Texto:
Carlos Yusti
No
aparentaba ser un vejestorio digno de asilo. Ni un carcamal abandonado
por la familia. Mucho menos un viejoverde con un par de viagras
entre pecho y espalda. Era sí pulcro. Estaba recién afeitado y tenía
el desaliño propio de esos seres que más que importarle la ropa
se preocupan por tener acicalada el alma y esto se le notaba por
esa manera sabia de guardar la luz en su mirada.
José
Saramago asegura que "al menos una vez en la vida, cualquier
cronista o literato que no acaba de dar con un tema hace su glosa
personal de la puesta de sol". Y en eso andaba yo por el malecón
de San Félix. No tenía tema. O si tenía, pero como en estos días
tengo el corazón bastante difícil, de tanto mierdeo político, estaba
algo seco para articular palabras en la pantalla de la computadora.
Bueno, pues sí que andaba descolocado ante mis perplejidades más
íntimas y paseando en las tardes trataba de encontrarme para volver
al cotilleo literario.
El
Orinoco con las primeras escaramuzas de lluvia tenía aspecto de
espejo vivo y vibrante. Detesto la naturaleza quizá por aquello
escrito por Platón: "Ni los árboles, ni las piedras me han
enseñado nada, todo lo he aprendido de los hombres". No obstante
esto de mirar el paisaje tiene efectos terapéuticos y ayuda a peinar
los nervios desmelenados por estos días acuñados de sombras y verborrea
oficial. El paisaje me permite apartarme de los hombres de quienes
a veces se aprenden las peores lecciones como la intolerancia, la
violencia y la frialdad de las emociones que pisotea los jardines
o maltrata a los niños.
Sentado
frente al río pensaba que la cursilería no tenía parangón cuando
de hombre y paisaje se trata. Giré a la izquierda y vi avanzar una
figura que parecía hablar con el río, el aire y los árboles. A medida
que avanzaba pude comprobar que pertenecía al club de la tercera
edad. Se sentó algo cerca. Suspiró con una emoción nítida. Como
soy poco dado a darle charla a los desconocidos seguí diluyendo
mis pensamientos en el paisaje fluvial. A ratos trataba yo de concentrarme
en un libro de Steiner y olvidarme un poco del viejo e incluso del
paisaje que devoraba el sol a lo lejos.
Por
fin el hombre me habla directamente a mí y no al paisaje. Me hago
el sordo y trato de meterme en el libro. El hombre masculla algo
entre dientes. Estoy a punto de marcharme, pero el hombre habla
de nuevo: "No hay nada como todo esto. Cuando se es joven sólo
hay un afán de vivir, tener, soñar, de atesorar lujos, experiencia,
bienes materiales. Al final el sol se apaga en nosotros y hemos
desperdiciado toda esta tranquilidad. La literatura se encuentra
aquí. Es necesario leer las hojas, las piedras, el canto del pájaro,
el sonido del agua. Hay que leer las nubes, la luz a lo lejos. Hay
una gran necesidad de leer este abecedario para aprender algo. A
esta altura de mi vida ya no tengo afán, no atesoro nada y sólo
trato de coleccionar crepúsculos. Siempre vengo por aquí y le puedo
decir que los atardeceres y las puestas de sol siempre son distintas
cada día. Yo prefiero el crepúsculo y mi colección es bastante extensa
y la disfruto cada día". Pero yo estaba ya lejos, cansado
de tanta bisutería de nueva era al peor estilo de Paulo Coelho.
Soy
un animal más literario que político. Más novelesco que ecologista.
Voy leyendo la vida y la naturaleza luego que me he leído varios
volúmenes. Hago como el Quijote. Voy a la realidad a verificar lo
leído, a comprender en el áspero barro del devenir cotidiano que
aparte de palabras y sueños, estamos hechos de una realidad que
no obedece a ningún discurso y que más bien parece responder a las
pasiones humanas más dispares.
Uno
trata de leer libros para no descuadernarse en posiciones analfabetas
como la intolerancia y el racismo, uno trata de blindarse de imaginación
novelesca para distinguir que es un gigante y que es un molino de
viento.
Creo
que la mejor etapa de mi vida fue cuando pasaba horas tumbado en
el sofá de la sala leyendo. Era un adolescente que se salvó del
barrio(donde vivía) y de la adolescencia gracias a la lectura. Sobreviví
a todo por culpa de los libros. Luego he tratado de vivir(y de beber
por supuesto) al ritmo de las palabras que sigo leyendo y que en
algunas oportunidades también voy pergeñando aquí y allá. Además
la literatura me ha permitido ser un especialista de nada. O sea
un experto de los sueños y de lo que se imagina, o se piensa, convertido
en palabras.
