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RENATO RUSSO Y LA LEGIÓN URBANA
Marcelo Olivares Keyer
Brasilia a principios de los ochenta ya no era la ciudad modelo diseñada por Lucio Costa y Oscar Niemeyer, e inaugurada por el presidente Juszelino Kubitscheck de Oliveira en 1960. Los inevitables arrabales de pobreza ya desdibujaban su moderna planta (¿un arco con flecha, un avión, una cruz?) y la también inevitable dictadura ocupaba de facto el sillón presidencial. A pesar esto, sus amplias avenidas, muy asoleadas de día y enigmáticamente oníricas de noche, fueron la ancha pista en donde aterrizó la New Wave en Brasil.
Por aquellos días, incipientes bandas combinaban y recombinaban sus integrantes en busca de la formación ideal para brillar con luz propia en lo que quedaría conocido como la Escena Brasiliense. En este cuadro formativo, aún indefinido, aún por cuajar, existía sin embargo una certeza: Aquel esmirriado trovador, veinteañero y enfermizo, llamado Renato Manfredini, era el líder. Nacido en Rio de Janeiro en 1960 (el mismo año de la inauguración de Brasilia), había pasado parte de su infancia en New York, de modo que al recalar en la flamante nueva capital a los trece años de edad ya traía un bagaje que le permitió fundar en el temprano año de 1978 la banda Aborto Eléctrico, quizás la primera banda punk de Latinoamérica.
En todo caso, a principios de los ochenta recorría los boliches nocturnos de la capital en plan solitario, con su guitarra de juglar, entonando largas canciones sin estribillo, y buscando nuevos socios para un nuevo proyecto grupal. Estos serían su tocayo Renato Rocha en bajo, Dado Villa-Lobos en guitarra, y Marcelo Bonfá en batería. Manfredini, voraz lector, cambió su apellido en honor a Bertrand Russell y Jean-Jacques Rousseau, pasando a ser, de ahí a la eternidad, Renato Russo. El nombre de la banda lo encontró en un libro sobre el Imperio Romano, trocando la frase Romana Legio OmniaVincit (Las Legiones Romanas Todo Lo Vencen) por Urbana Legio Omnia Vincit, subtítulo que acompañaría casi todas las placas.
Ya desde sus días de cantautor, Renato Russo marcaba una diferencia respecto de sus contemporáneos por la extensión y profundidad de sus letras, de manera que al aparecer el primer álbum de Legión Urbana (“LEGIÓN URBANA”, 1985) rápidamente pasó a ser el portavoz de su generación, tal como en otros rincones de Suramerica ya lo estaban siendo el Indio Solari en Argentina o Jorge González en Chile. Sobre la consabida base punk/electrónica/new wave, las canciones del primer álbum despliegan el repertorio temático e ideológico característico de aquellos días: Las cosas por su nombre, sonido límpido, discurso directo; al pan, pan, y al vino, vino. Desde la fundacional Será (“¿Será sólo imaginación/Será que nada va a acontecer/Será que todo es en vano/Será que vamos a conseguir vencer?”), hasta cerrar con Por Mientras, verdadera plegaria electrónica versionada años después por Cassia Eller, las once canciones irradian fuerza, juventud, anhelos y espíritu confrontacional, todo magistralmente equilibrado por la batuta de Renato Ruso. Se adivina la influencia de The Cure, incluyendo también el reggae de rigor, y la canción Generación Coca-Cola viene a ser la hermana brasileira de canciones como La Voz de los Ochenta, de Los Prisioneros, o Represión y Generación Inter, de Los Violadores, en tanto arietes para derribar lo pasado y pisado.
El segundo álbum (“DOS”, 1986) resulta un rotundo éxito comercial. Con doce canciones, en líneas generales continúa sin mayores cambios el camino trazado en la ópera prima. Estamos a mediados de década, el manifiesto generacional está claramente delineado, las dictaduras que ahogaban América del Sur comienzan a resquebrajarse (el desastre de las Falklands ya había provocado- no hay mal que por bien no venga-la precipitada caída de la dictadura argentina), la gente ha comenzado a perder el miedo, las calles se han llenado súbitamente de barricadas, y los jóvenes además se quieren divertir al ritmo del ska. Una delicada canción instrumental, Central do Brasil, y la historia de amor folk Eduardo y Mónica, preanuncian algunas ramificaciones de la Legión. Por su parte, los políticos ya habían caído en la trampa de la transición, y la derecha demostraba su astucia una vez más colgándose de la incipiente democracia y arreglándoselas para instalar a un acomodaticio José Sarney en el palacio de gobierno.
Para el tercer largaduración (“QUÉ PAÍS ES ESTE 1978-1987”, 1987), se acentúa una característica esencial de Legiao: El contrapunto entre violencia (rockera, valga la aclaración), macizas guitarras eléctricas y letras políticas, por una parte, y un existencialismo melancólico y autoafirmativo, por otra. La canción “Faroeste Caboclo” (“Far-West Mestizo”, o algo así), con sus nueve minutos y 159 versos es otra muestra contundente de la exuberancia poética del eximio letrista. A estas alturas, la banda brasiliense comenzaba a arrastrar a sus recitales a miles de fans enardecidos, fenómeno similar al de los Redonditos de Ricota en la Argentina. La mística que Renato Russo ya comenzaba a inspirar, devenido gurú post-punk, no tardaría en generar serios desmanes en vivo. Así, la Legión tuvo que disminuir la frecuencia de sus recitales, llegando incluso a vetar algunas ciudades. En medio de esta vorágine, el mulato bajista Renato Rocha se retira de la banda.
