Santiago de Chile.
Revista Virtual.
Año 8

Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 83
Mayo 2006

 

VOLTAIRE SIN MATICES
Desde Venezuela, Carlos Yusti

En el Índice de Libros Prohibidos que poseo Voltaire, aparece con una veintena de títulos, incluyendo sus obras completas en varios tomos. En vida este sempiterno autor de la ilustración francesa, siempre resultó un escritor salido del propio averno y sus libros fueron prohibidos, censurados cuando no arrojados a la hoguera. A él como pensador tampoco le fue color de rosa y cuando no estaba preso, exiliado (o golpeado por sus opositores) andaba siempre huyendo, abjurando de sus libelos y panfletos. Amó a las mujeres y a la vida de una manera exagerada. Fue un hedonista, un intelectual que nunca guardó su lugar; un trampista, un trepador, un advenedizo genial que no tuvo medida ética a la hora de hacerse con un dinero mal habido. Al final del capítulo de su turbulenta existencia toda Francia se rindió a sus pies. Honores, medallas y reconocimientos para un amasijo de años que parecía ya no hacerle daño a nadie.

Hoy su filosofía resulta un puñal sin filo y sin punta, un cuchillo, que dijera Lichtenberg, al cual le falta el mango y la hoja. Sus cuentos tienen más de fábulas pequeñoburguesas, que de lección profunda. Cuentos como Cándido y El ingenuo se leen como curiosidad literaria y como inigualables ejemplos de lo que no debe ser un cuento. Su teatro es irrepresentable por barroco y ampuloso. Su “Diccionario filosófico” y “Las Cartas Filosóficas” perduran de una obra desproporcionada, como era casi todo en Voltaire, comformada por más 50 volúmenes.

Voltaire no fue la figura más importante en la foto de la ilustración francesa, pero fue el que más ruido hizo, el más egocéntrico y quien primero se hizo de una audiencia, de un publicó que lo leyó sin regatearle admiración y respeto. Siempre fue a su aire y todo lo relacionado con él tenía la marca inigualable del jolgorio, de la francachela. No por azar Barthes escribe: “La fiesta volteriana está constituida por esta coartada incesante. Voltaire golpea y esquiva a la vez. El mundo es simple para quien termina todas sus cartas, a modo de saludo cordial con: aplastemos al infame (es decir al dogmatismo). Sabemos que esta simplicidad y esta felicidad fueron compradas al precio de una ablación de la Historia y de una movilización del mundo. Además es una felicidad que, a pesar de su triunfo notorio sobre el oscurantismo, dejaba mucha gente afuera”.

La capacidad de Voltaire para irritar y molestar a sus contemporáneos le era muy natural. Nunca estuvo preocupado por guardar su sitio (hijo de notario lo llamó un crítico) y a pesar de compartir su mesa con duques y reyes para ellos no era más que otro bufón, otra sanguijuela ingeniosa que hacia cuenta de sus viandas y vinos y de paso les espantaba el aburrimiento con peluca a sus innumerables veladas. Su ingenio le abrió muchas puertas, pero al mismo tiempo le colocó en un lugar desfavorable: asumir una posición, un bando. Esto le hace inventor de eso que luego se ha llamado a lo largo de la historia como intelectual. Quizás fue el primer hombre de letras que se expuso ante un caso de intolerancia y dogmatismo extremo (conocido como el Caso Calas), fue el primero en arriesgar sus prebendas (tan queridas) para defender una posición sensata ante la arbitrariedad del fanatismo. En una carta Voltaire escribe: “Si algo puede detener en los hombres la rabia del fanatismo, es la publicidad”. Esto de servirle a la opinión pública un hecho abominable para que fije una posición y juzgue era algo hasta en ese momento inédito. Pierre Lepape en su biografía sobre Voltaire escribe: “Hay que evaluar la magnitud y la audacia de la tentativa. Un hombre solo, un escritor, perdido en las profundidades de una provincia fronteriza, decide reabrir un proceso. No tiene la menor competencia institucional ni profesional para hacerlo; no es parlamentario ni juez ni abogado. Y aunque lo fuera sería igualmente incompetente para polemizar con los jueces de Toulouse. Pero el simple hecho de que se lance a esta batalla, que le sea imaginable hacerlo, demuestra que dispone de un poder que ningún soberano, ninguna institución, ningún particular le ha conferido nunca y que obtiene sólo de su gloria artística, demostrada por la afición del público a la que escribe.”

