría ingeniárselas para colocar algunos regalos en el pino de Pascuas que ya el año anterior había estado escuálido.
Bebió un sorbo de agua y corrió a refugiarse en el jardín.
Un duraznero lucía un último y sabroso fruto en una de sus ramas.
Alargó sus mano ansiosa y lo arrancó devorándolo enseguida, sin importarle que lo hubiera estado guardando para sus hijos.
Entonces vino el caos.
- ¡Cuide sus claveles, patroncita! El árbol amigo en que había apoyado su espalda se volvió hostil negándole el amparo de sus ramas. Un gran pájaro negro escapó de su follaje graznando desagradable. Pareció detenerse unos instantes frente a ella mirándola con sus ojillos redondos y sentenciosos, luego alzó el vuelo rozando su rostro con una de sus alas que sintió pegajosas. Y junto a la oscuridad que se deslizaba rápido desde un cielo airado la voz del borracho nuevamente:
- ¡ Sus claveles, patroncita!
Quiso gritar pero no pudo. Sentía la ira frenética de la naturaleza entera y un miedo irrazonable le hizo comprender que era ella, en medio del jardín, el exponente humano objeto de esa furia descontrolada de los pacíficos.
Y la voz del aire se unió a la del jardín penetrando sibilina en su conciencia. Y era una voz verde y era una voz roja y era una voz negra que gritaba en mil idiomas ancestrales:
-¡ Asesinos!
¡ El borracho, la voz, la oscuridad! ¡ Las ramas desprovistas de piedad del árbol que la cobijó en tantas felices ocasiones...! ¡ La mirada lacerante del pájaro que rozó su rostro con las alas!
Corrió desesperada a su casa. No podía abrir la puerta cerrada. Era como si los seres del jardín se hubieran confabulado para descargar sobre ella algún violento reproche contenido. Suplicó ferviente en un segundo a quien quisiera escucharla, luego pudo entrar.
Enloquecida de soledad apretaba entre sus manos un pequeño pañuelo, cuando sintió el timbre de la calle. Dudo antes de abrir la puerta. Luego decidió que cualquier compañía humana era buena en esos momentos. Era el borracho. Esta vez de pie, el rostro siempre apesadumbrado pero sobrio.
- ¡ Señora, ya no me conoce! - le dijo con voz humilde al notar el sobresalto con que era recibido. -¡ Pedro! ¡Pero si eres Pedro!
- Claro que sí, señora, Pedro, su antiguo jardinero.
Esta mañana usted me echó de su casa. Yo estaba ebrio, me había tomado algunos tragos y tenía mucha pena.
Usted sabe, la cesantía, la pobreza y todo lo que pasa... Ahora venía a decirle que él se fue hace unos momentos. Ya nos está entre sus claveles...
- ¡ Pedro, pensé que estabas sobrio! lo interrumpió inquieta.
- Ya no estoy ebrio, patroncita, y lo de los claveles es la pura verdad.
Recuerde que yo converso con las plantas.
¿Se acuerda como hablaba tardes enteras con ellas cuando trabajaba en su jardín? Son mis amigas, en especial sus claveles, los más rojos.
Todas las flores lo saben, se lo han comunicado una a otra.
Él no lo pudo soportar. Oía como aplastaban esas botas.
Me había prometido quedarse, pero se marchó. Y no se fue solo, patroncita.
Dice un pájaro negro que llevó con él a un niñito que esta mañana vendía caramelos en la calle...
Cerró la puerta pausadamente sin despedirse del hombre.
¿Locura? Caminando de puntillas se asomó al jardín. Todo parecía tranquilo.
Salió. El aire de la noche había recuperado su pureza encantadora. Una luna majestuosa derramaba la belleza de sus rayos sobre su árbol amigo, y éste, generoso, la compartía gentil con la naturaleza serena. Caminó complacida por los senderos de oro sintiendo su alma nuevamente acariciada por la paz, y entonces una nueva esperanza renovó la energía de sus manos.
Entró nuevamente a la casa y pensando en el día que vendría con la visita de sus hijos, fue a la cocina donde aún reservaba algunas provisiones, y con ellas, más una enorme dosis de amor, les preparó su postre predilecto...
E-mail de Adriana Monsalve Varas : monsavaras@yahoo.es