Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 55
Octubre de 2003

SALVADOR ALLENDE.
IN MEMORIAM.

Para mi querido amigo, el historiador chileno Mario Oliva Medina.


Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1

La tragedia cultural de un país, no se mide tanto por sus pérdidas materiales y físicas, como por sus pérdidas humanas y personales. Es precisamente el deterioro humano, en términos de restricción de la investigación, de las posibilidades de intercambio cultural y del diálogo entre los investigadores y científicos, el que establece en su justa dimensión la tragedia por la que pasa el pueblo iraquí en estos días de ocupación y barbarie extranjeras.

Algo similar puede decirse que le sucediera al pueblo chileno durante una buena parte de la dictadura de Pinochet. El triste cuadro de cientos de artistas, poetas, intelectuales, técnicos, profesores e ingenieros que abandonaron su país un día por razones políticas e ideológicas, solo recoge en parte el verdadero sentido de la tragedia que significó la muerte de Salvador Allende, en el momento en que los chilenos creían posible la construcción de un sueño cultural distinto.

Tal sueño empezó a tomar forma en 1970, cuando Allende fuera electo Presidente de uno de los países más cultos y democráticos de América Latina. Su supuesto marxismo era de un tono ponderado y sobrio, fuera de los cánones radicales y vociferantes que habían predominado en algunas otras partes de América, después de la revolución cubana. Sin embargo, el contexto de la Guerra Fría estableció el perímetro, desde el momento mismo en que el presidente fuera electo, para que su ejemplo no se extendiera por el resto del continente. Dicho perímetro venía cargado de una especie ominosa, característica de las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina, cuando el caso cubano puso en evidencia, a su manera, que era posible tener otros sueños y utopías. Nos referimos a la especie que utilizan todos los dictadores y regímenes totalitarios: el silenciamiento de los artistas y de los pensadores que se salen de la camisa de fuerza establecida sobre el resto de la sociedad.
Con su larga tradición cultural y política, Chile fue siempre un ejemplo de lo que pueden los pueblos cuando se los deja en libertad para crear, como ya lo había demostrado desde los años treinta. No era la primera vez que en ese bello país se intentaba un gobierno de los pobres para los pobres. Pero en 1973, la situación, el escenario internacional eran otros. ¿Qué había cambiado? Nos había llegado la idea, desde las oficinas del Departamento de Estado de los Estados Unidos, de que nadie en América Latina, tenía el derecho a escoger su propio destino, a no ser aquel establecido por el presidente norteamericano de turno. Kissinger hizo efectivo de manera inigualable ese principio ideológico y doctrinario. Algo que tiene hoy más vigencia que nunca.

El sueño cultural que traía consigo Allende cuando llegó al poder portaba la ingenuidad deliciosa de quien cree que es posible hacer arte, música y literatura solamente con las buenas intenciones. Un monstruo grande y torpe estaba al acecho para acabar con todo ello, en un chasquido de los dedos. Ya Neruda lo había advertido, y Fidel Castro había sido muy claro en la misma dirección. No era posible construir un proyecto revolucionario y cultural de la noche a la mañana; y menos aún dentro de la estructura política e ideológica diseñada por la burguesía chilena desde hacía más de un siglo. Tal burguesía iba a cobrar un precio muy alto por desprenderse del control de aquella estructura que, incluso, no dudó en violentar y destruir para impedir que los nuevos intrusos, los pobres y desamparados de Chile, hicieran ingreso en ella.

Cuando uno recuerda a Salvador Allende hoy, vienen a la memoria la cantidad de profesionales y artistas chilenos que llegaron a nuestros países. En Costa Rica, por ejemplo, no es posible hablar de una renovación importante del teatro, la plástica, la arquitectura, la literatura y la música sin la llegada de cientos de ellos que, después de 1973, hicieron una colaboración importantísima en el crecimiento cultural de este pequeño país centroamericano. Para algunos otros en Costa Rica, recordar a Salvador Allende es recordar también el riesgo que tienen los sueños cuando se socializan y se comparten con cientos de miles de personas. Las enseñanzas que se reciben de este tipo de experiencias tienen más que ver con las posibilidades reales de construcción de utopías en América Latina, como el caso cubano, que con los límites ciertos de la realidad que definen el comportamiento cultural y político de nuestros grupos sociales dominantes.

En América Latina, más que en ninguna otra parte del mundo, la dialéctica entre realidad y utopía, sigue tan explosiva como desde el encuentro fatídico con los españoles hace quinientos años. Con Salvador Allende llegó al poder la posibilidad de un sueño, pero la realidad tenía otros designios. Y debemos aprender que los sueños solo tienen sentido cuando están bien asentados en la realidad.
La muerte del Presidente Allende es un recuerdo opresivo y lastimoso para toda la América Latina, aquella que se precie de decente y sensitiva. Para la otra, la intolerante e irrespetuosa, brutal y totalitaria, que también es parte nuestra inevitablemente, dicha muerte fue una lección para aquellos que se atreven a soñar sueños imposibles.

Después de 1973 nos siguió una década terrible en América Central, por ejemplo. Porque la Revolución Sandinista, la guerra civil en El Salvador y Guatemala, la ocupación de facto de Honduras, y la manipulación política y diplomática de Costa Rica, tuvieron como punto de referencia al caso chileno. En Argentina, Paraguay y Colombia el escenario político y militar se ennegreció de tal manera, que en este último país todavía no es posible ni siquiera vislumbrar una solución a un conflicto en el que los pobres sigue apostando sus muertos.

Pero la figura de Salvador Allende sigue ahí. Nos sigue provocando, de manera perentoria y angustiante. Porque los sueños y las utopías en nuestros países son la savia con que le damos sentido a una realidad oprobiosa y siniestra. Chile intenta, después de treinta años de sufrimiento y rencor, recuperar un pasado histórico que les pertenece de una u otra manera, contra los resultados positivos y negativos que arrojan las reflexiones y pensamientos hechos por sus hombres y mujeres más eminentes. El pueblo chileno, como el resto de América Latina (si nos fijamos en lo que sucede en Argentina y Brasil), probó una vez más entonces que es posible tener sueños, a pesar del peso, también histórico, que tiene en sus vidas cotidianas la supuesta demencia senil de Augusto Pinochet.
Al fin y al cabo el legado de la muerte de Salvador Allende le pertenece a la humanidad toda, no solo a los latinoamericanos.



1 Historiador costarricense (1952), columnista permanente de esta revista.


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