Sólo
atesoro frases. Metáforas atrapadas al vuelo en la calle, en los
bares y en los lugares más insólitos. He dilapidado mi vida tratando
de verme en el espejo del lenguaje y como la Alicia de Lewis Carrol,
algunas veces atravieso ese espejo y no hay paisaje natural, ni
realidad, que valga. No obstante el coleccionista de crepúsculos
me regaló una enseñanza incomparable: la vida es también un paisaje
que nos espera para que sólo lo guardemos en una mirada.
Saramago
ha escrito: "Uno sale confortado de una puesta de sol, resignado
y, en cierto modo, humilde". La humildad ante la metáfora de
un sol que se yergue, o que declina, puede ser un hecho literario
sin tanta literatura. Una puesta de sol hay que vivirla. Un crepúsculo
hay que pescarlo con el anzuelo de los ojos. Es igual que los sueños
a los cuales es necesario darles carne, poesía y realidad para que
nos salven un poco.
Sin
duda que aquel coleccionista de crepúsculos posee un conocimiento
vital de la luz, quizás aprendió que el mundo está construido con
instantes de luz; de breves momentos donde la luz es también un
elocuente alfabeto que muchos no se dignan en leer. Los analfabetos
de la luz acechan por todas partes, pero siempre hay un soñador
dispuesto a coleccionar crepúsculos, a leer esas palabras silenciosas
escritas en el cuaderno de la luz. Los soles también se inventan,
o se sueñan, en la noche insondable del alma.
POBREZA
INTELECTUAL
Rafael
Rattia*
Existe
una pobreza más espantosa y vergonzante que la pobreza material,
esa que se deriva de la precariedad económica; del ingreso per capita
o condición socio-económica que representa el poder adquisitivo
de la familia venezolana. Se trata, obviamente, de esa "otra
pobreza" que degrada al ser humano y lo sitúa en los límites
del espanto, de la pena ajena. No es otra que la pobreza del espíritu,
la menesterosidad del alma, en fin la pobreza intelectual. Desde
que se "decretó", burocráticamente desde arriba, el esperpento
de esa entelequia olímpicamente llamada "Revolución Cultural
Bolivariana" el venezolano es cada vez más ignaro, más marginal,
lo que equivale a decir más fanático, dogmático e intolerante. Todo
ello junto valga decirlo de una buena vez.
Vamos
a entendernos desde el principio: ser pobre, intelectualmente hablando
se entiende, significa ostentar una "racionalidad" chata
y hostil a cualquier donaire del interaccionalismo dialógico-comunicativo.
Ser pobre intelectual no es lo mismo que ser "un intelectual
pobre". La pobreza intelectual se revela en toda su espléndida
aura mediocritas cuando el remedo de "intelectual" se
refugia en un asqueroso nicho de palabras petrificadas y unidimensionalizadas
de tanto ser masticadas, mas nunca correcta y sensatamente digeridas
por el logos de la razón teórica y práctica ni sometidas al imprescindible
cedazo del discernimiento político de la analítica reflexiva.
La
pobreza intelectual no es simétricamente proporcional a la cantidad
de vocabulario que pueda exhibir el individuo que presume tal condición.
Se es más pobre intelectualmente tanto como dogmas y altares edifique
uno en torno a una idea-fuerza que opera cual fetiche sacralizado
e inexpugnable. Se es ostensiblemente más pobre -psíquicamente-
cuando el sujeto se desautonomiza y pierde su necesaria independencia
criteriológica por no hacerse merecedor de un adjetivo como disidente.
Indudablemente, la pobreza intelectual está en extrema filía con
la "vocación de rebaño" (Nietzsche). Porque es obvio que
el comportamiento borreguil no tiene nada que ver con la independencia
del intelecto ni con la autodeterminación psicológica o racional
del sujeto que piensa y discierne por sí mismo al margen de presiones
externas de cualquier índole. La pobreza intelectual conlleva implícitamente
una variante psicopatológica de enajenación que raya en lo que Edgar
Morin llama el "homo loquens-tremens-demens". La ecuación
no tarda en advertirse; pobreza intelectual es sinónimo de desvarío.
Variante atenuada del razonamiento prelógico. También es rigurosamente
cierto que "el pobre intelectual" sigue, de manera ciega
y obtusa, consignas partidistas y bambalinas retóricas. No problematiza
ideas, no confronta perspectivas analíticas ni procesa cosmovisiones
ni trasiega doxas; únicamente acata y cumple disciplinadamente lo
que otros conciben intelectualmente.
*Historiador.