Ya como trío, la aparición de su cuarto álbum (“LAS CUATRO ESTACIONES”, 1989), con evidente influencia de The Smiths, y presentado ante 100.000 personas en el Parque Antártica de Sao Paulo, implica el final de una etapa. No sólo en términos de calendario –estamos en el último año de los ochenta-, sino que hasta aquí la obra de Legión ha sido homogénea por dónde se la mire. Los cuatro álbumes conforman una impecable tetralogía, y la potencia e intensidad de su legado ya los ha situado entre lo más trascendente del post-punk suramericano. En lo anecdótico, la inclusión de una canción en inglés anuncia caminos venideros. Y en lo fundamental, la tragedia golpea al líder de la tropa: En 1990 se entera de que es portador de SIDA.
El siguiente largaduración (“V”, 1991) acusa el cambio de época, los márgenes New Wave se desbordan definitivamente, y el drama personal acentúa la introspección. El resultado de esto es el disco más complejo de la banda. Diez canciones cuya interacción hace pensar en una ópera, desde Love Song, cantiga de amor con texto del siglo XIII, hasta Come Share My Life, alcanzando cimas como los once minutos de Metal Contra las Nubes (“No me entrego sin luchar/Tengo aún corazón/No aprendí a rendirme/Que caiga el enemigo entonces”), y la devastadora canción de amor Viento en el Litoral.
En 1993 sale al mercado “El Descubrimiento de Brasil”, tan ecléctico como el anterior, con catorce canciones que van desde baladas aparentemente ingenuas como Los Ángeles (“Voy a reparar mis alas quebradas y descansar…”) hasta extensos discursos como Perfección (“Vamos a celebrar nuestra tristeza/Vamos a celebrar nuestra vanidad/Vamos a conmemorar como idiotas/Cada febrero y feriado/Todos los muertos en las carreteras/Los muertos por falta de hospitales/Vamos a celebrar la envidia/La intolerancia y la incomprensión…”), grabada algún tiempo después por los bonaerenses Ataque 77. Aires renacentistas y explosión a lo Nirvana, guitarras crudas y atmósferas de sintetizador. Sabor a despedida, sin duda, y este fue de hecho el último álbum de la Legión como tal. Noviembre del 95 fue la última oportunidad de ver en vivo a esta banda ya clásica.
Renato Russo quiso cerrar su historia con dos obras personales. La primera de estas titulada “The Stonewall Celebration Concert”, íntegramente en inglés, un homenaje al legendario bar neoyorquino sede de un histórico enfrentamiento que dio origen a la militancia gay. Y la segunda, titulada “Equilibrio Distante”, con canciones en italiano, un saludo a la bandera de sus antepasados. En 1996 aparece “La Tempestad o Libro de los Días”, firmado por Legión Urbana pero, como admiten Villa-Lobos y Bonfá, es otra obra de Renato en la que sus socios sólo aportaron como intérpretes. En la gráfica de este disco por primera vez se omitió la frase Urbana Legio Omnia Vincit. Después de trece millones de discos vendidos entre 1985 y 1996, en octubre de ese año Renato Russo fallece en su Rio natal.
Renato Russo conforma junto a Cazuza y Raul Seixas el trío de los grandes poetas del rock-pop en portugués. En un lapso de siete años fallecieron todos. Raul, el que más vivió, apenas alcanzó los cuarentaycinco años. Llevaron el género de las letras de rock al nivel de la mejor literatura, lo que mezclado a los alcances sociológicos de la música popular, los sitúa a la altura de los grandes poetas de América. En esta sagrada trinidad, si bien existen algunos nexos, sobretodo brillan las individualidades. Renato Russo se distancia tanto de la estrafalaria hippie y demiúrgica de Seixas, como del nihilismo callejero y reventado de Cazuza. Su estro es intimista y mesiánico al mismo tiempo. Reconoció influencias como Luis de Camoes, Morrissey, Jesus & Mary Chain, y los canadienses Neil Young y Joni Mitchell; y a pesar de su potente voz a lo Luca Prodan, su voz interior clama por ternura, por el compañerismo y el compromiso como armas contra la agresividad del poder. Parece querer decirnos: “Sí, estamos de acuerdo, el mundo es una mierda, por eso mismo cuidemos este acuerdo”. Sus canciones/himno y sus canciones/testimonio rezuman tensión y también miedo. El tono de confesión que recorre sus estrofas de punta a cabo no le impide asumir las diferentes perspectivas (o hablantes líricos) necesarios para situarse como portavoz de su generación, a la que ve como una gran hermandad, en la que la camaradería y la amistad serán las únicas tablas de salvación. Sus versos y sentencias hoy se pueden leer en las camisetas estampadas de jóvenes que apenas habían nacido en los días de la Legión. A través del tiempo nos recuerda que si la vida es –como reza tan lucidamente el budismo- sufrimiento, entonces con mayor razón protejámonos y estemos atentos.
San Miguel, diciembre 2007.