Conocí
a José Hernández Delgadillo dos años antes de su fallecimiento.
Ese día, el pintor que luego de participar en la huelga estudiantil
del 68 resolvió nunca más aceptar un premio y dedicar su vida
a buscar movimientos sociales para ofrecerles un mural en pro
de su causa, ese día, José Hernández Delgadillo me obsequió
la foto de un mural suyo pintado durante la lucha magisterial
en el colegio de normalistas de Aguascalientes.
En
la foto, la pintura se notaba astillada y el muro lleno de agujeros.
Le
pregunté la razón del deterioro. Al fín periodista, yo esperaba
una respuesta que involucrara la necesidad urgente de una restauración.
En
cambio, recibí la réplica de un humanista: "Son balazos", me
dijo sin gestos de heroísmo o resignación.
"Es
muy arriesgado hacer arte político. Pones en peligro tu subsistencia
y tu libertad. Pero yo concibo el arte como una de las actividades
en la cual el hombre es capaz de ejercitar el grado más alto
de libertad, solidario de los anhelos del pensamiento revolucionario".
Más
que la ideología de un artista, la frase sintetiza décadas de
lucha.
Así
lo veía el profesor y crítico de la Universidad de San José,
Alan Barnett, quien aseguró que "las obras de Hernández Delgadillo
invitan impunemente a la agitación".
Y
la respuesta siempre ha sido violencia y destrucción porque
la contundencia de su mensaje provocó la ira en sus enemigos.
José Hernández Delgadillo pintó casi doscientos murales en todo
el país y en EU, cantidad difícilmente superada por algún otro
artista mexicano.
La
mayoría de estos murales corrieron la suerte de los balazos,
el pico y el cincel. El cacique en el campo, el patrón en la
ciudad, la policía en todos lados, intuía que la represión de
los movimientos sociales no podía obviar la presencia de los
murales de Hernández Delgadillo. En su pintura había algo de
esencia que no podía quedar perenne y no debía sobrevivir al
movimiento y mucho menos a la "solución del conflicto". Eran,
ciertamente, invitaciones impunes a la agitación.
José
Hernández Delgadillo lo sabía: "Por el contenido sociopolítico
de mi obra mural, una buena parte de mi trabajo está destruido.
Las que siguen en la vía pública lo están porque los sectores
y el pueblo lo consideran su patrimonio".
Si
existieran, sus murales serían la crónica ilustrada de la injusticia
social que nunca pasó por televisión y que son hoy, historia
no contada. Pero aún no existiendo, habiendo desparecido, esos
murales cuentan otra historia: la represión del arte en México,
la fuerza de una pintura comprometida y popular.
A
finales del siglo XX, confinado al reposo absoluto por indicación
médica en su casa de Coyoacán, José Hernández Delgadillo seguía
sintiendo el impulso de la actividad política. Aunque ya no
podía salir a pintar en las calles como cuando lo hizo una
vez en Naucalpan, en la huelga de una fábrica cuyos obreros
le habían pedido un mural, en una historia que recordaba con
nitidez fílmica: "Ahí estaba la policía, enfrente del muro,
apuntando con toletes y gases lacrimógenos intentando reventar
la huelga. A cada rato provocaban el choque violento. Para que
pudiéramos pintar, los obreros hicieron una valla. Sólo así
pudimos terminar".
Hernández
Delgadillo habla en plural porque él no pintaba sólo. En una
escuela, lo ayudaban alumnos y maestros, en una fábrica los
obreros y en el campo los campesinos.
Cuando
ya no pudo salir a la calle, se tuvo que conformar con un caballete.
Y aún ahí, encerrado en el lienzo, aparecía su impulso de monumentalidad.
Sus cuadros parecían bocetos de obras murales.
Pintaba
con la misma lucidez que el crítico de arte Antonio Rodríguez
describió como "un ejemplo claro de cómo se puede realizar un
arte digno de las inquietudes contemporáneas de la plástica
sin necesidad de recurrir al asilamiento, cada vez más desacreditado,
en una torre de marfil".
En
los cuadros de esta última etapa seguían apareciendo los rasgos
precolombinos que había cautivado a la crítica internacional
a principios de los sesenta, cuando Hernández Delgadillo ganó
la Bienal de París 1961 y obtuvo mención honorífica en la Segunda
Bienal Interamericana 1960.
Era
el tiempo en que se le abrían las puertas de las galerías garantizándole
un modo de vida estable. A eso renunció el muralista cuando
vivió el movimiento estudiantil de 1968 como integrante de las
brigadas de difusión. Un año después, pintó junto con un grupo
de estudiantes 40 pequeños murales en un conjunto habitacional
de Morelos. El mensaje era de un profundo resentimiento nacido
del dos de octubre en Tlatelolco.
Entonces
las puertas de las galerías se cerraron y el pintor comenzó
a recorrer rincones de México en busca de movimientos sociales
y un muro para pintarlos. Hasta 1985 había realizado 150 murales,
ninguno por encargo oficial, todos pintados mientras la huelga,
el plantón, la marcha.
En
las paredes, el rasgo prehispánico de su pintura premiada en
Europa, adquirió un tono político que treinta años más tarde
me mostró en su obra de caballete, donde era frecuente la figura
estilizada de un hombre sufriente "porque un fantasma recorre
el mundo: la injusticia".
A
Hernández Delgadillo no sólo se le cerraron las galerías, y
no nada más perdió dinero. Ganó el abandono de la parte exquisita
del gremio artístico y el desprecio de la burocracia cultural.
La
segunda vez que conversé con el muralista, su hija Beatriz Hernández
Zamora había levantado en la sala de su casa una exposición
para recaudar fondos que le permitieran solventar los gastos
generados por la enfermedad de su padre.
La
publicación de esta noticia en el periódico El Día, provocó
un homenaje en el Palacio del Antiguo Ayuntamiento. El reconocimiento
casi llegó tarde. Hernández Delgadillo asistió en camilla, conectado
a instrumentos de hospital.
Recorrió
y explicó con precisión cada obra de la muestra que incluía
serigrafías, litografías y murales transportables.
Pero
difícilmente unas cuantas horas de homenaje resarcen décadas
de abandono y mucho menos implican reconciliación con sus enemigos.
El
26 de diciembre se cumplen dos años del fallecimiento de José
Hernández Delgadillo, hijo de un capitán zapatista, nacido en
Tepepulco Hidalgo en 1928.
Suele
decirse que el sueldo de un jugador de futbol talentoso comparado
con el de un artista (pintor, músico) es un indicador del nivel
cultural de la sociedad. Hoy quizá también el Internet sea indicador
de niveles.
El
nombre de cualquier jugador famoso abre centenares de páginas
electrónicas. El nombre de José Hernández Delgadillo abre siete.
Cuatro de ellas en inglés.
Pero
así como no le preocupó en vida, seguramente que a Hernández
Delgadillo no le preocupa la fama y el prestigio después de
la muerte. Vale más bien, la vigencia de su ejemplo de arte
ligado a las luchas populares.
Incluso
aquel día que lo conocí, le pregunté si alguna vez había sido
preso político. "Nunca" me contestó. Yo sabía que muchas veces
había compartido la cárcel con obreros, campesinos, estudiantes
y maestros. Pero el concepto de preso político le parecía presunción.
Si
no le interesaba el prestigio de haber sido preso político,
menos le interesaría acumular páginas en Internet.
Le
preocuparía, claro, que llegara el día en que ningún artista
en ningún rincón de México estuviera apoyando luchas sociales
con un mural, una canción, una invitación impune a la agitación.