No obstante Voltaire no fue un mártir, ni un santo y mucho menos un revolucionario. Era más bien un amargueta, un cascarrabias con veleidades burguesas, pero convencido del poder de las palabras, convencido como pocos del poder erosionador y cambiante de las ideas Un hedonista rebelde cuya mejor trinchera fue la literatura. Le gustaba la buena vida y no escatimó nada para procurársela. La estafa que perpetró contra el estado para conseguir dinero fue sólo un robo descarado. Le gustaba la publicidad y el dinero. Conocía a muchos escritores que estaban en la miseria más infamante, pero él no estaba dispuesto a vivir en buhardillas garrapateando la gran obra y con el estomago entelarañado del hambre. Pronto supo que lo que mejor de sí no estaba en su corazón, sino en su cabeza. En una oportunidad un conde se sintió seriamente molesto por algún comentario malintencionado que hizo Voltaire. El conde, herido en su orgullo, contrató dos malandrines de cantina para que le dieran al engreído escritor una ejemplar sacudida. Los truhanes cumplieron a cabalidad con su trabajo y en una calleja solitaria golpearon sin piedad al sorprendido Voltaire, quien sorprendido no tuvo tiempo de escapar. El conde desde un coche observaba todo a cierta distancia. De vez en cuando gritaba: “No le golpeen en la cabeza, que de allí puede que salga algo bueno”.

En lo personal me ha gustado ese Voltaire sin matices, interesado en vivir de escritor sin privarse de nada. En su crepúsculo se convirtió en todo un señor con fincas y dinero. Estuvo más vivo que muchos de sus contemporáneos y brilló con luz propia debido a que asumió la escritura como un oficio del día a día. Lo escrito por Savater es perfectamente valido: “Pero estaba maravillosa, indecente, inagotablemente vivo...Todos sus defectos provenían de su excesivo amor a la vida. Y eso, pese a quien le pese, le rescata”.

Lepape ha escrito que fue Voltaire el primero es desmitificar el oficio de escritor. Muchos eruditos y literatos mejor preparados que él eran figuras reconocidas, pero su radio de acción era limitado. Voltaire amplia ese radio y con un lenguaje menos especializado baja a la calle, conecta con el hombre común que lee o como lo escribe Lepape: “Ahí está su gran apuesta, en esta total confianza depositada en los poderes de la literatura. Ella debe poder derribar las barreras entre el mundo de los doctos y el de la gente de bien.” Voltaire es el primero en dejar al descubierto lo que piensa como escritor, no disfraza sus escritos como sueños, ni se endilga a monjas imaginarias como hace Diderot, no él deja todo por escrito aunque luego tenga que renegar, huir o hacerse el sorprendido como lo expresa en una carta Mme. D’Épinay en referencia de su Diccionario Filosófico: “Uno de nuestros hermanos, Señora, y sospecho que es el profeta bohemio, me ha escrito una hermosa carta pidiéndome algunos ejemplares de un libro diabólico, en el que me disgustaría sobre manera haber tenido la más mínima intervención...” Voltaire sabe que el escritor tiene una responsabilidad para con el colectivo, pero la batalla del escritor comprometido con su tiempo apenas comenzaba y las armas que un hombre de letras tiene a su disposición, en batalla tan desigual, son el ingenio y ese insolente espíritu que busca estar libre de toda atadura, que busca serle fiel sólo a esa visión del mundo sin prejuicios ni fanatismos de ninguna naturaleza .

Hay un texto titulado “Pequeña digresión”, que proporciona elementos sobre su estilo. Allí escribe sobre un hospicio de ciegos en el que sus miembros eran iguales y cuyos asuntos se decidían por pluralidad de votos. Eran felices hasta que uno de ellos pretendió ser un entendido en eso de los colores. Pero dejemos en este punto a Voltaire: “Este primer dictador de los ciegos creó primero un pequeño consejo, con el que se hizo dueño de todas las limosnas. Gracias a este medio, nadie se atrevió a enfrentarse a él. Decidió que todas las ropas de los ciegos eran blancas; los ciegos le creyeron; sólo hablaban de sus ropas blancas, aunque no hubiera una sola de ese color. Todo el mundo se burló de ellos; acudieron a quejarse al dictador, que los recibió muy mal; los trató de innovadores, de descreídos, de rebeldes, que se dejaban seducir por las opiniones erróneas de los que tenían ojos, y que se atrevían a dudar de la infalibilidad de su amo. Esta disputa dio origen a dos bandos. Para aplacarlos, el dictador dio un decreto por el que todas sus ropas eran rojas. No había ningún ropaje rojo entre los ciegos. Se burlaron de ellos más que nunca. Nuevas quejas de parte de la comunidad. El dictador se enfureció, los demás ciegos también; disputaron mucho tiempo, y la concordia sólo se restableció cuando a todos los ciegos se les permitió suspender su juicio sobre el color de sus ropas. Leyendo esta pequeña historia, un sordo confesó que los ciegos habían hecho mal opinando sobre colores, pero se mantuvo firme en la opinión de que sólo a los sordos corresponde opinar de música.”
 



 

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