MALDITO E INÉDITO
INÉDITO Y MALDITO
Carlos Yusti
Siempre quise ser un escritor maldito y de paso inédito. Por culpa de un amigo escribí mi primer libro, luego se publicó y mis inclinaciones por ser un jornalero del malditismo (desplanchado e ilustrado) se esfumaron. Mamá siempre quiso que dejara de escribir, que buscara una chica, que fuera un novio oficial, formalizara un hogar y me comportara como un hombre común. No obstante la literatura me ganó para su bando.
Se especula, no sin sorna, que aquí es más sencillo escribir un libro que editarlo. Quienes escriben acarician siempre esa posibilidad de editarlo. Los mecanismos para publicar son una lata. Terminado el libro se envía a una editorial y luego recibirá una misiva amable rechazando su manuscrito. No hay que tornarse lúgubre y es mejor tomárselo suave como lo hace el escritor Slavko Zupcic: “Los escritores envían sus libros. Tres meses después, las editoriales los devuelven. Los escritores entonces recogen su paquete -esquela incluida-, lo ocultan de la mirada de sus parejas y vecinos, se consuelan pensando en García Márquez, en Roberto Arlt, en Kennedy Toole, algún confundido quizás recuerde a Kafka, otro que se pretende informado dirá que lo mismo le sucedió hace dos años a Jorge Volpi y mire usted ahora, pero todos, absolutamente todos, corrigen el libro, le cambian el título, se inventan un seudónimo y lo vuelven a enviar”.
Otro forma para publicar son los premios literarios. Aunque tienen mala prensa (son amañados, están sujetos a maniobras de camarillas literarias, etc.) un premio, aparte de la calderilla, edita la obra. Mi experiencia en eso de publicar es común a muchos de mis amigos que escriben, aunque convertirme en escritor no fue algo que diseñé con alevosa premeditación.
Antes que nada lector. La lectura me orientó hacia bares y cafés en las cuales revoloteaban artistas de todo tipo. En esas tertulias cada cual exponía en lo que andaba. Así el pintor preparaba una exposición, el poeta afinaba los versos de un libro y cuando era mi turno mentía con descaro: escribo un libro. En esa etapa mi interés se centraba más en beber literatura que en escribirla.
Mi amigo Yuri Valecillo (fotógrafo) me exhortó a que dejara de engañar (y de engañarme), que escribiera en verdad. Como evasión argumentaba que carecía de imaginación y que si veía una vaca volando recitando poemas de Andrés Eloy, no sabría distinguir si eso era realismo mágico o ese instante kafkaiano que todo escritor aspira para fraguar una historia insólita. Yuri dijo que escribiera sobre mis lecturas, sobre algún escritor de Valencia que sea un hito como por ejemplo José Rafael Pocaterra.
Decidí hacerle caso a mi amigo. Estuve dos años indagando sobre la vida y obra de Pocaterra, leí todo lo escrito sobre su trabajo, entrevisté a gente que lo conoció, visité hemerotecas en Caracas, hasta que reuní material suficiente. Escribí el libro en tres meses y se publicó, luego de sortear los más estúpidos obstáculos, cinco años después.
En este corto periplo de aplicado escritor he leído textos de algunos aspirantes pésimamente redactados, con erratas y otros desperfectos que a la postre dejan al descubierto la falta de carpintería. Todo se reduce a eso: trabajar la madera de las palabras para descubrir la belleza artesanal de la vida.
Me hubiese gustado ser un maldito de las letras, un navajero de la escritura anónima, sin otro norte que el exceso tanto en la vida como en el uso del lenguaje. Jamás consentí en ser un novio oficial y me enamoraba de las putas sin intensidad, pero con pasión literaria. Yo quería mucha calle, sin domicilio académico fijo, mucho aire canalla respirado en la madrugada, sin libro publicado y con un sol dibujado en la mirada que va en silencio escribiendo en las hojas del alma toda la belleza de este enfermizo mundo.
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