Desde Costa Rica, Rodrigo
Quesada Monge 1
La tragedia
cultural de un país, no se mide tanto por sus pérdidas
materiales y físicas, como por sus pérdidas humanas
y personales. Es precisamente el deterioro humano, en términos
de restricción de la investigación, de las posibilidades
de intercambio cultural y del diálogo entre los investigadores
y científicos, el que establece en su justa dimensión
la tragedia por la que pasa el pueblo iraquí en estos días
de ocupación y barbarie extranjeras.
Algo similar puede decirse que le sucediera al pueblo chileno durante
una buena parte de la dictadura de Pinochet. El triste cuadro de
cientos de artistas, poetas, intelectuales, técnicos, profesores
e ingenieros que abandonaron su país un día por razones
políticas e ideológicas, solo recoge en parte el verdadero
sentido de la tragedia que significó la muerte de Salvador
Allende, en el momento en que los chilenos creían posible
la construcción de un sueño cultural distinto.
Tal sueño empezó a tomar forma en 1970, cuando Allende
fuera electo Presidente de uno de los países más cultos
y democráticos de América Latina. Su supuesto marxismo
era de un tono ponderado y sobrio, fuera de los cánones radicales
y vociferantes que habían predominado en algunas otras partes
de América, después de la revolución cubana.
Sin embargo, el contexto de la Guerra Fría estableció
el perímetro, desde el momento mismo en que el presidente
fuera electo, para que su ejemplo no se extendiera por el resto
del continente. Dicho perímetro venía cargado de una
especie ominosa, característica de las relaciones entre los
Estados Unidos y América Latina, cuando el caso cubano puso
en evidencia, a su manera, que era posible tener otros sueños
y utopías. Nos referimos a la especie que utilizan todos
los dictadores y regímenes totalitarios: el silenciamiento
de los artistas y de los pensadores que se salen de la camisa de
fuerza establecida sobre el resto de la sociedad.
Con su larga tradición cultural y política, Chile
fue siempre un ejemplo de lo que pueden los pueblos cuando se los
deja en libertad para crear, como ya lo había demostrado
desde los años treinta. No era la primera vez que en ese
bello país se intentaba un gobierno de los pobres para los
pobres. Pero en 1973, la situación, el escenario internacional
eran otros. ¿Qué había cambiado? Nos había
llegado la idea, desde las oficinas del Departamento de Estado de
los Estados Unidos, de que nadie en América Latina, tenía
el derecho a escoger su propio destino, a no ser aquel establecido
por el presidente norteamericano de turno. Kissinger hizo efectivo
de manera inigualable ese principio ideológico y doctrinario.
Algo que tiene hoy más vigencia que nunca.
El sueño cultural que traía consigo Allende cuando
llegó al poder portaba la ingenuidad deliciosa de quien cree
que es posible hacer arte, música y literatura solamente
con las buenas intenciones. Un monstruo grande y torpe estaba al
acecho para acabar con todo ello, en un chasquido de los dedos.
Ya Neruda lo había advertido, y Fidel Castro había
sido muy claro en la misma dirección. No era posible construir
un proyecto revolucionario y cultural de la noche a la mañana;
y menos aún dentro de la estructura política e ideológica
diseñada por la burguesía chilena desde hacía
más de un siglo. Tal burguesía iba a cobrar un precio
muy alto por desprenderse del control de aquella estructura que,
incluso, no dudó en violentar y destruir para impedir que
los nuevos intrusos, los pobres y desamparados de Chile, hicieran
ingreso en ella.
Cuando uno recuerda a Salvador Allende hoy, vienen a la memoria
la cantidad de profesionales y artistas chilenos que llegaron a
nuestros países. En Costa Rica, por ejemplo, no es posible
hablar de una renovación importante del teatro, la plástica,
la arquitectura, la literatura y la música sin la llegada
de cientos de ellos que, después de 1973, hicieron una colaboración
importantísima en el crecimiento cultural de este pequeño
país centroamericano. Para algunos otros en Costa Rica, recordar
a Salvador Allende es recordar también el riesgo que tienen
los sueños cuando se socializan y se comparten con cientos
de miles de personas. Las enseñanzas que se reciben de este
tipo de experiencias tienen más que ver con las posibilidades
reales de construcción de utopías en América
Latina, como el caso cubano, que con los límites ciertos
de la realidad que definen el comportamiento cultural y político
de nuestros grupos sociales dominantes.
En América Latina, más que en ninguna otra parte del
mundo, la dialéctica entre realidad y utopía, sigue
tan explosiva como desde el encuentro fatídico con los españoles
hace quinientos años. Con Salvador Allende llegó al
poder la posibilidad de un sueño, pero la realidad tenía
otros designios. Y debemos aprender que los sueños solo tienen
sentido cuando están bien asentados en la realidad.
La muerte del Presidente Allende es un recuerdo opresivo y lastimoso
para toda la América Latina, aquella que se precie de decente
y sensitiva. Para la otra, la intolerante e irrespetuosa, brutal
y totalitaria, que también es parte nuestra inevitablemente,
dicha muerte fue una lección para aquellos que se atreven
a soñar sueños imposibles.
Después de 1973 nos siguió una década terrible
en América Central, por ejemplo. Porque la Revolución
Sandinista, la guerra civil en El Salvador y Guatemala, la ocupación
de facto de Honduras, y la manipulación política y
diplomática de Costa Rica, tuvieron como punto de referencia
al caso chileno. En Argentina, Paraguay y Colombia el escenario
político y militar se ennegreció de tal manera, que
en este último país todavía no es posible ni
siquiera vislumbrar una solución a un conflicto en el que
los pobres sigue apostando sus muertos.
Pero la figura de Salvador Allende sigue ahí. Nos sigue provocando,
de manera perentoria y angustiante. Porque los sueños y las
utopías en nuestros países son la savia con que le
damos sentido a una realidad oprobiosa y siniestra. Chile intenta,
después de treinta años de sufrimiento y rencor, recuperar
un pasado histórico que les pertenece de una u otra manera,
contra los resultados positivos y negativos que arrojan las reflexiones
y pensamientos hechos por sus hombres y mujeres más eminentes.
El pueblo chileno, como el resto de América Latina (si nos
fijamos en lo que sucede en Argentina y Brasil), probó una
vez más entonces que es posible tener sueños, a pesar
del peso, también histórico, que tiene en sus vidas
cotidianas la supuesta demencia senil de Augusto Pinochet.
Al fin y al cabo el legado de la muerte de Salvador Allende le pertenece
a la humanidad toda, no solo a los latinoamericanos.