El muerto estaba ahí
sin decir una palabra. Y si alguien debía entonces decir algo ese
era él, tendido allí en medio de la pieza dentro de un cajón
mirando de frente hacia la otra vida, mientras los otros, todos los otros
se agitaban a su alrededor.
No había cruzado hace
mucho esa delgada línea que separa los dos mundos pero, ya su cuerpo
se estaba enfriando, tomando el color de los seres inanimados, aunque podía
escuchar lo que sucedía y verse a sí mismo como si se viera
en un espejo.
Algunos de sus parientes llegaban
apurados, con una cara de pena ceremoniosa, y estrechaban las manos de
sus hijos abrazándolos y besándolos en las dos mejillas mientras
les decían al oído palabras cariñosas.
El personal del servicio funerario
lo había hecho bien. Acomodaron su cuerpo y lo dejaron tendido allí
como en el más confortable de los lechos.
Y habían encendido a
los cuatro costados unas luces en forma de velas para que todos pudieran
apreciarlo mejor a través de una pequeña ventanita en donde
su rostro sin gestos aparecía para que le dijeran adios.
Al principio había gritado
con todas sus fuerzas pero, rápidamente había comprendido
que era inútil. Poco a poco fueron llegando todos sus hijos y sus
nietos, los que a medida que llegaban se ponían a llorar. Al menos
era confortable ver esas espontáneas manifestaciones de cariño,
muestras claras de cuanto lo querían y del dolor que les provocaba
verlo así, en ese estado.
Pero él estaba bien. Tranquilo.
En eso llegaron los vecinos y
el ambiente comenzó a ponerse denso entre tantas personas amontonadas
como nunca en aquella habitación.
Algunos lo besaban en el rostro
sin que él pudiera sentir nada. Era extraña esa sensación
de estar y no estar al mismo tiempo, observándolo todo como si fuera
el espectador de una película.
Por la noche lo dejaron solo.
Sumido en un silencio casi sepulcral.
Entonces recién tuvo
tiempo para echar una mirada a su vida. Pensó en lo feliz que se
pondrían todos aquellos que habían deseado su desgracia de
todo corazón. Y en esos que por fin podrían aspirar a un
ascenso profesional gracias a su ausencia desde ahora definitiva y permanente.
Pensó también en
su perro y en como lo extrañaría todas las tardes cuando
con infaltable cariño le llevaba su comida y éste movía
su cola especialmente para él.
Podía ser que también
lo echaran de menos en la garita de los juegos hasta donde llegaba impajaritablemente
cada viernes con su cartilla ganadora. El hombre del servicentro, también.
Por su mujer no tenía
porque preocuparse. Todos sus hijos eran grandes y había dejado
para ella una suculenta suma pactada con una compañía de
seguros.
Habían tenido una vida
larga y bendecida, sin grandes tropiezos y muchas pero muchas veces habían
conversado sobre este posible acontecimiento. Ella lo honraría,
claro, con sus familiares y amigos. Derramaría bastantes lágrimas
pero, continuaría su camino hasta reencontrarlo más adelante
nuevamente.
Por último, nada tenía
en su conciencia que le pesara de algún modo inusual. No había
sido ni bueno ni malo, según él.
El día llegó y
con éste, la gente de la funeraria otra vez.
Ellos lo llevaron al que sería
su último paseo por este mundo. Lo instalaron frente al altar en
una iglesia y nuevamente vio a la gente llorando
desfilar frente a su ventanita. Ahora hasta pasaron junto a él
personas a quienes ni siquiera conocía.
El cura dijo unas palabras a las que,
premeditadamente no puso atención. ¡ Pamplinas ! dijo él.
Luego vio como lo
rociaban con agua que no debió ser más que agua de la llave,
mientras el llanto de los presentes
aumentaba.
Después lo volvieron a
pasear. Y esta vez el paseo fue más largo porque cruzaron
toda la ciudad. Hasta que allá lo pusieron sobre una especie de
camilla con ruedas y lo arrastraron
cruzando por lóbregos y silenciosos portales
de cemento y de metal.
Al final del camino se juntaron
todos para decirle el , ahora sí, último adios.
Algunos cantaron, otros rezaron el rosario y otros no pudieron
siquiera pronunciar una palabra,
entre ellos su mujer.
Después de un rato prudente
se marcharon y él les gritó. Olvidándose de que
ya no lo podían escuchar.
Hasta que entonces murió definitivamente, junto al
ruido de los pasos de los suyos que también desaparecían
en la distancia, allá
al final del corredor.
Del libro "La otra orilla"
1998